Al norte Georgia, al sur Irán, al este Azerbaiyán y al oeste Turquía. Armenia es un país reducido geográficamente más con una basta riqueza cultural . Este pequeño país del Cáucaso central ha sabido permanecer unido en repetidas dominaciones de imperios extranjeros: persas, griegos, romanos y turco otomanos.
Mapa de Armenia.
Es importante mencionar el -no muy conocido- genocidio que el pueblo armenio sufrió sistemáticamente por parte del imperio otomano, durante ocho largos años (1915- 1923). Bajo el lema “Turquía para los turcos”, entre 1.5 y 2 millones de armenios fueron asesinados, otros tantos lograron escapar gracias a la ayuda de judíos o turcos contrarios al exterminio. Actualmente la población armenia o de origen armenio es mayor en el extranjero que en territorio nacional.
La historia que voy a contar no va del genocidio, pero está ligada a él. Poco tiempo después de la independencia armenia del estado turco otomano y del imperio ruso, Armenia fue anexada en 1920 por la naciente Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). La anexión traía una mediana paz que no duraría mucho, pues con Stalin al poder, en 1924, las cosas se tornarían desfavorables para el pueblo armenio.. Así llegamos a 1991, la caída de la URSS trae consigo la independencia de Armenia; esto marcará un antes y un después en la vida de mi amiga Diana.
Diana Hayrapetyan estudia para ser intérprete profesional en la universidad de economía de Plekhanov en Moscú, Rusia. Habla inglés, ruso y armenio, actualmente está estudiando francés. Tiene un club de conversación donde enseña inglés a jóvenes rusos.
Diana Hayrapetyan
Diana, gracias por aceptar mi invitación. Cuéntame, ¿Cuál es el origen de tu familia? ¿De dónde viene?
Es un placer hablar contigo Emi, verás, yo soy 75% armenia, mis abuelos paternos son armenios; se llaman Stephan y Roza. Simón, mi abuelo materno es armenio también y Tamara, su esposa y mi abuela, es rusa.
Que interesante, Diana. Dime, ¿Cómo se conocieron tus abuelos? Especialmente Simón y Tamara.
Simón tenía una compañía que pavimentaba caminos y carreteras, un día le surgió un trabajo en Irkutsk, Rusia; estuvo ahí por un tiempo y se enamoró de mi abuela. Regresó con ella, se casaron y se establecieron en Armenia.
Casa de la familia en Borisoglebsk.
Estoy revisando el mapa y ¡Dios! Es una distancia tremenda.
Lo es. Irkutsk se encuentra en el distrito de Siberia a orillas del río Angará muy cerca del lago Baikal. Mi abuelo vivía en Tashir, una aldea pequeña cercana a la frontera con Georgia.
Ya veo, una gran aventura sin duda. ¿Qué me dices de tu familia paterna? ¿De qué parte de Armenia eran?
También de Tashir, de hecho ahí mismo nacieron mis padres.
Hablando de tus padres, dime, ¿Cómo se llaman? ¿Cómo se conocieron? ¿Por qué dejaron Armenia?
Mi papá se llama Arthur aunque su nombre se pronuncia con una “T” fuerte, no suave como sería la pronunciación en inglés del Reino Unido o Estados Unidos. Mi mamá se llama Silva, pero aquí en Rusia la conocen como Sveta o Svetlana. La hermana de mi papá era compañera de mi mamá, así se conocieron. Con la caída de la URSS las escuelas rusas desaparecieron y muchos trabajos se perdieron. Es por eso que decidieron salir del país tan pronto como pudieron.
Arthur y la pequeña Diana.
¿Cuándo llegaron a Rusia? ¿A qué ciudad llegaron?
Mi madre tenía 18 años y mi papá 25 al momento de casarse, eran muy jóvenes cuando la URSS cayó y tenían miedo que mis hermanos Ararat y Roma tuvieran un mal futuro, además estaban planeando tener otro hijo y querían naciera en un mejor lugar; así que en 2001 mis papás y mis hermanos fueron a la ciudad de Borisoglebsk donde meses después nací yo. Tiempo después, cuando tenía 7 años, fuimos a vivir a Moscú y seguimos aquí.
