En México tenemos una curiosa tradición: Hacer “altares de muertos”. A tal efecto se consigue flor de cempasúchil, manteles de rico colorido, calaveras de dulce -chocolate y azúcar principalmente-, platos con alimentos que le gustaban al difunto o a los difuntos, “pan de muerto”, fotografías de los seres queridos que se van a recordar en esa ocasión y veladoras. Suele estar coronado con algún elemento religioso, como una Cruz o una imagen de la Virgen de Guadalupe. Un amigo me hizo notar, curiosamente, que este año, en la universidad que él dirige, se encontró con un altar de muertos dedicado a un perro, a una mascota; no sabía si reír o llorar. Era el ejemplo de una cultura fusión, primero entre la prehispánica pagana y la cristiana española, pero ahora enriquecida con la animalista postmoderna.
Su narración me hizo recordar un percance reciente del Papa Francisco. Él mismo lo relata: se acercó una señora con una carriola, pidiéndole la consabida bendición. El Papa sonrió y se acercó para ver al bebé y bendecirlo. ¡Cuál no sería su sorpresa al descubrir que no era un bebé sino un perrito lo que llevaba! El manso y paciente Francisco se enojó – ¡vaya que tiene mérito conseguir hacerlo enojar! – y regañó a la señora, señalándole que había muchos niños que mueren de hambre y que no era justo tratar así a un animal. Le parecía un exceso ese trato dirigido a un animalito, cuando no cuidamos de igual forma de nuestros semejantes; por su parte, a mi amigo le parecía desproporcionado dedicar un “altar de muertos” a una mascota.
¿Por qué? Por la trascendencia. El animal, la planta, viven y ya está, en su vida está el cumplimiento de su función. A veces incluso en su muerte: los animales y las plantas que son sacrificados para nuestra supervivencia, para nuestra alimentación. El animal no tiene necesidad ni posibilidad de trascender. El ser humano, en cambio, sí la tiene; más incluso, es su aspiración espiritual fundamental. Es la muestra práctica de que no sólo es materia convenientemente organizada -como lo son el animal y la planta-, sino poseedor de un alma espiritual y, por lo tanto, trascendente a nuestras coordenadas de espacio y tiempo.
¿Qué es la trascendencia? Una necesidad espiritual del hombre. Una necesidad vital de su naturaleza, por la cual quiere ir más allá de lo que le ha sido dado materialmente. Es una prueba de la existencia de la realidad espiritual, precisamente porque supone una sed de algo inmaterial, de una realidad que en cierta forma no perciben nuestros sentidos inmediatamente, pero que está ahí, esperando ser descubierta. Es el imperativo de ir más allá de la satisfacción de nuestras necesidades vitales y de la especie: comer, beber, reproducirse, descansar, disfrutar. Es el prurito de romper las barreras del tiempo y del espacio con la fuerza del espíritu.
Son diversos los modos con los cuales el espíritu humano trasciende. Es clásico el refrán de que hay que cumplir con tres requisitos en esta vida: tener un hijo, plantar un árbol y escribir un libro. Los tres son modos de que algo de nuestro yo permanezca a través del tiempo, cuando ya nuestro cuerpo haya vuelto a la tierra de donde salió. Si reflexionamos un poco, descubrimos la increíble envergadura que supone tener un hijo. Porque los padres proporcionan la materia fundamental para su formación -el óvulo y los espermatozoides-, pero Dios le infunde el alma espiritual, de forma que ese nuevo ser creado con la cooperación humana, va a durar para siempre. El cuerpo muere, pero a la larga resucita, mientras que el alma perdurará para siempre, el universo material habrá alcanzado su muerte térmica y, sin embargo, el alma perdurará todavía, es -en expresión teológica- “eviterna”; es decir, tiene un principio, pero no tiene fin. Traer un hijo al mundo es una de las formas por excelencia de trascendencia.
No es la única forma de trascender que tiene el ser humano. El arte, la ciencia y la técnica lo son también. En general todo aquello que manifieste nuestra capacidad creadora, lo que nos permita hacer surgir algo auténticamente nuevo, ya sea para la contemplación -como es el caso del arte: literatura, pintura, escultura, arquitectura, danza, etc.-, o para el uso y servicio de nuestros semejantes, con la ciencia y la técnica. Toda capacidad creadora de belleza, o que sirva para la transformación y mejoramiento del mundo, constituyen formas propiamente humanas de trascender, de las que los animales carecen.
