Recientemente el Dicasterio para la Comunicación (Vaticano), ha publicado un interesante documento titulado: “Hacia una nueva presencia. Reflexión pastoral sobre la interacción en las Redes Sociales.” El texto reviste de enorme importancia y actualidad, pues ofrece una guía para adentrarse en “el continente digital”, desde una perspectiva de fe. Para ello tiene la clarividencia de señalar tanto las oportunidades como los peligros de meterse en ese mundo, al tiempo que ofrece criterios claros de cómo debe ser la inmersión en el mismo por parte de un cristiano, o una comunidad católica. El discernimiento que proporciona para descubrir qué tipo de participación es auténticamente católica y cuál no, resulta novedoso y útil. Todo el documento se desarrolla -de modo análogo a la encíclica Fratelli Tutti– de la mano de la parábola del Buen Samaritano, lo cual ayuda a conectar estrechamente la actividad digital con la Lectio Divina.
Dos son las líneas estructurales del documento, es decir, las ideas madre que guían la reflexión eclesial sobre las redes sociales: la caridad y la verdad. Es muy bonito contemplar cómo se imbrican naturalmente valores humanos y cristianos de toda la vida, con los novedosos desarrollos tecnológicos que han hecho posible la híper-comunicación en nuestro tiempo. El texto muestra cómo las redes sociales forman ya parte de la vida real de las personas, difuminándose la frontera entre lo real y lo virtual, y al hacerlo desembocan de forma natural en el universo de la fe, esencial para la vida. Continente digital y universo de la fe se dan la mano armónicamente en este texto, el cual invita a que se integren en el corazón y la mente de cada persona, a través de la búsqueda de la caridad y la verdad por medio de estos medios tecnológicos.
Es muy agudo en señalar los peligros de una equivocada inserción en las redes sociales: hacerlo desde el vacío espiritual, lo que conlleva cierta superficialidad y banalidad en los contenidos, al mismo tiempo que se corre el peligro de llenar el corazón de informaciones inútiles e incluso agresivas o violentas. Resulta muy sugerente su enérgica advertencia de servirse de las redes sociales, navegando con bandera cristiana, para dividir, enfrentar, oponer… Es decir, todo tipo de uso que se oponga o dificulte la comunión entre las personas. Por el contrario, la identidad auténticamente cristiana, debe buscar directamente la comunión interpersonal, e incluso realizarse desde la comunión eclesial. En este último punto advierte del peligro del aislamiento al que nos expone un excesivo individualismo en las redes sociales, y como sutil y subrepticiamente puede corromperse el genuino interés por compartir algo valioso, para convertirse en un pedestal que nos construimos a nosotros mismos -sirviéndonos tanto de Cristo como de la Iglesia- como “influencers” (o “influentes” como les llama el documento).
El texto propone en cambio una presencia más “sinodal”, menos individualista, recordando cómo los discípulos fueron enviados “de dos en dos” a evangelizar, para que realmente sirvamos de altavoz de la presencia de Cristo en las redes, así como de la doctrina de la Iglesia, cuya característica es unir, dialogar, ponerse en los zapatos del otro, comprender, estar cerca, hacerse cargo del que sufre o del que está solo, transmitir un contenido esperanzador, etc.
El documento denuncia acerbamente, cómo las redes a veces se utilizan para dividir, enfrentar y “tribalizar” a la población, constituyendo así un “ellos y nosotros” que se enfrenta y opone, y que es, a todas luces, dañino. La presencia del cristiano en ese mundo, por el contrario, debe tender a suturar las rupturas, a curar las heridas, y a buscar un auténtico diálogo, no un atrincheramiento desde posiciones ideológicas cerradas, a modo de bastiones infranqueables. Para ser capaces de hacerlo necesitamos “cercanía, compasión y ternura”, según el Papa Francisco.
