Pertenezco a una generación que fue educada con la idea de que tenemos que hacer la diferencia en el mundo, ese es el espíritu del tiempo que nos ha tocado vivir.
Crecí en una familia tradicional y asistí a un colegio católico; y me acuerdo de varias veces en las que destaqué en alguna actividad o demostré algún talento y escuchaba interpretaciones aplicadas de la parábola de los talentos (Mateo 25:14-30). Recuerdo sentirme presionado y sentir casi una obligación por poner esos talentos al servicio de los demás y en la construcción del Reino de Dios porque no quería ser como aquel que enterró sus talentos. No quería ser un cobarde al que le quitaran sus talentos para dárselos a otro.
Este pensamiento se llevó a un extremo, sobre todo por los que yo considero malos formadores: el niño canta bien, entonces que cante en el coro de la iglesia porque sino está enterrando sus talentos; el niño dibuja bien, entonces que pinte arte cristiano porque sino está enterrando sus talentos; el niño habla elocuentemente, entonces que predique en los retiros de la parroquia porque sino está enterrando sus talentos; y así podríamos continuar con ejemplos y llenar varias páginas. Creo que podrás estar de acuerdo conmigo en que esto es una mala interpretación de la parábola de los talentos, quizá hasta convenenciera, pero cuando era niño no era tan evidente.
Pasaron los años y aunque nunca fui un niño que obedeciera en todo y siempre cuestioné a los que me formaban, algo de aquella malinterpretación se quedó en mi inconsciente y no sabía por qué cuando aprendía algo sentía una necesidad inmediata por enseñarlo. El auge de las redes sociales, especialmente Twitter, no ayudó nada. Cada vez que leía algo, así fuera un capítulo de 10 páginas de un libro sentía la necesidad de compartir una idea en Twitter para olvidarla antes de poder hacer algo con ella que le sirviera a alguien más.
Después de muchos años me di cuenta que por ahí no iba la cosa, que no tengo la obligación de enseñar o compartir un concepto o una idea apenas entra en mi cabeza, y mucho menos sin antes haberla procesado y aprendido bien, porque es evidente que el aprendizaje es mucho más complejo que leer 3 páginas (a veces ni eso).
Foto: Sanket Mishra.
Un día me di cuenta que el uso excesivo de las redes sociales me distraía más de lo que me ayudaba; aprendí que hace falta tener momentos de reflexión para procesar lo que aprendemos durante el día, utilizar nuestro cerebro para conectar puntos, atar cabos, generar ideas, procesar y comprender.
Hice una pausa, dejé de usar redes sociales por un tiempo largo y cada vez sentía menos la necesidad de compartir cada cosa que hacía. Pude disfrutar algo tan simple como armar un rompecabezas que al final iba a volver a desarmar y escribir en una libreta que nadie iba a leer, que aunque parezcan actividades tan simples no sabía por qué tenía años sin hacerlas. Quizá algún rezago inconsciente de esa parte de mi formación, quizá combinado con la llegada de las redes sociales con la ansiedad que generan, las constantes comparaciones y la necesidad de compartirlo todo como si eso evitara la pérdida de los recuerdos y la memoria. Estos efectos no sólo los he notado en mí, también los observo en mucha gente de mi generación y sobre todo en los más jóvenes.
Después de este detox de inmediatez, empecé a notar cada vez más lo mucho que opina la gente sin tener conocimiento de los temas, sin citar a nadie, realmente sin conocer. Cada vez sueno más anciano cuando digo cómo me preocupa que los jóvenes por esa necesidad de querer hacer una diferencia hablan de temas que no conocen con una autoridad que no le vi ni a Aristóteles.
