Cristo y la nada plenificada

Cristo y la nada plenificada

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Para Jorge Rodriguez Martínez, in memoriam

Pareciera que mirar al Crucifijo es mirar a la nada: al despojo y al triunfo del vacío que es la muerte. La idea de la muerte de Dios no es nietzscheana. Al contrario, Nietzsche sabía muy bien que el origen de este pensamiento está en la experiencia cristiana. Ratzinger también defendió que la experiencia de la nada en la muerte de Dios está enraizada en la relación que el cristiano tiene de Dios en la contemplación del Crucificado. (La angustia de una ausencia, 2006)  ¿Cómo comprender la nada de la muerte de Cristo? ¿Cómo, si no es razonable, a lo menos acercarse a esta experiencia de un vacío en el que Cristo se sumerge? La reflexión filosófica puede ser una herramienta para contemplar el misterio (no así para resolverlo, sino vivirlo).

Se puede proponer que hay dos tipos de nada: la nada del vacío y la Nada soberana. Por una parte, la nada de la vaciedad, o la nada vacía, se ha pensado desde la antigüedad como la oposición a la realidad experimentable en el ámbito del ser o del mundo. Justamente la oposición entre la plenitud de las cosas naturales y su ausencia, dinamizada en los ciclos de los elementos llevó a los filósofos presocráticos a poner las bases de la metafísica. El mundo es de modo inestable, y por ser, su estructura se opone a la nada, que se piensa como lo que no es. Lo ente es, de modo trascendental y estable.

Se opone de modo óptimo a la nada. Esta doble noción de nada se refiere a la ausencia de algo, ya sea inestable o estable. Pero siempre va en contraposición o correlato de algo que es. Esta nada es la del vacío. Por ejemplo: un cajón que debería de tener un libro, pero no lo tiene, tiene nada, porque se nota la ausencia del libro. El mejor exponente de esta propuesta es Parménides, quien incluso llegó a pensar que sólo hay ser y entidad, y que la nada sólo es una imagen en nuestra mente. Aristóteles continuó en esta línea, pues pensaba que toda la naturaleza está llena de entidad, y que la nada, como vaciedad, es un concepto en la mente. El ser humano experimenta el miedo a la nada vacía cuando contempla la fragilidad de su propia vida y asoma por el abismo de la muerte, en pobreza existencial.

Por otra parte, está la Nada del Absoluto o Nada soberana. Esta es una de las grandes conquistas de la filosofía clásica. Sobre todo, es un trofeo obtenido por Plotino y sus seguidores. Las escuelas anteriores habían pensado en la nada como la negación del ser. Esto es, como una categoría aristotélica que, por default, por falta, está vacía de ser. Pues, como se dijo, Aristóteles concibe a la negación como la manifestación lingüística de la ausencia de una substancia. (Metafísica, IV, 7).

De este modo, Aristóteles se acerca a la nada a través de la negación de una substancia, como categoría del pensamiento.  Sin embargo Plotino profundiza su exploración sobre la nada y ahonda más allá de las categorías aristotélicas. Fue Platón quien comenzó a postular esta paradoja en República VI, 22, donde se dice que el principio de las cosas que son está más allá de la substancia. Por su parte, en las Enéadas III, 8, Plotino, el filósofo de Licópolis, explica esta como una de las mayores y mejores paradojas de todo el pensamiento occidental: que el bien sumo está más allá del ser y de las categorías de substancia o accidente. Esto significa que el sumo bien está por encima de la existencia y más allá de sus categorías. El sumo bien vive en una nadeidad no porque sea la ausencia de una realidad, sino porque no es ninguna de las cosas y porque, más bien, es causa de todas ellas. Plotino lo dice así:

“Mas si alguno pensase que aquél es el Uno mismo a la vez que todas las cosas, será según eso, o todas las cosas una a una o todas juntas. Pues bien, si es todas las cosas agrupadas juntamente, será posterior a todas; pero si es anterior a todas, todas serán distintas de él y él de todas. Por otra parte, si es a la vez él mismo y todas las cosas, no será el principio; ahora bien, es preciso que él mismo sea el principio y que exista antes que todas las cosas para que todas existan también a continuación de él. Pero si es todas las cosas una a una, en primer lugar, una cualquiera será idéntica a cualquier otra; en segundo lugar, aquél será todas las cosas juntas y no hará distinción de ninguna. De este modo, la conclusión es que no es ninguna de todas las cosas, sino anterior a todas.”

Enn. III, 8, 9, 45 – 58.

El sumo bien, que Plotino identifica con el Uno, también se puede pensar como Dios. Ninguna cosa se identifica con el Uno. Él no es cosa, en un contexto concreto, ni en contingencia, sino que vive como la causa del ser y de las cosas y, misteriosamente, está en todas ellas, pero no es una de ellas. En este sentido se puede pensar que Plotino piensa en la vida del Uno y sumo bien más allá del ser como una Nada soberana, porque vive de modo absoluto, incondicionada y libre de las categorías del ser y de la substancia. Con esto podríamos decir que Dios no está atado a las categorías del ser, y mucho menos a las categorías de nuestra imaginación o expectativas. Incluso desde la filosofía, acercarse al misterio de Dios es aprender a usar el lenguaje de las paradojas y del asombro.

Platón y Aristóteles. Escuela de Atenas, Rafael Sanzio.

