Alumbramiento

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He aquí que concebirás y darás a luz a un hijo.

Lucas I, 31.

Eran las doce de la noche. Apenas uno o dos días antes había conseguido entregar mis avances de la tesis doctoral, así que estaba libre para concentrarme por completo en el acontecimiento más extraordinario de mi vida: el nacimiento de nuestro primer hijo. Los días recientes habían sido complicados y algo molestos. El cansancio de Isa era cada vez más notorio. Justo esa noche reflexioné sobre lo tirado que estaba nuestro pequeño departamento; estuve a nada de iniciar una de esas discusiones absurdas, pero estaba cansado y no me pareció correcto liarme en una discusión en la que seguro yo no tenía la razón. Así que decidí empezar aquella novela que había comprado la navidad pasada durante nuestra visita a mi hermano en Londres. La novela se llama “Everything is illuminated”. Llamó mi atención desde su aparición en el 2003. Su lanzamiento coincidió con mi primera visita a Londres para encontrarme con mi hermano que tenía un trabajo ahí que le llevaría como tres semanas: mi hermano es asesino a sueldo; no, no es cierto.  En fin, tomé la novela, me tiré en la cama y me dispuse a desvelarme un poco.

De pronto Isabel me dijo que quizá tenía un ligero sangrado. Algo nos había comentado nuestro Dr, el Dr. Balig, sobre el sangrado. Mencionó que cuando viéramos agua o sangre nos fuéramos inmediatamente al hospital: era la señal de que Agustín estaba por nacer. Me pareció una señal evangélica, también cuando el centurión romano penetró con su lanza el torso de nuestro Señor brotó agua y sangre, y con ello nacimos a la vida eterna.

Miré las supuestas gotas y distaban mucho de mi idea de “sangre y agua”. Esperaba algo más espectacular, uno siempre espera algo espectacular. Pensé no darle importancia al fenómeno, Isabel también sugirió que probablemente no sería nada. Pero tras un momento de reflexión y consciente de que mi principal característica es dejar todo  — lo importante, lo urgente y lo no importante —para después – decidí que era mejor actuar rápido. Llamé un taxi y nos pusimos a empacar. A los pocos segundos tocaron el timbre del departamento. Cuando contesté unas voces adolescentes me dijeron que traían la pizza que había ordenado. Les respondí que yo no había ordenado nada y que mi mujer estaba por alumbrar y tenía que marcharme al hospital, algo argumentaron y entonces les grité, así en español, ¡que se fueran al carajo! Bajamos y el taxi ya nos estaba esperando. De los pubertos inoportunos ni rastro. Ya se ve que incluso en los momentos más sublimes de nuestra vida no dejan de ocurrir cosas chuscas.

Bondensee en la tarde. Konstanz. Alemania.

Por alguna razón el taxista manejó lo más despacio posible. Vivimos en un pueblo que se llama Konstanz, el último pueblo alemán antes de Suiza. Las calles por las noches suelen estar desiertas. Isa desesperada me preguntaba por qué íbamos tan lento. Eventualmente  llegamos al hospital. Nos llevaron a un cuarto donde Isa se recostó. Ya entonces comenzaba a sentir dolores. Debo abundar un poco sobre mi vestimenta para ir al hospital, porque la preparé con anticipación y cuidado.

Llevaba mis zapatos y cinturón de vestir, un pantalón que pretendía ser otoñal y una playera polo. En mi opinión me veía como todo un padre joven: cool, pero responsable y serio. Me pareció muy importante cuidar mi aspecto durante el proceso del parto: no quería que las enfermeras, las doctoras o quien fuera nos tomaran por una parejita de novios despistados que habían olvidado el condón. Que naciera Agustín no es una cuestión de mala planificación ¡es nuestro mayor golpe de suerte!

Los dolores de Isabel fueron aumentando. La enfermera le ofreció algo para calmarlos pero Isa prefirió no tomar nada, pensaba que ese sería el mejor modo de preparación para los dolores de parto. Como a las 5 o 6 de la mañana por fin aceptó los calmantes; aunque el dolor disminuyó no concilió el sueño. En retrospectiva se lamenta por no haber aceptado los calmantes desde el principio.

