“Gran paradoja del amor, tal vez la central, su nudo trágico: amamos simultáneamente un cuerpo mortal, sujeto al tiempo y sus accidentes, y un alma inmortal.”
Octavio Paz, La llama doble
Mucho se ha escrito ya sobre el amor. Desde poemas en los que el amante es fulminado como un polvo enamorado que es constante a pesar de la muerte; hasta actos de amor épicos como recorrer el infierno y el purgatorio por la amada, preferir el veneno antes que la posibilidad de no poseer al amado o luchar contra cíclopes, sirenas y los naufragios para volver con la mujer que te espera. El imaginario amoroso está plagado de personajes que con facilidad ejecutan grandes gestos románticos.
Algunos podrán culpar a Disney por sus expectativas y estándares románticos: la princesa que finalmente encuentra al príncipe y tras una pequeña dificultad –porque sin clímax no es posible el desenlace– se casan. ¿Pero qué pasa después cuando a la princesa le salen estrías y al príncipe le cuelga el estómago? ¿Qué es eso de “vivir felices por siempre”?
Reniego de habitar en Disneylandia, en lo personal y francamente, me resulta un imaginario bastante pobre. Ninguno de los príncipes le llega a los talones a Mr. Darcy: un excelente prototipo de héroe romántico, creado por una mujer, dicho sea de paso. Los personajes de Jane Austen son entrañables, aunque no sean encantadores. Porque una de sus mayores enseñanzas es que no todo aquello que brilla es oro, sino que muchas veces es latón reluciente, mientras que lo que puede pasar desapercibido es realidad más valioso; así que antes de cualquier juicio deberíamos abstenernos de los prejuicios.
Muchas veces el hombre que resulta más encantador es en realidad el peor partido. Los personajes de Austen son antagónicos, seres que se contraponen, pero que justamente la oposición ayuda a la comparación: la tosquedad de Darcy se opone con la simpatía de Wickham; la seriedad del Coronel Brandon se opone con el apasionado John Willougby y aunque a primera vista ni Darcy ni Brandon resultan la opción más atrayente (dejando de lado la cuestión monetaria), en el desarrollo de la historia, al conocer a Darcy, Brandon e incluso al insulso Edward Ferrars a profundidad, es inevitable no preferirlos. Porque aunque carecen de gestos desbordados, su pasión se nota en los detalles.
Así que si a alguien tuviera que culpar, entonces culpo a Austen de mis iniciales expectativas románticas. Claro que es preciso tener cuidado, porque a fin de cuentas, la idea de un hombre, el ideal, puede terminar no existiendo. Y por buscar aquel ser mitológico, más extraño que el unicornio, podemos no ver a quien tenemos de frente.
Podríamos argumentar que es imposible que exista un hombre o una mujer con las características que proponen Austin, Shakespeare, Dante, García Márquez o Cortázar. Además el cine no lo hace más sencillo, porque en mis treinta años de vida, nadie me ha esperado debajo de mi ventana a pesar del temporal, como hizo Toto en Cinema Paradiso; y mucho menos me he metido a la Fontana de Trevi, esperando que un Marcello Mastroiani me acompañara. Sin embargo creo que si algo puede ser imaginado, es porque en la realidad se han observado algunos atributos: la realidad sí puede llegar a superar la ficción, para bien o para mal. La tumba de Beatriz puede visitarse, y aunque Dante la idealizó, debajo de aquella imagen encontramos una Beatriz de carne y hueso.
Ahí yace con sus características humanas y deficientes, perfecta en su imperfección, pero debemos prestar atención de no convertir a la persona de nuestra vida en un personaje y ser conscientes de que sus actos no son material de filmación.
La cuestión es, que aquello que es un gran detalle romántico para alguien, puede no serlo para otro. Por ejemplo: un amigo le dijo a Steffen –el condenado a pasar el resto de su vida conmigo- que debería ser más romántico y recibirme con un ramo de flores en el aeropuerto. Podría ser un gran detalle, pero a decir verdad, no me gustan los ramos de flores y él lo sabe. En dado caso tendría que llevar una maceta y no una flor en agonía. Aún así, si un día lo hiciera, se lo agradecería. Para una persona puede ser desastroso que no la reciban con flores, mientras que a otro no le hace ni fu ni fa. Alguien puede requerir de detalles cursis para sentirse amado y otro no. Así de variado es el mundo.
Es preciso cuidarnos de la absoluta idealización, porque por esperar un ideal Austiniano, Dantesco o de cualquier clase, podemos dejar pasar de largo a nuestra persona deficientemente perfecta.
