Según las estadísticas de Unicode, el 92% de la población mundial que utiliza redes sociales incluyen los emojis en sus comunicaciones. Estos emojis representan rostros, edificios, alimentos, animales, banderas e incluso tienen la capacidad —o se la hemos otorgado— de simbolizar sentimientos, estados de ánimo, ideas y el contexto cultural de los usuarios.
Un emoji es una representación gráfica: un pictograma. Entonces, ¿cómo es que los pictogramas se “colaron” dentro de nuestra comunicación escrita? Para empezar hay que comprender que un pictograma siempre es referencial a un objeto, por lo que el dibujo o signo gráfico expresa un concepto que se relaciona con el objeto.
El uso de los pictogramas tiene sus raíces en la prehistoria, cuando el ser humano sentía la necesidad de materializar las vivencias o aconteceres diarios mediante las pinturas rupestres. Todo esto previo al desarrollo del lenguaje. Con el surgimiento de la escritura, la importancia de los pictogramas aumentó para representar realidades, símbolos y creencias.
Como ejemplo tenemos a los egipcios, quienes durante su período clásico, utilizaban cerca de 700 signos diferentes, sin embargo para los últimos siglos de su historia alcanzaron más de 5,000 signos. El diseño de los pictogramas y su evolución dio origen a las primeras representaciones de la escritura cuneiforme.
Kharga, Egipto. Foto: L. Escabia.
Pero si la evolución de los pictogramas dio como resultado el desarrollo de la escritura y posteriormente la aparición del alfabeto ¿por qué seguimos incorporando símbolos gráficos en nuestros textos?
Los pictogramas facilitan la comunicación y derrumban las barreras del idioma debido a que pueden ser comprendidos universalmente; tal es el caso de la señalética urbana como las señales de alto, siga, vuelta a la derecha y curva. La música o el dibujo arquitectónico también son considerados un lenguaje universal ya que no están supeditados a ningún idioma en particular.
La intención de expresarnos de manera más puntual y exacta nos orilla a buscar alternativas y elementos que precisen la idea que buscamos comunicar. Resulta importante recordar que a diferencia de la comunicación oral, la comunicación escrita no posee entonación, lenguaje corporal y expresiones faciales que nos ayuden a expresarnos con mayor especificidad. Sino que, por el contrario, la comunicación escrita, conlleva cierta ambigüedad.
Así que los emojis —como la señalética urbana— son un lenguaje universal. Aunque no son un idioma establecido, facilitan y permiten una comunicación global. Pueden ser considerados un lenguaje paralelo, para un grupo específico de personas definidas por el emisor.
Emojis. Por Roman Odintsov.
Agnese Sampietro, doctora en Lingüística, afirma: “en las interacciones cotidianas entre personas cercanas como familia o amigos los matices extralingüísticos son muy relevantes. Estos usuarios en la comunicación cotidiana quieren entenderse y mantener sus lazos de amistad y afecto. De ahí que las caritas con expresiones positivas sean las dominantes. En otros contextos el uso puede ser diferente”.
Expresarnos de manera más específica, subrayar nuestra intención, matizar nuestro mensaje, reducir la ambigüedad, mostrarnos cercanos, generar ambientes de conversaciones relajadas, expresar nuestros sentimientos y emociones son algunas de las razones del uso de los emojis en nuestras conversaciones cotidianas.
El uso de los emojis no solo es exclusivo del contexto cultural en el que nos encontramos sino también depende de la persona quien los usa. Algunos emojis son personalizados por el usuario —el color de piel, el color de cabello— y forman parte de sus elementos de expresión cotidianos.
Estos elementos complementan la comunicación escrita y sin embargo no sustituyen la riqueza lingüística propia de los idiomas.
¿El lenguaje evoluciona o se degenera? Algunos expertos comentan que el lenguaje no puede degenerarse, sino evolucionar. De forma constante, ciertas palabras de nuestro idioma tienden a desaparecer ya que lo que significan deja de existir, se sustituye o cambia su connotación. Por otro lado, también importamos palabras o términos de otros idiomas y los utilizamos en nuestro día a día, por ejemplo: closet, clickear, kindergarten, volován, y muchas otras.