Es audaz al señalar “que la construcción de la unidad comunitaria … será siempre secundaria con respecto a la adhesión a la verdad misma.” Es novedoso y contracultural -políticamente incorrecto- subrayar la prioridad de la verdad en el diálogo. Para acceder a ella resulta imprescindible el cultivo del silencio -contemplativo-, la capacidad de escuchar al otro -hecha posible también por el silencio mismo- y, principalmente “reservar un espacio suficiente para el diálogo personal con el Padre y para permanecer en sintonía con el Espíritu Santo.” Si no estamos llenos de Dios, ¿qué es lo que transmitiremos en las redes sociales?
Soy sacerdote, miembro del Opus Dei. En repetidas ocasiones manifesté por carta al Prelado del Opus Dei mi deseo de “ir a la expansión”, es decir, de apoyar el desarrollo de la labor de la Obra en otros países, distintos del mío. Mi idea consistía en “ir a comenzar la labor de la Obra en un nuevo país”, me parecía una auténtica epopeya espiritual, a la que valía la pena dedicar todos los esfuerzos.
Pasaban los años y veía como se empezaba la labor en Estonia, en Sri Lanka, en Indonesia y nadie me llamaba. Mis servicios ofrecidos no eran requeridos. Por fin, en noviembre de 2010 me llamó mi vicario –la autoridad inmediata, que representa al Prelado en una circunscripción-, me imaginé que ¡por fin, se abría ante mí una aventura! Me dijo: “el Padre (forma cariñosa con la que designamos al Prelado del Opus Dei) me manda preguntarte si estarías dispuesto a irte a Perú. Fue una gran sorpresa para mí, no me lo esperaba; Perú no me parecía una “aventura apostólica”, una “epopeya espiritual”, pues es un país en el que la labor del Opus Dei comenzó en 1953, es decir, apenas cuatro años después que en México y, por lo tanto, tenía una labor desarrollada. De todas formas, con cierto sentido militar del deber, respondí que sí, que estaba dispuesto.
Menos de un mes después ya estaba en Perú. Salí un 28 de noviembre por la noche y llegué el 29 de noviembre temprano a Lima. Me fue a recoger Manuel Viera, mexicano que llevaba a la sazón casi cuarenta años viviendo en el Perú.
Mi primera impresión fue agridulce, por un lado, un cielo gris, deprimente, un caos vial considerable, lo que es mucho decir viniendo de México. La gente subiendo y bajando de las combis en movimiento; una barahúnda de gente cruzando por las calles, de manera que sientes que tarde o temprano atropellarás a alguien –como efectivamente me sucedió, años más tarde-, y el abrumador sonido de los cláxones. La nota positiva y esperanzadora me la dio una majestuosa imagen de la Virgen del Carmen, cercana al aeropuerto, que de alguna manera me hizo sentir: “vas por buen camino, vas conmigo”.
Llegué mareado a mi destino, desayuné algo, me dormí, me levanté al final de la mañana para celebrar misa en un pequeño y elegante oratorio. Comenzaba mi aventura peruana.
La aventura no fue, en absoluto, como me la esperaba. La realidad muchas veces es hostil a los sueños, y así fue. En mi imaginario, Perú aparecía como una simbiosis de montañas y selva, dos realidades que me fascinan. Es verdad, en el Perú hay abundante selva y montañas, pero yo me la vivía en Lima y Cañete, lejos de ambas realidades, con cielo gris y paisaje desértico. La nota de belleza la daba el impresionante malecón de Miraflores y Barranco, donde gustaba de ir a correr y a caminar. Al inicio, además, mi labor pastoral –que me apasiona- estaba hasta cierto punto restringida. Atendía un centro del Opus Dei por la tarde, y por la mañana trabajaba en oficinas –lo que sinceramente, detesto cordialmente-. No, no era mi “hit”. Comencé mi estancia en el Perú cuesta arriba.
