El motivo profundo de nuestra alegría es ese: que Jesús ha resucitado, ha destruido el pecado y la muerte, es primicia de lo que nos espera a nosotros, que también resucitaremos al final de los tiempos. Jesús se ha levantado de la muerte, como nosotros de los pecados, dirá san Pablo que la misma fuerza que levanta a Jesucristo de la tumba, nos levanta de nuestras flaquezas.
La Pascua es entonces un tiempo de alegría y de esperanza. Si en la cuaresma contemplamos, pasmados, la dureza, la ceguera y la crueldad del corazón humano, en la Pascua rememoramos el triunfo del Dios-Hombre sobre todas esas debilidades. Tenemos la certeza de que Jesucristo se levantó de la tumba, la seguridad de que, con su gracia, nosotros nos levantaremos de nuestros pecados y de que la Iglesia resurgirá de sus errores. Lo dice muy bellamente Chesterton: “El cristianismo ha muerto en muchas ocasiones y ha resurgido de nuevo; porque tiene un Dios que conoce el camino para salir del sepulcro.”
En efecto, quizá, más allá de nuestras faltas, pueda desalentarnos la situación dolorosa de la Iglesia. Como exclamaba san Josemaría: “¡me duele la Iglesia!” En la Pascua tenemos la certeza de que efectivamente hay una Pasión y una Muerte, pero la última palabra del cristianismo es la Resurrección. Conviene comprobar si hemos interiorizado esa verdad de fe. Si somos cristianos de cuaresma permanente o si hemos sido capaces de dar un paso adelante y contemplar la vida y la historia de la Iglesia desde la Resurrección de Jesús.
La resurrección de Cristo. Óleo Alonso López de Herrera.
No se precisan grandes disquisiciones para descubrir cuál es nuestra perspectiva de la vida y de la fe. Hace poco un buen amigo me hacía notar: “Salvador, te hace falta sonreír más”. Era una sencilla corrección fraterna, que me enfrentaba a la realidad: parezco viudo sin serlo. Y es cierto, a veces nos hace falta sonreír más, la sonrisa se apoya teológicamente en la Resurrección de Jesús, en el triunfo de la vida sobre la muerte, en el triunfo del bien sobre el mal, de la luz sobre la oscuridad, que rememoramos litúrgicamente durante la Vigilia Pascual.
Por eso el tiempo de Pascua: 50 días hasta la venida del Espíritu Santo en Pentecostés, nos ayuda a entrenarnos en este sentido: debo sonreír; pero no con una sonrisa estudiada de empleado de McDonalds, o de edecán de evento, sino la sonrisa sincera y sencilla, que brota como agua del manantial de un corazón alegre que, si ha estado enfermo, ahora se sabe curado por Cristo. El tiempo de Pascua nos ofrece la oportunidad de purificar nuestro corazón, para que de él pueda salir esa sonrisa sincera, que purifique el ambiente y anime a los demás.
De modo que, a desterrar la amargura del alma, y a tener una visión más positiva y esperanzada de la vida. Lo cual no es incompatible con tener los ojos bien abiertos, y darnos cuenta de que en el mundo sigue habiendo guerra y corrupción. Siguen existiendo los dolorosísimos abortos, eutanasias, vientres de alquiler. No hemos ganado la batalla, todavía. Pero Jesús sí y de modo definitivo al abandonar el Sepulcro; entonces hacemos un esfuerzo para ser más contemplativos, para mirarlo a Él, hacia arriba, y no deprimirnos con las incomodidades del camino, o las dificultades aún no superadas.
Por eso la Pascua no es más sencilla que la Cuaresma. En la cuaresma buscamos purificar el corazón, en la pascua se ven los resultados: si realmente logramos sacar todo el vinagre que lo embarga, para poner la miel que Dios quiere otorgarnos, y esa, compartirla con los demás. Tenemos un mundo muy herido, hace falta inyectarle la alegría de la fe, pero para eso, primero debemos tenerla en el corazón. Y en ocasiones no es fácil, por eso el “challenge de la sonrisa” no es inmediato, dura todo el tiempo de Pascua, para que la efusión del Espíritu Santo nos dé como fruto el gozo y la paz.