Debió ser duro para tus padres llegar a un país sin trabajo, con dos hijos pequeños y uno por venir. ¿Cómo se adaptaron a la ciudad?
Honestamente no fue tan difícil pues mis padres hablan ruso a la perfección ya que en la escuela desde niños les enseñaron el idioma. Mi papá junto con su padre y sus hermanos fundaron una compañía de cartón y poco a poco se fueron estableciendo en Rusia, mi mamá comenzó a hacer manicura y pedicura, ese ingreso extra nos ayudó mucho. Mis hermanos se adaptaron bien al cambio y yo al nacer ahí no tuve ninguna dificultad.
Roza y sus hijas.
A propósito de cambios, cuéntame, ¿Notas alguna diferencia entre tu familia y la de tus amigos? ¿Cómo es una familia Armenia?
Hay varias diferencias. Los rusos suelen ser más conscientes de la privacidad de las personas y no suelen cotillear sobre otras personas, los armenios al ser tan unidos llegan a molestarme un poco, tengo primos que viven fuera del país y conocen a la perfección mi vida diaria, quiero a mi familia no te lo puedo negar, pero a veces me gustaría un poco de espacio para mí misma. Sabes, es raro, pues amo las reuniones familiares y los cumpleaños, son unas fiestas increíbles donde todo se comparte, ha habido ocasiones en las que hemos viajado largas distancias para reunirnos con nuestra familia en otras ciudades de Rusia y ellos también hacen lo mismo.
Pero no todo es malo con los armenios, Emi. Los chicos rusos son algo perezosos, en mi opinión, especialmente aquellos que viven en grandes ciudades como Moscú, los armenios por el contrario trabajan desde muy jóvenes pues la situación económica allá es algo mala. Esto los hace más considerados y respetuosos hacía las mujeres. Al principio de la universidad mis compañeros, tanto hombres como mujeres, me querían saludar con un beso o un abrazo. Yo no estoy acostumbrada a esto, sólo mi familia me abraza y me besa y así estoy bien. No es que sea antisocial, para nada, sólo que no me comporto igual que los demás. Con el tiempo mis amigos terminaron por entenderme y ahora no me siento rara.
Sí, he ido en tres ocasiones cuando tenía doce, catorce y dieciséis años. Las primeras dos veces estuve en Tashir con mi abuela Roza y mi madre. La última vez fui también con mi madre a Tashir pero con una de mis tías maternas, en esos días visitamos la capital, Ereván. Fue muy bello, los paisajes eran hermosos y el aire mucho más limpio que el de Moscú.
Diana, ha sido un gusto escuchar tu historia y la de tu familia. Agradezco tu disposición y buena voluntad.
Ha sido una experiencia muy bonita para mí, Emi, me has hecho conectarme más con mis orígenes y mi familia. Gracias por darme la oportunidad de hablar de mis países. Mi familia te desea lo mejor, saludos.
“Porque me duele si me quedo, pero me muero si me voy”. María Elena Walsh, Serenata para la tierra de uno
Las migraciones tienen en mi historia personal un carácter fundacional. Mi propia genealogía es la confluencia casual de múltiples migraciones. Mis antepasados recientes dejaron un día su terruño natal para emprender un viaje sin regreso. El hambre, la guerra, la peste, la falta de oportunidades, entre otras injusticias, los forzó a embarcarse hacia una nueva vida. Algunos solos y otros en familia se aventuraron en una larga travesía que los llevaría a la costa atlántica sur de América: Argentina.
Mi abuelo paterno Luis Barry con sus padres y hermanos.
Historias de muchos hombres y de muchas mujeres. Proezas personales que no habrían de pasar jamás a la Historia, pero que gestaron cada una un propio descubrimiento de este continente. Continente que, sin saberlo, habría de contener sus memorias definitivas.
Mi abuela materna Ana María Guasch con sus padres y hermanos.
