Los días patrios suponen siempre una amable ocasión para sentirnos mexicanos, celebrar la independencia, revivir las tradiciones y, ¿por qué no?, hurgar un poquito en nuestra historia, para tomar conciencia de quiénes somos realmente. Esto último no es sencillo, puesto que durante mucho tiempo se ha intentado adoctrinarnos, ofreciéndonos una visión canónica de nuestra independencia, de nuestros héroes y de nuestra identidad; constructo con fines políticos y de propaganda. No es sencillo acudir a las fuentes, ni encuentran suficiente difusión visiones alternativas de la historia nacional.
Como muestra, un botón: En realidad, es este año el año del bicentenario de la Independencia. No es el 16 de septiembre el día que debiéramos festejar, sino el 27 de septiembre, día del que casi nadie se acuerda. Tanto como a Hidalgo –iniciador– deberíamos reconocer a Agustín de Iturbide –consumador– de nuestra independencia. Pero no es así, porque la historia oficial tiene una fuerte componente doctrinal que no puede ser soslayado.
Impresión de Agustín de Iturbide.
El inicio de México como país, su nacimiento como realidad novedosa emancipada de España, se da el 27 de septiembre de 1821, en pocos días se cumplirán doscientos años de este acontecimiento. Si nos descuidamos pasará desapercibido.
Respecto al nacimiento de México nos hemos creído mitos, que nos remontan miles de años atrás, pero que carecen de fundamento histórico. Nosotros no somos ni los mayas, ni los olmecas, aunque conservemos orgullosos sus vestigios; la realidad mexicana es muy distinta de la que vivieron esos pueblos: el idioma, la cultura, la rueda, la escritura, la religión, son diferentes. Aunque nos pese, y les pidamos que nos pidan perdón, durante tres siglos fuimos parte del Imperio Español, y eso, nos guste o no, conforma parte de nuestra identidad y de quiénes somos. Basta ver el idioma que hablamos, la configuración de nuestras ciudades, nuestros apellidos, para darnos cuenta de que es así.
Rechazar nuestras raíces españolas manifiesta un complejo no superado sobre nuestra identidad. En lugar de “enaltecernos” pone en evidencia el carácter acomplejado de la historia oficial. México es la fusión de dos culturas, como admirablemente expresa el mural de Jorge González Camarena. Y como tal comienza su andar apenas el 27 de septiembre de 1821. Antes no existía México, se estuvo gestando durante tres siglos, y lo que ocurrió antes tiene una relación con nosotros como la que tienen los celtas con la España actual.
Mestizaje.
Celebramos la independencia aunque yo más bien diría que celebramos el nacimiento de un país, de una nación. Y digo nacimiento en vez de independencia, porque vista nuestra historia, nunca hemos sido independientes del todo. Desde el embajador Joel Robert Poinsett en los albores de nuestro caminar, hasta Kamala Harris actualmente, nunca hemos sido totalmente independientes. Tampoco es un desdoro: es simplemente resultado de estar en un mundo más grande que nosotros, luchando por abrirnos camino. Pero, por supuesto, hemos recibido influencia francesa, norteamericana, inglesa. Incluso participamos en la Segunda Guerra Mundial.
En diversos aspectos de nuestra vida como nación, la influencia extranjera es innegable, por ejemplo, en los albores de lo que después sería Televisa, la XEW radio, también intervinieron los norteamericanos.
No sería extraño que, en la reciente legalización del aborto por parte de la “Suprema Corte de Injusticia”, haya pesado la agenda abortista norteamericana encabezada por Kamala Harris. ¿Por qué no se dio durante la anterior administración estadounidense pro-vida? No, Estados Unidos, la ONU, y quién sabe cuántos actores más marcan muchas veces la agenda política, social y cultural de México. Las protestas feministas recientes, por ejemplo, son una réplica de las que ya se habían dado en Argentina, Chile y otros países sudamericanos.
Por eso, además de celebrar, debemos trabajar por un México mejor. Lo contrario no nos vuelve patriotas, sino patrioteros. Y aunque orgullosos de nuestro México, muchas de sus realidades –el narcotráfico, la violencia, la corrupción, la pobreza– hacen que, a dos siglos de nuestro nacimiento, todavía falte mucho por hacer. En los rubros mencionados, se nos cae la cara de vergüenza. La independencia tenemos que ganárnosla, día a día, trabajarla, lucharla arduamente, y no solo celebrarla un día al año.
“Porque me duele si me quedo, pero me muero si me voy”. María Elena Walsh, Serenata para la tierra de uno
Las migraciones tienen en mi historia personal un carácter fundacional. Mi propia genealogía es la confluencia casual de múltiples migraciones. Mis antepasados recientes dejaron un día su terruño natal para emprender un viaje sin regreso. El hambre, la guerra, la peste, la falta de oportunidades, entre otras injusticias, los forzó a embarcarse hacia una nueva vida. Algunos solos y otros en familia se aventuraron en una larga travesía que los llevaría a la costa atlántica sur de América: Argentina.
Mi abuelo paterno Luis Barry con sus padres y hermanos.
Historias de muchos hombres y de muchas mujeres. Proezas personales que no habrían de pasar jamás a la Historia, pero que gestaron cada una un propio descubrimiento de este continente. Continente que, sin saberlo, habría de contener sus memorias definitivas.
