La soledad

La soledad

Por Salvador Fabre

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La soledad es ambivalente, tiene dos caras diametralmente opuestas. En un primer plano positivo, constituye la fuente de la interioridad, cuando descubrimos asombrados, nuestra riqueza interior y todo ese pozo de creatividad y capacidad de donación. Descubrimos, en definitiva, que esa soledad está acompañada, al decir de san Agustín, “Dios es más íntimo a ti que tu propia intimidad.” La segunda vertiente de la soledad es la negativa, la que hace decir a la Escritura “hay del que va sólo” (Eclesiastés 4, 10). Viene a ser una especie de maldición para la vida, el aislarse, no tener pareja o amigos, el distanciarse de la familia, o alguna de sus manifestaciones contemporáneas, como el férreo dogmatismo individualista en el que vivimos, por el cual, la “realización personal”, a cualquier precio, justifica el que no tengamos compañía o confianza o amigos. Es el recelo del prójimo, al que son proclives muchos de los poderosos política o económicamente hablando.

Aquí nos vamos a centrar en la positiva, sin dejar de advertir los riesgos de la negativa. La primera puede resumirse en la conocida expresión de santa Teresa de Calcuta: “El silencio es oración, la oración es fe, la fe es amor, el amor es servicio, el fruto del servicio es la paz”, o también en la recomendación de san Josemaría: “Procura lograr diariamente unos minutos de esa bendita soledad que tanta falta hace para tener en marcha la vida interior.” La soledad se nutre también de un doble alimento contrastante. Por un lado, nos invita a cerrar los ojos del cuerpo, para abrir los del alma, y descubrir toda la riqueza de la profundidad de nuestro corazón, toda esa invisible versión de nosotros mismos que es el alma, abriendo paso así a la vida del espíritu. La superficialidad, el ruido, las imágenes nos distraen de esa dimensión tan valiosa de nosotros mismos, intentando convencernos de que es inexistente. El otro alimento, en apariencia opuesto al primero, es precisamente la contemplación pausada de la belleza, sea artística, natural o moral; descubrir la belleza en nuestro entorno nos invita, por resonancia, a adentrarnos en nosotros mismos. La belleza se convierte así en alimento del alma, de nuestra interioridad y de nuestra profundidad.

Tanzania. Foto: Binti Malu.

Hay otro camino para enriquecer esa soledad, para alimentarla. Pero, al decir del Apocalipsis 10, 9: “Toma, devóralo; te amargará las entrañas, pero en tu boca será dulce como la miel.” Aunque, bien visto, quizá sea al revés de cómo lo dice el texto sagrado: amargo en la boca, dulce en el corazón. Me refiero a la experiencia del dolor, del sufrimiento. Ciertamente se muestra más llevadero si uno pasa la prueba acompañado -nada más duro que enfrentar una enfermedad física o psíquica, un fracaso moral, amoroso o profesional solos-, pero al final de cuentas, aunque no estemos solos y tengamos apoyo humano y divino para sobrellevar nuestro dolor, cada uno sufre solo, de forma análoga, cada uno muere solo, aunque esté acompañado por amigos y familiares. Ante ese dolor, ese sufrimiento, tenemos dos caminos: encerrarnos en nosotros mismos, endurecer el corazón, llenarnos de amargura o, en caso contrario, crecer exponencialmente en profundidad interior, lo que nos lleva a comprender mejor al prójimo, y a desarrollar una mayor capacidad de empatía con quien lo está pasando mal. Decía un antiguo rabino: “quien no ha sufrido, ¿sabe algo?” En realidad, sabe poco de la vida. Ese podría ser el pecado inculpable de los jóvenes bien pudientes, a los que tanto bien les hace, para remediar su carencia, el contacto con el sufrimiento ajeno a través de labores sociales o visitas a pobres y a enfermos.

En cualquier caso, en nuestra frenética sociedad híper-comunicada, hace falta un esfuerzo consciente y considerable, por adentrarse en ese maravilloso mundo de nosotros mismos, de nuestro corazón, de nuestra alma espiritual, que es, a su vez, don de Dios. Tenemos que redescubrirlo para reencontrar el camino hacia nuestra felicidad más profunda, que pasa por la interioridad. De esta forma podemos cargar de sentido y significado a todo lo que hacemos y a la realidad que nos circunda, otorgándole así, a cada instante, “vibración de eternidad.” Superamos así las limitantes corporales del tiempo y el espacio, para entrar en comunión íntima con esa constituyente de eternidad, que está en lo más profundo de nosotros mismos, y que no es otra realidad sino Dios mismo. La gran búsqueda espiritual del hombre -como bien vio san Agustín- es hacia adentro, no hacia afuera. La soledad y el silencio nos permiten abrir la puerta que conduce en esa dirección, por eso hacemos bien en cultivarlas, bastan unos momentos al día y un periodo al año, para no perder contacto y olvidar esa profundidad abismal que anida en nuestro corazón.

