Me quedé preocupado por las críticas de sacerdotes a los altares de ofrendas del Día de Muertos y otros en desgastarse en descalificar el Halloween, lo cual es más mercadotecnia. Propondré hoy y mañana estas sencillas y claras reflexiones que motiven a conocer y profundizar más al respecto.
He escrito en lenguaje cercano y familiar para favorecer el conocer y profundizar estas fiestas del 1 y 2 de noviembre, que son las más populares de todo el país.
Los primeros cristianos querían ser sepultados cerca de quienes habían muerto mártires. Luego, en el siglo XI en el monasterio de Cluny, en Francia se dedicaba un día especial por los fieles difuntos, luego esa tradición se difundió a toda Europa. Las reliquias de los santos se exponían, sobre todo el cráneo y los distintos huesos del cuerpo, además de diversos objetos personales, usados por los santos mientras vivían en este mundo. Se ponían velas, flores y algunos otros adornos en altares finamente decorados para venerar la memoria de los Santos y Santas de Dios. Aún se hace en varias catedrales como la de la CDMX.
Francia, Italia, España y Portugal cobraron auge en sus altares de las reliquias de los santos; así que esta tradición católica llegó a México con los misioneros españoles en la época virreinal en los siglos XVI-XIX y tiene un rico simbolismo. En estas latitudes si tenían nuestros ancestros algunos ritos de celebración de la vida de aquellos que habían partido, entre las leyendas está la de la hermosa flor de cempasuchitl (del náhuatl sempôalxôchitl) que por su color y aroma representa a los muertos. Los aztecas hacían cráneos de amaranto que se daban como golosinas a los niños para alegrarles en recordar a los fallecidos. Ambas tradiciones se mestizaron y dieron como resultado nuestros Altares de Muertos, cuya tradición estuvo a punto de desaparecer por lo atractivo que resultaba para los jóvenes las fiestas de disfraces del Halloween.
Iluminemos este día con la luz de la santidad. La verdad siempre es luz que guía, es una luz que no se puede ocultar. Todos los santos canonizados tienen su día para celebrarlos, hoy de manera especial celebramos a todas esas personas que han alcanzado el paraíso al que Jesús recibió al ladrón arrepentido, es decir que son santos y santas aunque no hayan sido canonizados porque no los hemos conocido pero Dios los ha admitido. Por eso la primera lectura ha dicho en san Juan en su libro del Apocalipsis: «vi una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de todas las naciones, razas, pueblos y lenguas». El mismo san Juan afirma en la segunda lectura: «Sabemos que, cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es». Y el evangelio de san Mateo nos da la clave de la santidad: Las bienaventuranzas.
Es decir, la santidad no es ningún disfraz, sino que es el cumplimiento de Dios en su plenitud que nos hará semejantes a él. Los santos siempre son el reflejo de la presencia de Dios porque son las personas que encontraron en Dios la fuerza para levantarse una y otra vez para seguir en el camino con los pies sobre la tierra, el corazón en el cielo y poder alcanzar ese Don por el que Dios nos llama a todos a la santidad, como lo dice el Concilio Vaticano II (Lumen Gentium, 40; Gaudete et Exsultate, 10).
La santidad no se alcanza descalificando a los demás, sino siendo misericordiosos, cercanos y humildes para que Dios haga de nosotros lo que él quiera: mártires, apóstoles, maestros, testigos, pero sobre todo compasivos. Atrae más una gota de miel que cien litros de hiel. Más vale encender la luz de la santidad que maldecir las tinieblas.
¡Feliz día de Todos los Santos y mañana Día de Muertos!, porque celebramos la vida, y la vida bienaventurada al lado de Dios, la Virgen Santísima y su castísimo esposo San José.