Esto mismo ocurre con los emojis, los incorporamos a nuestras comunicaciones escritas para profundizar y contextualizar nuestros diálogos. Acompañan nuestros mensajes para darles un sentido más cercano y cálido a nuestras conversaciones. Crean momentos de empatía y ayudan a generar recuerdos, ya que relacionamos los emojis con expresiones propias o expresiones utilizadas por nuestro receptor.
Nos imaginamos a nuestro receptor diciendo el mensaje, sonriendo de medio lado o cerrando un ojito. Normalizamos el uso de emojis para darle un significado más profundo a nuestros mensajes y hemos aprendido a diferenciar la comunicación formal de la casual o de la familiar.
Adoptamos emojis como sello personal, nos identificamos con ellos, ya que a través de un símbolo podemos comunicar más de lo que podríamos expresar con una sola palabra. El lenguaje no se degenera, se enriquece con las adecuaciones e incorporaciones que día a día se suman a nuestro bagaje oral y escrito.
El lenguaje y la escritura son, como todo, hijos de su tiempo. No puedo imaginarme a Charlotte Brontë escribiendo Jane Eyre e incorporando emojis. Pero, ¿qué sucedería si un joven reinterpretara este clásico de la literatura con la ayuda de los emojis? ¿Estaría adaptándose a su tiempo, contextualizando la lectura y tendríamos como resultado una versión más gráfica, cálida y sobre todo universalmente comprensible?
¿Cómo vive la Iglesia el “Día Internacional de la Mujer”? Habría que preguntarle al Papa, pues es su representante oficial. La verdad es que ya lo ha hecho en repetidas ocasiones, pero su mensaje ha generado rechazo por parte del ala más radical del feminismo. Así por ejemplo, cuando en el 2019 twitteó que “la mujer embellece el mundo”, fue duramente criticado: “no somos adorno”. Además, se reabrieron viejos y eternos lugares comunes: “no se meta en nuestros ovarios”, “aborto libre ya”, “¿entonces por qué no hay ninguna mujer en la curia?” y la letanía podría seguir. Es decir, hay un grave problema de comunicación.
Por todo lo anterior, podríamos decir, que el Día Internacional de la Mujer se vive, por lo menos en amplios sectores de la Iglesia, con una sensación agridulce, con sentimientos encontrados. En efecto, la Iglesia y el Vaticano luchan por la dignidad de la mujer en diversos importantes sectores del mundo. Por ejemplo, la lucha casi personal de Francisco contra la trata de personas, la oposición a los vientres de alquiler por considerarlos nocivos para la dignidad de la mujer, la lucha contra el aborto selectivo de niñas en China y la India, el rechazo de la pornografía, son solo algunos de los rubros en los que la Iglesia presenta diariamente la batalla por la dignidad femenina.
Mujer en Harar, Etiopía. Foto: Habeshaw.
El problema es que esos aspectos no son valorados por las organizadoras del 8M, no son visibles. Y siguen denunciando la oposición de la Iglesia al aborto, como si la piedra angular de la dignidad de la mujer fuera su capacidad de abortar; así como siguen exigiendo cuotas de poder en la Curia Romana. Para la Iglesia esta ceguera selectiva es muy dolorosa, porque aparte de infravalorar su importante papel en la lucha por la dignidad de la mujer, testimonia un hecho en extremo doloroso: estamos perdiendo a la mujer en el mundo. La mujer, que clásicamente desempeñaba y desempeña todavía, un papel fundamental en el seno de la Iglesia, poco a poco se va alejando de ella, sobre todo las generaciones jóvenes, que se dejan cautivar por los ideales del 8M.
El 8M resulta doloroso también, en algunas partes, porque vemos a unas mujeres poco femeninas, transformadas en valkirias furiosas que, en medio de una furia iconoclasta, lo destruyen todo a su paso, cebándose particularmente en los templos religiosos. Resulta penoso tener que defender los templos con cadenas humanas, y muchas veces no se pueden defender todos. En algunos lugares, como en Chile, se ha llegado a incendiar iglesias con motivo del 8M. Tal pareciera que la Igualdad de Género exige como sacrificio la destrucción de la Iglesia.
