«El presente es el punto en el que el tiempo coincide con la eternidad»
C.S. Lewis Y para mí especialmente ahora.
Como una mexicana en sus veinte años nunca me hubiera planteado estudiar Teología como carrera universitaria. Estudiar Teología —para muchos en mi país y por ignorancia— es para sacerdotes y algunas religiosas. Muchos estudiamos catecismo en su momento y pretendemos que conocemos a fondo nuestra fe; en realidad nos falta muchísimo por aprender. Desde hace un par de meses he emprendido una aventura fascinante: viajé a Roma y me matriculé en el Baccalaureato en Teología en una universidad pontificia.
Al llegar a las clases sentí que soy minoría en este mundo. Un aula de cincuenta personas en las que tan solo somos cinco mujeres. Además, somos pocos los laicos que no están ahí para prepararse para el sacerdocio. ¿Por qué estudio Teología? La pregunta la recibo al menos alguna vez por semana. Hasta ahora me dispongo a responderla con cabeza. No para los demás, sino para mí.
Dos cosas son las que principalmente me han motivado a estudiar esto. La primera, Dios. La segunda, Roma. Antes de venir, una buena amiga —con la que comparto ambas profesiones de filósofa y teóloga— me insistió: «Estudiar Teología es conocer lo que Dios quiere que sepas de Él mismo». No necesité más: esa verdad bastó para que me aventurara en esto. Para una católica practicante como yo, estudiar con seriedad las verdades de mi fe resulta completamente fascinante y revelador. Sabía que había todo un mundo por conocer, pero nunca creí que sería tan definitivo para lo que significa ser católica, para lo que significa ser hija de Dios.
Aunado a esto me motiva el hecho de que el Papa Francisco haya hecho un llamado especial a los laicos para su participación en la Iglesia. Su voto en el pasado Sínodo es tan solo un ejemplo de esta actitud de Su Santidad. Como laica, mujer y estudiante de Teología esta actitud me interpela directamente. Me hace sentir la responsabilidad del mundo y de la Iglesia en mis hombros. Me resulta un honor poder cargar con un cachito de esta piedra sobre mis hombros, aún flacos, por todo lo que me queda por estudiar y profundizar. Cuando subo al último piso de mi universidad y salgo al terrazzo veo la cúpula de San Pedro, recuerdo mi colaboración con el Santo Padre y renuevo mi esperanza en que esto vale la pena.
San Pedro, Ciudad del Vaticano. Foto: Mauricio Fajardo.
Me ha sorprendido especialmente la cultura de las universidades pontificias. En Europa es común —permítaseme esta expresión, aunque sé que implica muchos matices— estudiar Teología a nivel universitario, incluso para personas no cristianas o poco practicantes. Esto lo comprobé en Roma, donde encuentro a muchas personas que deciden emprender esta aventura como yo. No existe mucho prejuicio alrededor de estas universidades. Yo sí tenía este prejuicio, por el pragmatismo del que vengo en el que cualquier estudio lo tiene que avalar un título reconocido por mi gobierno. Lo que he encontrado aquí es un verdadero espíritu de búsqueda de la verdad. El conocimiento no utilitario cobra especial importancia aquí, lo cual es valiosísimo.
Mi segunda motivación es Roma, ¡y qué motivación! Su apodo de città eterna no es trivial. Una amiga una vez me dijo «Roma es de otro mundo y mil mundos al mismo tiempo». No puede tener más razón. Mi universidad tiene Piazza Navona como patio de recreo. Para llegar al centro de Roma camino por Via Flaminia. Esto me permite entrar hacia el centro por la Porta del Popolo: antigua entrada a la gran ciudad. Todos los días me maravillo ante esta entrada. Ahí hay un semáforo que me permite frenar, contemplarla y retomar la conciencia de que estoy a punto de entrar en la historia de esta ciudad, de ayudar a seguir escribiendo esa historia. Al contemplar me repite que no me puedo acostumbrar.
Vivir en Roma es viajar en el tiempo diariamente. Es respirar y convivir con el caos —aunque viniendo de la Ciudad de México, la palabra caos es sinónimo de cotidianidad—. Es esquivar turistas e italianos enojados. Es, de un mismo vistazo, percibir tres mil años de historia. Es escuchar todas las lenguas, porque todos los caminos llevan a Roma. Fue la capital del gran imperio y sigue siendo capital de Occidente en muchos sentidos. Roma es abrumadora: es enorme, en todos los sentidos de la palabra. Al mismo tiempo llega a ser tan personal y acogedora, de las maneras más extrañas, pero logra serlo. Ante tanta universalidad —con la que convivo diariamente— es imposible que la añoranza del país de origen sea triste. Junto con la nostalgia que el estar lejos de casa conlleva, Roma consigue reunir a todas las naciones y valorar la riqueza de cada una.