“Las Iglesias y las tumbas están situadas de acuerdo con la salida y la puesta del sol, zonas de la vida y de la muerte, desde las cuales la existencia misma (Dasein) está determinada desde el punto de vista de sus más propias posibilidades-de-ser-en-el-mundo.” (Martin Heidegger, Ser y Tiempo)
Existir es, según las reflexiones de Heidegger, abrirse a las propias posibilidades. Entre ellas, la propia muerte es la posibilidad más cierta. Pero la muerte no es simplemente el último suceso de la vida. No es un incidente final, sino que su incidencia se da a lo largo de toda la existencia: el morir surca la existencia del ser humano de inicio a fin. La posibilidad de la muerte se revela como la constante amenaza del desvanecimiento de todas sus posibilidades. La muerte es la insuperable posibilidad de la sustracción absoluta de toda posibilidad. Y pese a ser posibilidad, la muerte es sin embargo el hecho máximo, la facticidad más contundente. La propia existencia se realiza así en la conjunción de posibilidad e imposibilidad. Asumir la muerte como tal posibilidad, es asumir la integridad de la propia existencia finita.
No se trata sin embargo de una representación oscura de su ser. La muerte, como la posibilidad de la propia imposibilidad, se revela más bien como la posibilidad más radical de asumirse en lo crudo del más propio ser sí mismo y entrever así los profundos alcances y límites de la propia libertad.
Cuéntanos en los comentarios: ¿qué epitafio escribirías?
Una de las pocas certezas de esta vida es que moriremos. Inevitablemente y a pesar de todo, nuestros cuerpos se dirigen día con día hacia la muerte. Somos conscientes hasta cierto punto de nuestra finitud.
En algunas culturas la muerte está más presente que en otras. No sólo por la violencia que se nos presenta en las noticias. Pero las muertes son más que una estadística, cada número corresponde a un nombre y a una historia.
Cuernos de búfalos, ritual mortuorio en Indonesia. Foto: Steffen Kadow
La tradición cristiana –en todo el mundo- recuerda a los difuntos el 2 de noviembre; en México se celebra como en ningún otro lugar el Día de muertos e incluso en el pequeño pueblo de Toraja en Indonesia tienen una concepción de la muerte muy particular. Cada año, en agosto, exhuman los cuerpos momificados, les cambian las vestiduras y se fotografían con ellos. Este ritual –Ma`Nene– es llamado “cuidar a los antepasados”. Para ellos la muerte es un proceso largo; cuando alguien muere no se entierra inmediatamente, sino que se coloca un poco de formol al cadáver y permanece el tiempo que la familia decida –a veces casi un año- como un habitante más de la casa y como si solamente estuviera descansando, los visitantes, le llevan comida y cigarrillos. Una vez que están listos para realizar los funerales, sacrifican un gran número de cerdos y búfalos para que el difunto pueda llegar al más allá.
En algunos sitios es más fácil ser consciente de que la vida es efímera. Sin obsesionarnos con los aspectos tétricos de la muerte, podemos reflexionar y meditar sobre un suceso al que nos enfrentamos cada día en nuestra propia carne y con aquellos que nos rodean. La meditatio mortis no tiene desperdicio, nos prepara para afrontar la muerte.
Sin embargo, desde hace algunos años vivimos como si la muerte no existiera. El “comamos y bebamos que mañana moriremos” (Is. 22:13) ha devenido en un hedonismo desbordado que rinde culto al cuerpo y la personalidad. Hay que matizar: no a todo cuerpo, sino a aquellos cuerpos fuertes, sanos, jóvenes y bellos. De pronto ya no es gozar porque mañana moriremos, sino que eliminamos la última parte, jugando a ser inmortales.
El fenómeno de ocultar la muerte lo observamos cotidianamente: en los empaques de huevo, leche y carne nos presentan animales en prados, sin sufrimiento y –por qué no- alegres, pretendiendo encubrir con una etiqueta el hecho de que en el contenedor de plástico yace un cadáver al que le inyectaron antibióticos y que no sólo padeció una muerte (sino también una corta vida) masificada, que ha sido procesado hasta perder su forma original. Consumimos alimentos procesados y amorfos y pensamos que no hay nada más sencillo que comprar un congelado. Mientras que nuestras abuelas despellejaban un pollo, nosotros abrimos una caja de plástico con nuggets y sólo sabemos que es pollo por la etiqueta.