No pretendo criticar a nadie, porque los entiendo, yo también sentí esa necesidad de aportar algo, también sentí que sino opinaba del tema de moda estaba enterrando mis talentos, que iba a pasar por este mundo sin pena ni gloria; sé que no es su culpa, y también sé que el hecho de que eso se haya exponenciado no es porque vengan con otro chip o porque esta generación venga “revolucionada”, es porque las herramientas que usan para consumir contenido y para crearlo han sido perfeccionadas al grado que la polarización de ideas ha llegado a unos extremos que nunca creí ver.
Hoy tengo la oportunidad de ser docente de la materia de Comunicación en una Universidad para alumnos de aproximadamente 20 años, y por la naturaleza de la materia hay varios trabajos en los que tienen que hacer un video explicando cualquier tema que les interese. Muchos hablan de algún deporte que practican o algo de arte que conozcan, pero observo que muchos se van por la crítica social. Quieren concientizar a la sociedad de una postura que tienen sobre un tema importante, y noto la polarización, poco pensamiento crítico, poca argumentación y mucho adoptar la postura del influencer que esté de moda como si fuera propia, sin haberla analizado realmente.
Mi trabajo es retroalimentar sus habilidades de comunicación, dicción, tono de voz, manejo de nervios, etc. Me abstengo de enfocar mi aportación en el contenido ya que no es mi papel, pero a veces no encuentro las palabras para recomendarles analizar más, pensar más, formarse un pensamiento propio, ya que creo que lo pueden tomar como otra polarización opuesta a una postura que ellos creen está formada. Además no quiero proyectar mis propios traumas en ellos diciéndoles que no tienen que opinar de todo lo que está de moda y no pasa nada si leen más y escriben menos.
Creo que también es parte de mi propio proceso no tener que aportar algo cuando no me toca, un poco quitarme esa presión de pensar que si no les digo algo estoy pecando de omisión, quién sabe, igual y yo soy el que está equivocado.
El pensador, Rodin. Expuesto en la Plaza Mayor de Cáceres. Foto: Jesús Castillo.
Aunque he experimentado mucha paz en no opinar sobre todo, no publicar todo lo que hago y vivir mi día a día sin documentar todo, también a veces me pregunto si no compartir absolutamente nada y no opinar de absolutamente nada sea un extremo del que me tengo que cuidar, y la respuesta la encontré en Aristóteles, precisamente en temas como el vicio, la virtud, y la prudencia. Y lo voy a citar a continuación.
“La virtud es, por tanto, un hábito selectivo, consistente en una posición intermedia para nosotros, determinada por la razón y tal como la determinaría el hombre prudente. Posición intermedia entre dos vicios, el uno por exceso y el otro por defecto”.
Aristóteles, Ética a Nicómaco.
Sí, yo sé que Aristóteles no nos da la respuesta a cada situación concreta en la que podamos encontrarnos en un dilema moral, pero sí que nos enseña un principio que nos toca a nosotros aplicar a cada caso particular.
Es importante buscar siempre el punto intermedio, y mientras escribía eso noté una contradicción, porque “siempre” no es un punto intermedio, pensé en borrarlo pero mejor evidencio mi propio error para que tú como lector no tomes todas mis palabras como verdaderas.
El crecimiento exponencial de las fake news y la prevalencia de la posverdad en la era digital han generado una severa crisis que está minando severamente los cimientos de las democracias e incluso de la gobernabilidad en todo el mundo. La verdad como principio y criterio de la justicia y la ética atraviesa una crisis sin precedentes, puesto que la masiva producción de narrativas sin correlatos en la realidad son una peligrosa fuente de ficciones. Por tanto, hablar de posverdad, es hablar del imperio de la confusión y la oscuridad. Donde la realidad es un accesorio prescindible, cada sujeto puede fabricar su realidad o hacerse súbdito de un espejismo con fervor religioso. Las democracias mueren en la oscuridad, versa un famoso y acertado slogan.
