En el origen de estos vicios se encuentra la carencia de una formación política sólida compuesta por ideales, principios e ideas.
Muchos políticos no tienen claro qué ideales son los que orientan su actuar, no han pensado o han olvidado hacia qué metas, anhelos profundos y horizontes dirigen sus acciones. Tampoco tienen claro sus principios: aquellos lineamientos de su actuar en los que no están dispuestos a transigir, al margen del costo electoral que esto pueda tener o de la recompensa monetaria. Sin ideales y principios es muy difícil tener ideas nuevas, que nos ayuden a transformar nuestra realidad.
El vacío de ideales y principios, y la carencia de ideas es quizá lo que ha permitido el auge del marketing político como la dimensión esencial de la actividad política contemporánea. El marketing político es un hijo bastardo de la política que tiene antecedentes en la práctica sofística denunciada magistralmente por Platón en “Gorgias”, y que adquirió una nueva fuerza con la conjugación del advenimiento de la televisión y el genio norteamericano para vender todo, hasta políticos.[1]
El marketing político es una forma suave de la propaganda, esa estrategia de manipulación de masas perfeccionada por Joseph Goebbels durante el régimen Nazi y tan popular también en el otro totalitarismo stalinista. Pero no por suave es menos peligroso, adictivo y dañino para la vida democrática. El marketing político es propaganda “sin alcohol”, pero no sin azúcar. Y una adicción a las bebidas azucaradas es también dañina.
Afiche de propaganda conmemorativo del partido NSDAP. Nuremberg 1933. Fuente: Alexander Schulz
El marketing político substituye el contenido por la forma: lo importante no es tener un buen candidato, con ideales claros y nobles, principios firmes y muchas ideas. Lo importante más bien es cómo ven las masas al candidato, cómo retrata en televisión, si da la apariencia de ser una persona confiable y amable; o más bien parece un arrogante y egoísta.
En la última década el marketing político ha acaparado la mente y la imaginación de los estrategas de campaña, y ha substituido la creación de un discurso coherente y la presentación de una visión política esperanzadora, ambiciosa y de grandes horizontes, por la obsesión con la apariencia y con los aspectos más triviales del candidato o la candidata: si usa o no bigote, si se presenta con falda o pantalón; si utiliza saco o chamarra; si va o no con corbata; si utiliza colores obscuros o colores pastel; si tiene un “distintivo” como un zarape, o un rebozo.[2]
No es de extrañar por eso ni el hartazgo ni la rabia de millones de ciudadanos frente a campañas insípidas, con las mismas promesas vacías de siempre, las mismas fotografías y frases huecas de los candidatos.
La homogeneidad en los diseños visuales y auditivos de las campañas, y la nula creatividad en la propuesta, deja entrever que en México no existen suficientes agencias de marketing, o que todos los partidos recurren a las mismas malas agencias.
El marketing político, con el complemento de la obsesión por las encuestas, es la mezcla perfecta para reducir el ejercicio político y las campañas para ganar el voto ciudadano a algo similar al lanzamiento y la colocación en el mercado de un nuevo champú o de una crema de afeitar.
Fuente: El País
Uno de los “méritos” del marketing político, es haber transformado el periodo de campañas en México en las semanas más desagradables para ver la televisión o escuchar la radio; bombardeados por anuncios insulsos e idénticos entre sí, la mayoría de los mexicanos añoramos el fin de las campañas y el retorno de los anuncios insulsos e idénticos entre sí de productos, no de candidatos.
La carencia de una visión y formación política sólida, así como los excesos cotidianos del marketing político llevan a muchos mexicanos a pensar que para la llamada clase política México es más un botín, que una promesa; un botín del que hay que apoderarse a toda costa. Un botín de privilegios económicos y jurídicos que permite, a quien es lo suficientemente descarado y temerario, tener más que los demás, violar la ley con impunidad y abusar de los otros.
La actitud cínica y destructiva de tantos políticos muestra que, aunque añoran y viven para alcanzar el poder, no saben qué es el poder, ni para qué sirve: “Macht bessesen, macht vergessen” en la concisa y contundente frase de Richard von Weizäcker[3].
[1] Al respecto es enormemente interesante el artículo de la historiadora Jill Lepore, “The Lie Factory,” New Yorker, 24 de septiembre del 2011. Véase también Robert Shiller y George Akerlof, Phishing for Phools (Princeton: Princeton University Press, 2015) en específico el capítulo 5 “Phishing in Politics”.
