Agustín de Iturbide: padre de la Patria mexicana

Agustín de Iturbide: padre de la Patria mexicana

Por Raúl González Lima

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Agustín de Iturbide, fue el español mexicano “criollo” que se transformaría en el padre de la patria mexicano español. Y con su transformación, México se convertiría en nación independiente. Personaje histórico, controvertido y polémico hasta la fecha. Nace en Valladolid (hoy Morelia), el 27 de septiembre de 1783, seis años antes del inicio de la Revolución Francesa, y catorce años después del nacimiento de Napoleón Bonaparte.  Su nombre completo era: Agustín Cosme Damián de Iturbide y Aramburu. 

El día y mes del nacimiento de Iturbide serían el día y el mes de la entrada del Ejército Trigarante, victorioso, a la Ciudad de México. Todavía hay algunos, los menos, quienes pretendiendo denostar y mostrar a Iturbide como egocéntrico, reclaman a Iturbide haber escogido la fecha de su cumpleaños para hacerla coincidir con la entrada triunfante a la Ciudad de México del Ejército que había formado bajo las tres directrices (garantías) del Plan de Iguala. Ante la ocurrencia de los principales acontecimientos que consumarían la independencia de México (los Tratados de Córdoba en agosto de 1821, y la capitulación de la capital de la Nueva España en septiembre de 1821), era cuestión de un simple acomodo de escasos días para hacer coincidir la entrada del Ejército Trigarante a la Ciudad de México con el 27 de septiembre de 1821. ¡Qué mejor celebración de cumpleaños, para el líder indiscutible que era Iturbide, que el triunfo de la campaña militar y política que había iniciado en Iguala en febrero de 1821, y que terminaba felizmente en ese día!

Es precisamente el 27 de septiembre de 1821, la fecha que muchos historiadores han considerado como el día más feliz en la historia de México, por la inmensa algarabía que significó la entrada del Ejército Trigarante a la Ciudad de México, logrando así la consumación de la anhelada independencia de la nación mexicana, y que lamentablemente dejó de ser considerada como gran fiesta nacional en la primera mitad del siglo XX. Pero antes de esa fecha, hubo varios acontecimientos para hacer posible este inicio de la nación mexicana independiente, los cuales nos permiten comprender mejor la figura del gran personaje de la historia patria que fue Agustín de Iturbide.

Entrada del Ejército Trigarante en 1821,

En 1797, Agustín de Iturbide decide, a los 14 años, seguir la carrera militar en Valladolid, su ciudad natal y una de la más importantes de la Nueva España, nación que era entonces parte de la Monarquía española, y cuya máxima autoridad de gobierno estaba a cargo de un Virrey nombrado por el Rey español. Por nación entendemos, para estos efectos, al conjunto de personas de un mismo origen, que habitan un territorio, y que generalmente hablan un mismo idioma y tienen una tradición común. Eso era la Nueva España, una nación que había comenzado su gestación a partir de la Conquista española iniciada con la caída de Tenochtitlán en 1521, la principal ciudad de los Mexicas, quienes ejercían el control político y militar de una parte importante de Mesoamérica. El territorio conquistado sería llamado Nueva España, por Hernán Cortés, para integrarlo así a la Monarquía de Carlos V, entonces rey de Castilla y de otros territorios en la Península Ibérica y en Europa (Imperio Español), y para expandir significativamente este territorio, hacia el norte y hacia el sur, durante los siglos XVI, XVII y XVIII.

La Nueva España estaba conformada preponderantemente por población indígena que habitaba el territorio mesoamericano; en segundo lugar, por población mestiza constituida principalmente por las distintas combinaciones de indígenas con españoles; y en tercer lugar, por españoles, nacidos en Europa, o por hijos de españoles, nacidos en la Nueva España, y que posteriormente, fueron llamados criollos. Esta circunstancia poblacional, refleja dos aspectos: (i) la Conquista española, que representó la derrota del predominio político, militar y económico mexica sobre otras poblaciones indígenas, fue llevada a cabo por alrededor de 500 españoles en alianza con miles de guerreros indígenas opositores a la opresión mexica; y (ii) el mestizaje natural y cultural que comenzó  a darse por la eventual unión entre hombres españoles y mujeres indígenas, que contribuiría a crear un nuevo perfil racial y cultural, en adición a la población indígena y española, que sería característico de la nación novohispana y mexicana. A principios del siglo XIX, en 1804, la población de la Nueva España ascendía aproximadamente a seis millones de habitantes, de acuerdo con estimaciones de Alejandro von Humboldt, de los cuales aproximadamente 2,400,000 habitantes eran indígenas (40%), 2,400,000 habitantes eran mestizos (40%), 1,130,000 habitantes eran criollos (19%), y tan solo 70,000 habitantes eran españoles (1%).