¿Qué más se puede decir sobre el amor? En principio, se puede decir mucho, porque es una experiencia universal que se aplica a una vivencia particular. Incluso podemos definirlo, los filósofos lo han hecho desde hace siglos, algunos con mayor entusiasmo y otros con mayor cinismo. Y las teorías son polifacéticas: desde mitades que se buscan, escalas ascendentes hasta alcanzar la idea y así vivir la mejor de las vidas posibles; desear lo que no se tiene; encontrarnos a nosotros mismos en nuestro opuesto; alcanzar la alegría con un estímulo externo; el genio de la especie que se manifiesta en dos individuos para procrear uno nuevo; ser validado por el otro; la exclusión de las oposiciones que vence la escisión e incluso dar algo que no se tiene a alguien que no lo quiere.
Jacques Lacan afirma “amar es dar lo que no se tiene a alguien que no es”. Esta frase, tan célebre, se relaciona con la teoría de la transferencia que, grosso modo, podemos explicar como la búsqueda en alguien de experiencias pasadas y de otra persona. Por ejemplo: si hemos idealizado una relación previa y buscamos las mismas características en una nueva relación; o si nos volvemos más freudianos, quien busca algunos atributos paternos en su marido. La transferencia es el intento de recrear un paraíso perdido.
Pero si renunciáramos a ese recuerdo paradisiaco podríamos realmente dejar de buscar a ese otro, a ese fantasma, a Mr. Darcy. En caso de no renunciar a esa idea, seremos incapaces de ver al otro en plenitud y de crear un vínculo verdadero; en ese caso, el otro, el que tenemos de frente, está condenado a nunca ser y a que pasemos de largo. Si lo extrapolamos, entonces resultará, que nunca hemos tenido al otro, parafraseando a Cortázar, no poseemos al otro ni siquiera en lo más hondo de la posesión; en pocas palabras, realmente no poseemos ni somos del otro porque no recibimos ni damos.
Es imposible dar lo que no se tiene. Juan Gabriel lo canta: “no tengo dinero, ni nada que dar”, como si fuera poca cosa, solamente puede ofrecer amor. Dar ese amor, es aceptar al otro sin comparaciones imaginarias y donarse radicalmente todos los días. Podría resultar cínico afirmar, como Lacan, que el amor es dar lo que no se tiene (a nosotros mismos en plenitud) a quien no es… como si estuviéramos incapacitados para ver al otro y aceptarlo tal y como es. No pretendo refutarlo con teorías filosóficas, psicológicas, sociológicas, literarias o de ningún tipo. Simplemente me remitiré a narrar un par de hechos, porque puedo afirmar que he conocido a más de uno que da lo que tiene a quien sí es.
Jacques Lacan. Acuarela Nemomain.
Hace un par de días murió Jörg y desde que cerró sus ojos, Renate, su mujer, ya lo extrañaba. Al menos le resta el consuelo de tantos años y que en lo últimos momentos permanecieron juntos. Renate me escribió para darme la noticia; tras una larga enfermedad se despidieron en la estación de cuidados paliativos escuchando música, leyendo y hablando, es decir acompañándose mutuamente como siempre lo hacían. Disfrutaron los últimos días, a pesar de la carga de saber que cualquier minuto podía ser el último, festejando la vida en la agonía, con la fortaleza de acompañar hasta el final, conscientes de que no hay mejor lugar para morir que en los brazos que por tantos años te han abrazado.
¿Quiénes son Jörg y Renate? Una pareja alemana como cualquier otra que se quiere. Coloquialmente podemos definir a Jörg como un tipazo, un hombre realmente encantador y que cabe muy bien como ejemplo del significado de la palabra amable. Según el diccionario, la segunda acepción –aunque debería ser la primera– alguien amable es quien merece o inspira amor. La etimología nos ayuda aún más: su raíz latina amabilis significa “digno de ser amado”; el verbo es amare y el sufijo ble implica la posibilidad. La posibilidad de que alguien sea digno de ser amado (liebenswürdig es precisamente la palabra en alemán). Y de ahí surgen otras palabras como la amabilidad, que ya es propiamente la cualidad.
Incluso los seres más despreciables tienen la capacidad de inspirar afecto, por lo que parece que todos somos dignos de ser amados, de otro modo no se cumpliría el refrán “para todo roto hay un descosido”. Aunque también hay que matizar, que algunos seres son tan amables, que realmente facilitan el acto, hay que reconocer que es más fácil querer a algunas personas. Y así sucedía con Jörg, que era muy sencillo quererlo, vaya que no costaba ningún esfuerzo, porque transmitía el gozo por la vida e incluso parecía que no había barreras. Siempre sonriente y abierto incluso a los desconocidos. De verlo, jamás pensarías que estuviera tan enfermo. Vivir el cáncer con buen carácter no es tarea sencilla, pero la esperanza y el buen ánimo jugaron a su favor.