Empaque de pollo Foto: AF
Pollo Foto: AF
Paradójicamente vivimos en la era del plástico: todo se desecha y se descarta fácilmente. Aquello que causa dolor, que no es bello y no produce placer instantáneo es mejor tirarlo. La muerte nos resulta insoportable, no queremos verla y tampoco al sufrimiento. Cerramos los ojos ante lo evidente: nuestra fragilidad y temporalidad. Ocultamos lo que no queremos ver deslizando el dedo en una pantalla. Como si en la vida todo fuera un cuerpo joven y bello, ignorando la realidad de la decadencia.
Y es que la muerte es tan insoportable que queremos darle cierta liviandad y ocultamos el dolor con un poco de humor en el café llorón –funeral- mientras buscamos darle un sentido y finalidad.
No basta la negación de la muerte para vencerla, si acaso fuera posible vencer lo invencible. Existe una industria millonaria que lucra con la pérdida y se adapta a todo presupuesto: el negocio de las funerarias, ataúdes personalizados, urnas, lápidas, mausoleos, nichos, velas, flores, embalsamamiento, inhumación o cremación. Una industria que innova y negocia no sólo con la muerte sino también con nuevas ideas de preservación. Con el ánimo de lograr lo imposible, para distraernos aún más de la muerte y por ridículo que parezca, la industria de la muerte, nos brinda nuevas alternativas. Como si no fuera suficiente despedirnos ante un féretro del cuerpo de nuestro ser querido -que luce como un durmiente irreal bien arreglado- en su última aparición pública.
Como si con morir no fuera suficiente, se intenta añadir una finalidad, pero no pasa de lo corporal, y que afirma de cierta manera que hay que sacar provecho absoluto de nuestra materialidad. No solo de nuestro bolsillo –a fin de cuentas lo que acumulemos aquí se queda- sino también de nuestro cuerpo. La industria de la muerte nos sugiere opciones que van de lo convencional a lo extravagante. Aparentemente ser enterrado o incinerado ya pasó de moda. Del nicho en una cripta o una lápida en el camposanto predilecto pasamos a la opción eco-friendly donde nuestro cuerpo se abrirá paso en una maceta para convertirse en un árbol o colocar hongos específicos que faciliten la descomposición del cuerpo y evite que toxinas contaminen la tierra.
También existen opciones para los amantes de las joyas ¿por qué no aprovechar al abuelo y convertirlo en un diamante so pretexto de cargarlo siempre contigo? Otra extravagancia sería enviar el cuerpo al espacio, porque no hay suficientes satélites obsoletos gravitando por ahí. Incluso si tienes el dinero suficiente podrías pagar por la promesa de inmortalidad. No me refiero a la piedra filosofal o a la salvación del alma, sino a la criogenización: la última esperanza para aferrarse a la vida.
La vejez, las enfermedades, los accidentes y un sin fin de sucesos pueden quitarnos la vida. ¿Qué pasaría si nos prometen, sin decir cuándo y sin garantizar que así ocurra, que podemos volver a vivir? Un grupo de médicos llegaría a tiempo –una vez que muriéramos- para congelar nuestra sangre y órganos con la esperanza de que cuando descubran una cura para nuestra enfermedad –o vejez- nos despertarán del frío sueño de la muerte para curarnos. En ocasiones sólo se preservará la cabeza, un poco menos costoso, que eventualmente será colocada quizá en un cuerpo robótico, aumentando la vida hasta que los engranajes se desgasten y sean reemplazados. Claro está que no hay garantías, hasta la fecha nadie ha sido descongelado y aunque lo hubiera sido ¿el cuerpo sería la misma persona? ¿Los recuerdos y personalidad que configuran a una persona específica se mantienen orgánicamente? A pesar de los muchos interrogantes éticos, prácticos y fácticos la criogenización no es ciencia ficción.