Lo terrible es que como expone el escritor argentino Cristian Vázquez (2016):“Muchas personas se empeñan en creer en las citas erróneas por una sencilla razón: es una forma de lograr que los escritores más prestigiosos digan cosas que nunca dijeron, pero que suenan bien”.Lo peligroso de la tendencia es que la cultura de nuestra era se está fraguando en la densa oscuridad fundacional de la posverdad, como metáfora del mito de la Caverna que explica la oscuridad creada por las fake news.
En el Mito de la Caverna se describe a prisioneros encadenados en una caverna que solo pueden ver las sombras proyectadas en la pared frente a ellos. Estas sombras, creadas por objetos detrás de ellos y una fuente de luz, representan la única realidad que conocen. Cuando uno de los prisioneros es liberado y ve el mundo exterior, se da cuenta que las sombras eran solo una ilusión y que existe una realidad más amplia y auténtica.
En el terrible mar de las fake news y la posverdad, las sombras en la caverna podrían representar la desinformación y la manipulación de la realidad, mientras que la luz exterior simboliza la verdad y el conocimiento. Un éxodo hacia el sol que ilumina toda oscuridad. La lucha por liberarse de las cadenas y salir de la caverna es análoga a la lucha por la verdad y la objetividad en la era de la posverdad.
Alegoría de la Caverna de Platón. Museo Británico.
Las tinieblas de la desinformación, la confusión y el caos que engendra la posverdad, son peligros que deben combatirse y aunque no hay fórmulas ni recetas milagrosas, la formación de la razón y el pensamiento crítico son factores determinantes para la comprensión objetiva del mundo. Para enfrentar este desafío desde la gobernanza, es necesario abordar varios aspectos clave:
Educación mediática y digital: Es necesario que gobierno y sociedad contribuyan al desarrollo de mecanismos que formen a los ciudadanos para discernir la veracidad y confiabilidad de la información que consumen en la red, desarrollando habilidades de pensamiento crítico y comprensión de la ética periodística.
Cooperación entre actores clave: Gobiernos, organizaciones de la sociedad civil y plataformas tecnológicas deben colaborar para combatir la propagación de fake news y desinformación, implementando leyes, regulaciones y herramientas tecnológicas apropiadas. Se debe legislar al respecto, se deben establecer candados regulatorios que, respetando la libertad de expresión, generen transparencia en el manejo de la información.
Prácticas periodísticas éticas y transparentes: Los medios de comunicación deben comprometerse con la independencia editorial, la diversidad de voces y la integridad en la presentación de la información, ofreciendo contenido basado en datos y evidencias objetivas. La ética de los medios es indispensable, como indiospensable es que la demanda de de fake news, pueds disminuir.
Promoción del diálogo y la deliberación: La creación de espacios para discusiones constructivas y respetuosas entre diferentes sectores de la sociedad puede ayudar a contrarrestar la polarización y a desarrollar un consenso en torno a los hechos y realidades compartidas. La verdadera democracia se construye en el diálogo y el accontability, en el momento en que los ciudadanos cuestionan seriamente a sus gobernantes y estos son capaces de responder con verdad, no con demagogia esquizofrénica.
Adaptabilidad y cambio: Siguiendo el pensamiento de Bauman, debemos adoptar un enfoque proactivo y flexible para enfrentar la posverdad y las fake news, adaptándonos continuamente a medida que evoluciona el panorama de la información.
“Sólo los estados totalitarios necesitan un filtro de carga”. Foto: Markus Spiske
En resumen, la lucha por la democracia y la gobernabilidad en la era de las fake news y la posverdad se asemeja a la búsqueda de la verdad y la liberación de las sombras en el Mito de la Caverna. Para enfrentar este desafío y asegurar un futuro más informado y resiliente, es fundamental que actuemos de manera concertada en todos estos frentes.
La clave para abordar las sombras de la posverdad y las fake news radica en reconocer que la lucha no termina con la liberación de un solo prisionero de la caverna. En cambio, debemos enfocar nuestros esfuerzos en liberar a tantas personas como sea posible, brindándoles las herramientas para discernir la realidad y contribuir a la construcción de una sociedad democrática y gobernable.