Con la Vigilia Pascual hemos entrado en el tiempo de Pascua, un tiempo caracterizado por la alegría que produce en el cristiano la resurrección de Jesús. Las notas características de esta época son esperanza, optimismo y la alegría apenas mencionada. Ahora bien, esa alegría que pudiéramos denominar litúrgica choca con la realidad más tangible, que tenemos entre manos estos días: la guerra de Ucrania, la violencia en México, la corrupción en Latinoamérica, el aborto a nivel mundial. Digámoslo de otra forma: tenemos bastantes motivos para estar tristes, ¿podrá abrirse paso entre ellos la alegría litúrgica de la Pascua para cambiar nuestro talante?
Pienso que la clave estriba en dos factores, bien descritos en la bonita historia evangélica de los discípulos de Emaús. Ellos abandonaban Jerusalén desalentados, desesperanzados. Sus ideales se habían pulverizado ante el escándalo de la Cruz, y era tanto su abatimiento que no reconocen a Jesús, quien se les aparece a la vera del camino. Le cuentan todo lo que pesa en sus corazones, y cómo pensaban que Jesús iba a liberar a Israel del dominio romano; esperaban un mesías político, no espiritual. Y Jesús les explica cómo estaba profetizado que el mesías debía padecer, y cómo estaban totalmente equivocados al buscar un mesías político y no uno espiritual.
El segundo factor es que los discípulos estaban pendientes de sí mismos, de su tristeza, desaliento, y no de Jesús. A veces, en nuestra vida, estamos demasiado enfrascados en nuestros problemas y no levantamos la vista, no le miramos a Él. La alegría de la Pascua es la alegría por Cristo, la esperanza en Cristo, pues tenemos la certeza de que Él vive. De ahí se desprende una actitud optimista ante los retos de la vida, porque tenemos la seguridad de que está con nosotros
También nosotros, como los discípulos de Emaús, podemos buscar un mesías político. Alguien que ponga en paz a Putin, que haga el inmenso milagro de acabar con la corrupción y la violencia. Un mesías con miras puramente humanas. Y eso es precisamente lo que corrige Jesús. No viene a arreglar los problemas políticos y sociales de un determinado tiempo y lugar, sino que nos invita a elevar la mirada a las realidades trascendentes.
Alguien podría considerar que Jesús no es un auténtico liberador y que, al permanecer nuestros problemas intactos, no tenemos motivos para la alegría y la esperanza. Más aún, podría parecer obscena nuestra alegría, cuando millones de personas son desplazadas por la guerra y sus hogares son destruidos: La alegría pecaría de ser poco empática con el inmenso sufrimiento de tantos seres humanos. O cuando millones de vidas humanas son cegadas en el vientre de su propia madre, mientras los demás nos hemos acostumbrado a ello como si fuera parte del paisaje. No, no hay motivos suficientes para estar alegres…
Aparentemente colisionan las dos narrativas: la litúrgica de la alegría y la realidad del desconsuelo, el desaliento y la tristeza. Pero este choque es solo una apariencia, pues al final puede prevalecer la visión litúrgica de la alegría, precisamente porque también es real –Cristo realmente resucitó y realmente está vivo–-, y porque nos invita a mirar la trascendencia, a elevar los ojos al Cielo, a la vida eterna, que también es real.
Discípulos de Emaús. Óleo basado en Rembrandt por Vicente Valenzuela Osorio.
Quizá se entienda haciendo una comparación con los discípulos de Emaús. Para ellos la realidad que importaba era la opresión del pueblo judío por parte de los romanos. Esos eran los problemas reales que esperaban respuesta. Ellos pensaban que el mesías los iba a resolver y no los solucionó. Pero les abrió la mirada a un horizonte más amplio, y los colmó de esperanza. Precisamente porque la vida eterna, la salvación son realidades imperecederas, duran por siempre. El Imperio Romano pasó, Putin también pasará, morirá como mueren todos los hombres, las guerras, gracias a Dios, no son crónicas, pasan. Pero lo que no pasa es Jesús vivo. Y por ello, podemos tener puesta en Él nuestra esperanza, una esperanza que va más allá de los problemas inmediatos de la vida, y que nos permite darles a esas dificultades una importancia relativa, de forma que no nos obsesionemos por aquello que no podemos cambiar. Y con esa visión trascendente, tenemos otra actitud para enfrentar esos problemas reales y, lo que es muy importante, podemos afrontarlos con alegría en el corazón.
“Pilato les preguntó: «¿y qué hago con Jesús, llamado el Mesías?» Contestaron todos: «¡que lo crucifiquen!» Pilato insistió :«pues ¿qué mal ha hecho?» Pero ellos gritaban más fuerte: «¡que lo crucifiquen!» Entonces les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que lo crucificaran.”