A esta tierra han venido y siguen viniendo pobladores de los más diversos orígenes y de tierras extrañas entre sí. Algunos incluso de países que ya no existen. En el caso de mi familia, mis abuelos y bisabuelos provienen de disímiles regiones de Europa: Irlanda, Andalucía, Cataluña, Lombardía, Calabria. Ya en Argentina, se asentaron a su vez en distintos suelos del interior del país. Por parte de mi esposo, su propio padre y abuelos vinieron de Rusia, siguiendo un sinuoso derrotero; y por el lado de su madre, sus parientes provienen de Italia y España. Ambos compartimos así un legado de vivencias culturales muy variadas.
Mi bisabuela paterna Concepción Maineri con sus padres y hermanos.
Los caminos migratorios pueden tener distintas extensiones. Mi padre y mi madre han hecho el suyo propio, dejando sus respectivos pueblos de provincia para ir a estudiar a la ciudad. Ejemplo que ejerció siempre mucha fuerza en mí, además de ser el hecho indispensable para que se conocieran.
Mi abuelo materno Diego Zapata con su profesor y compañeros de violín.
En mi caso, yo también fui una vez migrante. Recién casados, nos fuimos mi esposo y yo a Alemania, un país con el cual ninguno de los dos guardaba parentesco. Nos impulsó la ilusión de un nuevo horizonte, la amistad con nuevas personas, la curiosidad ante una rica cultura de científicos y pensadores y el desafío de una lengua difícil de conquistar. Pero, finalmente, fue el nacimiento allí de nuestro hijo nuestro principal vínculo afectivo con ese, nuestro primer hogar. Hecho que determinó a su vez el motivo de nuestro pronto regreso a Argentina, dado que preferimos que su crianza se diera rodeada de la enorme familia que ahí lo esperaba.
Si bien hace ya quince años que regresamos, en aquella larga experiencia de casi seis años pude vivenciar yo misma lo que es la despedida y la incertidumbre de no saber si iba a volver. Pero a su vez pude experimentar también ese irremovible sentimiento de ser extranjero. ¿Pero qué es realmente lo que nos hace extranjeros? Más allá de las obvias cuestiones legales, de las visas y los pasaportes, aún cuando el entorno de nuestro nuevo país de residencia nos pueda resultar amigable, persiste siempre en nuestro interior un juego de arraigo y desarraigo.
Konstanz, Alemania. 2005
Siempre me llamó la atención un concepto que debe ser común a varios idiomas, que se da claramente tanto en español como en alemán y que puede ser una primera clave para comprender ese paradójico sentimiento de pertenecer y no pertenecer a un determinado lugar. Por un lado, tenemos la “patria”, que hace referencia implícita a la tierra del padre, lo cual en alemán es literal en el término “Vaterland”; y por otro lado tenemos la “lengua materna”, con su correspondiente en alemán “Muttersprache”. Hay una fuerte referencia genética en ambos. Los dos términos señalan un origen ineludible, según el cual la tierra parece ser la herencia paterna y la lengua, la materna.
Sin ahondar ahora en lícitas cuestiones de género, podemos hacer foco en ese efecto que “tierra” y “lengua” ejercen en relación a nuestra capacidad de raigambre. La tierra se refiere por un lado a terreno: es espacio geográfico, es paisaje, es clima, es el alimento que allí puede crecer y sus nutrientes específicos. Por otro lado, es territorio, es demarcación política, es su organización interna, es frontera. La lengua, en cambio, es palabra, es pensamiento, es habla y es posibilidad de silencio. Puede ser monólogo, como puede ser diálogo; puede llegar a ser ben-dición o mal-dición. En cualquier caso, siempre la llevamos a cuestas, no importa en qué tierra nos encontremos.
Al aprender un nuevo idioma siempre se aconseja tratar de “pensar” desde ese idioma. Yo no creo haber logrado pensar en alemán, pero sí al menos he llegado alguna vez a soñar en él, lo cual suele ser muy gracioso. Es claro que nuestra “matriz” está dada más por las palabras con las que pensamos, que por el suelo que pisamos. Es nuestra configuración inicial, pero no por eso es absoluta, de tal manera que podemos llegar en parte a emanciparnos. De hecho, mi esposo y yo impulsamos a nuestro hijo, cuya lengua maternaes el español, a aprender alemán, para que conserve un lazo con la ahora lejana tierra donde no sólo nació, sino que fue un hito importante en nuestra historia familiar.