¿Acaso funcionan estas argucias para evitar la muerte? La muerte sigue ahí, pero buscamos engañarnos con una falsa vida y finalidad puramente materialista. “¿Dónde está, oh muerte, tu victoria?” (1 Cor. 15: 55) Ciertamente no en las promesas e intentos de alargar la vida. La industria de la muerte nos ha hecho olvidar el sentido de la muerte y ocultar su crudeza con baratijas brillantes.
No debemos ocultar la muerte como si se tratara de algo antinatural, es tiempo de eliminar los distractores de la muerte verdadera y replantearnos el verdadero significado de la ausencia, el sufrimiento y la muerte. Hemos cerrado los ojos demasiado tiempo, es necesario volver a tomar consciencia de nuestra fragilidad y que no merece la pena intentar borrar el paso del tiempo en nuestras vidas. Ser conscientes de nuestra temporalidad nos permite reconciliarnos con nuestra propia existencia y prepararnos para la muerte; para afrontarla con esperanza. No hay vuelta atrás, moriremos y hay que aceptarlo, las naves están quemadas.
Este 2020 tan complicado nos está privando de muchas de nuestras costumbres y celebraciones. Mejor dicho, nos está obligando a adaptarlas de algún modo. Eso mismo pasará, seguramente, con la noche de Halloween, en la que no podrán reunirse muchas personas a celebrar. Pero, ya que cada uno tendrá que pasarla en su propia casa, y quizá sin poder ver a amigos o vecinos, una alternativa para que no decaiga el espíritu de la temporada es echar mano de la música. Precisamente por eso, desde este espacio les comparto un Top 10 de canciones que no podrían ser más apropiadas para la también llamada “Noche de Brujas”.
Happy Phantom de Tori Amos.
El tiempo ya se acerca. El tiempo de ser un fantasma. Todos los días estamos más cerca. El sol ya se está poniendo. ¿Tendremos que pagar por haber sido quienes fuimos?
La gran Tori Amos presenta una perspectiva lúdica sobre la vida después de la muerte, libre de todas las limitaciones que el mundo y la sociedad nos imponen, pero al mismo tiempo se plantea la pregunta acerca de si ese “fantasma feliz” con el que ella fantasea convertirse tendrá que asumir consecuencias por la vida que vivió.
Spectrum de Florence+The Machine.
Cuando recién llegamos, estábamos fríos y claros, sin color en la piel, ligeros y delgados como el papel.
En una potente y rítmica canción de Florence+The Machine, se establece una atmósfera etérea y fantasmagórica que sólo se llena de luz y de colores en cuanto “ese alguien” deja entrar al espectro y dice su nombre.
Anabelle Lee de Sailors
Pero nosotros nos amábamos con un amor que era más que amor, mi Anabelle Lee y yo; con un amor que los alados corazones de los ángeles nos envidiaban a ella y a mí.
Tal vez no te suene demasiado el nombre de la banda Sailors, ni tampoco su disco Sailing the Taverns, pero en él incluyeron, entre otras canciones tradicionales del siglo XIX, una muy afortunada musicalización retro del último poema escrito por Edgar Allan Poe, que cuenta la trágica historia de la relación entre el poeta y una chica llamada Anabelle Lee, que murió a causa de la envidia que los serafines le tenían a su amor.
Jack the Ripper de Morrisey
Cae en mis brazos, te quiero. No estás de acuerdo, pero tampoco te rehúsas, te conozco.
Morrisey, el eterno incomprendido, se mete en la piel de ese otro enigma que es Jack “El Destripador”, para cantar sobre el deseo malsano de poseer a alguien, que puede disfrazarse de amor, pero no deja de ser destructivo.
Thoughts of a Dying Atheist de Muse
Me asusta muchísimo, y el final es lo único que puedo ver.
Los pensamientos de un ateo en el momento de su muerte son la inspiración para esta poderosa canción de Muse, en la que se combinan la desesperanza y el asedio tormentoso de los recuerdos.