Antes de la aparición de Cristo en el mundo, la filosofía antigua contemplaba estas paradojas mencionadas. Pero con el crecimiento del cristianismo, luego de la aparente derrota de la Cruz, las meditaciones paradójicas sobre la Nada soberana se convirtieron en una poderosa herramienta para esclarecer la doctrina cristiana. ¿Qué predica el cristianismo? Que Cristo es Dios, que murió en el dolor y la ignominia y que volvió a la vida con su Resurrección. Ahora bien, si Cristo es Dios y hombre -al mismo tiempo- y Cristo muere, eso significa que Cristo se sumerge en el abismo de la aniquilación que tanto tememos los hombres. Esto es, Cristo, como Dios, no es cosa, y vive en la soberanía absoluta como principio de la substancia, en trascendencia y plenitud, pero se sumerge en la nada vacía de nuestra fragilidad humana, con la que nos puede plenificar. Aparece aquí uno de los misterios del cristianismo por la que somos unidos a Dios: en Cristo se encuentran dos Nadas, la Nada soberana de su divinidad absoluta, plena, feliz y trascendente, que no es ninguna cosa, que se abaja a la nada nuestra, de vaciedad y contingencia, para llenarla con su presencia solidaria que abre las puertas de la vida verdadera y eterna. Ratzinger lo expresaba así:

“Porque esto es el sábado santo: el día en que Dios se oculta, el día de esa inmensa paradoja que expresamos en el credo con las palabras «descendió a los infiernos», descendió al misterio de la muerte. El viernes santo podíamos contemplar aún al traspasado; el sábado santo está vacío, la pesada piedra de la tumba oculta al muerto, todo ha terminado, la fe parece haberse revelado a última hora como un fanatismo. (…) Tengamos en cuenta que la muerte no es la misma desde que Jesús descendió a ella, la penetró y asumió; igual que la vida, el ser humano no es el mismo desde que la naturaleza humana se puso en contacto con el ser de Dios a través de Cristo. Antes, la muerte era solamente muerte, separación del mundo de los vivos y –aunque con distinta intensidad– algo parecido al «infierno», a la zona nocturna de la existencia, a la oscuridad impenetrable. Pero ahora la muerte es también vida, y cuando atravesamos la fría soledad de las puertas de la muerte encontramos a aquél que es la vida, al que quiso acompañarnos en nuestras últimas soledades y participó de nuestro abandono en la soledad mortal del huerto y de la cruz, clamando: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?».

La angustia de una ausencia, 2006.

Podemos ver que la Nada supersubstancial, que no es ninguna cosa, sino que vive de manera inefable, perfecta, feliz, y misteriosa para nosotros, llena nuestro vacío humano que es ausencia. No es que Cristo no sea nada, o que no sea real, sino que, al ser el principio de la realidad, “el Logos por quien todas las cosas fueron hechas” (Jn, 1, 3), se solidariza con los hombres y llena su nada vacía con la plenitud de su soberanía supersubstancial y principial, que no es comparable con ninguna cosa contingente del mundo.

El texto donde mejor se muestra cómo Cristo llena el vacío de la nada humana contingente con su soberanía supersubstancial es el famoso himno cristológico de San Pablo en Filipenses 2, 6-11. San Pablo, como judío de cultura helénica, estaba al tanto de las grandes autoridades del pensamiento griego. Habla como Píndaro sobre los juegos. Conoce la filosofía estoica. Ha oído hablar de poetas sagrados como Homero, Hesíodo y Orfeo. Conoce de lógica y retórica. También conocía sobre la filosofía platónica, y griega en general, y comenzó a usar sus términos para aclarar mejor la Sagrada doctrina. El himno cristológico de Filipenses contiene multitud de términos filosóficos como morfé; forma, yparjo; existir, y kénosis; vacío, etc. Todos estos términos son usados para aclarar cómo Cristo, siendo el principio de las entidades, plenifica el vacío humano con su presencia. El himno dice así:

“Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo: El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre, que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús -toda rodilla se doble- en los cielos, en la tierra y en los abismos, -y toda lengua confiese- que Cristo Jesús es SEÑOR para gloria de Dios Padre.”

Flp, 2, 5 – 11, Biblia de Jerusalén.

El himno cuenta y alaba el hecho del vaciamiento (kénosis) de Cristo de su forma de Dios para tomar la forma de siervo humano. Hecho como los hombres, y ya exaltado, abrió para ellos la posibilidad de experimentar la plenitud de la vida. Como el Solidario, Cristo deja la soberanía de no ser ninguna cosa, sino el principio de todas, y llena con su presencia el vacío de la nada humana pobre, y le comunica la vida de su soberanía supersubstancial, que es vida eterna, perfecta y feliz. Es así que Cristo llena nuestros vacíos, existenciales y diarios, con su presencia. Ser cristianos implica siempre vivir maravillado de cara a esta paradoja hermosa, en la que Cristo, tan lejano, se hace el más cercano; y tan trascendente se hace el más inmanente.

Laudatio Papa Benedicto XVI

Laudatio Papa Benedicto XVI

Crédito imagen: stmartin.ie

Por Pbro. Oswaldo Alejandro Sánchez Soto

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«Para esto he nacido y he venido al mundo:
para dar testimonio de la verdad.
El que es de la verdad, escucha mi voz»

Jn 18, 37b.

La presente reflexión es una más de entre muchas que están circulando por los diversos medios de comunicación. Mi intención al escribirla es mostrar mi gratitud y admiración profunda al Papa Benedicto XVI que ha marcado el inicio de mi ministerio sacerdotal y ha cautivado mi corazón de una manera que ni yo mismo lo esperaba. Con profundo respeto manifiesto unas pobres palabras en honor a este gigante de la reflexión teológica de la Iglesia de los siglos XX y XXI, siendo además uno de los grandes intelectos de la historia de la humanidad, el cual, tiene su fuente en su aún más grande vida interior.

En mi punto de vista, se podría identificar el sello distintivo del Papa Benedicto XVI como el Papa de la Verdad. Recuerdo que, cuando yo era seminarista, me llamó la atención una reflexión que hizo –cuando él era todavía el Cardenal Ratzinger– en el Viacrucis del año 2005 en el Coliseo: «¿No deberíamos pensar también en lo que debe sufrir Cristo en su propia Iglesia? En cuántas veces se abusa del sacramento de su presencia, y en el vacío y maldad de corazón donde entra a menudo. ¡Cuántas veces celebramos sólo nosotros sin darnos cuenta de él! ¡Cuántas veces se deforma y se abusa de su Palabra! ¡Qué poca fe hay en muchas teorías, cuántas palabras vacías! ¡Cuánta suciedad en la Iglesia y entre los que, por su sacerdocio, deberían estar completamente entregados a Él! ¡Cuánta soberbia, cuánta autosuficiencia! Señor, frecuentemente tu Iglesia nos parece una barca a punto de hundirse, que hace aguas por todas partes. Y también en tu campo vemos más cizaña que trigo. Nos abruman su atuendo y su rostro tan sucios. Pero los empañamos nosotros mismos. Nosotros somos quienes te traicionamos, no obstante los gestos ampulosos y las palabras altisonantes. Ten piedad de tu Iglesia… Tú te has reincorporado, has resucitado y puedes levantarnos. Salva y santifica a tu Iglesia. Sálvanos y santifícanos a todos».