La cuestión es que cuando uno ya vivió como extranjero, esa tensión entre tierra y lengua hace mella en nuestro interior y pervive inconscientemente, de tal modo que, al volver, lo que antes era propio, tiene ahora también algo de ajeno. Uno adolece así de incontables migraciones internas que te permiten no estar sujeto a ningún lugar, aun cuando uno supone haber echado raíces.
Aunque nunca libre de contradicciones, esa libertad, es la que me permite anticipar que un día será mi hijo el que habrá de partir para seguir su propio rumbo. Y que se llevará consigo nostalgia de la tierra en la que creció y palabras y pensamientos en su lengua, pero será él mismo quien podrá elegir dónde hacer crecer sus nuevas memorias.
Afganistán ha estado varias veces en la mira y como centro de las noticas: país clave para la ruta de la seda, régimen talibán, ocupación soviética, guerra civil, invasión y abandono de las tropas estadounidenses, la captura y muerte de Osama bin Laden y el regreso de los talibanes. Afganistán tiene una vasta historia y cultura, que desgraciadamente es casi ignorada e incluso intenta ser borrada por el régimen totalitario. Las ruinas arqueológicas no sólo no son estudiadas, sino que incluso son destruidas en un afán de borrar la memoria histórica, dejando al pueblo en la ignorancia de sus orígenes.
Desde hace años, Afganistán tiene una situación precaria: pobreza, corrupción, guerra, violencia y falta de libertad. Debido a estos y otros problemas más, se ha convertido en uno de los lugares más peligrosos del mundo para las mujeres.
En una provincia cercana a Kabul, nació Maryam H., una de las pocas mujeres afganas que ha podido ir a la universidad. Maryam estudió para convertirse en maestra y trabajaba en una escuela de su localidad. El padre de Maryam era un hombre más liberal, por lo que permitió que su hija estudiara y fuera más independiente; es la única mujer de su familia que ha estudiado hasta la universidad. La mayoría atiende la escuela hasta los 8 o 9 años. Sin embargo, aunque las mujeres estudien y trabajen, siempre van a depender de un hombre que se los permita. La hermana menor de Maryam no corrió con la misma suerte. Cuando su padre murió, su hermano se convirtió en su tutor y decidió que se quedara en casa a ayudar a su madre y cuñada en las labores del hogar.
Maryam se enfrentó a un régimen retrógrado al estudiar y trabajar, pero también ha luchado constantemente contra los papeles establecidos por la sociedad. En una comunidad que pide sumisión femenina, ella salía con su velo a educar a los niños y ganaba el dinero suficiente para sentirse independiente e ignorar las habladurías. Se dice que el ocio es la madre de todos los vicios, y en efecto, una mala concepción de ocio lo es. El aburrimiento nos hace estar muy al pendiente de lo que hace el vecino. En cuanto nos aburrimos, abrimos Facebook para chismosear lo que otros hacen o al menos los memes que comparten.
“Stop wars on migration” Detengan la guerra contra la migración. Edificio en Alexanderplatz, Berlín. Foto: AF
En un país en el que casi no hay trabajo y un gran porcentaje de desocupación los cotilleos no se hacen esperar: que si estudia; que si trabaja; que si no limpia bien la casa; que si es mala ama de casa; que no cocina bien; que no es buena anfitriona; que si sale con sus amigas; que si es seria o se ríe; que se compró una blusa nueva con su salario; que no atiende al marido como se debe; que está casada y no ha tenido hijos; que si es buena o mala musulmana e hija. Porque, a fin de cuentas, un pueblo chico es un infierno grande.
Hace casi cuatro años un cerebro se fugó de Afganistán: Maryam y su esposo tomaron un vuelo hacia Berlín y pidieron asilo político. Afortunadamente, no experimentaron una travesía riesgosa, de vida o muerte, como muchos migrantes que, huyendo de la violencia y la miseria, se ahogan en el Mediterráneo. Alí, el esposo de Maryam, vivió durante varios años en Italia por lo que les resultó un poco más fácil llegar a Alemania y pedir refugio. Sin embargo, esto no significa que la vida súbitamente se haya tornado sencilla.