Pero la trascendencia por excelencia es espiritual, religiosa. Consiste en cultivar nuestra vida interior, nuestra riqueza interior, descubrir -asombrados- cómo somos capaces de entrar en un diálogo vivo con Dios. Porque si bien tanto el arte, como la ciencia y la técnica, son formas de trascender, no sacian, sin embargo, nuestras hambres de infinito, de trascendencia. Es como decir: “sí, eso era, pero todavía anhelo más”. Por ello, muy bien dice san Agustín: “nos hiciste Señor para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que no descanse en Ti”. Sólo Dios puede colmar nuestras hambres de infinito y de trascendencia, siendo esta “sed de Dios”, de lo eterno, una prueba de su existencia y de la componente espiritual de nuestra naturaleza.
Por eso tiene sentido hacerle un “altar de muertos” a una persona, pero no a un perro. A un perro se le puede bendecir, pero no puede ocupar el lugar de un hijo, aunque eso parezca estar de moda; en realidad, esta actitud encierra un profundo error antropológico y tarde o temprano pasará factura, sea a las personas en particular que a la sociedad en general.
Recientemente el Dicasterio para la Comunicación (Vaticano), ha publicado un interesante documento titulado: “Hacia una nueva presencia. Reflexión pastoral sobre la interacción en las Redes Sociales.” El texto reviste de enorme importancia y actualidad, pues ofrece una guía para adentrarse en “el continente digital”, desde una perspectiva de fe. Para ello tiene la clarividencia de señalar tanto las oportunidades como los peligros de meterse en ese mundo, al tiempo que ofrece criterios claros de cómo debe ser la inmersión en el mismo por parte de un cristiano, o una comunidad católica. El discernimiento que proporciona para descubrir qué tipo de participación es auténticamente católica y cuál no, resulta novedoso y útil. Todo el documento se desarrolla -de modo análogo a la encíclica Fratelli Tutti– de la mano de la parábola del Buen Samaritano, lo cual ayuda a conectar estrechamente la actividad digital con la Lectio Divina.
Dos son las líneas estructurales del documento, es decir, las ideas madre que guían la reflexión eclesial sobre las redes sociales: la caridad y la verdad. Es muy bonito contemplar cómo se imbrican naturalmente valores humanos y cristianos de toda la vida, con los novedosos desarrollos tecnológicos que han hecho posible la híper-comunicación en nuestro tiempo. El texto muestra cómo las redes sociales forman ya parte de la vida real de las personas, difuminándose la frontera entre lo real y lo virtual, y al hacerlo desembocan de forma natural en el universo de la fe, esencial para la vida. Continente digital y universo de la fe se dan la mano armónicamente en este texto, el cual invita a que se integren en el corazón y la mente de cada persona, a través de la búsqueda de la caridad y la verdad por medio de estos medios tecnológicos.
Es muy agudo en señalar los peligros de una equivocada inserción en las redes sociales: hacerlo desde el vacío espiritual, lo que conlleva cierta superficialidad y banalidad en los contenidos, al mismo tiempo que se corre el peligro de llenar el corazón de informaciones inútiles e incluso agresivas o violentas. Resulta muy sugerente su enérgica advertencia de servirse de las redes sociales, navegando con bandera cristiana, para dividir, enfrentar, oponer… Es decir, todo tipo de uso que se oponga o dificulte la comunión entre las personas. Por el contrario, la identidad auténticamente cristiana, debe buscar directamente la comunión interpersonal, e incluso realizarse desde la comunión eclesial. En este último punto advierte del peligro del aislamiento al que nos expone un excesivo individualismo en las redes sociales, y como sutil y subrepticiamente puede corromperse el genuino interés por compartir algo valioso, para convertirse en un pedestal que nos construimos a nosotros mismos -sirviéndonos tanto de Cristo como de la Iglesia- como “influencers” (o “influentes” como les llama el documento).
El texto propone en cambio una presencia más “sinodal”, menos individualista, recordando cómo los discípulos fueron enviados “de dos en dos” a evangelizar, para que realmente sirvamos de altavoz de la presencia de Cristo en las redes, así como de la doctrina de la Iglesia, cuya característica es unir, dialogar, ponerse en los zapatos del otro, comprender, estar cerca, hacerse cargo del que sufre o del que está solo, transmitir un contenido esperanzador, etc.