Huellas en la nieve. Berlín, Karlshorst. Foto: A. Fajardo
Recuerdo una noche obscura y fría, caía un poco de nieve, Renate y yo salíamos de la iglesia tomadas del brazo –porque cuatro piernas son mejor equilibrio que dos– caminábamos lentamente porque el pavimento estaba resbaloso. Además íbamos muy concentradas: yo balbuceando alemán y ella procurando entenderme, así que no notamos la figura que esperaba en la esquina debajo de un árbol, hasta que una mano nos detuvo. Del susto pasamos a las risas, era Jörg, que apenas unos días antes había salido del hospital, pero preocupado de que ella no veía bien de noche, del frío, del pavimento y de que el clima no lo hacía más sencillo, fue a alcanzarla.
Quizá para los estándares de Hollywood esta escena no sea dramáticamente romántica, pero para mi y seguro para muchos otros, fue un gesto radicalmente amable. Jörg no pensaba en sí mismo, sino que pensaba en ella y por eso tomó su chaqueta, su sombrero y salió a pesar del frío, la noche y la enfermedad. Este acto, en apariencia sencillo y del que ni siquiera habría espectadores, tuvo más grandeza que todas las superproducciones para pedir matrimonio. Lo mejor de todo: podría haber pasado desapercibido, porque no era del mundo, sino de ellos.
Muchas veces pensamos que el amor está plagado de gestos radicales, pensamos en términos absolutos; ignorando que la vida se compone de los pequeños momentos que consideramos cotidianos e incluso hasta banales, ignorando que no hay acto más radical que la congruencia en el día a día.
Me rebeló ante la idea de los flechazos y las pasiones desenfrenadas, porque el amor se encuentra en los pequeños detalles y para que perdure se debe construir con cimientos fuertes, más profundos que un apasionamiento que bien puede ser pasajero. Ahí está justamente la distinción que hace Paz, en La llama doble, entre el amor y el erotismo.
“No, no es lo mismo con éste o con aquél. Y ésta es la línea que señala la frontera entre el amor y el erotismo. El amor es una atracción hacia una persona única: a un cuerpo y a una alma. El amor es elección; el erotismo, aceptación. Sin erotismo –sin forma visible que entra por los sentidos- no hay amor pero el amor traspasa al cuerpo deseado y busca al alma en el cuerpo y, en el alma, al cuerpo. A la persona entera”.
La llama doble.
Es preciso llegar al núcleo, abandonar la periferia que termina confundiéndonos. No nos distraigamos antes las grandes declaraciones exaltadas, porque el ímpetu inicial decae con el tiempo, y hay mayor profundidad en las manifestaciones cotidianas que en los apasionamientos pasajeros.
El beso, Gustav Klimt.
Observé el amor en las esperas, acompañamientos, en la calidez de la mano que sostiene en la fragilidad, en la aceptación de la vulnerabilidad, en los buenos tiempos, en los malos y la enfermedad. Porque el amor es: acompañarse a recibir las buenas y malas noticias; complementarse –cuando Renate escucha mejor que Jörg y Jörg ve mejor que Renate– sentarse todos los días a las tres de la tarde y preparar el café como al otro le gusta.
El amor te vuelve clarividente, siempre vas un paso adelante, porque conoces y estás atento a la necesidad del otro, porque el amor te da nuevos ojos. Como escribió el gran Borges en el Otro poema de los dones: “por el amor, que nos deja ver a los otros como los ve la divinidad”.
Sin embargo, no crea el apreciable lector que Jörg y Renate son la excepción de la regla, la aguja en el pajar y el caso que se manifiesta por cada millón de parejas. He observado un amor asombrosamente cotidiano en muchos otros y puedo enumerar algunos ejemplos para motivarlos: por la pareja germano-colombiana que se mira con la misma ternura de los primeros días sin que los años y cuatro hijos disminuya el amor, sino que lo transforma; por la mujer que aún sabiendo de una enfermedad degenerativa prefirió quedarse; por el hombre que cuidó por veinte años a su mujer postrada en cama y que llora su ausencia deseando más tiempo a su lado.
Así que los invito a abandonar las expectativas burdas y los gestos de las películas porque se quedan cortos. La realidad supera con creces la ficción; pero la ficción puede embriagarnos con quimeras y distraernos de aquellos actos de amor absolutos.