[2] De nuevo es recommendable Jill Lepore, “Politics and the New Machine,” New Yorker, 16 de noviembre de 2015. Y Jill Lepore, “The Party Crashers,” New Yorker, 22 de febrero de 2016. También es muy enriquecedora la reflexión de David Axelrod, Believer (Nueva York: Penguin, 2015) Pg. 74 ss. David Axelrod fue estratega de las campañas de Obama.
[3] La frase podría traducirse así: “Nuestros políticos están poseídos por el poder, y se han olvidado de para qué sirve el poder”. Y era una de las frases de Richard von Weizäcker, sexto Presidente de la República Federal Alemana. Debo la referencia a Mathias Geffrat, „Können Protestbewegungen etwas ändern? Eine Zwischenbilanz der Proteste. Teil 3 von 3.” [¿Pueden cambiar algo los movimientos de protesta? Un balance intermedio de la protesta. Tercera de tres partes.] Programa radiofónico “Essay und Diskurs” emitido el 4 de marzo de 2012.
A propósito de Brave New World Revisited Aldus Huxley, 1958 Vintage Classics
Desde inicios del siglo pasado, la tecnología transformó la retórica, esto es, el arte de persuadir. El alcance a grandes audiencias mediante la radio, la televisión y los altavoces posibilitó el control y la dominación de varias sociedades sin necesidad de intermediarios. Albert Speer, arquitecto y ministro armamentista de Hitler, después de su juicio en Núremberg declaró que «la dictadura de Hitler se distinguió de toda la historia previa en un punto fundamental. Fue la primera dictadura en el presente periodo de desarrollo tecnológico moderno, una dictadura que aprovechó completamente todas las herramientas tecnológicas para la dominación de su país. Mediante dispositivos tecnológicos como la radio y el altavoz, ocho millones de personas fueron privadas de pensamiento independiente».
Aldus Huxley relata este episodio en su libro de ensayos Brave New World Revisited. Se trata de una reflexión sobre su famosa novela, veintiséis años después de haberla publicado. Hacia el final del libro, para resistir al ataque de la propaganda tanto política como comercial, propone una educación para la libertad. Se refiere, en especial, a la libertad intelectual.
Aldus Huxley (1894 – 1963)
En ciertos contextos, estar libre significa no estar encarcelado. Pero, escribe Huxley, «es perfectamente posible para una persona estar fuera de la cárcel y, de todos modos, no estar libre: estar sin encadenamientos físicos y, aun así, ser un prisionero psicológico, orillado a pensar, sentir y actuar como los representantes del estado nacional, o de algún interés privado dentro de la nación, quieren que piense, sienta y actúe».
Escribió esto en 1958, cuando la televisión figuraba como el medio propagandístico más agresivo. Sin internet, ni teléfonos inteligentes, ni transmisión personalizada. Antes la propaganda era la misma para todos. Ahora no; la transmisión personalizada cambió el panorama. Los algoritmos que te recomiendan canciones y videos, o que te muestran en las redes cibernéticas las publicaciones de los usuarios a los que más espías o reaccionas, segregan al individuo, pero no le dan importancia en tanto que individuo, porque son mecánicos. Sin embargo, a pesar de las diferencias por estos más de cincuenta años que nos separan de Huxley, uno llega a conclusiones similares a las suyas.
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La propaganda
Entre la prisión corporal y la psicológica hay una gran diferencia. Cuando te meten a la cárcel siendo inocente, sabes que debes reclamar, luchar y exigir justicia. En cambio, cuando te aprisionan psicológicamente, no hay manera de saber que estás preso. El esclavo intelectual piensa, siente y actúa persuadido de que lo hace por iniciativa propia. Ama sus cadenas porque cree que son raíces.
Podemos esforzarnos en nombre de nuestros intereses sin saber que, en realidad, obedecemos a dictadores y oligarcas, en lo público y en lo privado. De pronto, esos pocos artistas de la manipulación deciden dónde construir calles, dónde entubar ríos, en qué consiste el éxito, a qué personas respetarles la vida y a quienes no, cuáles religiones censurar, y muchas cosas más.