En última instancia, enfrentar las sombras de la posverdad y las fake news requiere un compromiso colectivo y sostenido con la verdad, la objetividad y la justicia. Al adoptar estos valores y trabajar juntos en la búsqueda de un mundo más iluminado, podemos superar la oscuridad de la caverna y construir un futuro más brillante y esperanzador para todos. Las sociedades no deben ni pueden sostenerse en la mitología de un discurso maniqueista que exalta la confrontación por el contrario, es el estado de derecho, la cordura y el diálogo desideologizado lo que posibilitará un mejor mañana.
Recently, I came across a vehicle in a parking lot that had a sticker on the back window which read, “I identify as a Prius”. The surprising thing was that the car showing off that message was actually a Chevrolet Suburban. For those who don’t know a lot about cars, the Prius is a medium-priced hybrid made by Toyota, while the Suburban is a full-size SUV. It is fair to say that both cars are opposites in most possible ways, retaining, of course, the needed commonality. That is, they are similar in that they are cars, have car attributes, do car stuff, and are made of car parts, but are different in almost everything else. So, there was, so to say, a reason for surprise when I saw the label. At first thought, it seemed to me like a funny joke, but a bit of careful reflection revealed something very interesting.
The sticker was placed by its owner through a conscious act, and independently of the car manufacturer’s will or knowledge. Furthermore, the particular use of the sticker is not mandated in any way. The same sticker could be used by anyone on his own car if he were to want that; on any car, without the requirement of it being actually a Prius. The sticker could even be worn by a fridge or a boat, depending on the owner’s choice. The thing to note is that there is not necessarily a link between what the sticker says and the object that wears it.
To further our reflection, we can look into what the phrase says, omitting the final word: I identify (myself) as a. We can see that what the speaker is doing is transitioning from a personal perspective into a realm of common understanding. I added the word “myself” to the phrase, even though it is implied in the original version because I believe that it highlights more clearly what the action in the sentence is doing: self-identifying. Self-identification alone is a subjective act, of course, but when one uses an objective concept as a reference, it can be judged objectively as true or false, at least in principle. In other words, when someone says “I identify as something”, we can easily tell that the judgment is sustained if there is in fact a relationship like the one described in the phrase. The concept of reference, to which we give a particular name, is meant to be something objective. A Prius, if it could talk, would be free to say any of the three following sentences: I identify as a Suburban, I identify as a Shelby, or I identify as a Prius. We can, without much effort in these cases, accept only the third of the options presented. Then, we can note that the validation of the act of identification is objective, that is, it is only adequately done without taking into consideration the subject’s beliefs. The Prius’ self-identification is correct if it matches the concept used as a reference; in this case, both are Prius.
Let us now forget the abstract matters for a while and consider the following case. Suppose the car in question, which is a Suburban and bears the sticker which says “I identify as a Prius”, is being sold by the owner. The owner can choose to publish his vehicle as a Prius, in accordance with the sticker, or to publish it as a Suburban, in accordance with the manufacturer, the physical characteristics, the experts, and the overall public. For unknown reasons, the owner decides to stick to what the sticker says and publishes the car with a title like the following: “Prius for sale”. An interested buyer, who seeks a car that can fit seven people, goes offroad and carries lots of cargo in the trunk, seeing the pictures and discarding the text in the title, decides to make an offer, writing a message like the following: “Dear friend, I am interested in your Suburban. I have a big family, frequently go on expeditions to the country and work for a logistics company that requires me to use my own vehicle for pick-ups. I am also a diesel fanatic and a long-time lover of the Suburban models. It is time for me to try this particular version”. The offer is generous and the owner answers: “Estimated sir, I thank you for your interest, but the car in question is not a Suburban, as you can clearly see in the title of the publication. What I am selling is a Prius. To avoid any doubts I send you an image that depicts a sticker that this car wears and accurately labels it as a Prius. I am sure this misunderstanding can be settled by your referral to that image. I take the opportunity to inform you that the Prius is a very attractive car, it is hybrid, compact, and, being a Toyota, it is easy to find spare parts, should you need them. Have a nice day”. The confused potential buyer becomes deeply surprised, and after a couple of messaging rounds with the owner, he decides to turn towards other sellers that actually identify their products correctly.