No permitamos que estos actos pasen desapercibidos, que sean irrelevantes y superfluos, cuando son en realidad las actos más veraces y radicales, capaces de traspasar la temporalidad y que van más allá de la muerte.
Así como a Cortázar no le sirve un amor pasamontañas, puerta o llave; a mí tampoco me sirve una expectativa exacerbada que permanece en la superficie. No me funcionan los ideales de película, ni de Austen y mucho menos de Disney. No debemos basar nuestros ideales, expectativas y gustos en lo que observamos de otros, que son lineamientos e inspiraciones para que no abandonemos la batalla cuando más cruda es.
Los otros son directrices, ejemplos reales que pueden enseñarnos a amar sin reservas, dando todo aquello que tenemos a quien verdaderamente es. No temamos a mirar de frente, con sus virtudes y deficiencias, a quien duerme al lado; que aunque para el mundo sea nadie, para el que contempla lo es todo. No temamos a dar el salto a ese puente que se construye de dos lados.
Nunca olvidaré las tardes que visitaba a Renate y Jörg –una intrusa bienvenida y observadora de su intimidad– la ternura de sus abrazos, su apertura de corazón y el cariño con el que me incluyeron en la familia al autodenominarse Oma und Opa, mis abuelos alemanes.
Mi balcón cubierto de nieve.
Cada domingo a las diez de la mañana Jörg se asomaba al balcón, esperaba a que Renate apareciera en el camino. Con una gran sonrisa aguardaba, en cuanto la reconocía, agitaba la mano y los dos se miraban como si se hubieran separado una eternidad. Ella se transformaba, aceleraba el paso y se sonrojaba como si tuviera quince años y lo viera por primera vez. Así los imagino, a Jörg esperándola, esta vez desde las alturas, y las miradas del reencuentro.
Dicen que de amor nadie se muere, pero médicamente, un corazón roto padece características semejantes a un pre-infarto; por un momento una parte de la función cardiaca se interrumpe y el resto del corazón se contrae con mayor fuerza, falta el aire y duele el pecho. El corazón llora la ausencia y es inevitable.
No puedo evitar cierta angustia de pensar que si yo echaré de menos a Jörg en el balcón, ella tiene el corazón resquebrajado; que cada rincón de su hogar rebela la presencia fugaz del recuerdo; que costará un esfuerzo descomunal acostumbrarse a una nueva soledad, porque ningún día y ningún domingo volverá a ser igual con la ausencia lapidaria de su figura en el balcón.
“El amor mata, te hiere desde el principio”;”El amor no te deja solo”: así dice la famosa canción de Queen.
En un mundo en el que vivimos en el mito de la independencia y la soledad universal, el amor parece ser sólo un peligro del que hay que huir o con el que hay que llegar a un compromiso para alcanzar algún objetivo predeterminado (una familia, unos hijos, un trabajo), algo que hay que controlar, algo que nos da miedo. Se acerca San Valentín, y estamos dispuestos a celebrar nuestra soledad, nuestra independencia, con regalos que cubran nuestro miedo ¿Se ha convertido el amor en una formalidad como cualquier otra? ¿Se ha reducido a algo que debe contenerse entre las paredes de un hogar, en una pareja, en una pequeña comunidad? ¿Ha perdido su naturaleza universal? ¿Es una pérdida de tiempo?
Hemos crecido en una cultura en la que el mito a seguir es el de la independencia económica y emocional, el de salir adelante por nosotros mismos. Hemos trasladado los paradigmas del razonamiento económico a los de la sociedad. Hemos pasado de una economía de mercado a una sociedad de mercado en la que todo tiene un precio, el precio de nuestra independencia, o la ilusión de ella; el precio del tiempo que se ha convertido en dinero.
Hay muchos caminos psicológicos, de coaching, de crecimiento personal, que celebran obsesivamente la “libertad” y la independencia. Mucha gente está ahora obsesionada con ser afectivamente dependiente de alguien; un mal que hay que curar, un mal que hay que evitar o, si pierdes el control, del que hay que escapar. Cuando algo va mal en una relación, estamos listos para llamarla tóxica, para huir inmediatamente; el riesgo es… el riesgo es… …. morir ¿Pero no es eso el amor? El amor duele desde el principio ¿No es el enamoramiento la apertura de una herida? ¿No busca el amante el contrapunto de su propia fragilidad buscando la herida del otro, incluso creándola él mismo?