Al año vi la luz con un nuevo encargo: Atender a un colegio, que estaba en una zona popular de Lima, en el temido barrio de Comas, el Colegio Humtec. Creo que la Providencia me colocó ahí, porque gracias al Colegio fue disminuyendo, hasta finalmente desaparecer, mi trabajo de oficina. Y ahí sí que pude tener una aventura apostólica particular, que llenó por completo mi vida y me dio abundantes satisfacciones durante mi estancia en el Perú.
Un buen día Adrián, un niño de sexto de primaria, me dijo: “Padre, bautíceme, que yo también quiero ser hijo de Dios”. Me sorprendió mucho encontrarme con un niño sin bautizar en un colegio de inspiración católica. En México me había sucedido solo una vez. Hice una sencilla investigación y me di cuenta de que alrededor de 200 niños no estaban bautizados, una tercera parte del Colegio. Comenzó la aventura de los bautismos masivos, iniciamos con 80, y finalmente fueron más de 200 en los años que estuve, pues se sumaron también papás e incluso tíos, familias completas que se bautizaban. Creo que esa ha sido la labor más satisfactoria, no sólo de mi estancia en el Perú, sino de mi vida.
El padre Mario con niños de la tribu Shipibos.
En ese colegio hice de todo: bautismos masivos, matrimonios colectivos, renovación de promesas matrimoniales, fui ministro extraordinario de confirmación una vez que el obispo no pudo presidir, procesiones del Corpus Christi en las que salíamos a las calles e incluso entrábamos en la escuela pública vecina para dar la bendición… Con el tiempo me encargaron también el colegio de niñas (Miravalles), y creo que nunca me han tratado mejor que el año en el que estuve ahí. Si tuviera que señalar cuales han sido los años de labor como sacerdote más gratificantes, sin duda alguna fueron los que estuve encargado del Humtec-Miravalles.
Pero lo bueno no suele durar mucho tiempo. El 12 de diciembre de 2016 fallecía santamente en Roma el Prelado del Opus Dei. Yo sabía lo que eso significaba: movimiento de fichas, cambio de encargos, presentía que mi estancia en Humtec-Miravalles llegaba a su fin. Estaba apegado a mi labor –ahí me di cuenta- pues ello me generó una crisis de ansiedad, con la que batallo hasta el día de hoy. Finalmente, en marzo de 2017 me notificaron mi cambio, dejaba los colegios para saltar a la universidad. El cambio me costó sangre, visto desde fuera, parecía un ascenso: “lo hiciste bien en los colegios ahora salta a las grandes ligas, sube a la universidad.”
Mi estancia en la Universidad de Piura fue breve, pero maravillosa, aunque marcada por la nostalgia de los colegios: la alegría de los niños da vida. Mi carácter se fue haciendo más serio, y no lograba superar mi crisis de ansiedad, que me impedía dormir, comencé a tomar fármacos para conseguirlo. Disfrutaba enormemente las clases, sobre todo con mis alumnos de medicina y derecho. Ahí nació la aventura en la que desde entonces estoy embarcado: Teología para Millennials. Primero como “almuerzos teológicos”, donde comía con estudiantes de diferentes carreras hablando de temas polémicos relacionados con la fe, sin ningún tipo de pudor o tapujos. A los chicos les encantaba, a mí me daba vida.
Un día, al finalizar el curso académico, fue una chica a mi oficina, le había gustado el curso, y traía una extensa lista de preguntas. Con esas preguntas comencé mi blog Teología para Millennials, que con el tiempo se ha diversificado, y ahora está en You Tube, Facebook, Instagram, Spotify, ya hay un libro publicado, y al momento de redactar estas líneas, dos en prensa. Me sorprendió la pregunta de la chica, porque era la típica a la que parecía no importarle demasiado el curso: guapa, fiestera, inquieta, no participaba mucho en clase. Pero se esperó hasta el final para presentar sus dudas. Su caso era frecuente: había estudiado en colegio católico, había practicado hasta la confirmación, después había abandonado la práctica, y en la universidad se había llenado de dudas de fe, hasta el punto de que no sabía si era o no creyente.