El documento denuncia acerbamente, cómo las redes a veces se utilizan para dividir, enfrentar y “tribalizar” a la población, constituyendo así un “ellos y nosotros” que se enfrenta y opone, y que es, a todas luces, dañino. La presencia del cristiano en ese mundo, por el contrario, debe tender a suturar las rupturas, a curar las heridas, y a buscar un auténtico diálogo, no un atrincheramiento desde posiciones ideológicas cerradas, a modo de bastiones infranqueables. Para ser capaces de hacerlo necesitamos “cercanía, compasión y ternura”, según el Papa Francisco.
Es audaz al señalar “que la construcción de la unidad comunitaria … será siempre secundaria con respecto a la adhesión a la verdad misma.” Es novedoso y contracultural -políticamente incorrecto- subrayar la prioridad de la verdad en el diálogo. Para acceder a ella resulta imprescindible el cultivo del silencio -contemplativo-, la capacidad de escuchar al otro -hecha posible también por el silencio mismo- y, principalmente “reservar un espacio suficiente para el diálogo personal con el Padre y para permanecer en sintonía con el Espíritu Santo.” Si no estamos llenos de Dios, ¿qué es lo que transmitiremos en las redes sociales?
(Ilustración de Markus Winkler, tomada de Unsplash)
Los procesadores de lenguaje de la familia GPT existen desde hace algunos años. GPT-3, por ejemplo, existe desde 2020, y es el antecesor directo de las serie GPT-3.5, a la que pertenece ChatGPT. Uno de los sucesos por los cuales los procesadores de lenguaje han alcanzado un lugar importante en el diálogo público fue la liberación, el 30 de noviembre del 2022, de ChatGPT para uso del público en general.
Hay varias razones por las que ese acceso público a procesadores de lenguaje ha causado preocupaciones. Varios colegas que dan clases en universidades o en preparatorias me han manifestado su inquietud por que “ahora los alumnos pueden pedirle al robot que les escriba el ensayo de las entregas finales”. Sabemos, incluso, que estos procesadores de lenguaje se han usado para responder preguntas de investigación a científicos y humanistas proporcionando los artículos más relevantes al respecto. Más aún, éste es un ejemplo de artículo de investigación reciente que se ha escrito en colaboración con ChatGPT: https://doi.org/10.1016/j.nepr.2022.103537.
Esto podría desvalorizar el trabajo de los humanistas e investigadores, pero no precisamente por culpa de los desarrollos tecnológicos. El impacto de la tecnología en la sociedad se debe a dos razones. Una, el hecho de que las tecnologías, por diseño, establecen una tendencia de uso: las escopetas nos inclinan más a usarlas para matar, y los estetoscopios nos inclinan más a usarlos para curar. Otra, que quisiera remarcar aquí, es la manera en que se presentan estas tecnologías en el discurso público.
La mayoría de los historiadores de la ciencia están de acuerdo en que el primer tratado de mecánica relevante en la historia son los Problemas mecánicos, que se atribuye a Aristóteles y se conjetura que fue escrito por Arquitas de Tarento. En las primeras dos páginas del tratado leemos una reflexión sobre cómo ocultar el mecanismo de una máquina causa un gran asombro, y cómo el asombro se disipa una vez que conocemos la explicación. Mucho del sensacionalismo en torno a la inteligencia artificial se basa en ese asombro. Es muy importante decir que, en el fondo, lo que sucede tras la interfaz de los procesadores de lenguaje son operaciones matemáticas: álgebra lineal y cálculo multivariado, junto con algunos procesos heurísticos.
La siguiente imagen es un resumen básico de la estructura de un modelo generador, como ChatGPT:
La principal razón por la que muchas profesiones pueden desvalorizarse con los desarrollos de la Inteligencia Artificial se debe más a la falta de comprensión respecto de lo que estos modelos realmente hacen. Piénsese, además de la labor académica, en el diagnóstico médico o en otro tipo de profesiones que involucran el razonamiento a partir de la evidencia. Corremos el riesgo de ignorar que estos modelos no son sensibles a problemas que están más relacionados con la sensibilidad social y moral que con el mero cálculo. O, peor aún, que pueden ser diseñados para dar propaganda a ciertas ideas, o para inclinar la balanza del discurso público.
La siguiente imagen está tomada de un artículo escrito por A. Abid et al., “Persistent anti-muslim bias in Large Language Models” (doi.org/10.1145/3461702.3462624), y muestra la tendencia de GPT-3 a asociar al islam con violencia. Un artículo sumamente importante en evaluar los riesgos sociales en los procesadores de leguaje es “On the dangers of Stochastic Parrots” (“Sobre los peligros de los cotorros estocásticos”, https://doi.org/10.1145/3442188.3445922), que le costó a uno de sus autores, Timnit Gebru, que lo corrieran de Google.