It is easy to note that identifying is not the same as naming. The case presented is one of misidentification, while a case of misnaming could be one in which the owner and potential buyer call by different names an object that they both agree has certain characteristics. It is easily resolved by finding that both names that are being used are synonyms, something that happens many times between people that speak different languages or dialects. Mis-identification is not like this because, in misnaming, it misconceives what is being named. Identifying is, in short, assigning a certain conception to an object, and then using common language to talk about it and giving it a name. A Suburban that identifies itself with a Prius conceives itself as a hybrid car and that is what the sticker mentions.
What first seemed to us as a joke turned out to be a deep philosophical and practical problem, as we have briefly shown. What we have realized is that when a proposition of the form, I identify as , is presented, it can be objectively judged. The trick is to be sure to understand what the concept of reference really means —the one suppressed in this last sentence and that way we can avoid committing mistakes like the car owner. A Suburban is a Suburban regardless of what its owner calls it. Calling something a particular way doesn’t magically modify that something. The name “Suburban”, which refers to a very particular SUV, is correctly used if it is assigned to an object which is in fact that which the name is supposed to label. Names, of course, can vary, but they have to do so in accordance with the concept they refer to. There are already established names for certain objects and concepts which serve their function perfectly, allowing us to communicate. In our example, the sticker is incorrectly naming something that already has a name that works and describes perfectly what is meant. The arbitrarily given name, Prius, does not match the name already linked with the car, and that in fact corresponds with it, which is Suburban. The importance of name and concept matching in self-identification is very relevant because what is at stake here is not the use of one or the other name, like in the case discussed of misnaming, but the adoption of some conception about the object. If each of us starts calling things the way he or she wants and not paying attention to the objective link between name and concept then we will suffer the fate of not being able to understand ourselves.
Una de las insignias más valiosas de la democracia es la libertad de expresión. La democracia como sistema es el modo de dar curso y realización a las más diversas voces. Por el contrario, en un sistema totalitario lo primero que se liquida, por definición, es ese derecho a expresar la propia opinión. Ejemplos históricos hay de sobra.
Tal como se formula en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en su artículo número 19: “Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión.”
La libertad de expresión es un derecho de todos y de cada uno, y como tal ni su manifestación, ni su defensa están libres de conflicto. Los mecanismos democráticos deben afinarse para darle cumplimiento aún en las más profundas divergencias, a fin de garantizar la convivencia pacífica de todos sus actores. Hasta ahí, la bella teoría.
Lamentablemente, esta posibilidad de expresarse libremente sufre a veces ciertas mutaciones que la convierten en una especie de “uróboro”, una criatura que indefinidamente se muerde a sí misma la cola. La figura del uróboro está presente en variadas mitologías, tomando distintas simbologías. En este contexto resulta claro para graficar una recurrente tendencia autodestructiva que en la actualidad se evidencia en muchos países: la polarización absoluta. Un tironeo entre extremos que se censuran mutuamente en pos de la libertad de expresión.
Uróboro (Foto de Abake)
Desde hace ya unos años, al menos en Argentina, este fenómeno se conoce bajo el nombre de “la grieta”. Desconozco quién fue el mentor original de este término, pero se ha popularizado hasta tal punto que con esta imagen se entiende inmediatamente la existencia de bandos políticos contrapuestos entre los cuales el diálogo se ha vuelto imposible. La idea es clara: nada se puede construir sobre una grieta.