Llevo solo unos pocos meses y la aventura acaba de empezar. Pero si con poco tiempo ha conseguido sorprenderme y fascinarme, ¡todo lo que me espera! Lo que más he valorado es que Roma me ha enseñado a contemplar… espero que no se detenga.
El pasado 28 de febrero se cumplieron 10 años de la histórica renuncia de Benedicto XVI. Valiente y oportuna decisión, que seguramente le hará merecedor de algún título especial, al “Papa Teólogo”. Por otra parte, este 13 de marzo se cumplen 10 años desde que Francisco fue elegido Pontífice o, como a él le gusta más decir, Obispo de Roma.
Así como a 10 años de distancia, se puede calificar la renuncia de Benedicto como una realidad benéfica para la Iglesia, es difícil emitir un juicio sobre el pontificado de Francisco, pues no tenemos la necesaria perspectiva histórica, pues al momento de redactar estas líneas, sigue siendo Papa. Sin embargo, diez años sí son suficientes para señalar muchas cosas que han cambiado en la Iglesia bajo su mandato.
Con tres Encíclicas y cinco Exhortaciones Apostólicas, su magisterio es muy rico, pero se puede afirmar que el documento programático de su pontificado, el que ha marcado la pauta de su ministerio petrino, es la Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium. Ahí se nos da a conocer como persona y, en definitiva, como un pastor cercano a su pueblo. De todas formas, si el papado de Benedicto XVI estuvo marcado por los textos, siendo quizá la Encíclica Spe Salvi el más logrado de todos, el de Francisco, en cambio, ha estado marcado por los gestos. Esos gestos translucen una autenticidad insoslayable y una profunda espiritualidad.
Son muy numerosos los gestos de Francisco, que van desde las llamadas por teléfono para mostrar cercanía a alguien que sufre, como a la mamá de Gustavo Cerati, o para decirle a una pareja gay que no hay ningún inconveniente en bautizar a sus hijos, reunirse con un grupo de mujeres divorciadas, para decirles que hay lugar para ellas en la Iglesia, o postrarse y besar los pies de líderes africanos, para pedir humildemente el cese a la violencia en sus regiones.
Su pontificado también se ha caracterizado –en sintonía con sus dos predecesores- por una fuerte dosis de diálogo interreligioso. Es icónica su fotografía, en frente del Muro de las Lamentaciones, abrazando a un imán musulmán y a un rabino judío. También lo es su empeño en mantener abierto y vivo el diálogo ecuménico, señalando que “la sangre está mezclada”; es decir, reconociendo que el primer ecumenismo es el de los mártires, cuya sangre derramada por fidelidad a Jesucristo está mezclada, sin importar de qué denominación cristiana sean cada uno de ellos.
Papa Francisco en San Pedro, 6 de junio 2014. Foto: Alfredo Borba.
Ha tenido que cargar bajo su mandado, con el pesado lastre que le dejaron sus dos predecesores: graves problemas de pedofilia clerical y escándalos financieros, que manchan incluso a altos miembros de la curia romana. Al igual que su predecesor, ha puesto todos los medios a su alcance para superar estas dos enfermedades de la Iglesia. Sin que pueda afirmarse que ya está todo esclarecido y resuelto, sí se puede afirmar que en los dos últimos pontificados se han dado grandes pasos en esa dirección. En medio de la refriega, ha tenido que juzgar a un cardenal por motivos económicos (Becciu) y aceptar que otro fuera llevado a prisión injustamente (Pell). En medio del escándalo que esto causa, el Papa ha dado la cara con dignidad.
Por lo demás, es proverbial su pobreza personal y el fomento de la austeridad en el seno de la Iglesia. Sin duda alguna su preocupación por los pobres, por las víctimas de la cultura del descarte, su deseo de vincular a todos los creyentes con estas causas humanitarias, su contemplación del misterio de Cristo sufriente en todo ser humano que padece, todo ello, en suma, ha florecido en una renovación espiritual en el seno de la Iglesia, cuajada de obras concretas.
Queda mucho por decir de su pontificado, por ejemplo, es el primer Papa en publicar una Encíclica sobre Ecología (Laudato Si´), o el que más ha luchado por los inmigrantes, hasta el punto de añadir una oración a la Virgen pidiendo por ellos en el rezo del rosario. Un Papa de las periferias, que goza de gran autoridad moral, un Papa, sin duda, enviado por Dios para purificar a su Iglesia y para hacer de ella una “Iglesia en salida”, un Papa para los revueltos tiempos contemporáneos, que busca más lo que une, que lo que nos separa, un Papa puente y no un Papa muro, eso es Francisco.