La tecnología es fascinante, pero a veces por razones distintas a las que nos empuja a creer la propaganda. Quizás, los grandes desarrollos tecnológicos, en vez de a un estado de bienestar y de despreocupación en el que las máquinas y los robots hacen todo el trabajo que no queremos hacer los humanos, nos llevan más bien a una sociedad que exige mayor responsabilidad ciudadana y que exige un tipo de conocimiento que algunos han querido llamar ‘alfabetización digital’. La presencia de grandes desarrollos tecnológicos nos compromete a los ciudadanos a tener más conocimiento científico, y a ser más cautelosos sobre cuándo sí y cuándo no el uso de una herramienta es conveniente para todos, si queremos bogar por mejores sociedades.
“The Great Attrition” (El Gran Desgaste) o “The Great Resignation” (La Gran Renuncia), términos que se escuchan mucho en estos últimos meses, establecen un símil entre la Gran Depresión de los años treinta o la Gran Recesión de 2008 y la situación actual en Estados Unidos. A diferencia de las otras crisis, La Gran Renuncia no se trata de una crisis económica ni de desempleo. Se refiere más bien al fenómeno del aumento de renuncias que se ha dado en el mundo.
Se calcula que alrededor de 20 millones de personas en Estados Unidos han renunciado a sus trabajos desde inicios del 2021. Numerosos sectores y empresas están teniendo problemas para “encontrar talento”, es decir, candidatos con el perfil adecuado para las funciones que necesitan cubrir las empresas. Se han publicado muchos estudios y artículos intentando explicar las razones detrás del fenómeno y dar recomendaciones a las empresas sobre como reaccionar para retener (o “fidelizar” en uno de esos términos de moda) “el talento”.
La pandemia por COVID 19 generó muchos cambios en la sociedad: las crisis emocionales, la patente cercanía de la muerte y la dolorosa pérdida de seres queridos y amigos hicieron reflexionar a muchas personas sobre el valor de la vida cotidiana en el hogar y las relaciones familiares. Más allá de si esta valoración es positiva o negativa, está claro que es distinta a la visión que se tenía antes de la pandemia.
Muchas personas han cambiado de residencia buscando una mejor “calidad de vida”, entendida como tener más tiempo para otras actividades más allá de las profesionales.
Convivir y asumir a mayor profundidad el cuidado de pareja, hijos, primos, abuelos, etc., ha motivado una revalorización del tiempo que se dedica a la familia. Hay quienes buscan ahora poder dedicar más y mejor tiempo a la familia, pero también se da el fenómeno contrario; para algunos la pandemia los reafirmó en su intención de huir del hogar y desentenderse de las obligaciones familiares.
Desde hace varios años en entornos profesionales se promueve la idea de un balance vida-trabajo. En estas discusiones no queda del todo claro qué es el trabajo, pues parece que todas las actividades humanas requieren “trabajo” en algún sentido.
Solemos llamar “trabajo” a las actividades profesionales remuneradas que desempeñamos. Sin embargo, recordando lo básico de mis clases de física: la fuerza que se aplica sobre un cuerpo para desplazarlo una distancia genera una transmisión de energía que se llama trabajo. Si llevamos esto a nuestra vida diaria el trabajo es el esfuerzo que tengo que realizar (fuerza) para conseguir un resultado (mover un cuerpo una distancia).
En el mundo laboral, el trabajo es el esfuerzo que los trabajadores realizan para obtener un resultado. Por ejemplo, el esfuerzo de un agricultor al preparar la tierra, sembrar las semillas, regarlas y cultivarlas para poder obtener un fruto. O el esfuerzo que debe realizar un vendedor entrenándose, conociendo a fondo lo que vende y convenciendo al comprador para lograr vender un producto o servicio.
Pero el trabajo no se limita a las actividades profesionales, las actividades sociales también requieren un esfuerzo. Para cultivar una amistad hay que interesarnos por el amigo, estar pendiente de él, frecuentarlo, dejar de hacer alguna cosa en favor de la amistad y poder mantener y profundizar la amistad. Y la amistad, en estricto sentido, no tiene precio, ¿cuánto costaría tener una persona en la que confías, que te puede apoyar o con quien simplemente puedes pasar un buen rato?