“Las mujeres molestas cambiarán el mundo”. Foto: Flavia Jacquier.
Es verdad que no todas las que salen a marchar lo hacen con estos aires; son simplemente las más radicales; pero son precisamente éstas quienes más ruido hacen y quienes encabezan el movimiento. Tristemente, muchas mujeres que marchan por la igualdad, por la dignidad, por la eliminación de toda forma de violencia contra la mujer –todas estas causas legítimas que comparte la Iglesia– son utilizadas por un grupo creciente de mujeres, cuya causa es el aborto libre y gratuito, así como el rechazo de la Iglesia. En algunos lugares han marchado incluso monjas católicas oponiéndose a la violencia contra la mujer, y han sido utilizadas como “idiotas útiles” por quienes buscan desmantelar a la Iglesia y constituir al aborto en un súper derecho.
Por todos estos motivos, la celebración del 8M tiene tintes dolorosos para la Iglesia. Ella no puede, sin embargo, dejar de ser fiel a sí misma, lo que supone dos cosas simultáneas, difícilmente conciliables para las feministas radicales. Por un lado, continuar dando la batalla por la igualdad de la mujer y por la eliminación de toda forma de violencia hacia ella, su denuncia valiente y profética de todas las formas en la que es vejada su dignidad. Pero, junto a ese rubro, en el que podríamos ir de la mano con las feministas, está el otro, al que tampoco puede renunciar, y que es causa de conflicto: la denuncia del aborto como una grave ofensa a la dignidad humana, y el hecho de que el sacerdocio esté reservado a los varones por voluntad expresa de Jesucristo. Vista así, la situación de la Iglesia es ambivalente respecto del 8M. Ojalá que podamos encontrar cauces civilizados de diálogo, que pongan el acento más en lo que nos une, que en aquello que nos separa.
Paracelso, el padre de la toxicología, afirmó “dosis sola facit venenum”; sólo la dosis hace al veneno. Una dosis exacta y medida puede ser medicinal, pero si cae en el exceso, o si la dosis se pasa medio gramo puede ser fatal. Todo es veneno y nada es veneno; el veneno se conforma por la dosis. La sal puede resaltar los sabores de la comida, pero bastan 60 gramos de sal (ingeridos de golpe) para envenenar a alguien. Del mismo modo, las redes sociales y la digitalización puede tener un gran provecho, pero una dosis inadecuada y excesiva puede causar males, al grado de intoxicar y provocar adicción.
El mundo ha cambiado, la realidad es difusa: nos movemos entre el byte y el átomo. Quizá esto resulte más claro para los millenials y los nativos digitales. Muy a menudo se bromea, con que los niños ahora nacen con el chip incluido; es normal que se acostumbren rápidamente a las nuevas tecnologías, las redes sociales y la digitalización, si desde temprana edad tienen acceso a un celular, una Tablet o una computadora. La tecnología y las plataformas son intuitivas y accesibles para cualquier edad. Se busca la simplicidad, para que –en palabras de Steve Jobs- hasta un niño pueda utilizarlas.
Sin embargo, deberíamos plantearnos seriamente qué tan saludable es que un niño –y nosotros mismos- pase tantas horas frente a una pantalla. Incluso Steve Jobs regulaba -al igual que otros desarrolladores de Silicon Valley- el uso de la tecnología y gadgets a sus hijos. Prefieren que se críen con juguetes tradicionales y libros. Si los creadores, desarrolladores y expertos lo hacen, algún motivo de peso tendrán. No me refiero únicamente a la salud física (problemas visuales ocasionados por la luminosidad de las pantallas), distorsiones cognitivas, sino también a la salud emocional y la capacidad de comunicación.
