Sobre hacer el mal sin saberlo
“El gran dragón rojo y la mujer vestida de sol”. Acuarela: William Blake.
Por Agustín Bernal
Si se me permitiera describirme en una frase diría que mi vida entera ha sido un ensayo y error para no ser malvado. Mi punto de partida es la eterna pregunta de Job: ¿Por qué Dios deja que prosperen los malvados?
El problema es que la cuestión del ser malvado no es tan simple cuando nuestras acciones libres pueden ser cuestionadas por el velo de la sospecha. No somos dueños de nosotros mismos. Kant se equivocó: no manda la razón, pero tampoco sabemos quién manda: ¿el inconsciente? ¿la voluntad de poder? ¿el materialismo histórico? ¿Las estructuras de poder? Sin embargo, todos los días se habla de responsabilidad, es más, hay quienes se han convertido en emisarios de la responsabilidad.
Movimientos sociales exigen justicia y plantean soluciones basadas en la responsabilidad. Evidentemente, es fácil reconocer al malvado cuando sostiene el cuchillo que mata, pero la exigencia de la responsabilidad va más allá de la imputabilidad, no sólo se es responsable por sostener el cuchillo también por el pensamiento de sostenerlo. Exigir responsabilidad, he entendido, es un lujo del racionalismo: se debe suponer que el ser humano es o puede llegar a ser completamente dueño de sus acciones, como si las intenciones estuvieran tan claras cual fantasmas revelados con talco. Pero la mayoría de nosotros somos seres humanos grises que fluyen con el acontecer del día a día.
En lo personal, persigo molinos de viento; no hay nada que me afecte más que equivocarme moralmente, la pérdida de control sobre mis acciones morales me espanta (esta es una de las razones, por ejemplo, por las que no tomo alcohol en exceso, la sola idea de perder el control es monstruosa), y aún así, en el intrincado de mi vida, la resaca del ¿por qué diablos hice eso? me tira en cama por días y me hace auto-flagelarme hasta el cansancio. Soy juez y parte de mis pecados y no me los perdono.

Hubo un tiempo en el que encontré en Nietzsche la solución: volverse dueño de sus propios instintos. Pero no funcionó. Soy propenso al perfeccionismo. No quiero ser malvado. Agreguen a la mezcla un escepticismo excesivo y un solipsismo crónico que me hace voltear automáticamente la mirada cuando una masa defiende con inmenso fervor un punto. No es que me guste ser polémico, renuente y necio, es que así soy en automático. Le temo al autoritarismo, a los flautistas de Hamelin y a los discursos que interpretan al mundo desde un podio. Le temo a las palabras y a perder la voz; a la multitud y a la soledad; a la cordura y la locura; a la pequeñez y a la inmensidad. Por ello, la pregunta de Job no me parece tan aterradora ni tan problemática como la siguiente: ¿Por qué Dios deja que nos equivoquemos y hagamos el mal sin intenciones de hacerlo? Esa pregunta me ha quitado el sueño varios años.
Pueden quitar a Dios del esquema, y sólo preguntar ¿por qué nos equivocamos y hacemos el mal sin intenciones de hacerlo? En pocos minutos se encontrarán inmersos en los dédalos de los sesgos inconscientes, la sociedad rousseauniana y la deconstrucción como despertar de conciencias. Desde mi punto de vista, ese laberinto es el patíbulo de la libertad humana. Por eso inicié la pregunta desde la trascendencia. Desde el postrarse y exclamar “Eli, Eli, ¿lama sabactani?”. De profundis clamavi.
Una de mis canciones favoritas reza: “libre, libre, como el pensamiento, impredecible, siendo objetivos, si no tan libre, lo menos manipulable posible” y otra más afirma con sabiduría: “la libertad no trae escrito qué hacer con los remordimientos”. Parece que cuando acepta el postulado de la libertad viene con cargos extras y sin posibilidad de devolución. El infierno de Dante se organiza desde la incapacidad para domar la concupiscencia hasta la acción racional malvada: el lujurioso es un ser humano que se rindió a su lado animal; el traidor pervirtió su propia racionalidad humana. El malvado quebranta su realidad humana, puede entonces juzgársele divinamente y terrenalmente. La responsabilidad y la imputabilidad recaen en las fauces del demonio que devora a Bruto, Casio y Judas. Mas el ser humano promedio no es ni Bruto, ni Casio ni Judas, sino un anónimo benefactor y malefactor que es incapaz de responderse: ¿quién soy yo? ¿Por qué nací? ¿Qué sigue?