Mi abuela materna Ana María Guasch con sus padres y hermanos.
A esta tierra han venido y siguen viniendo pobladores de los más diversos orígenes y de tierras extrañas entre sí. Algunos incluso de países que ya no existen. En el caso de mi familia, mis abuelos y bisabuelos provienen de disímiles regiones de Europa: Irlanda, Andalucía, Cataluña, Lombardía, Calabria. Ya en Argentina, se asentaron a su vez en distintos suelos del interior del país. Por parte de mi esposo, su propio padre y abuelos vinieron de Rusia, siguiendo un sinuoso derrotero; y por el lado de su madre, sus parientes provienen de Italia y España. Ambos compartimos así un legado de vivencias culturales muy variadas.
Mi bisabuela paterna Concepción Maineri con sus padres y hermanos.
Los caminos migratorios pueden tener distintas extensiones. Mi padre y mi madre han hecho el suyo propio, dejando sus respectivos pueblos de provincia para ir a estudiar a la ciudad. Ejemplo que ejerció siempre mucha fuerza en mí, además de ser el hecho indispensable para que se conocieran.
Mi abuelo materno Diego Zapata con su profesor y compañeros de violín.
En mi caso, yo también fui una vez migrante. Recién casados, nos fuimos mi esposo y yo a Alemania, un país con el cual ninguno de los dos guardaba parentesco. Nos impulsó la ilusión de un nuevo horizonte, la amistad con nuevas personas, la curiosidad ante una rica cultura de científicos y pensadores y el desafío de una lengua difícil de conquistar. Pero, finalmente, fue el nacimiento allí de nuestro hijo nuestro principal vínculo afectivo con ese, nuestro primer hogar. Hecho que determinó a su vez el motivo de nuestro pronto regreso a Argentina, dado que preferimos que su crianza se diera rodeada de la enorme familia que ahí lo esperaba.
Si bien hace ya quince años que regresamos, en aquella larga experiencia de casi seis años pude vivenciar yo misma lo que es la despedida y la incertidumbre de no saber si iba a volver. Pero a su vez pude experimentar también ese irremovible sentimiento de ser extranjero. ¿Pero qué es realmente lo que nos hace extranjeros? Más allá de las obvias cuestiones legales, de las visas y los pasaportes, aún cuando el entorno de nuestro nuevo país de residencia nos pueda resultar amigable, persiste siempre en nuestro interior un juego de arraigo y desarraigo.
Konstanz, Alemania. 2005
Siempre me llamó la atención un concepto que debe ser común a varios idiomas, que se da claramente tanto en español como en alemán y que puede ser una primera clave para comprender ese paradójico sentimiento de pertenecer y no pertenecer a un determinado lugar. Por un lado, tenemos la “patria”, que hace referencia implícita a la tierra del padre, lo cual en alemán es literal en el término “Vaterland”; y por otro lado tenemos la “lengua materna”, con su correspondiente en alemán “Muttersprache”. Hay una fuerte referencia genética en ambos. Los dos términos señalan un origen ineludible, según el cual la tierra parece ser la herencia paterna y la lengua, la materna.
Sin ahondar ahora en lícitas cuestiones de género, podemos hacer foco en ese efecto que “tierra” y “lengua” ejercen en relación a nuestra capacidad de raigambre. La tierra se refiere por un lado a terreno: es espacio geográfico, es paisaje, es clima, es el alimento que allí puede crecer y sus nutrientes específicos. Por otro lado, es territorio, es demarcación política, es su organización interna, es frontera. La lengua, en cambio, es palabra, es pensamiento, es habla y es posibilidad de silencio. Puede ser monólogo, como puede ser diálogo; puede llegar a ser ben-dición o mal-dición. En cualquier caso, siempre la llevamos a cuestas, no importa en qué tierra nos encontremos.
Al aprender un nuevo idioma siempre se aconseja tratar de “pensar” desde ese idioma. Yo no creo haber logrado pensar en alemán, pero sí al menos he llegado alguna vez a soñar en él, lo cual suele ser muy gracioso. Es claro que nuestra “matriz” está dada más por las palabras con las que pensamos, que por el suelo que pisamos. Es nuestra configuración inicial, pero no por eso es absoluta, de tal manera que podemos llegar en parte a emanciparnos. De hecho, mi esposo y yo impulsamos a nuestro hijo, cuya lengua maternaes el español, a aprender alemán, para que conserve un lazo con la ahora lejana tierra donde no sólo nació, sino que fue un hito importante en nuestra historia familiar.
La cuestión es que cuando uno ya vivió como extranjero, esa tensión entre tierra y lengua hace mella en nuestro interior y pervive inconscientemente, de tal modo que, al volver, lo que antes era propio, tiene ahora también algo de ajeno. Uno adolece así de incontables migraciones internas que te permiten no estar sujeto a ningún lugar, aun cuando uno supone haber echado raíces.
Aunque nunca libre de contradicciones, esa libertad, es la que me permite anticipar que un día será mi hijo el que habrá de partir para seguir su propio rumbo. Y que se llevará consigo nostalgia de la tierra en la que creció y palabras y pensamientos en su lengua, pero será él mismo quien podrá elegir dónde hacer crecer sus nuevas memorias.