Su caso no era aislado y varias veces se repitió la escena: un chico o una chica que venía con dudas de fe, y gracias a las clases de teología en la universidad se volvía a plantear la posibilidad de regresar a la Iglesia. Ha sido ello, sin duda, una de las experiencias que mayor satisfacción me ha brindado y me ha abierto los ojos al inmenso campo de labor pastoral con universitarios. Digamos que esa experiencia curó en parte las heridas causadas por haber dejado los colegios. Digo en parte, porque la ansiedad llegó para quedarse.
En realidad, gracias a la labor que atendía por las tardes en el Centro Sama -que tiene el mejor ambiente que haya encontrado en alguna casa de la Obra- ya había estado en contacto con universitarios, mayormente de universidades públicas. En ellos se verificaba, con mucha frecuencia el esquema: educación religiosa en la escuela pública –lo que es habitual en el Perú- y pérdida de la fe en la universidad, a causa del ambiente corrosivamente anti-cristiano de la misma. La mayor parte de las veces, esa crisis de fe venía causada por la supuesta incompatibilidad entre la ciencia y la fe. Este patrón recurrente me empujó a escribir un libro: “Ciencia y Fe. Un equilibrio posible”, presentado con gran éxito en la Feria del Libro de Lima 2015.
Labor social en el Lago Titicaca.
Para mi sorpresa, el libro que estaba escrito para confirmar en su fe a los creyentes, le interesó a los ateos. En efecto, muchos ateos que habían dado ese paso motivados por la supuesta incompatibilidad entre ciencia y fe, se sintieron interpelados. Así conocí a Manuel Abraham Paz y Miño, fundador de APERAT (Asociación Peruana de Ateos) y a Henry Llanos Chillet actual presidente de la misma, ambos empeñados en sacar la educación religiosa de las escuelas peruanas (lo que actualmente no se puede, por el Concordato del Perú con la Santa Sede). Quizá ahora, con el gobierno de izquierdas que tiene el Perú y su proyecto de hacer una nueva constitución, consigan su objetivo. El caso es que con ellos debatí en la más importante universidad pública del Perú, la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, la primera de América. Y con el tiempo nos tomamos aprecio y creo que floreció una sincera amistad, a pesar de nuestras diferencias doctrinales.
Gracias al Sama comenzó mi “aventura editorial”. La atención del centro por las tardes me dejaba tiempo para escribir. Escribía y hablaba con chicos universitarios. De ahí fueron saliendo mis libros: Poder, Dinero y Santidad; Ciencia y Fe. Un Equilibrio Posible; Ciencia y Fe. Situación actual donde recogía las objeciones que me hicieron los ateos en mis debates durante el 2015. La Iglesia y los homosexuales. Un falso conflicto, que nació al calor de mi amistad con Henry Llanos, ateo y gay activista. Neurona Mata espíritu, que también surgió en parte de mis diálogos sobre Dios y el alma con Henry, especializado en neurociencias y, finalmente, Teología para Millennials.
Junto a la aventura editorial, el Sama y el Humtec me permitieron tener algunas aventuras en la sierra y en la selva, como había soñado al venir desde México. Con cierta frecuencia subíamos con chicos de colegio a la Laguna de Rapagna, a poco más de 4600 metros de altura y formada totalmente por agua de deshielo. El desafío consistía en meterse a laguna.
En una ocasión, nos quedamos varados una noche en el puerto de Ticlio, casi a 5000 metros de altura. Al amanecer, el espectáculo fue majestuoso, todo el valle nevado, rodeado por montañas igualmente nevadas. Con el Sama pude recorrer lugares fabulosos del Perú, tanto de sierra, como Juli en el Lago Titicaca, como de ceja de selva: Satipo, Oxapampa, Pozuzo, San Ramón, Rioja, Tarapoto, Moyobamba, o las ruinas de Kuelap. Creo que en cada uno de esos sitios dejé parte de mi corazón; y con su belleza compensaron la fealdad depresiva del clima limeño, en el que vivía habitualmente. Notoriamente, no pude visitar Cuzco y Machu Pichu. No me pesa, me recuerda el hecho de que no fui al Perú de turista sino a trabajar por Dios.