Si lo pensamos, toda la fase del enamoramiento, hoy en día, también es vista de forma negativa, como una pérdida de tiempo para alcanzar el ansiado vínculo corporal, dominada por una sexualidad imperante que cubre el vínculo más profundo elegido como único lenguaje de los amantes (“la sexualidad emancipa” es el lema desde el 68′ hasta hoy) ¿No es el enamoramiento una herida, una apertura de una herida para amar?
El amante suspira en las esperas, en los silencios, en los miedos, en las dudas; espera una palabra del otro que le confirme que está herido tanto como él, una herida en la que reconoce la suya. Es ahí, en ese encuentro de heridas, de fragilidad, donde nace el amor. Muchos hablan del amor como una elección, pero toda elección es fruto de una herida ya abierta, el enamoramiento ya es amor.
Paris Foto: Valerio Pellegrini
La primera cita es un riesgo terrible a partir del cual toda la historia puede dar un giro u otro. Las imágenes, los olores, los sueños y los deseos que ambos se transmiten son el resultado de sus respectivas heridas que se vuelven comunes, universales, se transfiguran en algo que no eran. Enamorarse es ya hacerse dependiente de una herida común, es empezar a vivirla en profundidad hasta el punto en que eliges, comprendes que quizás esa no era una herida sino era el amor mismo.
A menudo, en nuestra sociedad tendemos a ver incluso la etapa del enamoramiento como algo negativo, un paso obligado o casi una pérdida de tiempo. El realismo quiere que el enamoramiento y el amor sean dos cosas diferentes, pero, en realidad, ambos son amor, sólo que el primero aún no se ha revelado a quienes ya están inmersos en él. Enamorarse es una confesión de dependencia, es dar tiempo al amor para que se revele, es la herida de vivir en el tiempo del otro y no en el nuestro, entrar en un tiempo eterno y no en el nuestro.
Paris Foto: Valerio Pellegrini
La emancipación no es sexual, no es económica, no tiene que ver con el poder, como subraya obsesivamente esta sociedad, sino que está paradójicamente en la dependencia, en los vínculos que se establecen a nivel espiritual, en las relaciones. Dependemos de nuestras heridas y de las de los demás. Tantos amores de hoy caen precisamente en este punto, en una dependencia irredenta, en heridas que no son acogidas. Cuántas veces hemos escuchado la frase: necesito mi espacio.
Pero, ¿qué son estos espacios sino la falta de voluntad de admitirse a sí mismo que se es dependiente? ¿No se siente perdonado por ser dependiente? No hay nada malo en ser dependiente, ¡en eso consiste el amor! La famosa independencia, o libertad, está precisamente en sentirnos perdonados en nuestra dependencia. Nuestra libertad está en perdonar nuestro no ser libres. La paz en una relación es admitir que no es nuestra y que no depende de nosotros. La unión es aceptar que unidos, en realidad, quizás no queremos estarlo.
La verdad es que hemos hecho del enamoramiento, y por tanto del amor, un miedo, o un temor a tener miedo, a mostrarnos débiles, a cubrirnos con actos materiales, pero estos descienden del vínculo y no al revés. Sólo cuando el vínculo prevalezca estarán llenos de sentido; un sentido que no hay que buscar sino que se revela a las dos heridas; un sentido que trasciende y traspasa la pareja, las paredes de las casas, una familia, una pequeña comunidad, un sentido universal, y las transforma.
La Saine Foto: Valerio Pellegrini
Un sentido que comienza con una mirada o con el miedo a una mirada, con abrir el corazón o cerrarlo, con un intercambio de bromas o con caer mal, con la libertad, el coraje, los miedos y las angustias, con soñar y desear un futuro que aún no existe o tener miedo de él. Tal vez el amor sea soñar/desear o tener miedo de un futuro que aún no existe pero que sabemos que ya está ahí, es nuestra herida, es nuestra dependencia del amor y del otro presente, pasada y futura. Así que recuperemos el romance, tal vez el más real de los amores, la confesión de nuestra indigencia, de nuestra carencia, de nuestros vacíos, de nuestras resistencias, de un tiempo entregado sin miedo porque si el tiempo es ya eterno como nuestras heridas, entonces, nunca se pierde y nuestras pre-concepciones sobre el otro son sólo revelación de nosotros mismos.