A las 7 de la mañana entró la partera “Frau Stefelin” a llevarse a Isabel con todo y cama. Me apresuré a levantarme para seguirla, pero dijeron que no me preocupara y tratara de dormir. No transcurrió mucho tiempo, de nuevo Frau Stefelin entró al cuarto y me urgió a pasar a otra sala. Por un momento temí que el parto ya hubiera ocurrido y que me lo hubiera perdido por holgazán; no fue así.

Encontré a Isa, con una doctora y la partera, en un puro grito de dolor. El cuarto no tenía nada en particular, ni foco redondo en el techo, ni fierros para que la mamá ponga los pies. Supuse que pronto nos llevarían a otro cuarto. Los gritos de Isa fueron en aumento, la partera me pedía a cada instante que tradujera lo que decía para Isabel: jetzt stoßen (dice que pujes) nicht weiter (ya no) weiter (otra vez). No eran cosas demasiado importantes y me parecía que Isa entendía todo. De continúo le preguntaban si tenía mucho dolor, lo cual era evidente. Sobre todo se quejaba de dolor en la espalda: Rückschmerzen! gritaba sin parar.

Me pidieron que le apoyara la espalda con fuerza e intentara darle un masaje. Hice lo que pude, pero no creo que haya servido de mucho. Isa esperaba que en algún momento vendría la anestesia. Nunca llegó.

De pronto entró al cuarto otra mujer que sí parecía doctora, mayor que las otras que eran muy jóvenes. Lo primero que hizo fue preguntarme si me sentía bien, dijo que estaba pálido y como si fuera a perder el conocimiento. En efecto, yo experimentaba un fuerte mareo y no veía bien, pero me moría de vergüenza de desmayarme en un momento tan importante, y me daba pena declarar mi problema; la doctora pidió a las otras mujeres que me dieran algo. Me aparté por unos segundos de Isabel tomé aire y volví al masaje.

En esos minutos, que no sé cuánto duraron, me sentí profundamente confundido. Yo también era responsable de la  situación tan dolorosa en que se encontraba Isabel, pero no sentía nada fuera de un ridículo mareo. Uno oye en la Biblia eso de “parirás a tus hijos con dolor”, pero no le presta demasiado importancia porque se lo dicen a Eva, y sin embargo es muy cierto: los hijos vienen al mundo con dolor, en medio de llanto, de sangre y de agua.

Le pidieron a Isabel que siguiera pujando mientras la partera introducía su mano hasta más allá de la muñeca en el vientre de Isabel. Entonces sucedió. Donde antes sólo veía  a Isa apareció un rostro humano, con los ojos cerrados como entre aturdido y traumado; la piel era rosácea, casi roja, pero de la humanidad del rostro no había ninguna duda: alguien salía de dentro de Isabel. Tras la cabeza vino el resto del cuerpo; cuerpo sano, completo, gracias a Dios.

El bebé quedó enroscado como un ovillo entre las piernas de Isa, en medio de un charco de sangre. La partera pidió a Isabel que lo cargara, Isabel gritó “ich kann nicht sehen!” (“no puedo ver”); asombrada la partera pensó que Isabel se había quedado ciega, rápidamente le mencionó que  necesitaba sus lentes, corrí por los lentes.

Ya con los lentes Isabel vio por primera vez claramente a Agustín, en algún momento antes de esa primera mirada cortaron el cordón umbilical. Isa levantó a Agustín ensangrentado y desnudo y lo colocó contra su pecho, también desnudo. Agustín lloraba inconsolable y desorientado. Algunos minutos pasaron y luego la partera le pidió a Isabel que amamantara al bebé. No fue en absoluto complicado, Agustín buscó el pecho de su madre y abrazándola —como desde entonces lo he visto hacerlo tantas veces—comenzó a mamar el líquido vital. Yo no sabía qué hacer ni a dónde mirar.