Hoy en día, por suerte y por desgracia, las cuestiones políticas se colaron en todos los ámbitos de la vida cotidiana, tanto públicos, como privados. El interés por el debate político no se da solamente en discusiones formales, sino que ha ido en avanzada en conversaciones casuales, callejeras e incluso hogareñas, pero extendiendo a su paso la imparable traza de esta grieta, que no sólo afecta a organizaciones, partidos e instituciones, sino que separa a colegas de trabajo, grupos de amigos, adentrándose incluso en el interior mismo de muchas familias. Muchas personas de buena voluntad se ven urgidas a tomar partido de manera indeclinable. Muchos creen encontrar así un modo genuino de cristalizar sus ilusiones políticas. Lo curioso es que una vez que están identificados con un bando, se encolumnan irreflexivamente ante la moción o lema de turno y se encuentran a sí mismos defendiendo una idea que no condice ni con su ideología de base. Los medios de comunicación, por su parte, fogonean morbosamente el espectáculo resultante. Y los líderes políticos, por supuesto, aprovechan la redada.
La grieta ha cobrado sustancia, vida propia. La ferocidad de los ataques que se vivencian en las redes sociales la alimentan. Expresar la propia opinión se reduce a la desacreditación total de la opinión contraria, entrando en un ciclo sin fin, en el que la libertad de expresión se fagocita a sí misma.
Lo que caracteriza el debate político a nivel mundial es el dualismo. Lo que estamos presenciando, de hecho, es un continuo choque divisor en el que se ha perdido la función esencial de la política: encontrar soluciones a los problemas reales y concretos de los ciudadanos.
La modernidad parece estar cada vez más dominada por polarizaciones en las que una visión particular del mundo debe prevalecer sobre la otra. La dinámica del “nosotros contra los demás” es el refrán. Nosotros tenemos razón, nuestras ideas son las correctas, “los otros” son feos y malos. Si se presta atención, al examinarlo más de cerca, parece que todo es una lucha continua entre el bien y el mal y cada uno de nosotros piensa, sin duda alguna, que, claramente, estamos encarnando el bien, y, por supuesto, los que no piensan como nosotros, son los malvados.
La demonización de la posición del adversario político/dialógico ya no ve en él a un ser humano con el que dialogar para encontrar soluciones, sino a un enemigo a ser derrotado, bajo pena de derrota y victoria del mal. Pero lo que nos preguntamos aquí es, ¿no es la división misma el mal? ¿No es una visión dualista del mundo el mal en sí mismo?
No es coincidencia que la palabra diablo venga de la palabra griega diabàllo, que significa dividir, o poner una barrera. Sin entrar en el análisis de René Girard sobre el círculo mimético satánico en la dinámica de la comunidad, aquí lo que queremos destacar es cómo la política actual, afectada por un voraz economicismo y, por tanto, por un consenso que hay que buscar a toda costa, encarna cada vez más la dinámica tribal en la que el “extranjero”, el que no comparte la visión del mundo de la comunidad o del partido, es descartado, burlado, tachado de ignorante, violento, peligroso.
De esta manera, la propia comunidad se hace extraña a sí misma, no acogiendo al otro con todo su bien y su mal, paradójicamente, niega el bien que supuestamente quiere difundir. Se prefieren las ideas a la compasión, la justicia a la misericordia. Desgraciadamente estos parecen ser los efectos de la extensión del paradigma epistemológico del utilitarismo y el lucro, el caballo de batalla de la financiarización de la sociedad, al fenómeno político. Lo que no es útil en el futuro inmediato, lo que no aporta beneficios no nos interesa. Visiones a corto plazo y eslóganes que despiertan emociones de entusiasmo o ira son la proyección de esta visión de lo político.
Entonces, ¿cómo salimos de este punto muerto? ¿Puede la política recuperar su papel de concreción y cercanía a los verdaderos problemas cotidianos de la gente o está destinada a permanecer en el dualismo de derecha, izquierda y empantanada en todos los demás dualismos: ricos/pobres, inmigrantes/ciudadanos, blancos/negros, heterosexuales/lgbtq, occidente/oriente, al fin y al cabo, de todos nosotros contra los notorios “otros”?