Con respecto a su territorio, la Nueva España llegó a abarcar, durante sus tres siglos de existencia, gran parte de lo que hoy conocemos como los Estados Unidos, el territorio actual de México, las islas Filipinas, la mayor parte de Centroamérica y una parte del Caribe. Cuando México se convirtió en país independiente, es decir, a partir del 27 de septiembre de 1821, el Imperio Mexicano comprendía un territorio que abarcaba desde los actuales estados de California, Nevada, Arizona, Utah, Colorado, Nuevo México y Texas en los Estados Unidos, hasta lo que es hoy es la República de Costa Rica. Un vastísimo y muy rico territorio novohispano, gran parte del cual México, como nueva nación, habría de perder en los siguientes 30 años de su vida independiente, principalmente por razones políticas y militares, pero también por su incapacidad como nación para gobernarse con estabilidad y eficacia, producto de un divisionismo ideológico estéril que provocó un atraso económico y cultural en la nueva nación, así como un absoluto desorden en la economía y las finanzas públicas, como resultado de innumerables pronunciamientos y asonadas militares, guerras civiles, golpes de estado, y una permanente inestabilidad política y económica.

La Nueva España, además del territorio y población, compartía entre gran parte de su población un mismo idioma, el castellano, una misma religión, la católica, y un mismo gobierno, el virreinal, como parte integrante de la Monarquía Española. Por otra parte, la literatura, la arquitectura, la minería, la medicina, las instituciones educativas y científicas, y otras artes y oficios, florecieron de manera significativa en la Nueva España, llegando a ser una potencia económica y cultural en los siglos XVII y XVIII. 

Óleo, castas: mestizo.

Sin embargo, la Revolución Francesa de finales del siglo XVIII y el Imperio Napoleónico de principios del siglo XIX, habrían de afectar a la Monarquía en España, y terminarían por afectar también a la Nueva España, y a la nueva nación mexicana, con consecuencias políticas y militares a lo largo del siglo XIX, y por tanto, también en la historia contemporánea de México.

La vida militar de Iturbide transcurre principalmente en las primeras dos décadas del siglo XIX, y tiene su punto álgido a partir de una serie de acontecimientos políticos y militares en España en 1808, y sus efectos inmediatos en la Nueva España. La invasión napoleónica al territorio español y el derrocamiento de la Monarquía española sacuden políticamente a la Nueva España, en conjunto con las nuevas ideas liberales, creando la oportunidad para la defensa de la Monarquía española desde América, desconociendo al nuevo gobierno español auspiciado por los invasores franceses, para lo cual se requería la autonomía política de la Nueva España mientras se reponía a la Monarquía española. Las conspiraciones independentistas que surgen en la Nueva España en 1808, tenían este propósito más que el crear una nueva nación independiente, incluyendo la revuelta civil y militar iniciada por Miguel Hidalgo el 16 de septiembre de 1810, que sería contenida por el ejército realista a principios de 1811. Sin embargo, los acontecimientos en España, incluyendo las nuevas ideas liberales, la idea de que la soberanía radica en el pueblo, y la instauración de una constitución liberal en Cádiz en 1812, darían un nuevo aire a los movimientos independentistas, principalmente al insurgente que había iniciado Miguel Hidalgo, y después liderado por José María Morelos. Iturbide participa desde un inicio, como teniente, combatiendo al movimiento insurgente, cumpliendo como militar realista sus funciones de mantener el orden, y derrotando a las guerrillas insurgentes en distintos puntos del territorio novohispano. El movimiento insurgente casi estaba derrotado alrededor de 1815, e Iturbide, quien ya estaba a cargo del Ejército del Norte, había ganado fama como eficaz oficial del ejército realista. 