Paradójicamente, en la era de la comunicación estamos incomunicados. Podemos escribir, hablar y enviar vídeos a alguien que está en el otro lado del mundo, mientras nos sentamos en silencio, mirando nuestras pantallas, sin importar que estemos en una cena familiar o con amigos. Me pregunto si la comunicación es más efectiva en un grupo de Whatsapp que cara a cara.
Todos buscamos relacionarnos lo mejor posible con la realidad que nos rodea. Quizá antes era mucho más claro, cuando vivíamos únicamente a nivel atómico. La realidad se ha bifurcado y su frontera es difusa; debemos aprender a movernos y comunicarnos entre lo digital y lo analógico.
Foto: Billow926
Todos buscamos relacionarnos lo mejor posible con la realidad que nos rodea. Quizá antes era mucho más claro, cuando vivíamos únicamente a nivel atómico. La realidad se ha bifurcado y su frontera es difusa; debemos aprender a movernos y comunicarnos entre lo digital y lo analógico.
La finalidad de la tecnología es facilitar la vida diaria; nos hemos acostumbrado y ahora nos resultaría casi imposible vivir sin ella. Antes de salir de casa revisamos que no nos falten las llaves, la cartera y el móvil. Ahora nos es indispensable. La tecnología y la digitalización es una herramienta útil, pero no debemos dejarnos encantar por completo, sin considerar sus puntos críticos. La dosis hace al veneno, pero también hay que considerar los usos. El cuchillo es una herramienta de cocina útil y necesaria, pero un cuchillo también puede utilizarse con otros fines y dar muerte. Los usos y finalidades son importantes para toda herramienta, que con un uso inadecuado puede convertirse en arma.
Algunas estadísticas de Global Web Index señalan que los usuarios pasamos en promedio de dos a tres horas diarias en plataformas digitales, lo que corresponde a 90 horas por mes; lo que significa que en un año, un mes entero corresponde a una vida online. Por la pandemia las horas se han incrementado y algunos comportamientos han cambiado. Comenzamos a vivir la digitalización en toda su potencialidad: clases en línea, Webinars, exámenes profesionales y fiestas por Zoom. Y aunque en un principio parecía idílico, el cansancio de las pantallas, las juntas interminables han comenzado a cansar a los usuarios; sin mencionar que el trabajo se ha infiltrado en la casa, borrando la delgada línea de la privacidad. Aunque carguemos siempre con un móvil, esto no debería implicar que estemos siempre disponibles.
La comunicación es un rasgo de la humanidad. Nos comunicamos de forma oral, escrita y corporal. Somos seres sociales y como tales interactuamos en el entorno que nos rodea y en la realidad virtual. Así como existen códigos de etiqueta y de conducta; en la vida online se han desarrollado códigos de comportamientos implícitos que median con el modo de interactuar entre usuarios. La interacción y comunicación se expresa en likes, comentarios, retweets, compartir publicaciones, memes y en algunos casos generar contenido que a su vez pretende causar las reacciones anteriores.
El mundo online –bytes- y el mundo offline –átomos- se unen cada vez más; lo que parecía ciencia ficción de películas de Hollywood o de la serie Blackmirror, es casi por completo una realidad. Asombroso y perturbador al mismo tiempo: Unheimlich, la estética de lo siniestro.
Foto: Daria Shevtsova
Irónicamente las redes sociales están creando gente solitaria –una gran paradoja- cuando uno de sus objetivos es ser una forma de enlace entre quienes están separados por grandes distancias. La causa de esto es que hemos dejado de interactuar con quienes están a nuestro alrededor para poder actualizar nuestro estado o hacerle saber a los demás lo que hacemos. ¿Cuántas veces no se enfría un platillo sólo por fotografiarlo? ¿Cuántas horas perdemos intentando encontrar el mejor ángulo? ¿Qué tan real es un momento de Instagram?
Esto puede ocasionar que nuestras relaciones interpersonales se vean afectadas, hasta el grado de terminar totalmente alejado de nuestros seres más cercanos. Podemos evitar la soledad creada por redes sociales si en vez de pasar tanto tiempo compartiendo estados en Facebook, Instagram, Twitter etc. nos vemos con nuestros familiares y amigos para pasar un rato agradable.