Highwayman de Jimmy Webb
Y cuando llegue al otro lado, si puedo, encontraré un lugar para el descanso de mi espíritu. Tal vez me convierta en salteador de caminos de nuevo, o simplemente sea una gota de lluvia, pero permaneceré y volveré otra vez y otra vez.
Cuatro enormes leyendas del country –Johnny Cash, Willie Nelson, Waylon Jennings y Kris Kristofferson– se unieron en 1985 y grabaron una canción de Jimmy Webb que cuenta la historia de un alma que ha encarnado ya en varias ocasiones, y ha sido salteador de caminos, marinero, constructor de presas y hasta capitán de una nave espacial; y cada vez que muere sabe que ha de regresar.
Season of the Witch de Donovan
Cuando miro por encima de mi hombro, ¿qué crees que veo?: a otro gato viendo por encima de su hombro hacia mí. Y es extraño, seguro que es extraño. No puedes dar puntada sin hilo. Debe ser la temporada de la bruja.
El rock psicodélico también tiene su espacio en Halloween. Y, justamente, una de las primeras canciones de ese género, escrita por Donovan (a su vez, uno de los más queridos representantes de la cultura hippie en Gran Bretaña) tiene arcanas referencias a la brujería.
(Don’t Fear) The Reaper de Blue Öyster Cult
Ni las estaciones le temen a la parca, ni el viento, ni el sol, ni la lluvia. Nosotros podemos ser como ellos. Vamos, nena, no le temas a la parca.
Blue Öyster Cult siempre fue una banda… rara, por decirlo de algún modo. Y quizá su canción más conocida sea justamente, The Reaper, acerca de no tenerle miedo a la muerte, y acerca de la eternidad del amor.
Midnight City de M83
Esperando un coche. Esperando un aventón en la noche. La ciudad nocturna crece, mira sus ojos: resplandecen.
Si bien la canción habla, literalmente, sobre la ciudad a medianoche, la atmósfera que genera es claramente sobrenatural, tanto que su video presenta la historia de unos niños con poderes telequinéticos, que escapan del internado en el que estaban. La canción también fue usada en la comedia romántica de temática zombie, Warm Bodies.
Thriller de Michael Jackson
No por ser la más obvia se iba a quedar fuera, porque no puede haber playlist de Halloween que no incluya Thriller, la canción más terrorífica del pop, sobre espíritus, terrores nocturnos y visitas sobrenaturales. Además, cuenta con la escalofriante voz del clásico de los clásicos de terror, Vincent Price, que recita en mitad de la canción:
La oscuridad cae sobre la tierra
La medianoche está ya cerca
Las criaturas se arrastran con ánimo sanguinario
Para aterrorizar al vecindario
Y quienquiera que sea encontrado
Sin alma para bajar
A los sabuesos del infierno, va a tener que enfrentar
Y en el caparazón de un cadáver pudrirse al final
Por si se quedaron con ganas de escuchar estas propuestas, lo pueden hacer en la playlist “Halloween”, que se encuentra en la siguiente liga de Spotify:
Cada año, por estas fechas, revive una pugna que divide a la sociedad mexicana en dos grupos bien definidos: a quienes les gusta celebrar el Halloween y quienes lo rechazan.
Cada quien es libre de mantener la posición que quiera y de celebrar o no determinadas fechas según sus preferencias; sin embargo, vale la pena preguntarnos acerca de las razones por las que una persona decide rechazar o respaldar cualquier práctica social, incluidas las celebraciones.
Este año, quizá, no se puedan llevar a cabo demasiadas fiestas, o por lo menos no en las formas más usuales; pero eso también representa una oportunidad para plantearnos de nuevo qué significan para cada uno de nosotros las fiestas de las que, por ahora, nos vemos privados.
El Halloween tiene un lejano origen europeo, pero su configuración actual y las costumbres que se asocian con él son más bien modernas y se terminaron de formar en los Estados Unidos. Tal vez por eso, una de las razones por las que es más criticado en nuestro país es por considerarlo ajeno o extranjerizante; hay quienes incluso lo acusan de ser una amenaza para nuestra tradicional celebración del Día de Muertos.