Después de servir con lealtad a dos virreyes, Venegas y Calleja, Iturbide se ve inmiscuido en algunos asuntos de corrupción y se aleja parcialmente de sus actividades militares en 1816. En enero de 1817, después de derrotar al insurgente Ramón López Rayón, Iturbide confía al entonces Capitán Filisola, su idea de evitar tanto derramamiento de sangre y la facilidad con que se lograría la independencia si se pusiesen de acuerdo las tropas mexicanas que militaban bajo la bandera del Rey con los insurgentes que aún se mantenían combatiendo. Esta idea habría de germinar poco tiempo después. En 1820, siendo Apodaca el último virrey de la Nueva España, y como resultado de la restauración de la constitución liberal de Cádiz en España, que había sido abolida pocos años después de haber sido promulgada en 1812, se acrecientan nuevas conspiraciones para lograr la autonomía política de la Nueva España, incluyendo la conspiración de La Profesa, en la cual sería invitado Iturbide a participar.

Para entonces, Iturbide ya había comenzado a elaborar su propio plan de independencia, y los acontecimientos se irían desencadenando a favor del plan de Iturbide. Los notables de La Profesa recomiendan a Iturbide con el virrey Apodaca para ser nombrado comandante del Ejército del Sur. Iturbide combate a las fuerzas de Vicente Guerrero en enero de 1821, cerca de Acapulco, y en febrero de 1821, Iturbide y Guerrero llegan a un acuerdo para el cese del fuego, y unir sus fuerzas para lograr la independencia de México. El 24 de febrero de 1821, Iturbide proclama el Plan de Iguala, el cual firma Vicente Guerrero. El Plan de Iguala, entre otras cosas, establecía la independencia política de México de España, y que el ejército que se formaría a partir de esta proclama se denominaría “Trigarante” por el lema y las tres garantías de dicho Plan: religión, independencia y unión.

Abrazo de Acatempan. Óleo Román Sagredo.

A propósito de las tres garantías del Plan de Iguala, vale la pena enunciarlas brevemente en cuanto a su significado, y como genialidad de dicho Plan, que constituiría el manifiesto político fundacional de la nueva nación mexicana, cuya autoría intelectual corresponde a Agustín de Iturbide, y que sería secundado y apoyado por los propios insurgentes y otros oficiales realistas. Seguimos el orden en que las tres garantías fueron enunciadas en el Plan de Iguala y representadas en los colores de la bandera Trigarante original, que data de febrero de 1821. Religión: la católica como religión de Estado (simbolizada por el color blanco, e inspirada por la Fe verdadera); Independencia: autonomía política y económica de la metrópoli española (simbolizada por el color verde, e inspirada por la Esperanza en libertad); y Unión: de todos los habitantes y los nacidos en la Nueva España (simbolizada por el color rojo, e inspirada por la Caridad fraterna). Este significado contrasta con los principios antropocéntricos de la Revolución Francesa: Igualdad, Libertad y Fraternidad, que algunos equivocadamente han llegado a equiparar con las tres virtudes teologales cristianas, confundiendo los pretendidos valores enunciados por la Ilustración y la “modernidad”, con la ejemplaridad de las tres virtudes a las que los hombres solo pueden aspirar por intermediación de la Gracia Divina, a través de los sacramentos.

Posterior a la entrada triunfante del Ejército Trigarante, el 28 de septiembre de 1821, se firma el Acta de Independencia del Imperio Mexicano. Agustín de Iturbide queda a cargo de la Primera Regencia encargada de gobernar a la nueva nación independiente, en conjunto con la Junta Provisional Gubernativa, órgano legislativo responsable de crear la primera constitución del México independiente. Todo esto conforme al Plan de Iguala de febrero de 1821, y a los Tratados de Córdoba firmados en agosto de 1821. Faltaba designar también al monarca del Imperio Mexicano, en espera que algún miembro la Monarquía española aceptara dicho ofrecimiento. La Monarquía española no solo no aceptó el ofrecimiento del recién creado Imperio Mexicano, sino que desconoció en marzo de 1822 los Tratados de Córdoba que habían sido firmados en 1821 por Juan O’Donojú e Iturbide. Agustín de Iturbide fue nombrado emperador el 18 de mayo de 1822, por una iniciativa popular y dicho nombramiento fue aprobado por el Congreso al día siguiente.