Quisiera hablar de las consecuencias que esto provoca en la democracia y en los problemas sociales, y también de las posibles soluciones. Pero antes, sólo para estar en sintonía, he aquí el funcionamiento de la propaganda:
Te topas con un anuncio. Ves un hombre musculoso, vestido con un traje a la vez suntuoso y ligero, recargado en un auto de lujo… no está vendiendo un auto. Por supuesto que el anuncio lo diseñó una compañía de autos. Pero no habla del motor, de los pistones ni de la suavidad de los asientos. Está diciendo: hombre, ser exitoso es tener este auto; mujer, busca un hombre con un coche así.
Otro ejemplo, uno del propio Huxley… La substancia base de muchos cosméticos es la lanolina. Es un gel color trigo que se obtiene de la lana del carnero. Suficientemente refinada, no causa efectos secundarios y proporciona muchos beneficios. Suaviza, protege e hidrata la piel. Naturalmente, nada de esto se ve en la propaganda de la industria cosmética. Lo que vemos son mujeres espectaculares, con cara de estar a nada de que les quiten la ropa, a nada de uno de los desenfrenos más prometedores de sus vidas. La industria cosmética no vende lanolina. «Están vendiendo esperanza. Por esta esperanza —la promesa de ser transfiguradas—, las mujeres pagan diez o veinte veces más lo que cuesta la emulsión». Los mercadólogos, «hábilmente la relacionaron, mediante símbolos embusteros, con un profundamente arraigado y casi universal deseo femenino: el deseo de ser más atractiva a los miembros del sexo opuesto».
El sexismo, junto con otros prejuicios, vertebra esta dinámica: la reducción del varón a su poder adquisitivo y la reducción de la mujer a su sexo (un agravio mayor que el del varón). Esta reducción no es corregible; sin este engaño no hay anuncio. En todo caso, se afina el engaño: aprovechar el deseo masculino de ser atractivo, incluir distintos estereotipos de belleza, explotar el deseo adquisitivo también de las mujeres… en el fondo es lo mismo.
El embuste recae en nuestra propensión a admitir los símbolos. Discutir que el automóvil no te hace feliz es ya, de cierto modo, caer en la trampa asociativa. ¿Quién creería que un medio de transporte puede ser siquiera un indicador de felicidad? Un medio de transporte: ¡un medio! No se trata de que lo dicho sea falso o verdadero. El arma más potente de los manipuladores dispara irrelevancias.
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Psicología de la irrelevancia
La manipulación ha existido desde la antigüedad. Ahora, sin embargo, sumado a los cambios tecnológicos, el desarrollo de la psicología ha guarnecido a la retórica con la efectividad científica que le faltaba para apartarse de los métodos racionales.
Hay propaganda racional y propaganda irracional. La primera apela al bien común, atiende a la evidencia y se vale de argumentos aceptables. La segunda, tergiversa la evidencia, apela a los impulsos más irreflexivos, corrompe a sus víctimas y beneficia exclusivamente a una poderosa minoría. Y eso no es todo. Ahora la propaganda irracional, dice Huxley, «tiene un doctorado en psicología y una maestría en ciencias sociales».
Iván Pávlov
Pávlov y sus perros ofrecen los principales descubrimientos. Iván P. Pávlov (1849 – 1936) fue un fisiólogo ruso que experimentó con perros. Suele decirse que descubrió cómo condicionarlos, aunque esa es una versión imprecisa de la historia. Su experimento más famoso es el de la campana y la saliva. Los perros, naturalmente, salivan cuando ven su comida. Cada vez que les mostraba su plato, Pávlov tañía una campana. Después de repetirlo varias veces, nuestro fisiólogo logró que los perros salivaran con sólo tañer la campana, esto es, sin necesidad de mostrarles la comida. Quedaron condicionados.
Digo que es una versión imprecisa, porque el condicionamiento era su punto de partida. No era un descubrimiento. De hecho, ni siquiera usaba una campana como se cuenta popularmente. La campana era incompatible con su metodología, puesto que necesitaba medir con precisión la duración e intensidad del estímulo. Sobre la verdadera historia de Pávlov, recomiendo leer el libro de Daniel P. Todes: Ivan Pavlov, A Russian Life in Science.