Mt. 27, 22-23.26
Muchas veces actuamos por miedo al “qué dirán” y nos dejamos llevar por lo que la mayoría cree. Somos débiles; a fin de cuentas somos hombres y dentro de nuestra humanidad está la vulnerabilidad. Lo mismo ocurrió a Pilato, que no fue lo suficientemente fuerte para oponerse a la mayoría y hacer lo que consideraba correcto. ¿Cuántas veces nos ha sucedido?
Volvamos en el tiempo y pensemos que nos encontramos entre la turba. ¿Qué gritaríamos? Muy probablemente llevados por el éxtasis de la masa gritaríamos “crucifícalo”. Una canción de Jesús Adrián Romero (Si hubiera estado allí) plantea esta misma pregunta. Aún sin que pidamos a gritos su crucifixión, Jesús, acepta la condena y la muerte por nosotros. Porque desde la eternidad ya nos había pensado y amado.
Pidamos a Jesús la fuerza para ir contracorriente, la fuerza para no sacrificar, en aras de la aceptación y de la opinión pública, lo más santo. Oremos por la fuerza que se manifiesta en nuestra debilidad y que sólo puede provenir de aquel que padeció la injusticia de ser más odiado que un ladrón y una condena de muerte inmerecida. Oremos por no sentirnos nunca completamente buenos; para que no demos por sentado que en ese momento nosotros no gritaríamos “crucifícalo”.
Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo y a mí pecador.
Cuando Jesús es condenado a muerte no arrastra su cruz de mala gana, la abraza.
Al crecer escuchamos los relatos de grandes santos, mártires y héroes de la historia que sobrellevan dolores y dificultades que a uno le parecen imposibles. Los admiramos tanto por ello que podríamos caer en la tentación de olvidar que una vida tranquila y rutinaria, cuando es bien vivida, siempre supone un verdadero drama.
Dios eligió el dolor como camino de redención, y con su ejemplo nos dice que no hay gloria que venga sin cruz. Esto no sólo es una verdad de fe, sino que es una verdad vital. Se suele criticar tanto al cristianismo por la idea de abrazar la cruz que pareciera que olvidamos que el sufrimiento es una parte ineludible de la existencia humana. Abrazar la cruz no significa crearse nuevas cruces, ni perseguir actos heroicos, ni buscar martirios, sino asumir el sufrimiento de todos los días, las cruces de lo cotidiano en la forma que vengan: materiales o espirituales, grandes o pequeñas, y cargarlas de una manera extraordinaria. A cuestas y no a rastras.
Que Jesús nos dé la valentía de abrazar nuestras cruces cotidianas, de llevarlas con paciencia, esperanza y con la confianza de que Él carga con nosotros. Que nos dé la gracia de vivir por amor que es lo único que nos puede sobreponer al temor del sufrimiento que, de otra manera, no tendría sentido.
“Por eso acepto con gusto lo que me toca sufrir por Cristo: enfermedades, humillaciones, necesidades, persecuciones y angustias. Pues si me siento débil, entonces es cuando soy fuerte.”
2 Co. 12, 10.
Empieza el camino del Calvario y Jesús, después de haber tenido un sufrimiento espiritual capaz de hacerlo sudar sangre, de pasar una noche entera sin dormir, ni comer, ni beber y de haber recibido una espantosa flagelación, es atado al madero transversal de la cruz.
Con este leño de cerca de 50 kilos a sus espaldas y con los brazos sujetos a él, es obligado a caminar descalzo por un terreno cubierto de piedras desiguales. No es de extrañar que pronto tropiece y caiga sin poder meter las manos, golpeándose fuertemente las rodillas y la cabeza.
¡Qué situación!: el Hijo de Dios humillado delante de todo el pueblo que lo había visto hacer milagros y hablar como nadie antes lo había hecho. Él sufrió ese gran dolor y todo el que vendría después voluntariamente, con paciencia y amor. Lo hizo para salvarme.
Cuando yo sufro una caída, resulta fácil auto compadecerme y negarme a seguir adelante. Cristo me enseña a salir de mí, a dar sentido a lo que me toca vivir, aunque sea doloroso y a ofrecerlo al Padre por los demás. Señor Jesús, dame fuerzas para levantarme cada vez que las piedras de mi camino me hagan tropezar y caer.
Jesús Nazareno de la Caída, Iglesia de San Bartolomé Becerra. La Antigua, Guatemala. Escultor: Pedro de Mendoza 1640.