Retiro espiritual

Por Pbro. Mario Arroyo

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Una aguja en un pajar, un garbanzo de a libra, una oportunidad a no desperdiciar, todo eso y más es un retiro espiritual de silencio, en medio de nuestro mundo ajetreado y caótico. Al redactar estas líneas me estoy tomando un intervalo dentro de mi retiro espiritual de silencio, con la necesidad de compartir la profunda experiencia espiritual que estoy viviendo, y junto conmigo otras 28 personas.

No se trata sólo del lugar, una hacienda en medio del campo apacible y silencioso; no es solo el comer bien, con calma, sin prisas, dormir excelentemente bien gracias al silencio redundante; es todo un clima, una atmósfera espiritual, que raramente se encuentra y se valora en un mundo donde lo importante es el instante y correr, no se sabe muy bien hacia dónde.

El silencio y el clima de recogimiento espiritual marcan la diferencia y ofrecen una experiencia rarísima y por ello valiosísima en nuestro mundo estresante y competitivo.

Escribo con la ilusión de animar a quien se encuentre vacilante para asistir a un retiro —siempre hay pendientes, excusas comprensibles— y de animar a buscar esta maravillosa oportunidad a quienes no la tengan tan a la mano. Vale la pena el esfuerzo de desconectarse del mundo unos días y descubrir, maravillados, que el mundo sigue girando perfectamente, para bien o para mal, sin nosotros. Pero que, en cambio, nosotros salimos enriquecidos y fortalecidos al ausentarnos por unos días, para volver con nuevos bríos a la palestra de la sociedad, la cultura, el trabajo, la familia, de donde no queremos desertar; sino simplemente tomar un respiro para volver con más claridad de mente y más fuerzas para hacer realidad nuestros sueños y, lo que es más importante, los sueños de Dios.

¿Cómo es esta experiencia? Se trata, valga la redundancia, de retirarse a un lugar aislado y tranquilo, si es posible sin conexión a la red o con pésima conexión a la misma —como es mi caso—  porque si no, seguimos estando en el mundo a mitad del campo. Ir a un lugar tranquilo, silencioso, sin conexión ¡no es poca cosa! Aparcar nuestros pendientes y problemas, ya regresaremos para hacerles frente, no nos estamos convirtiendo en cartujos, nuestra marcha es breve, un fin de semana o, si tienes la oportunidad como yo, una semana desconectados y cargando baterías interiores.

El silencio es el portero de la vida para adentro. Es la oportunidad de no mirar hacia afuera, sino hacerlo hacia adentro de nosotros mismos, hurgar en nuestro interior para ver qué encontramos o, mejor dicho, a quién encontramos. Es un viaje al fondo de nuestra interioridad, pero no para satisfacer nuestra curiosidad o para creernos el ombligo de la creación, sino, y aquí está parte de la maravilla y del secreto, para encontrar a Dios en lo más profundo de nosotros. En ese sentido, un buen retiro convierte la introspección –necesaria– en diálogo.

El retiro nos permite descubrir en lo más hondo de nuestra alma a Dios y ver cómo se manifiesta discretamente en nuestra vida. Cómo de ahí brota un manantial de donde surgen esas fuerzas espirituales para acometer las arduas batallas que nos presenta el mundo allá afuera, ese mundo que nos espera, nos necesita y nos ofrece resistencia. Si muchos invierten tiempo y dinero en tener en forma el cuerpo, pocos, en cambio, invertimos tiempo y dinero en tener en forma el alma. Pero ya lo decía san Agustín –si mal no recuerdo– “el alma arrastra el cuerpo, aunque el cuerpo esté destrozado”. Vale la pena invertir en el alma, pues progresivamente nuestro cuerpo se deteriora y va limitando, mientras, sin caer en ninguna especie de dualismo, el alma puede ir poco a poco madurando.

Las grandes obras no suelen fracasar por falta de medios, sino por falta de espíritu. Démosle un respiro a nuestro espíritu, demostrémosle que es importante para nosotros, para nuestras vidas; confiemos en que si está bien eso redundará en beneficio personal, familiar y social, démonos la oportunidad de hacer un curso de retiro espiritual en silencio. Redescubriremos así la paz, la alegría y la sonrisa que están dentro de nosotros y que el mundo busca arrebatarnos.

(Personas interesadas en informes de retiros espirituales como el descrito en el artículo, favor de escribir a info.mx@opusdei.org)

MDNMDN