Los ojos se me llenaban de lágrimas, no quería estorbar el primer instante de reconocimiento que viven dos personas que han vivido juntas sin conocerse por tantos meses.

A mi mente venían los vómitos, las noches de insomnio, los súbitos calambres, la somnolencia invencible y los incontables dolores que había visto padecer a Isa durante unos ya muy largos 9 meses. De golpe comprendí los dolores que padeció mi madre, los que padecen todas las madres a fin de renovar el mundo.

Pero por encima de todo eso se me imponía la vida con toda su fuerza y belleza, con todo su poder; sentí vértigo ante el milagro de un nuevo ser.

Pasados algunos minutos trajeron algo de comer. Isa no comió casi nada, estaba por completo arrobada y no dejaba de mirar a su hijo. Entonces recordé cómo me hacía gracia cuando durante las noches del embarazo me preguntaba: “¿Cómo va a ser? ¡Ya lo quiero conocer!”

Casi después de una hora separaron a Isabel del bebé para vestirlo. Pero antes, por fin, me lo dieron a mí. Yo lo cargué entre mis manos, porque aún era muy pequeño para sujetarlo con los brazos y lo olí como he visto que los felinos huelen a sus cachorros, y le canté alguna canción que he olvidado, le dije que lo estábamos esperando y que lo íbamos a querer mucho. Luego lo vistieron y nos llevaron a otro cuarto.

Los días en el hospital estuvo siempre Agustín junto a nosotros metido en una cunita transparente. Conmovidos observábamos como a cada momento hacía quejidos como de quien se asusta y juntaba sus manos. Nos dijeron que era normal.

Leyendo el FAZ. Konstanz, Wollmatingen, 2007.

Por las noches no me dejaban quedarme en el hospital. Tenía que volver al departamento. Nunca he estado tan solo en toda mi vida. Ahí entendí por qué mi papá siempre que va a trabajar a Acapulco sin  la familia dice al teléfono que se siente solo. No hay nada como la soledad del padre sin esposa y sin hijo. Tuve tiempo para meditar sobre lo profundamente antinatural de mi situación, lo propio del padre es estar con su familia; no en un departamento muriéndose de aburrimiento y de melancolía. Fue en esos días cuando mis amigos decidieron llamarme “El perro sin dueño”.

Por las mañanas iba a ver a Isabel y me quedaba todo el día en el hospital. Nos explicaron cosas muy importantes: que el pañal se pone entre las piernas, que cuando el niño está sucio hay que bañarlo und so weiter und so fort (y así…) Después de tres días de dormir solo estaba desesperado. Tomé la decisión de llevarme a Isabel y a Agustín por la buena o por la mala; antes de que hiciera una locura los dejaron salir.

Desde entonces se ha llenado nuestra vida de una nueva luz, de una alegría que nos hace sonreír involuntariamente todo el tiempo, como borrachos. En un instante he pasado del ocaso de la juventud al alba de la paternidad. A veces imaginó que esto no puede durar, que algún día  llamará a la puerta un funcionario para agradecernos nuestra ayuda y notificarnos que nuestro tiempo con Agustín ha terminado; gracias a Dios eso no sucederá. Ruego que Agustín deje de vivir con nosotros el día que él decida hacerlo.

Agus y su hermano Bernardo. Metepec 2021 aD

Sé que esta narración no es demasiado buena. Ninguna narración que hable sobre el nacimiento puede serlo, cualquier descripción es nada y menos que nada. Cualquier cosa que hayan escrito los hombres es trivial. El nacimiento es incomprensible. Como decía un amigo muy querido que se confesaba ateo cuando nació su hijo Nicolás: “si no fuera por las connotaciones religiosas del término…, yo calificaría esto como un milagro.” Y sí, es un milagro, espero que nunca lo olvidemos.

Fernando Galindo

Segunda Versión corregida por Isa “Frau Álvarez”:

Konstanz, 13 de enero  2007a.D. cuarto mes de Agustín

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