Recuerdo que muchos se impresionaron por estas palabras de Joseph Ratzinger, por su sinceridad, por la libertad y autoridad irrefutable con las que las decía, y justo en ese momento muchos llegaron a pensar que era éste, precisamente, quien debía ser el nuevo Papa, ya que había demostrado una visión de la realidad, una libertad para expresarla como nadie en ese entonces.

A mí me impactó todavía más la homilía que pronunció en la Misa pro eligendo Romano Pontifice:
«¡Cuántos vientos de doctrina hemos conocido durante estos últimos decenios!, ¡cuántas corrientes ideológicas!, ¡cuántas modas de pensamiento! […] La pequeña barca del pensamiento de muchos cristianos ha sido zarandeada a menudo por estas olas, llevada de un extremo al otro: del marxismo al liberalismo, hasta el libertinaje; del colectivismo al individualismo radical; del ateísmo a un vago misticismo religioso; del agnosticismo al sincretismo, etc. Cada día nacen nuevas sectas y se realiza lo que dice san Pablo sobre el engaño de los hombres, sobre la astucia que tiende a inducir a error (cf. Ef 4, 14). A quien tiene una fe clara, según el Credo de la Iglesia, a menudo se le aplica la etiqueta de fundamentalista. Mientras que el relativismo, es decir, dejarse “llevar a la deriva por cualquier viento de doctrina”, parece ser la única actitud adecuada en los tiempos actuales. Se va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida sólo el propio yo y sus antojos».


Estas palabras denotaban que la profunda serenidad de sus decisiones, no nacían de sensiblerías, ni de consideraciones o respetos humanos, ni de un impulso visceral, sino que nacían de alguien que buscaba afianzar cada decisión y cada reflexión en la verdad que nos hace libres. El relativismo nacido de hacer de los antojos del yo la medida de la verdad, es lo que ha destruido al hombre de hoy, porque si ya no sabe qué es la verdad, ya no sabe qué es el amor ni tampoco cuál es el camino para la paz y la felicidad real.

Benedicto XVI, enero 2006.
Foto: Sergey Kozhukhov

Mi asombro creció cuando lo eligieron Papa, no porque no me lo esperaba sino por los signos que le acompañaban: el nombre que decidió tomar, las primeras palabras de su pontificado, haciendo una humilde referencia al Pontífice anterior. En efecto, me sorprendió cómo no se dejó amedrentar por las opiniones viscerales de muchas personas cuando lo compararon con Juan Pablo II y las palabras necias que se decían: «este Papa no me gusta, no está guapo, no es carismático, será el gran inquisidor», sin darse cuenta que lo importante del Papa no es su “cara bonita”, sino sus palabras, sus hechos, su misión de presidir en la caridad a todas las Iglesias.

Benedicto XVI no era un hombre ingenuo. Con toda naturalidad reconoció el gran Pontificado de Juan Pablo II, con su carisma, por todo lo que hizo, por ser el Papa que la Iglesia necesitaba en esa época histórica, pero él sabía que su circunstancia histórica y su personalidad eran distintas, justamente las adecuadas para responder a las necesidades de la Iglesia, por eso no se quiso llamar Juan Pablo III sino Benedicto XVI, en honor a san Benito, Patrono de Europa y en honor al Papa Benedicto XV, para manifestar que su misión en la Iglesia era continuar la vuelta al fundamento que da identidad a la Iglesia, la vuelta a las fuentes de la fe, que es también el espíritu del Concilio Vaticano II.

El recuerdo de las sencillas palabras que pronunció en aquél primer día de su Pontificado, sigue vivo en mí: «soy un humilde trabajador, de la Viña del Señor». Parecían unas palabras sosas, pero con el paso de los años han manifestado toda su fuerza, corroborándose en su despedida: la Iglesia no es de nadie, es de Cristo. No somos dueños de la Iglesia, somos trabajadores de la viña del Señor, servidores de nuestros hermanos, «la Iglesia no es una empresa ni una organización política, sino la familia de Cristo», decía en su última audiencia. En efecto, ser Papa y por ende, Obispo, Presbítero, Diácono, Párroco, sacristán, catequista, jefe de algún carisma, no son puestos a los qué aferrarse como si se fuera dueño de ellos, como si fuera un oprobio el hecho de “perderlos”.
No. Todos los ministerios de gobierno en la Iglesia son para el servicio y no es que se tenga derecho a acceder a ellos o conservarlos a como dé lugar, el gobierno está en función del bien común, el bien de las almas, y si no eres idóneo te vuelves inepto por falta de fuerzas; no es un oprobio renunciar, porque la herencia de cualquier cristiano es Jesucristo, y si no te retiras cuando hay que hacerlo, dejarás muchos cadáveres detrás de ti.

Así, cuando oigo que dicen que este Papa renunció porque tenía miedo a los problemas, me da risa. Si algo le caracterizó fue tomar el toro por los cuernos: ¿hay problemas en la Iglesia? No los ocultamos, buscamos soluciones ¿hay abusos, hay delitos? Se pide perdón, se abre un proceso de búsqueda de justicia, transparentemente se busca sanear la situación sin disfrazarla, como si lo más importante fuera “defender” a un sacerdote que no vive dignamente, a como dé lugar, hasta el absurdo y el cinismo, sin importar la denigración a la dignidad de las víctimas.
Toda defensa se hace desde la verdad, buscando el bien de las personas, tanto de las víctimas como del delincuente: que éste asuma las consecuencias de sus actos –aunque sea dolorosísimo como es el caso de perder el estado clerical– para que asumiéndolas, el que ha cometido el delito encuentre el camino más importante: la salvación de su persona, su vida cristiana desde la fe, la esperanza y la caridad, y no conservándolo en el ministerio a costa del bien de las almas.
No se tiene derecho a ser sacerdote, no se tiene derecho a ser Obispo ni Papa. Es Dios quien llama para que demos la vida por las ovejas, pero si respondemos mal a esa llamada cuando no damos la vida y escandalizamos, es mejor quitarse de en medio, porque de lo contrario, el Señor nos pedirá cuentas de los cadáveres que dejemos detrás.