En la serie The Good Place, se plantea la maldad del ser humano gris y se reflexiona en torno a ella: la mujer que no apoya causas sociales y no siente empatía por los oprimidos, el hombre que siempre dice la verdad sin importar si daña al otro, el idiota que peca de ignorante y por ignorante y bruto es malvado; la persona de baja autestima que busca aprobación de todos y realiza el bien sólo por quedar bien. No son ni Bruto, ni Casio, ni Judas. The Good Place se torna en una maravilla cuando un programa de computadora revela por qué nadie ha entrado al Good Place en siglos: todos los seres humanos son grises y el mundo es un intrincado de males banales que los convierte a todos en malvados.
Algo parecido al planteamiento de la cábala judía sobre cómo ciertas sefirot (atributos o emanaciones divinas) se quebraron y se crearon las qfilot (emanaciones malignas), causantes de la maldad. La solución: el Tikun Olám, la reparación del mundo, a menudo, explicado en términos de justicia social, (porque si la red de maldades es lo que convierte al ser humano gris en malvado, quizá hay que aprender a ser tejedores y reparar las redes para que lo grisáceo no sea malvado). Pero el Tikun Olám es más que un llamado: es el poder de rectificar lo que hicimos mal, es un llamado a la responsabilidad. Resulta entonces que la libertad sí trae escrito qué hacer con los remordimientos: rectificarlos. El camino del ser humano gris es ese: la rectificación de su libertad, borrar lo malo, escribir lo bueno. Mas esto no es equivalente a un cambio en el discurso propio, ni una corrección dialógica humana o una hermeneútica ilustrada que a veces le hace de Barón de Münchhausen, no es la aceptación de un discurso hegemónico ni la anexión de uno mismo a una causa, no es un despertar de consciencia social, sino una revelación de indigencia humana y grandeza divina, una cimera estética-teológica, la aceptación de que uno es una escultura incompleta que se cincela día a día, el misterio de la libertad más allá de los confines miserables de la racionalidad y el contrato social.

El hombre sostiene el árbol
con las 10 sefirot.
La aceptación de que algo me trasciende y yo mismo soy trascendencia si me rectifico ante mí mismo, ante los otros y ante un Dios que me busca día a día, porque he aprendido que no es el ser humano quien busca a Dios, sino Dios quien busca al ser humano. Y esa búsqueda es un acto de amor, una relación no correspondida por el ser humano, pero siempre tejida por un Dios que está, pero no vemos, porque creemos que verlo nos haría menos.
¿Ante un amor así, de qué sirven los tratados de filosofía política más importantes? Cito otra canción: “Mis células del cuerpo en estado de gracia/ ¿están en dictadura o en democracia? Acogen mi espíritu, reparan mi risa, poco que me importa cómo se organizan”. El amor antes que el discurso. La responsabilidad transformada en un camino hacia la trascendencia y no hacia la perpetua rueda de la bota que pisa a la hormiga.
¿Por qué nos equivocamos y hacemos mal aún sin querer hacerlo? Puedo brindar algunas reflexiones al respecto, pero no una respuesta final. En Gen. 18:17-19 se lee: “Y el Señor dijo: ¿Ocultaré a Abraham lo que voy a hacer, puesto que ciertamente Abraham llegará a ser una nación grande y poderosa, y en él serán benditas todas las naciones de la tierra? Porque yo lo he escogido para que mande a sus hijos y a su casa después de él que guarden el camino del Señor, haciendo justicia y rectitud, para que el Señor cumpla en Abraham todo lo que Él ha dicho acerca de él”. El plan que Dios se pregunta si debe guardar no es poca cosa: la destrucción de Sodoma y Gomorra (hoy lo llamaríamos genocidio). La historia se sabe: las ciudades fueron destruidas. Pero antes de eso, Dios sí reveló su plan a Abraham y éste le increpó: “¿Destruirás también al justo con el impío? Quizá haya cincuenta justos dentro de la ciudad: ¿destruirás también y no perdonarás al lugar por amor a los cincuenta justos que estén dentro de él? Lejos de ti el hacer tal, que hagas morir al justo con el impío, y que sea el justo tratado como el impío; nunca tal hagas. El Juez de toda la tierra, ¿no ha de hacer lo que es justo?” (Gen. 18, 23:27).
Abraham asume que la destrucción de las ciudades es una acción injusta y por eso increpa a Dios, lo que sigue es una negociación entre Dios y Abraham, una especie de regateo de mercado: ¿cuántos seres humanos justos se necesitarían para no destruir la ciudad? La puja empieza en 50, termina en 10. “No la destruiré por consideración a los diez”. Abraham no logra encontrar a los justos, y no es que le faltara el juicio, sino que en verdad no había seres humanos justos en Sodoma. En Gen. 19:4 se confirma: “los hombres de Sodoma, rodearon la casa, tanto jóvenes como viejos, todo el pueblo sin excepción”. La destrucción de la ciudad era una acción justa.