Ha causado cierto escándalo el vestido de novia de Kourtney Kardashian, diseñado por Domenico Dolce y Stefano Gabbana, pues incluye, entre los elementos decorativos, un maravilloso encaje con la imagen de la Virgen María. ¿Ofensa premeditada?, ¿blasfemia?, ¿burla o ridiculización? Son algunas de las inquietudes que atormentan el alma de los ofendidos.
Personalmente soy muy devoto de la Virgen María, y me duele que su imagen se utilice con cierta superficialidad. Sin embargo, no considero que el vestido de novia de la Kardashian tenga una intencionalidad ofensiva. Pienso que aúna, en una magistral ejecución artística, una fuerte dosis de superficialidad, falta de pudor y pérdida del sentido de lo sacro; todos ellos pecados, no de Kourtney Kardashian, sino de nuestra sociedad postmoderna. Sencillamente Kourtney no es sino hija de su tiempo, y estos tiempos, dolorosamente, lo repito, son así.
Domenico Dolce y Stefano Gabbanna. Foto: Renan Katayama.
Vamos analizando este juicio por partes, para que se comprenda mejor la crítica subyacente. ¿Por qué supone una falta de pudor? Porque junto con el maravilloso velo de la novia, de varios metros de longitud, Kourney lucía un “minivestido con corsé… inspirado en la lencería italiana de los años 60” (Vogue). Es decir, en términos coloquiales, la novia enseñaba demasiado, sobre todo, si se considera que estaba ataviada además con una majestuosa imagen de la Virgen María. Es decir, aunaba a la falta de pudor, entendido como mostrar sin necesidad diversas partes del propio cuerpo, cargando la atención en los atributos sexuales, el adorno de la más pura de las criaturas. El contraste artístico y conceptual es brutal, pero para quienes somos devotos de la Virgen puede resultarnos algo incómodo.
Esta crítica permite enlazar con el segundo punto: la pérdida del sentido de lo sagrado. Lo sacro o lo sagrado es, por definición, lo que se sustrae del uso común, por considerarse eximio, por hacer referencia a la realidad trascendente, a Dios, en definitiva. Los hombres no debemos dar usos banales a las realidades divinas, como un eco de aquel mandamiento de la ley de Dios: “No tomarás el nombre de Dios en vano”. No tomarás, por extensión, lo que hace referencia a Dios en vano; y la Virgen es Madre de Dios, no debe “utilizarse” en vano. Aquí la Virgen, inspirada en uno de los tatuajes del ahora esposo de Kourtney, aparece como despojada de toda su prerrogativa sobrenatural, para aparecer como un adorno “cool”, provocativo y desafiante. Se busca de intento el impacto, el cual se consigue, por lo cual, la imagen de la Madre de Dios es usada como elemento decorativo y provocador al mismo tiempo.
Ahora bien, antes de rasgarnos las vestiduras, miremos el contexto: un palacete en Portofino, dos auténticos diseñadores que son artistas italianos. Si bien, con un poco de perspectiva, podemos comprender que se trata de un caso más de lo que en Italia en general y en Roma en particular, se conoce como “lo sacro e lo profano”, la mezcla de lo sagrado con lo profano, tan común en Italia. Todo aquel que haya visto la serie “Medicis”, puede darse cuenta de que los grandes mecenas de los artistas, no han sido modelo de virtudes, y que el motivo que plasmaban era mayormente religioso. En ese sentido, quizá el más escandaloso caso del género, sea la modelo de la que se sirvió Caravaggio para pintar un magistral cuadro de la Dormición de la Virgen. Se trataba de una hermosa prostituta encontrada muerta en el Tiber, lo que en su momento escandalizó comprensiblemente a más de uno, pero que, con el paso del tiempo, pasada la tormenta, nos ha dejado plasmada una hermosa obra de arte, fuerte y realista en su interpretación.
La Dormición de la Virgen. Caravaggio.
Por último, la superficialidad. Va hermanada con la pérdida del sentido de lo sacro, de lo profundo. Lo que cuenta es la epidermis, lo que siento en el momento. Kourtney planteó su boda como un cuento de hadas; la Virgen era parte del programa, porque así llamaba la atención sobre su boda. Lo ha conseguido y aquí estoy yo haciéndole eco a su capricho. Pero pienso que nos deja un maravilloso velo de novia, que ojalá alguna novia pueda utilizar, en un matrimonio religioso, primero, único, para siempre, que sea sacramento, donde no desentonaría en lo absoluto, sino que vendría a rubricar con el arte la sacralidad del misterio matrimonial.