Por ahora, concentrémonos en el condicionamiento de esta imagen estereotípica de Pávlov, que de por sí es bastante reveladora. Se suele enfatizar la asociación de ideas y lo poderosa que resulta la repetición. Algo más interesante aún es la total irrelevancia del estímulo. El experimento les enseñó a los propagandistas a deshacerse de la verdad. Se puede condicionar con cualquier cosa: la campana no tiene nada que ver con la comida y, a despecho del hambre del perro, su presencia puede causar los mismos efectos fisiológicos. Para los propagandistas esto es una mina de oro: ya no importa engañar con lo falso ni discutir con las personas. Aprendieron a empujarnos hacia lo irrelevante.
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El lavado de cerebros
En la década de los 50s, Huxley podía distinguir, tajante y con acierto, entre la propaganda masiva y la persuasión individual. Vivía en un mundo en el que la disyunción era exclusiva: transmites con televisión, radio o altavoces a las multitudes y adecuas tu discurso a lo que funciona para la mayoría, o te dedicas a convencer y sugestionar a un individuo específico que es crucial en tus planes dictatoriales o codiciosos, y diseñas toda tu estrategia en torno a las peculiaridades de ese sujeto.
Ahora no podemos hacer esa distinción. Como dije líneas atrás, la transmisión personalizada ha traído un cambio estructural. Difuminó el límite entre lo personal y lo masivo Las técnicas computacionales clasifican a los internautas de acuerdo con sus intereses, y muestran señuelos identitarios: el internauta se identifica con el contenido y se persuade de tal modo que piensa que esas creencias y deseos surgieron de él mismo. El manipulador cariñosamente le dice “te puse una trampa, pero la hice sólo para ti”. Mentiroso. Hizo esta trampa para todos los usuarios de esa clasificación. De cualquier manera, la mayoría de las veces logra el propósito de atender a las peculiaridades de cada cual (un ejemplo de esto es la investigación que reportó hace ya varios meses el Observatorio de ciberseguridad para la democracia de la Universidad de Nueva York, NYU: las compañías petroleras como ExxonMobil muestran a los liberales anuncios con preocupaciones ambientalistas y, en cambio, a los conservadores muestran un rechazo a que la legislación afecte la economía). El límite no se difuminó para respetar nuestra individualidad, sino para arrastrarnos hacia la masa.
Las diferencias con la época de Huxley no impiden que alcance uno de mis objetivos en este ensayo: tomar sus reflexiones para reformularlas en el contexto actual. Para ello, volvamos un poco a Pávlov.
Sus experimentos revelaron aún más cuando sometió a los perros a condiciones prolongadas de estrés físico y psicológico, que los fatigaban hasta sufrir colapsos nerviosos. Una vez roto el funcionamiento del sistema nervioso, se comportaban de un modo aleatorio y completamente estúpido. Para cada animal eran necesarias distintas dosis de estrés, «pero incluso el perro más estoico era incapaz de resistir indefinidamente». Pávlov descubrió que, en el umbral del colapso nervioso, inculcar nuevos patrones de comportamiento era de lo más sencillo, y que esos patrones no podrían des-condicionarse en el resto de sus vidas.
¿Qué pasa, entonces, con los humanos? Las atrocidades fascistas y comunistas no dejaron espacio para la duda. A diferencia de los animales, nosotros somos libres y algunas personas son espiritualmente fuertes; a pesar de ello, ninguna es omnipotente. Los chinos sometían a sus prisioneros a torturas psicológicas y físicas no sólo para que confesaran, sino para que al final, como única esperanza, se convirtieran a la causa del comunismo. Les bastó con un poco de dedicación: interrupciones constantes del sueño, condiciones de inanición, constantes interrogatorios, violencia, celdas miserablemente sépticas… y un poco de tiempo. Nadie es capaz de resistir al infinito.
Ni tú ni yo enfrentamos tales circunstancias (espero). Pero sí somos vulnerables a los métodos psicológicos. La ira, el miedo y la ansiedad debidamente explotadas, causaban en los perros de Pávlov el mismo estado de susceptibilidad. He aquí la relación con nuestro tiempo: no es casualidad que la ansiedad sea el estado anímico indeseado más frecuente entre los internautas. No es casualidad que Facebook, TikTok, WhatsApp, Instagram, etc., causen ansiedad.
No somos lo suficientemente fuertes como para envolvernos de propaganda y no sufrir ninguno de sus efectos. El consumidor piensa que todas sus aspiraciones sociales, económicas y políticas han sido elegidas libremente, mientras que el mercadotécnico abusa de sus verdaderas debilidades. Nuestras pretensiones de autonomía son lo mejor que les pudo pasar a los manipuladores.