La chaise vide, Jardin des Tuileries, Paris Foto: Valerio Pellegrini
Me gusta pensar en el amor con una etimología poética no confirmada que ve el origen de la palabra amor en el latín a-mors, lo que va más allá de la muerte, lo que es sin muerte, quizás porque el amor es la “muerte” misma (o lo que llamamos muerte pero que en realidad es vida plena), es, como decíamos, nuestra propia dependencia de ello. Somos mendigos del amor, es decir, de Dios. Vivamos, pues, al máximo esta dependencia; vivamos este día de San Valentín como nuestra fiesta de la dependencia, la confesión de la dependencia del amor, o la del miedo a la dependencia del amor, que es Dios mismo. Vivámosla como la fiesta de la acogida del tiempo/herida del otro y, por tanto, también del nuestro, de un tiempo que es un eterno presente. Miremos a nuestro amante con una mirada romántica que huela a eterno, donde nuestra soledad se comparte, y el fuego en el corazón arde. Si el Cantar de los Cantares dice que “fuerte como la muerte es el amor”…. entonces tiene caso decir… ¡ay amor!
“L’amore uccide, ti ferisce fin dall’inizio”. “L’amore non ti lascia solo”. Così recitano alcuni versi della famosa canzone dei Queen.
In un mondo in cui viviamo nel mito dell’indipendenza e della solitudine universale l’amore sembra essere solo un pericolo dal quale scampare o col quale venire a patti per raggiungere una qualche meta prestabilita (una famiglia, dei figli, un lavoro), qualcosa da controllare, qualcosa di cui si ha paura. Ci avviciniamo alla festa di San Valentino e siamo pronti a celebrare le nostre solitudini, le nostre indipendenze, con regali che coprano la nostra paura. L’amore è dunque divenuto una formalità come un’altra? Si è ridotto ad un qualcosa da contenere nelle mura di una casa, in una coppia, in una piccola comunità? Ha forse perso la sua natura universale? È una perdita di tempo?
Siamo cresciuti in una cultura in cui il mito da seguire è quello dell’indipendenza economica, affettiva, del farcela da soli, abbiamo trasferito i paradigmi del ragionamento economico a quelli della società, siamo passati da una economia di mercato ad una società di mercato in cui tutto ha un prezzo, il prezzo della nostra indipendenza, o l’illusione di essa, il prezzo del tempo che è divenuto danaro.
Sono tanti i percorsi psicologici, di coaching, di crescita personale che celebrano ossessivamente la “libertà” e l’indipendenza. Tante persone ormai sono ossessionate dall’essere dipendenti affettivamente da qualcuno, è un male da curare, un male da evitare o se ci si è dentro da fuggire. Quando qualcosa non va in una relazione siamo pronti a definirla tossica, siamo pronti a fuggire subito, il rischio è… il rischio è…. morire. Ma non è forse questo l’amore? L’amore ferisce fin dall’inizio. L’innamoramento non è forse l’apertura di una ferita? L’innamorato non cerca forse il contrappunto della propria fragilità cercando la ferita dell’altro o creandola egli stesso?
Se ci pensiamo bene tutta la fase dell’innamoramento, oggi anch’essa vista in modo negativo in quanto perdita di tempo per raggiungere l’agognato legame corporeo, sovrastata da una sessualità imperante che copre il legame più profondo, eletta ad unico linguaggio degli amanti (la sessualità emancipa è il motto dal 68’ ad oggi), non è forse un ferirsi, un aprire una ferita per amare? L’innamorato si strugge nelle attese, nei silenzi, nelle paure, nei dubbi, attende dall’altro una parola che confermi che è ferito quanto lui, una ferita in cui riconosce la sua. Ecco che lì in questo incontro di ferite, di fragilità, scocca l’amore. Tanti parlano di amore come una scelta, ma ogni scelta è frutto di una ferita già aperta, l’innamoramento è già amore.
Paris Foto: Valerio Pellegrini
Il primo appuntamento è un rischio terribile dal quale tutta la storia potrà prendere una piega o un’altra, le immagini, gli odori, i sogni e i desideri che i due si trasmettono sono frutto delle rispettive ferite che diventano comuni, universali, si trasfigurano in qualcosa che prima non erano. L’innamoramento è già un diventare dipendenti da una ferita comune, è iniziare a viverla nel profondo fino al punto in cui si sceglie, si capisce che forse quella non era una ferita ma era l’amore stesso.
Spesso nella nostra società tendiamo a vedere anche la fase dell’innamoramento come negativa, un passaggio obbligato o quasi una perdita di tempo. Il realismo vuole che l’innamoramento e l’amore siano due cose diverse, ma in realtà sono tutti e due amore, solo che il primo non si è ancora rivelato a coloro che già ci si trovano immersi dentro. L’innamoramento è una confessione di dipendenza, è un dare tempo all’amore di rivelarsi, è la ferita del vivere nel tempo dell’altro e non il nostro, entrare in un tempo eterno e non nostro.