Es un error pensar que el migrante se encuentra en una situación por completo privilegiada, si bien ya no teme que le corten la cabeza, en caso de que huyera de la violencia, tiene otras preocupaciones y tristezas.
No por estar en un país primermundista, de pronto, te encuentras nadando en dinero y con lujos. Quizá la mayor tristeza del migrante, y hablo también por mí misma, es tener el corazón partido en dos: estás aquí, en Berlín, pero también estás allá, en tu tierra (Heimat) y con los tuyos. Y tienes el corazón desgarrado: estás en un lugar donde los tuyos no están y piensas en tus padres, hermanos, amigos y en tu gente. Porque aunque estés en otro lugar, el destino de tu país te sigue importando. El migrante vive con un pie aquí y otro allá.
“Así surge algo en el mundo que parece ser la infancia de todos y en el que nadie ha estado todavía: el hogar”. Museo judío de Berlín. Foto: AF.
Hace algunos años conocí a Maryam en el curso de integración, que todos los migrantes que llegan a Alemania deben tomar. En estos cursos, he conocido a muchos migrantes con calidad de refugiados, con historias muy fuertes e interesantes, dignas de una película, de esas que te hacen llorar.
En esas clases, estaba Maryam, con sus hiyabs coloridos y sonriente, inmediatamente nos hicimos amigas. A pesar de las diferencias culturales e historia de vida, compartimos el hecho de ser mujeres migrantes en Alemania; y eso nos permite ponernos en los zapatos de la otra. Cada vez que en los cursos nos preguntaban de dónde veníamos, qué hacíamos antes, por qué estábamos en Berlín y cuáles eran nuestros planes; me sentía un poco avergonzada porque mi motivo puede resultar banal en comparación con los motivos de mis compañeros. No escapé de la guerra y tampoco me jugué la vida cruzando fronteras. Simplemente tomé un vuelo, con un par de escalas, desde la Ciudad de México con destino a Berlín. Ante aquellas preguntas, rompehielos, respondía escuetamente: me casé con un alemán y por eso estoy aquí. Banal o no, ese es mi motivo e historia.
Por el contrario, aunque Maryam tuviera un trabajo, se fue de Afganistán por la violencia y desempleo que azotaban al país. Maryam era maestra y no cabe duda que hacía un gran bien en Afganistán, sin embargo, su tierra no tenía las condiciones necesarias para que ella se desarrollara ahí; y eso es una mayor pérdida para Afganistán que para ella.
El camino del migrante en Alemania es más lento en comparación con los migrantes que van a lugares con un idioma más accesible. Primero, tiene que aprender el idioma y muchas veces tiene que replantearse lo que quiere hacer en el futuro.
Maryam era maestra en Afganistán, pero es muy posible que no vuelva a pararse en un salón de clases frente a los estudiantes. Para ello necesitaría un nivel de alemán muy alto, como si fuera su lengua materna, además de revalidar sus títulos (en caso de que sus estudios pudieran ser reconocidos en Alemania) y muy posiblemente tendría que estudiar de nuevo una carrera para ser maestra. No es imposible, pero es un largo camino. Por circunstancias como esta, muchos migrantes, a pesar de sus estudios universitarios y vocación, tienen que dar un giro laboral drástico al dejar su país. La llegada a un país obliga a reflexionar sobre el futuro, a buscar nuevas pasiones y diversas perspectivas.
Panorama berlinés. Terraza Klunkerkranich. Foto: AF
Ser migrante no es sencillo, y creo que ser refugiado es aún más difícil, aunque en ocasiones los refugiados tienen más ayudas gubernamentales que los migrantes, al menos en Alemania.