Cardenal Joseph Ratzinger, 2005. Foto: Camillo Piz.

Por eso, la cruz del que gobierna en la Iglesia es justamente gobernar, es decir, amar a las personas en la verdad, pidiendo a Dios el discernimiento para saber a dar a cada persona lo que necesita, sin tener falsos respetos humanos, que nacen de las adulaciones. Cuando oigo a algunos sacerdotes que anhelan ser Obispos, pienso en las palabras del Señor: «No sabéis lo que pedís ¿podréis beber del cáliz que yo voy a beber?». Piensan que ponerse el “gorrito” de Obispo es la cúspide de su “carrera” eclesiástica, y no se dan cuenta que si quieren ser pastores de verdad, la mayoría de las veces estarán solos bajo la cruz, porque las personas son volubles: hoy te adulan, mañana te destrozan, y si gobiernan por querer quedar bien con la gente sólo fracasarán, porque si trataron de darle gusto en todo a las personas, la gente dirá despreciándote: «éste es un tonto, lo tenemos bien controladito», pero si les amas en la verdad estando dispuesto a cargar con sus críticas y hasta su odio, al final, rendirá fruto verdadero, como se ha visto en el gran Papa Benedicto XVI: mientras más “arriba” estés –si gobiernas en el servicio de la caridad en la verdad– más crucificado estarás, más negado a ti mismo estarás, hasta tal grado que tu vida privada no existirá, como bien lo dijo Benedicto XVI el último día de su pontificado.

Justamente, en mi punto de vista, este es el espíritu del Pontificado de Benedicto XVI, expresado en la hermosa encíclica Deus Caritas Est, donde uno de los mensajes más contundentes es que la Caridad (caridad fraterna, conyugal, social, pastoral, en el gobierno de la Iglesia) está fundamentada en la verdad. Muchas veces se ha malentendido la caridad y la misericordia: se piensa que como Dios ama al pecador ama también sus pecados y se usa la caridad y la misericordia para legitimar nuestros pecados, los atropellos y las injusticias. La misericordia consiste en que Dios no juzga al pecador, no se escandaliza de su debilidad y lejos de condenarlo lo espera con los brazos amorosos abiertos, con una condición: que no defienda ni justifique sus pecados, sus malas actitudes, que no llame a su oscuridad luz, que no ostente sus miserias como si fueran algo para presumir, cierto que ha dicho san Pablo que presume de sus debilidades para que resida en él la fuerza de Cristo, pero su sentido es que no tiene empacho en que sus comunidades vean que es un pobrecillo para que vean que no se predica a sí mismo, sino a Cristo, que sólo transmite la fuerza y la sabiduría de Dios.

Jesucristo ama al pecador pero no sus pecados, para eso ha muerto y resucitado, para hacernos libres de ellos, por eso nos los denuncia, nos corrige, nos pide que se los entreguemos, de lo contrario, Cristo no nos amaría, es como si nuestro Señor dijera: «cómo me gusta tu soberbia, cómo me gusta la forma con la que hieres a los demás, me complace verte esclavo de la lujuria, de la avaricia, de la mentira. Qué alegría verte sin discernimiento ni sabiduría». Por eso Jesucristo nos ha dicho que siendo Él la Verdad, conociéndole a Él, seremos libres, de ahí que se entienda ahora sí en qué consiste el corazón misericordioso de Dios: «Venid a mí los que estáis cansados y agobiados por la carga (de los pecados, de vivir sin amor) y yo os aliviaré. Volved a mí para salvaros, entregadme vuestras miserias y yo a cambio os daré mi vida. No te justifiques, vuelve a mí arrepentido, con luto y llanto, yo no te echaré en cara nada, te sanaré y te perdonaré, pero no llames a tu oscuridad luz, porque si a eso que llamas luz es oscuridad, qué oscuridad habrá».

Si se vive la caridad en la verdad, entonces es verdadera caridad, de lo contrario, son sensiblerías que dejan en sus esclavitudes y miserias a las personas, con la diferencia de que las disfrazamos un poquito, con una apariencia de «aquí no pasa nada». Por eso, lejos de ser un inquisidor, el Papa Benedicto XVI ha sido un Papa justo y de grandísima caridad, que ha amado en la verdad a la Iglesia, a la humanidad y a cada una de las personas.

Paulo VI y card. J. Ratzinger.
Fuente: Jornal O Bom Católico.

No puedo dejar de citar al menos otros tres o cuatro hechos. El primero es el de la vigilia de oración y la Eucaristía final de la Jornada Mundial de la Juventud de Colonia, Alemania, en 2005, cuando definía el significado de la adoración: «Yo encuentro una alusión muy bella a este nuevo paso que la última Cena nos indica con la diferente acepción de la palabra “adoración” en griego y en latín. La palabra griega es proskynesis. Significa el gesto de sumisión, el reconocimiento de Dios como nuestra verdadera medida, cuya norma aceptamos seguir. Significa que la libertad no quiere decir gozar de la vida, considerarse absolutamente autónomo, sino orientarse según la medida de la verdad y del bien, para llegar a ser, de esta manera, nosotros mismos, verdaderos y buenos. Este gesto es necesario, aun cuando nuestra ansia de libertad se resiste, en un primer momento, a esta perspectiva. Hacerla completamente nuestra sólo será posible en el segundo paso que nos presenta la última Cena. La palabra latina para adoración es ad-oratio, contacto boca a boca, beso, abrazo y, por tanto, en resumen, amor. La sumisión se hace unión, porque aquel al cual nos sometemos es Amor. Así la sumisión adquiere sentido, porque no nos impone cosas extrañas, sino que nos libera desde lo más íntimo de nuestro ser».