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La solución a nuestros problemas
Criticar la propaganda sólo hace sentido si creemos en el buen gobierno, en cierta naturaleza humana y en el perfeccionamiento de la misma. La propaganda nos repugna porque nos arrastra mediante el vicio. Promueve actitudes y creencias contrarias al perfeccionamiento humano. Mutila nuestras virtudes intelectuales. Nos aleja de los hechos, de la conversación sobre temas vitales, y nos anestesia de la participación social. En las campañas políticas, suplanta el diálogo con el diseño de imagen, los razonamientos con los sentimientos más primitivos, y banaliza el voto. Destruye la democracia desde dentro.
Lo de las virtudes intelectuales es un tema crucial. No se trata sólo de los contenidos que promueve cada anuncio en particular. El punto es que no puede hablarse de algo así como “buena propaganda” si entendemos propaganda en el sentido de promoción inmediata e irreflexiva. La estructura misma con que se trasmite, daña directamente nuestras capacidades de reflexión. Por ejemplo, la capacidad de concentrarse en un solo tema durante varias horas. Eso afecta, por supuesto, a la costumbre de considerar toda la evidencia disponible para tomar una buena decisión, la cual constituye un presupuesto (uno muy exigente) de cualquier democracia.
Para hacer frente a esto, dice Huxley, hace falta una educación para la libertad, y no sólo eso; también hace falta una organización social para la libertad.
Es común, después de hablar sobre lo mal que está el mundo, escuchar a alguien decir que la respuesta a todo es la educación. Esa respuesta es de lo más cómoda: a veces significa que yo no tengo que hacer nada, y que todo es trabajo de las instituciones educativas. Presupone que los maestros y profesores no hacen ya su trabajo lo mejor que pueden. Si la educación es la única solución, entonces esperemos tranquilamente a que los niños crezcan.
Para que la respuesta no se interprete así, es necesario especificar en qué consiste esa educación. Huxley habla de una educación en el uso adecuado del lenguaje. Aprender a interpretar y a comunicar, a entender los mensajes, a distinguir lo verdadero de lo falso y, sobre todo, a prevenirnos contra lo irrelevante. Esto quiere decir que le devolvamos a la gramática y a la literatura el lugar central que merecen, que aprendamos a contar historias, a argumentar opiniones y, sobre todo, a escuchar. Saber cuándo un mensaje es claro y cuándo sólo busca confundir. Sin las humanidades, las facultades de ingeniería no pueden resolver ni uno solo de los problemas sociales, tampoco las de ciencias ni las de medicina. No se diga las escuelas de administración y negocios.
Por otra parte, la mayor amenaza a la organización social es la acumulación de poder y riqueza en unos pocos: la propiedad monopolística de los negocios en grande (incluidas las bases de datos) y, en lo político, los gobiernos superpoderosos. La forma de frenarlos está en la defensa de la propiedad del grueso de los ciudadanos. Lo que Huxley está proponiendo es una defensa contra la tiranía y el monopolio. No permitas que el gobierno tenga demasiado control ni demasiada información, ni que se entrometa con lo tuyo, y no permitas que los negocios queden en manos de una minoría.
Además, hay que luchar contra la centralización y la destrucción del individuo en las grandes ciudades. Una opción es regresar a los pueblos y reestablecer el tejido social en ellos. Otra opción es crear pequeñas comunidades urbanas «en las que los individuos puedan encontrarse y cooperar como personas completas, no como materializaciones de funciones especializadas». Así frenaríamos el ímpetu de mecanizar nuestras sociedades, de erradicar la libertad. Personalmente, veo en Spes la semilla de una comunidad así.
Los humanos somos complicados, pero nos gusta lo sencillo. Siempre que nos es posible, encapsulamos y etiquetamos la realidad para guardar esos conocimientos en nuestra mente de la manera más ordenada y aparentemente congruente de que seamos capaces. No importa si es lógico, sólo importa que suene bien y que resuene al menos un poco con la verdad. Con eso es suficiente. Las contradicciones entre los argumentos que construyen una forma de pensar son eficientemente minimizadas y descartadas por nuestro inconsciente, convenciéndonos a nosotros mismos de que tenemos razón y que todos aquellos que piensan diferente están mal. Si a esto sumamos que muchos otros dicen y piensan lo mismo que tú (al menos en apariencia), las ideas se refuerzan y surgen las ideologías.