El nombramiento de Iturbide como emperador despertó todo género de pasiones y ambiciones personales y políticas entre quienes habían jurado lealtad al Plan de Iguala y los Tratados de Córdoba, incluyendo a los antiguos insurgentes, los partidarios de un régimen republicano, los liberales radicales pertenecientes a logias masónicas, los militares del nuevo Ejército mexicano, y los españoles defensores del régimen monárquico borbón. En un de repente, el llamado libertador y consumador de la independencia de México, se convierte en “tirano” y villano a quien derrocar. Ante la efervescencia y desorden políticos generados por las inconformidades de los liberales y la sublevación del ejército liderada por Antonio López de Santa Anna, el 19 de marzo de 1823, Iturbide renuncia (abdica) como emperador, y decide exiliarse para evitar más conflictos en la nueva nación. 

Iturbide queda aislado y traicionado políticamente. Se exilia con su familia en Italia. El 3 de abril de 1824, el Congreso declara a Iturbide traidor a la Patria y fuera de la ley en caso de que regresara al país, lo cual ratifica en el mismo mes el recién creado congreso constituyente. Iturbide ignora estas decisiones, y a principios de mayo se embarca en Inglaterra con destino a México, al enterarse de planes europeos para desconocer la independencia de México y ocupar eventualmente el territorio nacional. Recién llegado a México es detenido y será fusilado en Padilla, Tamaulipas el 19 de julio de 1824, en cumplimiento del decreto que lo declaraba “traidor y fuera de la ley”.

Hasta aquí, el recuento sucinto de la gloria y tragedia de Agustín de Iturbide, consumador de la independencia de México, y de algunos datos para reflexionar sobre la figura histórica del consumador de la independencia nacional, a quien la historia oficial ha denostado y pretendido olvidar. El 7 de octubre de 1921, la Cámara de Diputados acordó borrar el nombre inscrito en letras de oro de Agustín de Iturbide del salón de sesiones, decisión que fue ratificada el 30 de noviembre de 1936 por decreto de Lázaro Cardenas.

México, como nación independiente, sufriría en los 50 años siguientes a la muerte de Iturbide, de muchos infortunios políticos y militares, incluyendo la pérdida significativa de su territorio y guerras civiles que traerían atraso y pobreza material y espiritual a nuestra nación. Posiblemente, los mexicanos todavía estemos “pagando”, en nuestro destino histórico como país, las consecuencias del parricidio cometido en la persona del principal padre de la patria, Agustín de Iturbide.

Agustín de Iturbide: padre de la Patria mexicana

Independencia o nacimiento

Por Pbro. Mario Arroyo

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Los días patrios suponen siempre una amable ocasión para sentirnos mexicanos, celebrar la independencia, revivir las tradiciones y, ¿por qué no?, hurgar un poquito en nuestra historia, para tomar conciencia de quiénes somos realmente. Esto último no es sencillo, puesto que durante mucho tiempo se ha intentado adoctrinarnos, ofreciéndonos una visión canónica de nuestra independencia, de nuestros héroes y de nuestra identidad; constructo con fines políticos y de propaganda. No es sencillo acudir a las fuentes, ni encuentran suficiente difusión visiones alternativas de la historia nacional.

Como muestra, un botón: En realidad, es este año el año del bicentenario de la Independencia. No es el 16 de septiembre el día que debiéramos festejar, sino el 27 de septiembre, día del que casi nadie se acuerda. Tanto como a Hidalgo –iniciador– deberíamos reconocer a Agustín de Iturbide –consumador– de nuestra independencia. Pero no es así, porque la historia oficial tiene una fuerte componente doctrinal que no puede ser soslayado.

Impresión de Agustín de Iturbide.

El inicio de México como país, su nacimiento como realidad novedosa emancipada de España, se da el 27 de septiembre de 1821, en pocos días se cumplirán doscientos años de este acontecimiento. Si nos descuidamos pasará desapercibido.