Paris Foto: Valerio Pellegrini
L’emancipazione non è sessuale, non è economica, non è di potere come questa società ossessivamente rimarca ma è paradossalmente nella dipendenza, nei legami che si stabiliscono a livello spirituale, nelle relazioni. Siamo dipendenti dalle nostre ferite e da quelle degli altri. Tanti innamoramenti e amori oggi cadono proprio su questo punto, in una dipendenza non redenta, in ferite che non sono accolte. Quante volte abbiamo sentito la frase: ho bisogno dei miei spazi.
Ma cosa sono questi spazi se non il non voler ammettere a sé stessi di essere dipendenti? Il non sentirsi perdonati nell’essere dipendenti? Non c’è nulla di male nell’essere dipendenti, è proprio quello l’amore! La famosa indipendenza, o libertà, è proprio nel sentirci perdonati nella nostra dipendenza, la nostra libertà è nel perdonare il nostro non essere liberi, la pace in una relazione è ammettere che essa non è nostra e non dipende da noi, l’unione è l’accettare che uniti in realtà forse non vogliamo esserlo.
La verità è che abbiamo reso l’innamoramento e quindi l’amore una paura, o una paura di avere paura, di mostrarci deboli, da coprire con atti materiali, ma questi discendono dal legame e non viceversa. Solo quando il legame prevarrà allora saranno pieni di senso, un senso che non si deve cercare ma che si rivela alle due ferite, un senso che trascende e travalica la coppia, le mura delle case, una famiglia, una piccola comunità, un senso universale che le trasforma.
La Saine Foto: Valerio Pellegrini
Un senso che inizia con uno sguardo o con la paura di uno sguardo, un senso che inizia con un aprire il cuore o il chiuderlo, con uno scambio di battute o con uno starsi antipatici, con la libertà, il coraggio, le paure e le ansie, con il sognare e desiderare un futuro che ancora non c’è o un futuro di cui avere paura. L’amore forse è proprio sognare/desiderare o temere un futuro che ancora non esiste ma che sappiamo esserci già, è la nostra ferita, è la nostra dipendenza dall’amore e dall’altro presente passata e futura. Recuperiamo dunque il romanticismo, forse il più reale degli amori, la confessione della nostra indigenza, della nostra mancanza, dei nostri vuoti, delle nostre resistenze, di un tempo donato senza paura perché il tempo se è già eterno come le nostre ferite, allora, non è mai perso e le nostre precomprensioni sull’altro sono solo rivelazione di noi stessi.
La chaise vide, Jardin des Tuileries, Paris Foto: Valerio Pellegrini
Mi piace pensare all’amore facendo riferimento ad una etimologia poetica non confermata che vede l’origine della parola amore nel latino a-mors, ciò che va oltre la morte, ciò che è senza morte, forse perché l’amore è la “morte” stessa (o quello che noi chiamiamo morte ma che in realtà è vita piena). E’, come dicevamo, la nostra dipendenza stessa da esso. Siamo mendicanti di amore ossia di Dio. Allora viviamoci questa dipendenza al massimo! Viviamoci questo San Valentino come la nostra festa della dipendenza, della confessione della dipendenza dall’amore, o della paura della dipendenza dall’amore, che è Dio stesso. Viviamocela come la festa dell’accoglienza del tempo/ferita dell’altro e quindi anche del/lla nostro/a, di un tempo che è un eterno presente. Guardiamo la nostra amata o il nostro amato con uno sguardo romantico che sa di eterno, in cui, la solitudine, dell’altro si fa parte e il fuoco nel cuore arde. Se il cantico dei cantici dice che “forte come la morte è l’amore”…. allora è proprio il caso di dire… ay amor!
“Love kills, scars you from the start”. “Love doesn’t leave you alone”. So say some lines from the famous Queen song.
In a world where we live in the myth of independence and universal loneliness, love seems to be just a danger to be escaped or something to be dealt with in order to reach some predetermined goal (a family, children, a job), something to be controlled, something we are afraid of. As we approach Valentine’s Day, we are ready to celebrate our lonelinesses, our independences, with gifts to cover our fear. Has love become just another formality? Has it been reduced to something to be contained within the walls of a house, a couple, a small community? Has it lost its universal nature? Is it a waste of time?
We grew up in a culture in which the myth to be followed is that of economic and emotional independence, of making it on our own, we have transferred the paradigms of economic reasoning to those of society, we have moved from a market economy to a market society in which everything has a price, the price of our independence, or the illusion of it, the price of time that has become money.