Maryam vivió por tres años en diferentes campos de refugiados. Al principio, pasó seis meses en una casa de mujeres, separada de su esposo. Después los asignaron a un nuevo refugio (Heim), en el que al fin pudieron estar juntos. Tenían una habitación propia y podían utilizar la sala común, los aseos y la cocina. Para evitarle preocupaciones a su madre, Maryam no le contó cómo vivían, y en una video-llamada le mostró la casa de una amiga como si fuera la suya. Mientras en Afganistán, todos hablaban de ella, sobre todo juzgándola porque no enviaba dinero a su familia ¿Pero qué dinero iba a enviar, si vivía en un refugio y sólo tenía los euros necesarios para la despensa mensual? Y si no la juzgaban por su supuesta fortuna, la juzgaban por su bebé perdido, presionando a su marido para que se divorciara de ella y se casara con una mujer que pudiera darle hijos.
Las preocupaciones y tristezas de Maryam eran muchas: el idioma, encontrar un departamento, buscar trabajo, la burocracia, que el marido cediera a la presión y la dejara, el bebé que perdió, la salud de su madre, la escasez de su tierra y recientemente el regreso de los talibanes que pone en peligro la vida de su hermana menor.
Afortunadamente, no todo en la vida es drama. Hace un año le avisaron a Maryam que habían sido elegidos para ocupar un departamento. Al fin tenía un lugar propio, que sí podía enseñar a su madre. Ya no tendría que mentirle para no preocuparla.
Maryam es una afgana moderna, aunque no reniega de su religión y costumbres; estudió, trabajó y se está integrando a la sociedad alemana. Maryam está construyendo una vida en Berlín. Después de mucho tiempo y los cuidados intensivos de un embarazo de riesgo, y soportando la presión social que la apachurraba desde Afganistán, dio a luz a una pequeña.
Hace un par de meses la visité, me sorprendió que me recibiera sin hiyab, por estar en casa y ser de confianza, en seguida me presentó a la pequeña Diana. Un nombre que me pareció más occidental que afgano. Ella me dijo que es mejor así, sin duda la decisión le facilitará las cosas a la bebé afgano-alemana. Aunque para la sociedad afgana lo más deseable es un varón, esas tonterías tienen sin cuidado a Maryam, quien está desbordada de amor y alegría por Diana. La pequeña tendrá el ejemplo de una mujer fuerte que hizo lo que quiso en una tierra llena de prohibiciones, y la pequeña gozará de libertad de ser lo que quiera en un país que no sofoca a las mujeres.
Foto: AF
En el exilio judío en Babilonia (586 – 537 a. C.), el emperador Nabucodonosor seleccionó a los intelectuales y a los que podrían ser de utilidad para ser deportados a su imperio, uno de los primeros registros de fuga de cerebros. Qué ironía que alguna vez estas tierras pertenecieron a un imperio que, lejos de expulsar cerebros, quisiera acapararlos.
Lo esperable es que cada miembro de la sociedad mejore la comunidad en que vive, no sólo por el bien propio, sino del país.
¿Qué se espera de una tierra que no ofrece las condiciones para que sus cerebros se desarrollen? Aridez. Así de simple. Alguna razón tendrán para desear que su gente continúe en la miseria, la turbulencia de la violencia y la ignorancia ¿Cuánto bien no habría hecho Maryam en Afganistán? ¿A cuántos niños habría educado? ¿A cuántas niñas habría inspirado a estudiar? Nunca lo sabremos.
Con certeza, puedo afirmar que Afganistán perdió a un miembro clave de su sociedad, que habría colaborado en transformar a Afganistán en un lugar mejor. Porque el bien común se construye a diario con pequeñas acciones. Maryam perdió su patria, probablemente nunca vuelva a pisar Afganistán; probablemente ni siquiera podrá acompañar a su madre cuando muera. No puede ayudar a su hermana, no verá a sus sobrinos crecer y se convertirán en desconocidos.
Mientras que la pequeña Diana crecerá hablando alemán, con algunas nociones del persa, conocerá a su abuela y a su tía solamente de oídas y sin una relación directa con la tierra de sus padres. Junto con la maestra Maryam, Afganistán perdió el abanico de posibilidades que representa Diana, quien sin duda tendrá más oportunidades en Alemania. El impacto de la fuga de cerebros muchas veces alcanza más de una generación.
Maryam tiene el corazón partido en dos, dividido entre Afganistán y Berlín; entre la familia que dejó y la familia que está formando; entre su pasado y el futuro que espera construir.