Laguna de Rapagna.
También tuve la oportunidad de cultivar buenas amistades con sacerdotes que pensaban muy diferente a mí. Para mis correrías apostólicas en los colegios Humtec-Miravalles, para los bautizos, primeras comuniones, confirmaciones y sobre todo matrimonios, necesitaba una muy buena relación con el párroco de la zona. Esa amistad se fraguó a base de comidas, fundamentalmente de deliciosos mariscos peruanos. Una buena comida puede limar las diferencias doctrinales. No fue banal la cuestión. La primera vez que fui a comer con el párroco, un español que había estado 18 años de misionero en el amazonas, me dijo: “¿tú eres del Opus Dei? Pues yo soy de la Teología de la Liberación y no soporto al Cardenal Cipriani” (que es del Opus Dei). Al calor de unos mariscos se diluyeron las divergencias doctrinales y trabajamos muy bien en equipo. Otro sacerdote de la parroquia me preguntó, “¿eres del Opus Gay?”, a lo que amablemente contesté “Dei para los amigos”. También sus diferencias se desvanecieron al calor de una buena mesa.
Un hito de mi estancia en el Perú fue la visita del Papa Francisco en enero del 2018. Como tenía amigos en los medios de comunicación, me tocó cubrir toda la visita en diferentes programas televisivos y de radio. Toda una aventura mediática, de la que conservo algunos contactos con portales peruanos, donde sigo escribiendo: Lucidez.pe, La abeja.pe, Crónica Viva, Perú Católico, etc. Ahí pude palpar la intensidad de la fe del pueblo peruano en todo su esplendor.
Pero, si todo iba tan bien, ¿por qué me regresé a México?
En marzo de 2018 hubo una “Comisión de Servicio” en el Perú. El Prelado de la Obra envía a tres delegados a revisar las labores de la Obra y a hablar con toda la gente del Opus Dei para tener información fresca, de primera mano, de cómo está la gente en un país. Venían dos delegados conocidos por mí, Ernst Burkhardt, austriaco, con quien trabajé en Roma, y Josemaría Mayora, mexicano, con quien había hecho varios planes en México. Le dije a este último que quería volver. Motivo, echaba de menos a mis padres, tenía miedo de enterarme un día, por teléfono, a miles de kilómetros de distancia, de que mi padre había muerto. El temor de ya no verlos con vida, de no poder despedirme, pudo más que todo lo bueno que estaba realizando. A ello se unía la ansiedad, que no mermaba y atribuía en parte a este motivo. No dormía bien.
Total, volví a México el 20 de diciembre de 2018, con una sensación de fracaso. Finalmente “me había arrugado”, pudo más “mi corazoncito” que mis afanes apostólicos. A la fecha no sé si fue la decisión correcta. Sí sé que conseguí ambos objetivos: ahora vivo a 15 minutos a pie de casa de mis papás, y por fin encontré un tratamiento psiquiátrico que acabó con mi ansiedad, ahora puedo dormir bien (con un coctel de pastillas). Tengo unas labores más estables, sigo dando clases en la universidad, aunque son virtuales, sin el impacto que tenía en el Perú. Al día de hoy me sigue torturando la pregunta de si fue la decisión correcta y si no debería volver al Perú, donde indudablemente puedo hacer más labor, aunque sea por aquello del evangelio de que “nadie es profeta en su tierra”.
Antes extrañaba a mis padres, ahora extraño al Perú; a veces pienso que mi forma de ser personal me orilla a vivir del pasado, de los recuerdos, a gustar de la nostalgia como condición existencial