There are many psychological, coaching and personal growth programmes that obsessively celebrate “freedom” and independence. Many people are now obsessed with being scared of being affectively dependent on someone. It is an evil to be cured, an evil to be avoided, or if you are already into it, to be escaped. When something goes wrong in a relationship we are ready to call it toxic, we are ready to run away immediately, the risk is … the risk is…to die. But isn’t that what love is? Love hurts from the start. Is not falling in love the opening of a wound? Doesn’t the lover seek the counterpoint of his own fragility by seeking out the wound of the other or by creating it himself?
If we think about it, isn’t the whole phase of falling in love, which is also seen in a negative light today as a waste of time in order to achieve the longed-for bodily bond, dominated by a prevailing sexuality that covers up the deepest bond, elected as the only language of lovers (sexuality emancipates is the motto from 1968 to today), a wounding, an opening of a wound in order to love? The lover struggles with expectations, silences, fears and doubts, waiting for a word from the other confirming that he or she is as wounded as she or he is, a wound in which he or she recognises his own. It is there, in this encounter of wounds and fragility, that love is born. Many speak of love as a choice, but every choice is the fruit of an already open wound, falling in love is already love.
Paris Photo: Valerio Pellegrini
The first date is a terrible risk from which the whole story can take one turn or another, the images, the smells, the dreams and desires that the two transmit to each other are the fruit of their respective wounds that become common, universal, transfigured into something they were not before. Falling in love is already becoming dependent of a common wound, it is beginning to live it deeply to the point where you choose, you understand that, perhaps, that was not a wound but love itself.
Often in our society we tend to see even the stage of falling in love as negative, an obligatory step or almost a waste of time. Realism would have it that falling in love and love are two different things, but in reality they are both love, only the former has not yet revealed itself to those who are already immersed in it. Falling in love is a confession of dependence, it is giving love time to reveal itself, it is the wound of living in the other’s time and not our own, entering into an eternal time and not our own.
Paris. Photo: Valerio Pellegrini
Emancipation is not sexual, it is not economic, it is not about power as this society obsessively emphasises, but it is paradoxically in dependence, in the bonds that are established on a spiritual level, in relationships. We are dependent on our own wounds and those of others. So many love affairs today fall precisely on this point, in an unredeemed dependence, in wounds that are not accepted. How many times have we heard the phrase: I need my space.
But what are these spaces if not the unwillingness to admit to oneself that one is dependent? Not feeling forgiven for being dependent? There is nothing wrong with being dependent, that is what love is all about! The famous independence, or freedom, is precisely in feeling forgiven in our dependence, our freedom is in forgiving our not being free. Peace in a relationship is admitting that it is not ours and does not depend on us. Union is accepting that united we may not actually want to be.
The truth is that we have made falling in love and love a fear, or a fear of being afraid, of showing ourselves to be weak, something to be covered with material acts, but these descend from the bond and not vice versa. Only when the bond prevails will they be full of meaning, a meaning that one does not have to seek but that reveals itself to the two wounds, a meaning that transcends and transcends the couple, the walls of the house, a family, a small community, a universal meaning that transforms them.
La Saine Photo: Valerio Pellegrini
A meaning that begins with a glance or with the fear of a glance, a meaning that begins with opening one’s heart or closing it, with an exchange of jokes or with being disliked, with freedom, courage, fears and anxieties, with dreaming and wishing for a future that does not yet exist or being afraid of its existence. Love is perhaps dreaming/desiring or being scared of a future that does not yet exist but that we know is already there, it is our wound, it is our dependence on love and on the other, present, past and future. Let us therefore recover romanticism, perhaps the most real of loves, the confession of our indigence, of our lack, of our voids, of our resistance, of a time given without fear because if time is already eternal like our wounds, then, it is never lost and our preconceptions about the other are only revelations of ourselves.
La chaise vide, Jardin des Tuileries, Paris Photo: Valerio Pellegrini
I like to think of love with an unconfirmed poetic etymology that sees the origin of the word love in the Latin a-mors, that which goes beyond death, that which is deathless, perhaps because love is “death” itself (or what we interpret as death but which in reality is full life), it is, as we said, our very dependence on it. We are beggars of love, that is, of God. So let us live out this dependence to the full! Let us live out this Valentine’s Day feast as our dependence day, that of the confession of dependence on love, or the fear of dependence on love, which is God himself. Let us live it as the feast of welcoming the other’s time/wound and therefore also our own, of a time that is an eternal present. Let us look at our lover with a romantic gaze that tastes of eternal, in which, loneliness becomes part of the other and the fire in our heart burns. If the Canticle of Canticles says that ‘as strong as death is love’…. then we are allowed to say … ay amor!