Al escucharlas pensé: «este Papa es un poeta, es un esteta de la teología, pero a la vez es un genio para transmitirla», porque su genialidad consiste en saber expresar los profundos misterios de nuestra fe en un lenguaje claro, conciso y preciso, pero sin traicionar su contenido. Pienso que aquella noche cautivó el corazón de los jóvenes –entre los cuales estaba yo– precisamente por su franqueza, sencillez y sus palabras. Recuerdo que posteriormente la gente iba a las audiencias de los miércoles con papel y lápiz para apuntar lo que decía, iban a escucharle; verdaderamente este Papa lograba comunicar el mensaje de Cristo.

El segundo y el tercero son del año sacerdotal y que coincidieron con el inicio de mi ministerio: cuando fue a Fátima, recién destapado el problema de los sacerdotes pederastas, recuerdo que muchos pensaban que ante el escándalo, la gente no acudiría a la llamada del Papa. Todo lo contrario, la plaza del Santuario estaba abarrotada, ya que el Papa sin empacho dijo que el verdadero enemigo de la Iglesia no está afuera sino adentro, desarmando totalmente a aquellos que pretendían herirla con chantajes, para que no se supieran más las cosas, lo cual, no funcionaría con Benedicto XVI, es como si hubiera dicho: «pueden decir lo que quieran, es verdad que hay pecados. Los reconocemos, pedimos perdón, buscamos soluciones, no tenemos miedo a la verdad, no tenemos por qué ocultar nada. Si lo reconocemos ¿con qué otra cosa piensan destruir a la Iglesia de Cristo?». Esta actitud fue secundada por la gente. Recuerdo que mientras estuve dando la comunión en esa Eucaristía, la gente constantemente me decía: «Padre, queremos sacerdotes santos, ánimo, sea santo». Lo cual, me llegó hasta los huesos.

El otro hecho es la clausura del año sacerdotal, donde otra vez el Papa, dijo unas conmovedoras palabras por su sinceridad y serenidad:
“El sacerdote no es simplemente alguien que detenta un oficio, como aquellos que toda sociedad necesita para que puedan cumplirse en ella ciertas funciones. Por el contrario, el sacerdote hace lo que ningún ser humano puede hacer por sí mismo: pronunciar en nombre de Cristo la palabra de absolución de nuestros pecados, cambiando así, a partir de Dios, la situación de nuestra vida. Pronuncia sobre las ofrendas del pan y el vino las palabras de acción de gracias de Cristo, que son palabras de transustanciación, palabras que lo hacen presente a Él mismo, el Resucitado, su Cuerpo y su Sangre, transformando así los elementos del mundo; son palabras que abren el mundo a Dios y lo unen a Él. Por tanto, el sacerdocio no es un simple «oficio», sino un sacramento: Dios se vale de un hombre con sus limitaciones para estar, a través de él, presente entre los hombres y actuar en su favor. Esta audacia de Dios, que se abandona en las manos de seres humanos; que, aun conociendo nuestras debilidades, considera a los hombres capaces de actuar y presentarse en su lugar, esta audacia de Dios es realmente la mayor grandeza que se oculta en la palabra «sacerdocio».”

Marc Girard, Card. J. Ratzinger y Papa Juan Pablo II.
Foto: Marc Girard.

Era de esperar que al «enemigo» no le gustara que el sacerdocio brillara de nuevo; él hubiera preferido verlo desaparecer, para que al fin Dios fuera arrojado del mundo. Y así ha ocurrido que, precisamente en este año de alegría por el sacramento del sacerdocio, han salido a la luz los pecados de los sacerdotes, sobre todo el abuso a los pequeños, en el cual el sacerdocio, que lleva a cabo la solicitud de Dios por el bien del hombre, se convierte en lo contrario. También nosotros pedimos perdón insistentemente a Dios y a las personas afectadas, mientras prometemos que queremos hacer todo lo posible para que semejante abuso no vuelva a suceder jamás; que en la admisión al ministerio sacerdotal y en la formación que prepara al mismo haremos todo lo posible para examinar la autenticidad de la vocación; y que queremos acompañar aún más a los sacerdotes en su camino, para que el Señor los proteja y los custodie en las situaciones dolorosas y en los peligros de la vida.
Si el Año Sacerdotal hubiera sido una glorificación de nuestros logros humanos personales, habría sido destruido por estos hechos. Pero, para nosotros, se trataba precisamente de lo contrario, de sentirnos agradecidos por el don de Dios, un don que se lleva en «vasijas de barro», y que una y otra vez, a través de toda la debilidad humana, hace visible su amor en el mundo. Así, consideramos lo ocurrido como una tarea de purificación, un quehacer que nos acompaña hacia el futuro y que nos hace reconocer y amar más aún el gran don de Dios.

El último acontecimiento fue la Jornada Mundial del Juventud de Madrid 2011. Recuerdo el amor, la cercanía, la firmeza, la sinceridad y la valentía con que se dirigió a los jóvenes, a pesar del tiempo inclemente de aquella noche de la vigilia del sábado: un anciano enfermo, con la fortaleza de Cristo apacentando a los jóvenes que deseaban verle y estar con él. Una palabra sencilla y sincera a la vez fue, en mi punto de vista la que sería más eficaz en este tipo de jornadas: «queridos jóvenes, volved a vuestras parroquias». En efecto, si no se da una continuidad a estos encuentros tan intensos, terminan perdiéndose sus frutos. Sé que muchos jóvenes le hicieron caso porque hasta hoy he visto que muchos de ellos son constantes en su vida parroquial.