Respecto al nacimiento de México nos hemos creído mitos, que nos remontan miles de años atrás, pero que carecen de fundamento histórico. Nosotros no somos ni los mayas, ni los olmecas, aunque conservemos orgullosos sus vestigios; la realidad mexicana es muy distinta de la que vivieron esos pueblos: el idioma, la cultura, la rueda, la escritura, la religión, son diferentes. Aunque nos pese, y les pidamos que nos pidan perdón, durante tres siglos fuimos parte del Imperio Español, y eso, nos guste o no, conforma parte de nuestra identidad y de quiénes somos. Basta ver el idioma que hablamos, la configuración de nuestras ciudades, nuestros apellidos, para darnos cuenta de que es así.

Rechazar nuestras raíces españolas manifiesta un complejo no superado sobre nuestra identidad. En lugar de “enaltecernos” pone en evidencia el carácter acomplejado de la historia oficial. México es la fusión de dos culturas, como admirablemente expresa el mural de Jorge González Camarena. Y como tal comienza su andar apenas el 27 de septiembre de 1821. Antes no existía México, se estuvo gestando durante tres siglos, y lo que ocurrió antes tiene  una relación con nosotros como la que tienen los celtas con la España actual.

Mestizaje.

Celebramos la independencia aunque yo más bien diría  que celebramos el nacimiento de un país, de una nación. Y digo nacimiento en vez de independencia, porque vista nuestra historia, nunca hemos sido independientes del todo. Desde el embajador Joel Robert Poinsett en los albores de nuestro caminar, hasta Kamala Harris actualmente, nunca hemos sido totalmente independientes. Tampoco es un desdoro: es simplemente resultado de estar en un mundo más grande que nosotros, luchando por abrirnos camino. Pero, por supuesto, hemos recibido influencia francesa, norteamericana, inglesa. Incluso participamos en la Segunda Guerra Mundial.

En diversos aspectos de nuestra vida como nación, la influencia extranjera es innegable, por ejemplo, en los albores de lo que después sería Televisa, la XEW radio, también intervinieron los norteamericanos.

No sería extraño que, en la reciente legalización del aborto por parte de la “Suprema Corte de Injusticia”, haya pesado la agenda abortista norteamericana encabezada por Kamala Harris. ¿Por qué no se dio durante la anterior administración estadounidense pro-vida? No, Estados Unidos, la ONU, y quién sabe cuántos actores más marcan muchas veces la agenda política, social y cultural de México. Las protestas feministas recientes, por ejemplo, son una réplica de las que ya se habían dado en Argentina, Chile y otros países sudamericanos.

Por eso, además de celebrar, debemos trabajar por un México mejor. Lo contrario no nos vuelve patriotas, sino patrioteros. Y aunque orgullosos de nuestro México, muchas de sus realidades –el narcotráfico, la violencia, la corrupción, la pobreza– hacen que, a dos siglos de nuestro nacimiento, todavía falte mucho por hacer. En los rubros mencionados, se nos cae la cara de vergüenza. La independencia tenemos que ganárnosla, día a día, trabajarla, lucharla arduamente, y no solo celebrarla un día al año.

Agustín de Iturbide: padre de la Patria mexicana

Lejos en septiembre: no lloro, nomás me acuerdo

Por Andrea Fajardo

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Cada vez que mi abuela recibía una llamada de Culiacán, algo se activaba en ella; el acento sinaloense que casi había perdido tras años en la Ciudad de México, regresaba inmediatamente. Hablaba recio y golpeado, con otras palabras y, de pronto, ya no decía mucho sino musho. Al colgar el teléfono, el acento desaparecía. Algunas veces frente a un plato de machaca, añorando Sinaloa, me contaba sobre las calles de Culiacán y sus hermanos; en esos momentos volvía el acento. Es hasta ahora –con los 9,727 kilómetros que separan a Berlín de la Ciudad de México– que lo he entendido.

Los mexicanos, a pesar de todo, estamos orgullosos de ser mexicanos: de la gente, la cultura, las tradiciones, el tequila, los tacos y todo aquello que en nuestro imaginario es la mexicanidad y que sale a flote sobre todo en septiembre.