El hombre moderno vive en un mundo globalizado que transforma de manera acelerada las formas de interacción y comunicación; el impacto del uso de las tecnologías de la comunicación (TIC) acerca y separa –simultáneamente- la comunicación entre individuos. Hace décadas que el ser humano dejó la vida en comunidad y comenzó a aislarse cada vez más, reemplazando las relaciones interpersonales por vínculos virtuales.
La adicción a las redes sociales produce un rápido cambio en la vida de las personas; se crean nuevos hábitos, costumbres, formas de relacionarse y comunicarse, nuevos métodos de búsqueda de información. Pero un aspecto modificado para mal es la falta de resistencia a la frustración, ocasionada por la inmediatez con la que se obtienen las respuestas en la red y sobre todo las deficiencias para interactuar y hacer amigos en el mundo real.
Foto: Roman Odintsov
Las redes sociales fueron creadas con la intención de ser adictivas; aplican la psicología justamente para ello; porque mientras más horas pasamos en ellas -además de conocernos mejor, persuadirnos, polarizarnos y masificararnos- perfeccionan su producto: nosotros. Diversas investigaciones han coincidido en que el prolongado uso de Internet, especialmente de las redes sociales, han deteriorado claramente las habilidades sociales.
La dosis hace al veneno. La dependencia por el uso excesivo de la vida online puede trastornar la vida offline y producir los mismos síntomas que se manifiestan en otras adicciones. La dependencia comienza por la búsqueda de algo que complete la existencia; lo que significa que el individuo atraviesa una crisis y en el momento de mayor vulnerabilidad puede caer en una adicción, con la que se pretende subsanar el vacío a través de un objeto. Intentamos llenar los vacíos con los likes de nuestras fotos y publicaciones o de distraernos –para matar el tiempo y no pensar- deslizando infinitamente nuestro dedo en la pantalla. Nos desdibujamos al convertirnos en un simple perfil construido por un algoritmo que nos conoce mejor que nosotros mismos. Las dependencias son conductas que alteran el funcionamiento del individuo en todos los ámbitos de su vida, afectando la comunicación, las interacciones y las habilidades sociales.
Foto: Oleg Magni
Otro peligro, especialmente para los adolescentes, son los estándares impuesto por redes sociales, como Instagram, Facebook y TikTok que pueden aumentar o disminuir la autoestima de los usuarios. Es importante considerar el aumento en la tasa de suicidios entre adolescentes, por la imposibilidad de compatibilizar sus propias vidas con los estereotipos de las imágenes con las que a diario son bombardeados; así como el aumento de cirugías estéticas en jóvenes, que quieren parecerse cada vez más a los filtros de las aplicaciones.
Como toda herramienta, puede usarse para construir y destruir. El aspecto constructivo consiste en la practicidad de algunos usos, la facilidad para encontrar información, la comunicación a pesar de la distancia e incluso evangelizar. Además, es posible estrechar puentes generacionales. Casi todas las actividades de los millenials y nativos digitales tienen como intermediario un móvil, una consola o una computadora; mientras que la generación anterior nos es tan cercana a las nuevas tecnologías. Los analfabetas digitales se han apoyado de los millenials, los nietos ayudan a los abuelos a enviar fotografías por Whatsapp, los padres tienen perfiles de Facebook e incluso las iglesias han buscando la ayuda de los más jóvenes para poder transmitir las misas por Youtube.
Todo es veneno y nada es veneno, sólo la dosis hace al veneno. Es preciso encontrar la medida adecuada, para no caer en el exceso. El buen uso y tiempo de la tecnología, el Internet y las redes sociales es el medio para equilibrar y combatir el mal uso estas herramientas. No es preciso prohibir el uso, sino limitarlo de la manera adecuada, enseñar a nuestros hijos a administrar el tiempo. Dividir el día en horas y para cada actividad establecer horarios. Durante este tiempo de encierro, intentemos pasar tiempo de calidad con nuestros hijos y no frente a las pantallas. Es necesario no caer en los extremos de la digitalización; como tristemente ha ocurrido en algunas sociedades, por ejemplo la japonesa. En Japón se han abierto centros de desintoxicación de Internet.