¡Oh querido Benedicto XVI! Tan incomprendido, tan odiado y ahora tan amado. Muchos dicen que renunciaste porque tuviste miedo a la cruz. No, tú no tuviste miedo, porque la profunda serenidad de tu renuncia nació de tu profunda libertad interior que se afianza en la verdad. A la Iglesia y a los problemas que hoy tiene, hay que responderle con eficacia. No se trata de ser un héroe y ser reconocido como tal, eso es basura, sino en amar a la Iglesia y tú la amas profundamente y porque la amas, te hiciste a un lado humildemente, para que otro enfrente lo que tú has visto que ya no podías responder como la Iglesia lo necesita. Fuiste Papa emérito, te retiraste no para vivir para ti mismo, yendo a conferencias y apareciendo en público, sino que en lo callado y en el silencio, seguiste siendo un fortísimo soldado de Dios sosteniendo a la Iglesia con tu oración, inmolándote por amor a la Iglesia en lo oculto de la reflexión, apagándote poco a poco como una velita y cumpliendo lo que dijo San Juan Bautista: «es necesario que Él crezca y que yo disminuya (Juan 3,30)».

Ahora comprendo más que nunca que la humildad es andar en verdad ¡Cuánto me has enseñado! ¡Cuánto nos has amado! ¡Cuánto tenemos todavía qué aprender de ti: los que gobiernan y todo aquel que busque edificar su vida sobre el cimiento de la verdad! ¡Que ahora ya goces del esplendor de la verdad y de la plenitud de la caridad en la Casa del Padre, contemplando su Rostro! ¡Gracias infinitas Papa Benedicto XVI…Gracias Joseph Ratzinger!

Laudatio Papa Benedicto XVI

Homenaje a Benedicto XVI: tres puntos para recordarlo

Imagen: Benedicto XVI (Europa Press)

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Murió Benedicto XVI. Es una noticia que entristece a muchos. A otros les pasa indiferente. A todos nos toma como novedad, pues es la primera vez, en más de seiscientos años, que un Papa emérito recibe los funerales sin que se convoque a Cónclave. Para muchos, Benedicto XVI pasó con la figura de ser un paladín del conservadurismo católico. Tenía fama de Gran Inquisidor para muchos latinoamericanos.
Yo hablo desde mi experiencia: quisiera decir que fue un gran Papa sin más, como todo fiel. Pero, sobre todo, fue para mi una inspiración profesional. En gran parte le debo al Dr. Ratzinger mi vocación a la academia y al estudio, puesto que fue uno de mis ejemplos a seguir en tres cosas: la confianza en el diálogo entre la fe y la razón, la lectura de los clásicos, y la redacción directa.

Mi primer acercamiento a Ratzinger fue antes de que se convirtiera en Benedicto XVI. Conocí su figura y algunas de sus ideas a través de mi padre. Él leía algunos artículos del cardenal bávaro en la extinta revista 30 Giorni. “Qué gran portento es Ratzinger”, decía mi padre, y desde entonces lo identifiqué como una personalidad importante. De este modo, el día de su elección pontificia lo pude identificar como un escritor, más que como un arzobispo. En aquel tiempo mucha gente de mi edad, que éramos muchachos de secundaria, veía en Benedicto XVI a una figura lejana: demasiado dura, seria e intelectual. A mi me llamaba la atención que el Papa reviviera ornamentos litúrgicos y prendas olvidadas como la muceta de armiño, el camauro, etc.

Papa Benedicto XVI,  audiencia 16 de enero 2013.
Papa Benedicto XVI,
audiencia 16 de enero 2013.

Nunca pensé que el Dr. Ratzinger fuera a ser para mi un ejemplo profesional, más allá de la pontificia figura de autoridad y paternidad espiritual. Me comencé a identificar con él cuando decidí estudiar filosofía, para mi propia sorpresa (yo quería ser médico, primero). Como yo procedía de una formación más biológica que humanística, consideraba que mi preparación en los grandes autores filosóficos era
deficiente. Por eso trataba de sistematizarlos cuando los estudiaba, más que encontrarme con sus ideas y experimentarlas. Llegué a pensar que el cristianismo era un tipo de filosofía o, más bien, un modo de pensar la realidad, en donde Cristo sería el Logos encarnado dentro del mundo como Razón, más que Dios en el mundo. Yo ya había leído algunas páginas de la encíclica Deus caritas est. Sin embargo, los textos ratzingerianos que más he disfrutado y más me acercaron a comprender mejor el significado del cristianismo fueron Creación y pecado e Introducción al cristianismo. Me los recomendaron profesores como Rocío Mier y Terán o José Antonio Coronel.

Del primer texto me sorprendió la capacidad argumentativa de Ratzinger ante las ciencias duras, así como su nivel hermenéutico de la Sagrada Escritura, expresado en un estilo tan sencillo, claro y consecuente. Ahí comencé a aprender la actitud de diálogo del creyente con las ciencias naturales, en las que, en ese entonces, yo estaba mejor preparado. El segundo texto, la Introducción al cristianismo, fue fundamental para mi formación intelectual y de fe. Me condujo su alta síntesis, así como su magistral uso de las más diversas autoridades y citas. En un sentido
técnico aprendí que el académico debe de usar las citas y autoridades que le favorezcan y ayuden a que la exposición de su texto sea más fluida y asimilable. No es necesario citar a todas las autoridades y a todas las ideas al mismo tiempo.

Portada “Creación y Pecado”
de J. Ratzinger.

Sobre todo, con esa lectura, encontré que el cristianismo no es una filosofía ni una serie de bellas ideas abstractas, sino la relación con la persona de Cristo, en el aquí y en el ahora, que no es puramente la Razón encarnada, sino que es presencia amorosa de Dios en el mundo que ofrece la plenitud de la felicidad a cada una de las personas humanas. Esto lo aprendí con el extraordinario capítulo de la Introducción al cristianismo titulado “El Dios de la fe y el Dios de los filósofos”, de cuyo estudio agradezco mi primera publicación de un artículo formal sobre el encuentro de las razones divina y humana en la presencia de Cristo en el mundo. De estas lecturas comprendí mejor la colaboración entre fe y razón como disciplinas distintas, pero complementarias al ser partícipes de la naturaleza humana. Tenemos fe en la razón, pero también podemos usar la razón para comprender mejor la fe, decía el Dr. Zagal, siguiendo esta idea.

