Derechos y relativismo cultural: Lo problemático de concebir al hombre como un ser con derechos
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El mundo contemporáneo se ha conducido bajo el paradigma de que el humano es un “ser con derechos”. Pareciera que hoy prevalece, en palabras de Pierre Manent, “un solo principio espiritual, una sola referencia ética, un solo argumento legítimo” en lo que respecta a la forma de conducirnos en la sociedad: los derechos humanos. Desde muchos frentes, se nos propone reorganizar y recomponer todos nuestros arreglos sociales sobre la base de este único principio. En el imaginario colectivo y en la convivencia ordinaria esto se traduce en el derecho ilimitado del individuo a que su particularidad sea reconocida por las instituciones públicas. Como si la única razón de ser de las instituciones fuera garantizar y proteger el derecho ilimitado de toda persona para definir y regular su vida como mejor le parezca.
Sin embargo, no es tan fácil ordenar la vida en sociedad a partir de los derechos del individuo cuando se sospecha que toda noción de bien obstaculiza los derechos individuales. La política contemporánea ha separado a la justicia, comprendida en su raíz etimológica (ius) “derecho” de la cuestión del bien del otro. Para muchas personas, hoy el bien se concibe como una noción ciega: “Cada quien tiene derecho a buscar su propio bien”. Por lo tanto, afirmar el Bien (con mayúscula) implica poner en peligro los derechos. Si postulamos una cierta idea de la felicidad, si la proponemos como merecedora de orientar lo individual y lo colectivo, ponemos en peligro y en duda el derecho de cada uno a decidir lo que le conviene, a buscar la felicidad como le plazca. Así, la sociedad más justa se vuelve la que más autoriza, la que mayores derechos concibe.
Lo que se promueve hoy es la llamada ‘diferencia cultural’, el supuesto derecho a la diferencia, el derecho a ser diferente. Se reclama el reconocimiento público de un contenido concreto en nombre de un derecho abstracto. Pero este supuesto “derecho a la diferencia” encubre una total indeterminación respecto de lo humano, su bien y su perfeccionamiento, al impulsar un número ilimitado de derechos.
Bajo este marco de los derechos (ilimitados), cuesta cada vez más trabajo pensar en lo común, pensar en el bien, y sobre todo, pensar en el bien común. A partir de la modernidad se da por sentado que no nos podemos poner de acuerdo sobre los bienes humanos y precisamente por este desacuerdo se quiso organizar la vida común sobre la base de derechos y no sobre la base de bienes o fines.

La contradicción de “todas las culturas son iguales”
Otra problemática que suscita la exaltación dogmática de los derechos del hombre tiene que ver con la comprensión de la cultura y las distintas culturas.
Cuando miramos otras culturas, culturas exóticas, consideramos que tenemos el deber de no juzgarlas, nos jactamos de ser de mente abierta y les buscamos un sentido aceptable porque ¿acaso no cada cultura es un todo congruente y coherente con su propia lógica? Pero, cuando se trata del entorno en el que vivimos, nos gana un afán por modificar nuestros ordenamientos sociales y morales. En “otros lugares” nos apena querer cambiar cualquier cosa de “sus costumbres”, pero en nuestra sociedad vemos mal el querer conservar ciertas costumbres. Pierre Manent afirma:
“En “otra parte” suspendemos el juicio, porque debemos por encima de todo cuidarnos de hacer una apreciación [de sus] … costumbres “exóticas” que sugiera o implique que nuestra forma de vida podría ser superior; [y] “aquí” tenemos todo el tiempo la urgencia de juzgar para reformar y sería inadmisible dejar las cosas en el estado en el que están, porque nada es más apremiante ni más justo … que reconocer, declarar y hacer valer nuestros derechos, todos nuestros derechos, los derechos humanos.”
P. Manent, La ley natural y los derechos humanos, p. 9.
Hoy se afirma que los derechos humanos son un principio universal que vale para todos, pero, también se plantea que todas las culturas, todas las formas de vida son igualmente valiosas y que juzgarlas sería discriminatorio y atentaría contra la igualdad de todos los seres humanos. Al mismo tiempo, el hombre contemporáneo sostiene que todos los hombres son iguales y que todas las culturas tienen derecho a igual respeto, pero cae en el absurdo de que incluso aquellas que violan la igualdad de los seres humanos merecen ser respetadas, porque si no, con nuestro juicio, suscitamos esa desigualdad que nos choca y que queremos combatir.
Reconocemos un criterio universal para juzgar, pero a la vez nos abstenemos de aplicar ese juicio cuando se trata de otros. Esta contradicción derivada del dogmatismo de los derechos humanos y el relativismo cultural sustantivo que pone en plano de igualdad a todas las culturas, desata una disociación que contribuye a la “confusión del debate público acerca de la mejor manera de asegurar la cohesión social y la amistad cívica”.