Foto: Mikoto Raw
Los hikikomori son los jóvenes y adolescentes que se recluyen de la vida familiar y social física, que sin embargo en el encierro mantienen una intensa actividad en la red y su comunicación se limita a otros, que como ellos, prefieren interactuar tras las pantallas. La competitividad, problemas psicológicos y una sociedad hiper disciplinaria son las principales causas de la reclusión. Incluso la pandemia ha reforzado esta tendencia.
Ahora la realidad es difusa: existimos entre los bytes y los átomos y aunque es necesario movernos entre ambos mundos, no debemos olvidar que los bytes son una herramienta que debemos saber usar, pero que somos más que los datos de un algoritmo y más que un usuario. No todo lo que se muestra es auténtico. Pasemos de la apariencia, que nos vuelve más superfluos y banales, a la verdadera interacción y comunicación: el binomio tú y yo. El mundo va más allá de una pantalla: “dosis sola facit venenum”.
¿Alguna vez has dicho: voy a borrar mis redes sociales porque no puedo más? Y las borraste con éxito o surgieron las preguntas: ¿cómo podré mantener el contacto con mis amigos? ¿Cómo mantendré el contacto con esos parientes o amigos lejanos? ¿Qué pasará con las oportunidades de trabajo? ¿Cómo podré promocionar mis productos?
En este breve escrito, no quiero entrar en las cuestiones filosóficas, antropológicas, políticas y sociológicas, de las redes sociales, aunque seguramente sería bueno abordarlas. No me propongo escribir sobre la complejidad de las cuestiones relacionadas con el mundo virtual, los pros y los contras del mismo, sino que, trataré de ofrecer mi experiencia personal.
Desde que me registré en Facebook -en 2008- por sugerencia de un amigo que estudiaba en los Estados Unidos, la pregunta (¿Irse o quedarse?) ha surgido una y otra vez y debo decir que no he podido encontrar una respuesta definitiva sobre el por qué borrarse o por qué quedarse en las redes sociales. Durante algunos períodos las borré, pero luego, volví al mundo de los hashtags, posts, chats con amigos y fotos sin respuestas. En estas altas y bajas de pensamientos, emociones y sentimientos conflictivos, recientemente decidí ayunar, por un corto período, de Facebook, Messenger e Instagram.
Por un lado, noté una creciente sensación de desnudez frente al público de la red y una adicción a los feed, las historias, las informaciones, las charlas y los mensajes de los amigos. Por otro lado, sentía dentro de mí la necesidad de comunicar en el espacio virtual público/privado mis pensamientos y mi visión del mundo. Entre estas dos voces contrastantes decidí hacer lo que no hacía desde hace mucho tiempo, es decir, borrarme de las redes sociales, ver cómo habría vivido ésta distancia y, quién sabe, tener una mirada más lúcida sobre éste fenómeno y sobre las motivaciones a favor o en contra de mi estancia en el mundo virtual.
Foto: Pexels
Llevo 3 semanas en ayuno y debo decir que empiezo a sentir cierta sensación de bienestar. Pensaba que no podía resistirme a comunicarme con alguien, a ver las noticias o los mensajes de mis seres queridos; tenía miedo de perder el contacto con algunas personas cuyo número de teléfono móvil ni siquiera tengo, miedo de perder un medio a través del cual pudiera expresar mi voz o ser informado. Miedos que se fueron desvaneciendo lentamente para dar paso a un silencio que no había experimentado durante mucho tiempo, una nueva armonía con la realidad y la necesidad de liberar esas energías que antes utilizaba para comunicarme en lo virtual, pero ahora en lo real.