La erudición del Dr. Ratzinger fue evidente siempre. Citaba a los autores más diversos: desde san Agustín hasta Ives Congar, desde Karl Marx hasta Jacques Monod, sin dejar de mencionar a Aristóteles y a San Buenaventura, en quien era especialista. Cuando me aficioné a leer textos ratzingerianos breves, como algunas de sus homilías o sus alocuciones sobre los Padres de la Iglesia en las audiencias generales, aprendí que un buen académico puede barajar sus ideas entre varios interlocutores. Ahora bien, el ser interlocutor no siempre significa estar de acuerdo en lo mismo, pero sí implica tener capacidad de apertura y contraste para conocer mejor la realidad. En este sentido, Ratzinger siempre habló con los clásicos de muchos tipos: los clásicos griegos: Sócrates, Platón y Aristóteles. Los clásicos Padres de la Iglesia: San Agustín, Los capadocios, San Benito. Los clásicos medievales: Santo Tomás de Aquino, San Buenaventura, Santa Hildegarda de Bingen. Los clásicos del Concilio Vaticano II, con quienes trabajó: Ives Congar, Hans Urs von Balthasar, Henri de Lubac. Y los clásicos científicos: Charles Darwin, Jacques Monod, Stephen Hawking, con quienes dialogó con amables argumentos.

Aclaro que Benedicto XVI sí fue un gran Papa. En parte, llegó a serlo por su gran capacidad de síntesis, la cual le dio una redacción clara de pensamientos complejos. Leer a Ratzinger es como escuchar a Mozart. Hay consecuencia entre un movimiento y otro. Hay direccionalidad, sentido y consistencia. Hay un telón de fondo, un tema agradable que se repite sin cansancio, y que hace que sea más fácil recordar lo leído. Cuando escribo, trato de seguir el estilo académico ratzingeriano: establecer una idea con claridad, darle pocas pero concisas vueltas con el comentario de alguna autoridad, y llevarla a conclusiones que se desprendan naturalmente de los argumentos expuestos. A veces introducir alguna anécdota, y cerrar puntualmente, con la confianza de que lo escrito es claro y asequible. El estilo ratzingeriano funciona no solo para la teología, sino también para los textos filosóficos, para las clases y las conversaciones.

Portada Introducción al Cristianismo,
de J. Ratzinger.

Me duele mucho la partida de Benedicto XVI. Me uno en oración por su eterno descanso y deseo que pudiera tener un lugar entre las grandes mentes doctorales del cristianismo, Deo Volente. Nunca pude conocerlo en persona. Me quedé con las ganas. Sin embargo, no hay palabras con las que yo pueda agradecer la formación intelectual, profesional y en la fe que me dio el encuentro con su trabajo y su
ejemplo personal.

Vielen Dank, Herr Doktor Joseph Alois Ratzinger, Paps Benedikt XVI!

Laudatio Papa Benedicto XVI

Purificación de la memoria

Por Pbro. Mario Arroyo

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Recientemente han sido noticia los escándalos de pedofilia clerical en diversos países, como Francia o Alemania. Nunca nos cansaremos de repudiar tan aberrantes hechos, sin embargo, puede decirse que algo trascendental ha cambiado el escenario. En efecto, antes era un grupo avezado de periodistas los que sacaban a la luz los trapos sucios de la Iglesia. Ahora, en cambio, es la Iglesia misma la que exhibe sus miserias, en un alarde de sinceridad y autenticidad.

La diferencia es radical y denota un cambio de actitud muy importante. Si antes fueron necesarias las investigaciones del Boston Globe, o las de Carmen Aristegui para perseguir implacablemente a los criminales y exhibirlos; ahora es la Iglesia la que toma la iniciativa y sin pudor alguno muestra su lado oscuro. ¿Cuál es el motivo? Indudablemente no se trata de un deseo de autodestrucción, o una especie de tirar la toalla con la actitud del que ya no le encuentra sentido a su causa. Se trata de un ejercicio de transparencia institucional y de purificación de la memoria.

La Iglesia misma es la primera interesada en ver lo que hay dentro de esa caja negra de la pederastia, para dimensionar su responsabilidad al respecto y pedir perdón a las víctimas. Por eso en Francia como país o en diversas diócesis alemanas, la última de ellas Múnich, han encargado a un agente externo que realice la investigación pertinente. Cabe decir que, en muchos casos, se abren heridas del pasado, que ya habían cicatrizado por la fuerza del tiempo.  En Múnich, por ejemplo, se estudiaron expedientes prácticamente desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Algo semejante sucedió en Francia; es decir, en la mayor parte de los casos, se trata de eventos acaecidos hace muchos años, de los que apenas se toma conciencia.

Ahora bien, este es un tema muy delicado, que puede prestarse a una especie de cacería de brujas. Utilizarse como expediente para empañar el prestigio de algunas personalidades, en forma selectiva. Tal parece ser el caso de Benedicto XVI, al embarrarlo con cuatro casos mal gestionados durante su mandato en la diócesis de Múnich hace más de 40 años. No podemos olvidar que siempre es injusto juzgar las acciones del pasado con el criterio presente. Han tenido que pasar muchas cosas tristes en la Iglesia para que cobráramos conciencia de la magnitud del problema; conciencia de la que hace 40 años se carecía. No le podemos pedir a un obispo de hace treinta, cuarenta o cincuenta años, que tome las medidas precautorias que se tomarían hoy por el mismo problema.

Lo que casi nadie ha dicho, del periodo en que Ratzinger estuvo al frente de la diócesis de Múnich-Freising, es que no hubo ni un solo caso de abuso sexual a menores. Los que le imputan al Papa emérito sucedieron antes fuera de su diócesis o después; es decir, cuando no tenía potestad sobre la misma ni capacidad de decisión. Las medidas disciplinarias que no tomó, corresponden a las medidas que comenzaron a ser promovidas por el mismo Ratzinger 20 años después de los sucesos, al tomar conciencia de la dimensión que tenía el problema, gran parte gracias a la investigación del Boston Globe. Pero a principios de los años 80 del siglo XX, tomó las medidas usuales en aquel entonces; en el caso más sonado, retirar de la práctica pastoral a un sacerdote y someterlo a un tratamiento psiquiátrico.