La universalidad de los derechos humanos contrasta con la gran diversidad de culturas. Sin embargo, una práctica cultural que atenta contra los derechos humanos hoy se justifica (o al menos no podemos juzgarla) bajo el principio de igualdad que está al interior de los mismos derechos humanos. Y así “una filosofía que exige la mayor libertad e igualdad entre los hombres [se muestra también] favorable a la diversidad humana en la que abundan formas de vida que [vulneran] la libertad y la igualdad”, siguiendo a Manent.
El hombre moderno que redujo la compresión de su humanidad a una libertad sin ley, a un mero ser con derechos. Considera que la práctica cultural más exótica y bárbara manifiesta de manera excelsa su nota más distintiva, la libertad. Hoy no tenemos idea de qué es el hombre, pero lo que sí sabemos es que es un ser con derechos y un animal cultural, un ser de cultura.
¿Y qué conclusiones se deducen de esta comprensión de lo humano? De manera simplona asumimos que la diversidad de culturas, la plasticidad ilimitada de la “cultura”, prueba que no hay naturaleza o que nuestra naturaleza es la libertad indeterminada. Por eso mismo, si condenamos las prácticas culturales que violan derechos humanos, esto supondría que la naturaleza humana prescribe un orden y eso es inaceptable para el hombre moderno.
Una postura más razonable, pero que choca con este dogmatismo de los derechos y su mancuerna del relativismo cultural, sería que no podemos comprender la valía de una práctica cultural al margen del bien humano.
Existe el bien y la posibilidad del mal, esto es un presupuesto para la libertad. Si el bien o el mal sólo existieran de forma subjetiva, entonces no existiría la libertad. La libertad humana requiere la noción de orden o ley y de naturaleza y finalidad, de otra manera no se tiene libertad sino indeterminación, anarquía. La libertad no es un fin en sí misma; es una condición para alcanzar el bien y la verdad. Nuestra libertad se subordina a la ley de nuestra naturaleza de creatura.
Me parece más sensato pensar que la libertad es un bien común de la creatura racional, y que la condición del ser humano sólo cobra sentido como libertad bajo la ley (de la naturaleza y de Dios). La ideología de los derechos pretende desestimar justamente esta posibilidad. Atrapados entre la afirmación de la igualdad de los derechos humanos y la afirmación de la igualdad de las “culturas”, quedamos en una perplejidad insuperable que paraliza cualquier intento de buscar el bien común.

El Estado de Naturaleza como origen de los derechos
¿Pero cómo llegamos hasta aquí? El profesor francés, Pierre Manent, estudioso del liberalismo, apunta algunas consideraciones valiosas para entender el origen de nuestra actual condición.
Para Manent, el estado de naturaleza es la construcción filosófica que “fue la base y la matriz de la doctrina de los derechos del hombre” y de la actual concepción del mundo humano como libertad sin ley. Tanto la antigüedad clásica como el cristianismo concibieron la libertad humana como libertad bajo la ley (de la naturaleza o de Dios). Pero en la modernidad, esta idea es reemplazada por la de una humanidad que comienza en una libertad sin ley y que sólo por necesidad (guerra de todos contra todos) se ve obligada a darse leyes, pero con la intención de seguir viviendo “tan libre como antes”. A partir de entonces, la ley y el Estado sólo tienen legitimidad si ayudan a garantizar los derechos de los individuos.
Manent descubre en Hobbes que el soporte de los derechos humanos es el individuo, cuya naturaleza no es la de una creatura racional ni social, sino que posee únicamente una naturaleza biológica de ser vivo egoísta con un ius in omnia, con un derecho a todo; una naturaleza que no nos dice nada sobre lo que es ser humano. Sólo una naturaleza tan pobre y abstracta como ésta resulta compatible con todas las “culturas” posibles o imaginables. Así, todo lo que experimentamos como hombres es humano. Al disolver lo natural en el hombre a mera individualidad, el “fenómeno humano … se vacía … de toda determinación natural … se le ‘desnaturaliza’ de manera radical”. Bajo esta concepción, el ser humano es ALGO (indefinido), separado y distinto de otros sólo por su materia, pero IGUAL, y que tiene el DERECHO “natural” a ser cualquier cosa, es un ser con derechos.

La política antigua VS la política moderna
Este cambio radical se dio en la modernidad política. El mundo antiguo era movido por la búsqueda del bien; al mundo moderno le basta con huir del malestar. Sólo si sé quién soy puedo ser movido por mi bien. Para el mundo moderno el hombre es una incógnita, y, más bien, lo humano se deduce de la animalidad y el des-orden. ¿Qué hay más molesto que la incómoda ley? Hay que huir de la ley en nombre de la naturaleza y huir de la naturaleza en nombre de la libertad.