Regresemos al primer pasaje, el de la duda divina sobre revelar su plan de genocidio. Dios insiste en la tarea encomendada a Abraham: “mande a sus hijos y a su casa después de él que guarden el camino del Señor, haciendo justicia y rectitud”. Consideremos ahora que Dios lo ve todo y lo sabe todo, por tanto, Él sabía de la ausencia de seres humanos justos en Sodoma. Sin embargo, Abraham, un ser humano, incapaz de ver el tapiz celestial, no lo sabía. Así, la destrucción de Sodoma habría sido injusta si hubiera sido cometida por un ser humano, porque somos incapaces de mirar el todo.
Entonces, ¿cómo puede Abraham guardar y hacer guardar el camino del Señor, haciendo justicia y rectitud si no lo puede ver todo? E incluyamos en el todo, la oscuridad de los corazones y las omisiones más reprobables. Un ser humano no puede andar destruyendo ciudades en nombre de la justicia, no puede andar sacrificando a justos e impíos con esperanza de que Dios los separe. No le corresponde tal hazaña de justicia divina, porque sería injusticia humana. Por eso, la justicia considerada como una construcción social, o la visión de la religión como un opio de pueblo, decantan en tiranías que convierten lo sanguíneo en sanguinario, porque niegan el misterio o carecen de la humildad para aceptar que existe una justicia trascendental que sí puede juzgar pensamiento, palabra, obra y omisión. Y, cojas de espiritualidad, pero henchidas de indignación y sufrimiento, las teorías sociales de las estructuras riegan la maldad en todos los seres humanos y, así, eliminan cualquier regateo de seres humanos justos, y buscan la inmaculada concepción social de un ser humano juez de pensamientos, palabras, obras y omisiones.
En un mundo así, todos somos impíos pero algunos son más impíos que otros, la redención no tiene lugar más que como un postulado reservado para la inmaculada sociedad del futuro, donde la impiedad no se traduce en injusticia; lo urgente es la purga, la pugna, el señalamiento, la distancia, el distinguirse del más impío, y lo peor: la injusticia vestida de gala desfila como justicia mientras los espectadores toman fotografías y aplauden.
“La mejor pieza de la noche constó de un elegantísimo traje de gala que logró combinar a la perfección la piedra con la espalda de la modelo”, escribe un crítico de moda por la mañana, “un signo claro de que no queremos más injusticias”. Pero tampoco es una malignidad creerse juez y parte, más bien, es una perspectiva imposible para el ser humano, así, la justicia tendría que comprenderse más como catalejo que como un estructura: un acercar lo lejano, un enfocar lo justo, un identificar a aquellos diez seres humanos justos por los que vale la pena mantener en pie a una ciudad de pecadores.
A mi modo de ver, esa es la tarea humana. Y es por eso que nos equivocamos y hacemos el mal aún sin quererlo, porque, incapaces de vista celestial, encontramos lo celestial en el curso de nuestros pensamientos, palabras, obras y omisiones y, como en una especie de iluminismo, sólo podemos rectificar cuando la luz está prendida. Pero no debe confundirse el interruptor de encendido con un discurso armado de causas y efectos, de estructuras que nos atraviesan como alfileres y prohibiciones de risas o empatías irreflexivas, pues si se privilegia el discurso pronto defenderemos que se arrojen bombas sin separar a justos de ímpios. Y en un mundo de muertos nadie llora luto.
Otra respuesta que puedo esbozar, proviene de mis reflexiones en torno al Gran Gatsby de Fitzgerald. El narrador, espectador de lo sucedido, comienza el relato con una defensa ante el consejo de un padre a un hijo: “Cuando sientas deseos de criticar a alguien, recuerda que no todo el mundo ha tenido las mismas oportunidades que tú tuviste”. Un consejo que es casi una calca de cualquier comentario actual de red social donde se señala la falta de empatía y la irreflexión del privilegio.

La diferencia es que el narrador de la historia de Gatsby se percata de un límite que no es una línea recta, sino una compleja red de causas, intenciones, palabras, omisiones, pensamientos y obras ante las cuales el juicio es casi una obligación. Apenas uno termina la primera parte del libro, advierte que el relato entero es un juicio obligado que contradice el consejo de un padre. El narrador convierte al lector en juez, una transformación que se da poco a poco, pero que termina en un juicio inevitable hacia todos los personajes de la novela.
Debo decir que de no haber leído la novela, el juicio de la figura de Daisy puede errarse, pues ninguna de las dos adaptaciones cinematográficas logran captar la complejidad del personaje y el espectador corre el peligro de juzgarla, ya sea como una mujer desalmada e ingrata o como una mujer sumisa incapaz de desatarse de su marido. La Daisy de Fitzgerald es mucho más compleja que un dilema de sumisión, es un personaje que siente, ama, se arrepiente; una mujer víctima de su época atrapada en un dilema romántico donde el amor del pasado se le junta con el amor del presente.