No-Dual Valerio Pellegrini
Lo que parece cierto es la necesidad, inaplazable, de desarrollar una visión no dual de la realidad, que se extienda también a la política. Para ello es necesario tener una visión que no ponga las ideas en el centro sino las necesidades de los demás, una cercanía a la realidad, una cercanía al sufrimiento humano, en una palabra: la compasión.
Como dice el Papa Francisco, la realidad es más grande que cualquier idea. Los desafíos parecen enormes, desde el cambio climático hasta la guerra, desde la pandemia hasta la migración masiva. Para decirlo con Camus ¡los desafíos que enfrentamos son absurdos! Tal vez, como dijo el filósofo francés, es precisamente aceptando lo absurdo del mundo como mediador de nuestra visión que podemos volver a entrar en contacto con nuestra parte más profunda, con nuestras heridas y con las heridas del mundo.
Si negamos lo absurdo de todo lo que está sucediendo, el riesgo es caer, como individuos y como comunidad, en una vigorosa defensa de nuestra propia identidad, para retener lo poco que nos queda, por miedo a ser definitivamente violados por fenómenos más grandes que nosotros mismos o por los “otros”, y entonces aquí estamos, con esta obsesión por la identidad, volviendo a caer en el dualismo del yo-contra-ti y del nosotros-contra-los otros”.
En la aceptación del absurdo, del sufrimiento, del dolor, de la muerte, de la violencia, que vemos cada vez más difundida en el mundo, quién sabe, podríamos acceder a una visión generativa que no es dual, unificada, integrada que incluya también lo que no nos parece generativo. Para que una visión sea generativa es necesario que pase por la conciencia y la aceptación de nuestras heridas, nuestro dolor, nuestro ser miserable, no hay generatividad sin misericordia. Aceptando el absurdo que nos abruma podemos quizás mirar de nuevo la realidad no a través de la lente de nuestras ideas, más o menos correctas, sino buscando una respuesta profunda dentro de nosotros mismos.
Respondere (que en latín significa contestar), de donde deriva la palabra responsabilidad, a las preguntas del presente podemos quizás mirarnos a nosotros mismos y al otro con ojos nuevos, con ojos misericordiosos y no caer en el engaño de la defensa continua de nuestra identidad, sino más bien ceder a la aceptación del otro, que, como nos enseña la ontología relacional y también la experiencia de la oración, está ya presente en nosotros mismos (citando a San Pablo podríamos decir: ya no soy yo quien vive, sino que Cristo vive en mí).
El “otro” que es la realidad entonces el ser humano, la tierra, el universo, no es un enemigo del que tenemos que defendernos o a conquistar sino alguien a quien acoger, la política que no accede a una visión misericordiosa (y por lo tanto generativa de la realidad) corre el riesgo de asfixiarse bajo el peso de unas ideas cada vez más alejadas de las heridas del mundo, es una política en la que cada partido no acepta perder y, entonces, simbólicamente, morir.
Como dijo Santo Tomás de Aquino: non ratio est mensura rerum sed potius and converso. No es la razón la que mide los hechos (la realidad) sino son los hechos (la realidad) que cuestiona nuestros razonamientos. En la conciencia individual y luego colectiva de los propios complejos inconscientes se puede pasar, en acoger el ego, a un “yo” generativo y ecológico y por lo tanto de un ego colectivo a un “yo” generativo colectivo ecológico, de un yo soy a un todos nosotros somos.
Lo que necesitamos profundamente es una mirada mística relacional que se abra a lo trascendente, una mirada que acoja, y no una mirada moralista; para, descubriendonos fratres omnes (todos hermanos y hermanas, como la homónima Encíclica del Papa Francisco), abrirnos al verdadero amor, a la compasión y a la esperanza incluso a nivel político.