Al respecto, Manent atribuye un papel importante a John Locke quien piensa que el hombre es un producto de sí mismo, y que es él quien crea arbitrariamente sus leyes morales. El hombre no busca el bien (una finalidad objetiva) sino que huye del malestar, ese es el fondo de la antropología lockeana. Este “hombre” es el sujeto perfecto de la sociedad comercial. El hombre de Locke fabrica sus “valores” y tiene derechos, haga lo que haga, posee sus derechos.
Aquí Manent descubre otro contraste antropológico fuerte en comparación con la antigüedad. El hombre antes se concebía como agente que actúa y busca el bien, y existía en él una tensión entre potencia y acto, entre lo realizado y lo deseado: quien busca la verdad o la justicia sabe que no las posee. Pero el hombre moderno, que declara sus derechos y exige se le respeten, sabe que los posee y que esto no cambia independientemente de lo que haga. Los derechos humanos de un sin vergüenza o de un héroe siempre son iguales. “[R]econocer … la nueva definición del hombre como ser que tiene derechos nos obliga a desterrar las modalidades tradicionales del ser”: potencia y acto.
Esta nueva ontología vuelve al hombre impenetrable, hermético al ser. Antes la filosofía se preguntaba por el ser del hombre, por pensar lo propio del ser humano. Ahora, el hombre no tiene nada que hacer para ser: “toda la humanidad del hombre está contenida en sus derechos y en el hecho de que tiene derechos; y esos derechos están definidos exhaustivamente por el hecho de que son derechos del hombre”.

El reto de organizar el mundo social concibiendo al hombre como “ser con derechos”
La postura hegemónica del liberalismo actual radicaliza la comprensión del hombre como ser con derechos y como ser de cultura. Si los derechos humanos no tienen su origen en la naturaleza, en el fondo lo que anhelamos es regresar al estado de naturaleza que hoy en su versión más sofisticada llamamos posmodernidad. Sin las leyes de la naturaleza y de Dios como criterio de orden, lo humano se puede construir y deconstruir según nos plazca. Así desatados, los derechos humanos se convierten en un movimiento social, moral y político indefinido, sin rumbo. Esta filosofía de los derechos humanos radicaliza no sólo la igualdad sino la libertad, y nos deja sin límites claros en la vida social mientras fomenta la deconstrucción de lo humano.
A su vez, esta transformación moderna por la cual la igualdad ya no es inherente a los seres humanos como especie sino a los seres humanos como individuos, genera el mismo dilema que el relativismo cultural. Tanto el dogmatismo liberal de los derechos como el relativismo cultural se refuerzan mutuamente y provienen de la disolución de la noción de naturaleza humana en la modernidad. En la indeterminación del estado de naturaleza, el hombre moderno encuentra su naturaleza completa. En la determinación de cada cultura particular, el hombre moderno encuentra la naturaleza indeterminada. Finalmente, la plasticidad de la naturaleza humana en el estado de naturaleza lleva a la plasticidad de los derechos en la sociedad.
Cuando Aristóteles define al hombre como zoon politikon pone el énfasis en su naturaleza social y fundamenta la vida humana en la deliberación y la acción. Cuando la modernidad define al hombre como “el ser que tiene derechos”, derechos humanos que puede exigir en todo momento y lugar, no decimos nada sobre lo que constituye y da forma a la vida humana. Paradójicamente, siguiendo a Hobbes, fundamos la vida social y política en un estado a-político pre-humano; en un estado sin racionalidad, sin sociabilidad y sin personas.
Los derechos ilimitados, el derecho a ser lo que queramos, los derechos humanos sin saber quién es el hombre, no nos dicen nada sobre qué debemos hacer, cómo actuar en sociedad, o cómo contribuir al bien común. Hoy se quiere organizar el mundo a partir de los derechos de un ser sin naturaleza y sin ley para dirigir su vida. Desgraciadamente, el derecho de cada uno a buscar su propio bien se acaba convirtiendo en el derecho / autorización a no buscar el bien común. Empieza como una autorización, después se vuelve una sugerencia, y acaba imponiéndose como una ley que permite ser indiferente al bien. Insistir en que se respete mi derecho a ser lo que yo quiera (o sienta), implica sólo una relación conmigo mismo, no sugiere ningún principio de acción y no aporta a la vida común.
Vale la pena seguir pensando las implicaciones de los derechos humanos en la vida social y en la vida práctica. Concebirnos como sujetos pasivos de derechos, sin saber qué es la persona, su dignidad y su naturaleza, de cierta forma nos des-naturaliza y des-humaniza. Unos derechos verdaderamente humanos deberán desarrollarse sobre la base de una sólida antropología que fomente el bien común.