La idea de amor de Daisy contrasta con el fijismo romántico del Gatsby, atrapado en la contemplación del ser amado, como si éste fuera el primer motor. Toda la historia de Gatsby puede leerse como una confrontación de diferentes perspectivas sobre el amor, donde todos los personajes se convierten en víctimas y victimarios de sus propias decisiones. Aunque el ideal romántico más peligroso termina por ser el del Gatsby, pues aquel amor por Daisy se convierte en una mentira, en un miedo, en una llamada que nunca llegó, en una bala mortal, y en la soledad de un sepulcro, porque aquel hombre misterioso creyó que el amor era suficiente para exculpar sus negocios opacos; aquel pobre diablo creyó que el amor de Daisy convertía lo impío en justo. Gatsby es la prueba de que el amor también condena.
Nietzsche señala, como es bien sabido gracias a las tarjetas del 14 de febrero, que el amor se encuentra más allá del bien y del mal. Su afirmación no es una defensa cursi, sino una verdad terrible: el amor desdibuja la moral, es un cáliz de oro con veneno. Villaurrutia describe al amor en su poema Amor condusse noi ad una morte con temeridad: “Amar es una cólera secreta, una helada y diabólica soberbia”.
Actualmente, el amor pasa por el discurso y después de un lavado estructural se le quita lo terrible y se le añade lo aceptable, no sin antes culpar al romanticismo y a Disney por ponerlo en un pedestal. En conclusión: el Gatsby no hubiera muerto si hubiera sabido que si duele, no es amor; que si hay celos, no es amor. El Gatsby estaría vivo si no hubiera creído en una estructura social que le hizo creer que Daisy lo amaba. No, Gatsby, eso no era amor. Era cualquier cosa, menos amor; una opresión dormida, un gigante que pisa, una mala interpretación, una deuda histórica. Ahórrate la pena de morirte, Gatsby, aprende, infórmate, porque la próxima vez que lea tu historia termine contigo vivo, pobre y sin Daisy, quizá con otra mujer, como en la película de Batman, sentado en un restaurante, con una sonrisa de satisfacción y no con la ansiedad de recibir una llamada que no llegará mientras te desangras en la piscina. No, Gatsby, deja de ser un eterno retorno.
Por fortuna, para rehuirle a esta explicación, hay un personaje de la novela que nos quita el peso del juez: un letrero de gafas que ve todo lo que sucede frente al taller (el taller también es un personaje que habla, después de todo, en él o cerca de él sucede todo). Supongamos que las gafas son Dios y el taller es el mundo. La conclusión es obvia: Dios lo vio todo. Dios lo sabe todo. Dios sabe quién engañó, quién atropelló, quién mintió, quién portó la pistola, quién murió. Lector, narrador y letrero se entrelazan, pero el misterio permanece: el lector podrá juzgar a los personajes al final, pero ni el narrador ni el letrero con gafas revelan su juicio.

¿Qué juicio resulta correcto? No lo sabemos. Nunca lo sabremos. Pero no por ello nuestro juicio es vano, sino al contrario: sirve para rectificar a los personajes, y en esa rectificación nos añadimos. Como si el libro fuera un consejero y una advertencia. Así, los personajes se equivocan y hacen el mal sin quererlo porque es la única forma en la que la tragedia del Gatsby es posible de ser juzgada: ¿Daisy amaba a Gatsby? ¿El asesino quería matar a Gatsby a consciencia o fue víctima de su pena? ¿La mentira se justifica a pesar de la tragedia? ¿Gatsby es un héroe romántico o un tonto?
Las equivocaciones separan al ser humano gris del malvado, porque en las equivocaciones están las semillas del juicio. Nos equivocamos y hacemos el mal sin quererlo, no porque lo hemos normalizado y lo hayamos perdido de vista, sino porque la equivocación es parte del proceso para identificar el mal. Pero no como un proceso racional de discursos y silogismos, o de poderes que atraviesan, sino como un proceso que parte desde la humildad menos ilustrada posible, un proceso común que no necesita de logos ni de artículos de revista científica, un proceso común a ignorantes y sabios. Un proceso tejido por un amor que nunca se terminará de entender y el misterio de una justicia que nos rebasa.
Después de todo, la historia del Gatsby es una historia de amor donde el observador último permanece expectante, callado y trascendental, divinamente aburrido. Nos equivocamos y hacemos el mal sin intención de hacerlo porque sólo así aprenderemos a hacer el bien a conciencia, y esto sólo es posible si la rectificación trasciende lo humano y apunta hacia el misterio de lo divino.