Quizá por el carácter alegre y fiestero de los mexicanos, septiembre transforma nuestro patriotismo y nacionalismo en celebración. La independencia es un pretexto para reunirnos y festejar. Desempolvamos las banderas y las colgamos por todas partes, desde los edificios hasta los autobuses. Los trajes de charro y las blusas bordadas relucen especialmente durante un mes. Todo es verde, blanco y rojo; incluso la comida: no hay nada más patrio que un chile en nogada en la primera quincena de septiembre, cuando a pesar de las diferencias entre el norte, el centro y el sur nos unimos en un grito colectivo: ¡Viva México, cabrones!

Luchador AF

Pasado septiembre, guardamos hasta el siguiente año el nacionalismo exacerbado. O quizá hasta la siguiente gran ocasión en la que el logro de un mexicano se sienta como un logro o una tragedia colectiva: un partido de la selección, un discurso de Guillermo del Toro, reconocimientos a nuestros escritores y pintores o simplemente cuando cantamos Cielito lindo en el extranjero.

     Y es que en el extranjero, los mexicanos, además de padecer “el síndrome del jamaicón”, somos propensos al “síndrome de septiembre”, que se manifiesta de distintas maneras en función de nuestra relación con los otros, dependiendo de si son personas totalmente ajenas a nuestro entorno original, o si son latinos, o si nos encontramos entre mexicanos.

Por ejemplo, lo primero que hace un alemán, o casi cualquier otro europeo cuando conoce a un mexicano en su país es enlistar lo que ha escuchado de México, y comienza la lista: Chicharito, Frida Kahlo, tequila, tacos, mariachi, sombrero y el Chapo. Incluso algún despistado añadirá: cinco de mayo, chimichangas y chilli con carne. Es entonces cuando el síndrome de septiembre se cuela en el mexicano, quien comienza aclarando que el chile con carne es propiamente tex-mex, a las chimichangas ni las menciona y que el cinco de mayo lo festejan solamente los gringos; para seguir argumentando que México tiene mucho más que ofrecer que lo que dicen las noticias y nuestros problemas con la violencia y el narco. Seguramente, mencionará la gran diversidad de flora y fauna, la gastronomía (que nunca puede faltar), hablará de nuestra arquitectura, que va desde las pirámides, lo colonial y el barroco hasta los rascacielos; e incluso terminará describiendo los colores y la celebración del día de muertos como si cada año hubiera recorrido los caminos de cempasúchil en el cementerio de Janitzio, aun cuando nunca lo hubiera hecho. Quizá la única ofrenda en la que participó, fue la que ponían en la escuela.

Mexicano
Ilustración Dario Marcucci

Aceptémoslo, aunque las tradiciones se diluyen día con día, frente al otro no lo admitiríamos. Claro que nos esforzamos para que entiendan que México va más allá del estereotipo -que presentan las búsquedas de Google basadas en un imaginario mundial- del hombre sombrerudo y bigotón que se sienta a la sombra de un nopal (hay que añadir que no tiene sentido tomar una siesta recargado en espinas); o que las mujeres pueden tener otro nombre que no sea “María”, y que no necesariamente un mexicano debe tener cinco nombres y apellidos compuestos, como en las telenovelas. En resumen, queremos mostrar lo mejor, lo que nos enorgullece: nos convertimos en promotores culturales. Entonces deja de avergonzarnos y estamos dispuestos a usar un sombrero o una máscara de luchador para enriquecer el imaginario que los otros tienen de nosotros.

También puede ocurrir que en algún momento viajaron o viajarán a nuestra tierra o que hayan conocido a otro mexicano; y es cuando cruzamos los dedos esperando que el paisano dejara una buena impresión, y para reforzar o mejorar su opinión nos esforzamos en ser más alegres y simpáticos, para que la siguiente vez que se encuentre con otro mexicano, diga que tiene un amigo mexicano amable y divertido.

La segunda forma se presenta entre latinos e hispanos. El oído afinado por el tiempo empleado en aprender un idioma nuevo te mantiene alerta; es por eso que en cuanto escuchas por la calle o en el metro que alguien habla español, se acelera el pulso, como si lo extraño fuera menos desconocido. Es la primera manifestación del síndrome de septiembre. Cuando escuchas el español, además de alegrarte, si es posible, intentas establecer contacto, quizá con una sonrisa, para que sepan que alguien entiende lo que dicen.

Una vez que hemos logrado el contacto, buscamos similitudes entre latinos y nos reímos con las diferencias de las palabras y nos maravillamos de la riqueza de nuestra lengua,  porque algo inmenso nos arropa: hablamos el mismo idioma.