Sin embargo, no es necesariamente cierto que las fiestas de Halloween y de Día de Muertos se excluyan entre sí; por lo menos en mi apreciación, más bien tienden a potenciarse: los niños, por ejemplo, se emocionan de saber que van a poder disfrazarse y pedir dulces a sus vecinos y, al mismo tiempo, también disfrutan los altares de muertos con sus ofrendas, como parte orgánica de una gran celebración de tres días que, de cualquier manera, para nosotros siempre tiene sabor a pan de muerto.
Lo cierto es que la adopción de costumbres y prácticas provenientes de otras culturas, y luego su resignificación y adaptación a la idiosincrasia local, es un fenómeno tan inevitable como enriquecedor.
Nuestra cultura es, en sí misma, la combinación de muchas culturas; así como muchos de nuestros procesos sociales, políticos y económicos más relevantes serían incomprensibles si no fuera por la influencia de personas, ideas, costumbres y proyectos que vinieron de fuera. No puedo ni imaginarme cómo sería este país sin la música, el cine, la televisión o la comida de otros países; todos ellos, productos culturales de los que luego nosotros nos apropiamos; los adoptamos y también los adaptamos (si no me creen, piensen en las pizzas con jalapeños o en el sushi con chile y queso crema).
Ya si al margen de toda consideración, alguien sostiene que la pura infiltración de costumbres extranjeras es por sí misma reprobable o que la mezcla de celebraciones supone una forma de degradación de “lo nuestro”, quizá le vendría bien examinar si no padece de un posible caso de chauvinismo.
Pero hay otra crítica al Halloween que me parece más interesante: la acusación reiterada por parte de algunas comunidades cristianas, incluidos muchos miembros de la Iglesia Católica, que lo consideran pagano y oscuro.
Respecto de la posible perversidad del Halloween y el tono, digamos, tenebroso que puede llegar a tener, se pueden hacer distintas consideraciones.
Por un lado, están quienes proponen que los católicos, especialmente los niños, debieran disfrazarse de ángeles en vez de diablos, o de santos en lugar de monstruos. Es una posibilidad que me parece interesante, y que representa, además, una maravillosa oportunidad para recordar y transmitir las historias de la Biblia o de la vida de los santos; yo mismo me he disfrazado en varias ocasiones de personajes bíblicos o históricos para las fiestas de Halloween y me ha resultado muy divertido, especialmente por la preparación del disfraz.
Pero tampoco hay por qué ponerse fundamentalistas y suponer que esa es la única manera aceptable para que los católicos podamos celebrar el Halloween.
Ciertamente, el mal en general y los agentes del mal en particular –más aún el demonio– no son temas que deban trivializarse, pero ser cristiano es también tener una conciencia muy clara sobre la presencia del mal en el mundo, y sobre la necesidad humana de liberación respecto de ese mal. Los niños son especialmente receptivos a este mensaje; no es casual que los cuentos infantiles sean, precisamente, los relatos que se ocupan más frontalmente del problema de la lucha entre el bien y el mal.
Con el lenguaje apropiado (y tanto los disfraces como las fiestas pueden ser un lenguaje apropiado), los niños son perfectamente capaces de comprender este tema, y muchas veces tienen más claro que nosotros de qué lado hay que estar.
Sobre esto, yo diría que disfrazarse de un personaje temible y dedicar una noche al performance de lo tenebroso también puede ser una manera didáctica de favorecer la reflexión sobre los grandes problemas del mal y de la muerte, que en el fondo empuje a los niños (y a los no tan niños) a plantearse el triunfo del bien y la esperanza de la vida eterna.
Habrá quienes me digan que eso no pasa y que todo el asunto queda en una experiencia lúdica y superficial. No puedo generalizar nada al respecto, pero sí diré que –por lo menos en mi experiencia– cada Halloween (así como cada experiencia recurrente en la vida) va dejando sedimentos con los que luego –probablemente al cabo de muchos años– uno va construyendo una reflexión propia.