Obviamente, los tiempos de pandemia no son ideales para este tipo de experimentos, pero, a pesar de esto, siento cada vez más claridad con respecto a los deseos que me habitan y a mis necesidades. Antes, estas voces profundas estaban tan contaminadas o, mejor dicho, eran tan difíciles de enfocar y escuchar, precisamente, porque las posibilidades y elecciones abiertas por el mundo virtual son potencialmente infinitas y los inputs son continuos. Cada foto, cada post, cada historia creaba en mí una resonancia diferente; encendía una bombilla, un deseo momentáneo, despertaba una emoción, negativa o positiva, pero en todo éste flujo continuo era difícil escuchar esa voz más profunda dentro de mí, la voz que, tal vez, quería compartir en mis posts, en mis imágenes o en mis historias.
De repente, me di cuenta de que, en realidad, al postear o chatear, no sólo estaba respondiendo a los inputs continuos de un flujo que excedía mi capacidad de asimilación, sino que también estaba contribuyendo a ahogar la voz de otra persona. La mía ya no era una voz nacida del silencio, sino un deseo de estar ahí y opinar sobre algo que, sin darme cuenta, ya me había sobrepasado. Durante este ayuno, los 40 días en el desierto de Jesús volvieron a mi mente. Un desierto que en hebreo se llama midbar, que significa lugar de donde sale la palabra. También me recordó a Juan el Bautista que declaró: “Soy la voz de quien grita en el desierto”, era la voz de quien grita desde las profundidades, que gime, que quiere salir, nuestro más profundo deseo quizás, en una palabra Jesús, el amor, la paz.
El Desierto del Sahara Foto: G. E.
De pronto, me di cuenta de que en las redes sociales ya no amaba plenamente, sino que, simplemente, actuaba como una caja de resonancia para las muchas voces que, como un tornado, estaban magnificando cada vez más este caos interior, dentro de mí, y exterior en este mega-organismo que son las redes sociales.
El dualismo que sentí hacia este fenómeno que experimentaba, salir o quedarse, este continuo odi et amo, fue dictado precisamente por haber perdido poco a poco esa voz unificadora que venía de mis profundidades, una voz de amor, una mirada misericordiosa y la verdadera escucha del otro. Las imágenes, las palabras, las historias, lentamente, dieron paso a una sola imagen, una sola palabra, una sola historia. Una palabra, una imagen y una historia que son fuentes de vida, generativas, que no necesitan hacer ruido, ocupar espacio y ser vistas, sino que en la ternura y la dulzura acarician el alma propia y de los otros.
Foto: Wendy Wei
Habiendo regresado recientemente a algunas de las redes sociales, me doy cuenta de que miro los diferentes mensajes e imágenes con ojos totalmente diferentes. Con los ojos de una cercanía a los demás, posible por la cercanía a una voz que antes era ahogada por tantas otras voces y por haber perdido el miedo a perder algo, en este caso, mis relaciones y mi “estar allí” presente.
Haber perdido la necesidad de “estar allí” me parece dar un sentido diferente incluso al tiempo que paso en línea, ya no es un eterno presente en el que un flujo de información me asalta y permanezco pasivo, en que todo es igual, sino más bien un presente eterno para habitar.
Vuelvo con la conciencia de que lo virtual es parte de lo real pero, en la medida en que pierde su dimensión real, continuamente dice amor, o la idea del mismo, continuamente confiesa la necesidad de amor que tenemos, pero no lo da. Regreso con una conciencia diferente del tiempo para vivir en línea: ya no es un chronos de ansiedad de prestación pasiva, sino un kairos, una oportunidad para donar. Vuelvo con la conciencia de que lo virtual es parte de lo real, pero en la medida en que pierde su dimensión real confiesa la necesidad de amor que tenemos y carecemos pero no la otorga. Cuando lo virtual pierde de vista lo real, se queda en lo ideal. Aquellos que realmente quieren relacionarse siempre encontrarán tiempo más allá de un chat o un post o realmente los usarán para ese propósito, los ojos no son una pantalla.
¡Aquí finalmente, después de tantos años, una respuesta, mía, existencial, desnuda, ante éste fenómeno! ¿Irse o quedarse? ¿Odio o amor? ¡Ahora te toca a ti encontrar tu respuesta!