Y de pronto sientes, aunque tu único acercamiento a Colombia son los libros de García Márquez, que aquella chica colombiana y tú tienen mucho en común. El mexicano cuenta sobre México y escucha sobre Colombia, y por dentro sabe que, a pesar de los acentos y las palabras, comparten muchas cosas, que ellos también extrañan, que ellos también se fueron, que ellos también se adaptan.

La falta de unidad entre los hispanohablantes y, especialmente, entre latinoamericanos, desaparece en el extranjero.

La tercera forma es la más interesante: el síndrome de septiembre entre mexicanos. No tienes que explicar nada y tampoco eliminar estereotipos, tampoco buscas similitudes; ya no necesitas explicar lo que entiendes por una palabra, ni aclarar nada, porque los mexicanos sabemos de dónde venimos. Lentamente vuelve a tu boca el no manches, wey, compa, morra y todo aquello que hace a los demás saber que eres uno de ellos, que eres mexicano. Eres tú, cargando con tu propio México, con tu visión de México, con tus recuerdos y tu ideal.

No es que lo hayas olvidado, sino que es como si en aquel momento los tacos del Villamelón con su vista a la Plaza México, la calle empedrada de Francisco Sosa, las esperas en la fuente de los coyotes, el tráfico del Periférico y las cúpulas anaranjadas de Bellas Artes te poseyeran.

Cada vez que mi abuela recibía una llamada de Culiacán, el síndrome de septiembre se activaba en ella; en la nostálgica distancia, Sinaloa era su México. Así como ella empezaba a alzar la voz y a hablar como sinaloense, de pronto me encontré a mí misma hablando casi a gritos entre otros mexicanos. No era la única. El adiestramiento de meses de susurrar en el metro, se desvaneció en el momento en que entramos a nuestro pequeño México.

Panorama Jorge Razzo

Desconocidos que se aceptan por el simple hecho de ser mexicanos; porque todos compartimos la misma nostalgia, el miedo a regresar con las manos vacías y la sensación del fracaso, la añoranza por la familia, los antojos que te hacen agua la boca; porque mientras sostenemos una salchicha y un pan, no dejamos de hablar de birria, carnitas, un buen plato de pozole, de menudo y las mil variedades de tacos. Inevitablemente terminarás hablando de comida. Y sigues hablando fuerte, rápido, con un acento marcado, mientras un tequila –que parece más aguarrás– te quema la garganta y tendrás que conformarte, porque es lo que hay. De pronto resulta que no tienes dos pies izquierdos y hasta puedes bailar las de los Ángeles azules, siguen las canciones de Luis Miguel para preparar la voz para las rancheras y los mariachis, y empezarás a gritar, porque es una simulación de canto, como si estuvieras en Garibaldi con unos mariachis en directo, en lugar de escuchando una lista que Spotify sugirió. Y no sólo eso, también te sabes algunas de banda. Incluso, aunque jamás lo harías en México y te cueste aceptarlo, resulta que te sabes la letra completa de Rata de dos patas y terminas cantándola, sin despecho, sólo porque Paquita suena muy mexicana.

Pero hay una dimensión más del síndrome de septiembre, que se vive a solas y cotidianamente, cuando plantas chiles y tomates verdes, esperando hacer una buena salsa; cuando intentas hacer tortillas, aunque sepas que se te van a romper y te decepcionará el sabor. De la comida pasamos a la decoración, de pronto ya no te resultaría extraño colgar una bandera todo el año, desearías tener un comal, comer en un plato de talavera y beber de un jarrito de barro. Y aunque te cuestionas seriamente si en caso de que un extraño enemigo osara profanar nuestro suelo estarías dispuesto a sumarte al grito de guerra, si quizá no darías la vida por una idea de patria, al menos es claro que siempre recuerdas diez lugares, a cierta gente y tres o cuatro ríos.

En Berlín aprendí la palabra Heimweh, que es el dolor por el hogar, la añoranza por la tierra. Creo que describe muy bien esta nostalgia por el México de tu abstracción, que es el motor del síndrome de septiembre; cuando aquello que te ha sido conocido y querido por tantos años, paradójicamente está distante y tan cercano a la vez.

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