Somos además una especie que se caracteriza por buscar los caminos más eficientes para resolver problemas, en parte por el deseo de un mejor futuro, en ocasiones también porque somos flojos y buscamos hacer el menor esfuerzo posible. Esto trasladado al campo de la reflexión y del pensamiento, hace que los paquetes prefabricados de ideas tengan una muy buena recepción de parte del gran público y se extiendan con mucha facilidad. En general, el hecho de que alguien nos diga qué pensar y cómo pensarlo, resulta cómodo y es fácilmente aceptable, sobre todo cuando el de junto está de acuerdo contigo.
Es por esto por lo que los humanos nos radicalizamos tan fácilmente. Es por esto por lo que han triunfado movimientos como el nazismo en Alemania, los bolcheviques en Rusia, los fascistas en Italia. Es por esto por lo que han triunfado tan rotundamente la ideología de género, los terraplanistas, el movimiento antivacunas e incluso teorías de conspiración ridículas como aquella que dice que los líderes mundiales son lagartijas humanoides extraterrestres (parece chiste pero es un movimiento con un buen número de seguidores reales a nivel mundial).
Pero, no todos los discursos son populares y no todos sobreviven al filtro de la opinión pública. ¿Cuál es entonces la receta de una ideología exitosa?
El primero y el principal de todos es atender nuestro gusto por lo sencillo mediante la simplificación de la realidad. No importa si es absurdo, mientras puedas abstraer cuestiones complejas en unas cuantas oraciones y seas capaz de decirlo con convicción, habrás dado el primer paso firme y seguro hacia la creación de una nueva ideología.
Seguidamente, aquel que presenta por primera vez este nuevo paquete de ideas, debe postularse a sí mismo como el único poseedor de la verdad absoluta. Si bien este ingrediente es dispensable, pues sí que existen ideologías descentralizadas (como la ideología de género o el feminismo radical), aquel que quiera el dominio absoluto sobre sus seguidores debe asegurarse de que la felicidad y la liberación estén asociadas a su persona.
El drama. Se debe de plantear la cuestión de la manera más dramática y exagerada posible. Aunado a esto viene la polarización, o la creación de bandos opuestos. Debe existir un problema, un terrible problema que es provocado por los malos, y nosotros, los buenos, debemos luchar por detenerlos y terminar con el problema. Los malos son siempre engendros de Satanás, salidos del mismo infierno, con la única misión de destruirnos a nosotros, los buenos, que somos las víctimas; los únicos puros e inocentes en el mundo entero. Entre más dramático y más divisorio sea el discurso, mayor será el éxito de la ideología.
También es importante añadir consignas, lemas y frases simples que sean fáciles de recordar y repetir. La repetición hace la fuerza o, como dice el dicho, una mentira dicha mil veces termina por convertirse en una verdad. Para lograr esto de manera eficiente es importante bombardear al público con propaganda, propaganda y más propaganda. Si a un loro le enseñas lo que debe decir aprenderá a repetirlo con voz sonora y mucho convencimiento sin tener idea de lo que está diciendo. Este mecanismo en humanos es muy similar y funciona de maravilla. Hay que recordar que se debe hacer constante alusión a lo buenos que somos los buenos y a lo malos que son los malos.
El último e indispensable ingrediente de una buena ideología es una pizca de verdad. Debe ser apenas suficiente para enganchar a los seguidores. Si se le agrega demasiada, se corre el riesgo de que el resultado final no sea tan prístino e incorruptible. Entre menor sea la verdad, mayor es el espacio de maniobra que tienen los líderes para crear y recrear argumentos, reglas y verdades a medida. Por lo mencionado anteriormente, las contradicciones entre los argumentos de la misma ideología no deben ser tema de mayor preocupación, pues la mente humana se encargará de difuminar todo aquello que sea vago y confuso, centrando a los adeptos en los axiomas y lemas de la ideología (de ahí su importancia).
Quien sea bueno para dar rollos y siga religiosamente esta receta, tendrá como resultado una ideología poderosa y capaz de provocar grandes cambios en la forma de pensar de las personas e incluso en el curso de la historia.