Si me apuran, incluso diría que es mejor que los niños celebren el Halloween y se vean confrontados en un ambiente seguro y divertido con los temas del mal y de la muerte, y no que pasen por la vida sin planteárselos nunca, como si no existieran; porque después, cuando sean adolescentes o –peor aún– adultos, van a tener menos herramientas para pensar en ellos.
Ahora bien, la crítica sobre el paganismo detrás de esta fiesta tampoco puede ser tan simplista. Es cierto que el Halloween tiene un origen pagano; parece estar emparentado con diversas festividades, tanto de origen celta como greco-romano, vinculadas con las cosechas. Sin embargo, esas festividades no sobrevivieron directamente, sino que fueron tamizadas por las creencias cristianas y se convirtieron en una fiesta diferente, inscrita ya en la lógica de la civilización cristiana.
Hasta en su nombre, el Halloween (All Hallows Eve) denota su herencia cristiana: es la víspera de la fiesta de Todos los Santos, que se celebra el 1º de Noviembre en el calendario litúrgico de la Iglesia, y que prepara también al 2 de noviembre, festividad de los Fieles Difuntos. Dicho sea de paso, no se me ocurre nada más pagano que la manera tradicional en que se celebra el Día de Muertos en México, con los altares, las calaveras, los relatos sobre la visita nocturna de las almas, la sustitución de la celebración de todos los santos por el recuerdo de los “muertos-niños”, etc.
Si los creyentes no nos ocupamos de transmitir, sobre todo en el seno de nuestras familias, el sentido religioso de estas fiestas, claramente el problema es nuestro, no de las fiestas (pasa lo mismo que con Santa Claus y la comercialización de la Navidad, por proponer otro caso).
Además, las raíces paganas del Halloween no son una excepción entre las fiestas cristianas. Ciertamente, el Halloween es una de las cuatro vísperas más celebradas del año litúrgico católico, junto con la Víspera de Navidad, la Vigilia Pascual y la Noche de San Juan; y todas ellas están emparentadas con antiguas fiestas paganas, que en el fondo se regían por el cambio de las estaciones y por los ciclos agrarios.
Así, la Navidad se vincula con el invierno y la esperanza de una vida que eventualmente triunfará; la Pascua representa, precisamente, el triunfo de la vida sobre la muerte, por lo que se relaciona naturalmente con la primavera (de hecho, la Vigilia Pascual se celebra la noche del sábado siguiente al primer plenilunio de primavera, y define todo el calendario litúrgico católico); la Noche de San Juan, que se celebra en la madrugada del 23 al 24 de junio, se relaciona claramente con el verano y la llegada de las lluvias, precisamente por eso el agua es tan importante en las celebraciones ligadas con esa fiesta y, por supuesto, el Halloween corresponde al otoño, que nos recuerda la proximidad de la muerte y la necesidad de prepararnos para recoger los frutos de lo que hayamos sembrado en nuestra vida.
El origen pagano de algunas costumbres y la ubicación de cada fiesta dentro del año no es el problema. Lo realmente crucial es que la tradición cristiana ha sido capaz de encontrarse con esos datos culturales, releerlos y dotarlos de nuevos significados a la luz de su fe.
Por lo tanto, la pregunta no es si los cristianos debemos abstenernos de ésta u otras celebraciones, o de sus tradiciones complementarias, sino más bien, si somos capaces de darles un sentido más profundo y de aprovechar estas oportunidades para divertirnos y al mismo tiempo enriquecernos espiritualmente.
Por todas esas razones, sostengo que la celebración del Halloween no hace a nadie menos mexicano ni tampoco menos cristiano; y que además de ser muy divertida, es una fiesta que sí tiene contenidos culturales y espirituales importantes por descubrir y, por lo tanto, una gran capacidad civilizadora.
En todo caso, ya las decisiones personales en esta materia dependen enteramente del gusto y de las preferencias de cada cual; por lo que nos sitúan en el campo de aquella famosa y sabia máxima atribuida a San Agustín: En lo necesario, unidad. En lo discutible, libertad. En todo, caridad.