La Iglesia ha reaccionado tarde, pero ha reaccionado, gracias en gran medida a los escándalos periodísticos: Boston Globe, Maciel, Karadima. Ahora ha aprendido la lección: no esperar a que los medios ventaneen sus miserias, sino mostrar todas las cartas sobre la mesa, en un ejercicio de humildad y transparencia, orientado a pedir perdón, reparar y purificar la memoria. Ha seguido entonces el consejo que daba Valentina Alazraki a los obispos en una reunión organizada por el Papa Francisco para estudiar el tema del abuso sexual en la Iglesia: adelantarse a los periodistas. Cabe preguntarse si otras diócesis latinoamericanas seguirán el ejemplo de Pensilvania, Berlín, Múnich y toda Francia. O si la experiencia del escándalo orquestado por este acto de sinceridad aconsejará un silencio prudente. Pienso que, aunque doloroso, se trata de un proceso necesario, un paso duro y difícil que la Iglesia debe dar para recobrar credibilidad.

Laudatio Papa Benedicto XVI

La inocencia de Benedicto

Por Pbro. Mario Arroyo

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El comprensible rechazo social a la pederastia clerical corre el riesgo de volverse marcadamente injusto, cuando se usa como expediente para descalificar a personas inocentes. Así sucedió con el Cardenal George Pell, acusado sin pruebas de pedofilia, y encerrado dos años en prisión por un crimen que no cometió. Ahora le toca a Benedicto XVI pagar la factura por la desinformación y descontextualización de hechos acaecidos hace más de 40 años.

Porque sí, hay que decirlo con todas sus letras, Benedicto XVI es inocente de los crímenes que le han imputado apresuradamente algunos medios alemanes de manera irresponsable y para generar escándalo. Los periodistas sacaron de contexto unas cuestionables conclusiones de un informe pedido por la misma Iglesia para deslindar responsabilidades en lo que a pedofilia clerical se refiere. Por supuesto, se han servido de titulares escandalosos y no han leído el extenso informe ni la respuesta de Benedicto XVI; de hecho, no le dan voz al acusado para defenderse y dan por sentada su culpabilidad.

Cardenal George Pell en el seminario Redemptoris Mater en Sidney.
Foto: Kerry Meyers.

Lo que se puede decir, ateniéndose al mismo informe, es que durante el periodo de cinco años en el que estuvo al frente de la diócesis de Munich, no hubo ningún incidente de pedofilia, ni uno solo. Los que le imputan fueron cometidos ya sea antes o después de que él fuera obispo y por tanto no puede ser responsable de los mismos. Le imputan haber recibido sacerdotes acusados de pederastia para recibir una terapia psicológica, sacerdotes que fueron separados de la labor pastoral durante su mandato. Después de que dejó la sede fue el vicario general, y no Ratzinger, quien les dio permiso de volver a tener encargos pastorales. Si se analiza caso por caso, se ve que no hubo en Benedicto XVI ninguna voluntad o actitud encubridora.

Pero más allá de la verdad de los hechos, que como en el caso del Cardenal Pell, pienso que quedará patente tras un estudio sosegado y desapasionado de la cuestión,  lo que me interesa analizar es el hecho de cómo se empaña con excesiva facilidad la reputación de personas inocentes, como lo han sido Pell y Ratzinger.

¿Qué tienen en común? Ambos son escrupulosamente fieles a la ortodoxia católica. Cabe la sospecha, en ambos casos, de que se trata de una maniobra del ala liberal de la Iglesia por descalificar a su contraparte ortodoxa. Es decir, lo doloroso del escándalo, es que muy probablemente, en ambos casos, pudo haber sido perpetrado o por lo menos facilitado por personas de la misma Iglesia, con una visión contrapuesta a las del Papa emérito y del Arzobispo Pell.

Papa Emérito Benedicto XVI en una audiencia 2006.
Foto: Giuseppe Ruggirello.

¿Qué sucede con el caso de la injusta acusación a Benedicto XVI? Que distrae la atención de la parte realmente escandalosa del informe –las personas que tristemente fueron abusadas– algunas de las cuales, durante el mandato del actual arzobispo, el Cardenal Reinhard Marx. En el caso de Pell, estaba intentando poner orden en las finanzas vaticanas, lo que resultó incómodo para ciertas personas. Más tarde salieron a la luz (nuevamente) los desafortunados escándalos económicos que llevaron a la destitución del cardenal  Angelo Becciu.

En síntesis, resulta muy sospechoso el uso del expediente pedofilia como arma arrojadiza para desacreditar al que representa una postura diferente a la propia dentro de la Iglesia. En ese sentido, pienso que los culpables no son los medios, pues ellos hacen su trabajo y, tristemente también, en ocasiones viven del escándalo; la responsabilidad es más bien de quienes facilitaron las filtraciones selectivas de información incompleta y descontextualizada a estos medios.

Como la mancha de la pedofilia es indeleble, resulta luego muy difícil restituir la fama del acusado injustamente, pues la sombra de la sospecha siempre pesará sobre él. Eso es lo particularmente doloroso en el caso del Papa Benedicto XVI, que junto con Francisco ha sido quien más ha luchado por erradicar la lepra de la pedofilia en la Iglesia. Grave particularmente porque la calumnia va dirigida no tanto contra él, ya nonagenario, sino para empañar la lucidez de su obra, para quitarle brillo a uno de los monumentos culturales más valiosos de la cristiandad. Por ello, hacemos bien los fieles católicos en apiñarnos en torno al Papa emérito, pidiendo a Dios que se esclarezca toda la verdad; pues no hay que olvidar lo que dice Jesús en el evangelio: “la verdad os hará libres.”

MDNMDN