Lo mismo con las actividades familiares. Recuerdo una plática con una persona de recursos humanos que me decía que mi esposa no trabaja, a lo cual respondí que sí trabaja y mucho, probablemente más que yo. Ella se dedica a la administración de mi familia, atiende a la casa, cuida de mis hijos, crea un hogar. Me replicó que se refería a que no recibe una contraprestación por ese trabajo, lo cual tampoco es cierto. Muchas veces yo quisiera recibir una contraprestación como la que ella recibe en el día a día: ver crecer a sus hijos, formarlos en personas de bien, el alivio de consolar a la familia y poder tener una casa digna. No todo resultado tiene que ser monetario. Como me decía un buen amigo, “las mejores cosas de la vida son gratuitas”, o muchas de las cosas que se logran a través de un trabajo no se pueden monetizar.
Y qué decir de las actividades personales, ya sea mantener la salud física, mental o intelectual. Incluso descansar requiere de algún esfuerzo, solo hay que ver a todos los que sufrimos de insomnio.
Al final todas las actividades que desempeña una persona exigen un trabajo. Es la energía que se requiere para todos estos trabajos no monetarios la que se está revalorando.
¿Qué es lo que no me gusta del término de “Balance de Vida y Trabajo”? Que contrapone la vida al trabajo, cuando están intrínsecamente unidas, y crea la percepción de que el trabajo es contrario a la vida o es un mal necesario que hay que disminuir o intentar eliminar.
El trabajo es parte de la vida, le da un sentido de dignidad a la persona. El trabajo es directamente proporcional al prestigio de la persona. Un buen profesional es el que realiza un buen trabajo laboral. Un buen amigo es el que se esfuerza por serlo. Un buen padre de familia es el que lucha por estar para su familia. Es decir, la energía que se genera al trabajar nos hace crecer como personas y más aún cuando el propósito de ese trabajo va más allá de lo meramente material o mundano-. Este es el tipo de reflexiones que se están dando en esta nueva normalidad.
El balance de vida no se logra separando las actividades o responsabilidades de la persona (Profesionales, Familiares, Sociales y Personales), sino fomentando la flexibilidad para que convivan unas con otras, reconociéndonos como personas íntegras que realizan todo tipo de actividades que contribuyen a un mejor desempeño del negocio y de la vida en general.
Y vuelvo a la fórmula de trabajo, reconociendo tanto el esfuerzo como el objetivo logrado, de manera balanceada, sin fomentar organizaciones con empleados cuya principal meta es crear la percepción de que generan grandes resultados, sin importar cuánto se desgasten o “apoderándose” del esfuerzo de otros para su propio reconocimiento. Ni organizaciones que generen un ambiente de laboriosidad improductiva, donde lo que más importa es “calentar la silla” y se ve con malos ojos o se critica a los que combinan actividades profesionales, personales y sociales durante su jornada laboral.
Se tiene que reconocer a la persona por lo que es, no por lo que hace o sabe hacer, dejando atrás la asignación de un capital humano donde se tiene a la persona como un activo que genera crecimiento, sino más bien fomentar el crecimiento de las personas a través de su trabajo de manera integral para beneficio de la sociedad.
Cada vez más, la automatización va eliminando las actividades repetitivas que se realizan en el ámbito profesional. Ahora se necesitan personas capaces de conectar los puntos, que entiendan por qué suceden las cosas, que sepan interpretar los datos, no solo procesarlos, y que sepan intercalar sus tareas profesionales con la vida social y familiar.
El tener personal que lleva una vida social, familiar y personal sana enriquece a la organización, no por la experiencia que sus colaboradores puedan tener en un tema en específico sino por cómo pueden contribuir de una forma más integral a la toma de decisiones.
Alguien me dijo que la mayoría de las tareas profesionales que se realizaron en 2018 no existían en 1940. Esto va a seguir sucediendo y creo que a mayor velocidad; con la cantidad de información que se tiene, que cada vez es mayor, la capacidad de procesamiento de esta información que nos brinda la tecnología, que cada vez va a ser mayor, visualizo un nuevo tipo de organizaciones matriciales, donde se realizarán tareas que respondan a proyectos específicos, con menos niveles jerárquicos, con liderazgo positivo, con personas más generalistas que saben interpretar lo que la tecnología nos brinda y conectarlo con la vida real.
En los tiempos pre-industriales (antes de la revolución industrial), la economía era comunitaria. La familia jugaba un rol indispensable. El padre, la madre y los hijos trabajaban hombro con hombro para generar bienes y eran reconocidos en la sociedad como personas, no como activos o capital humano. Con la revolución industrial se utilizó la tecnología para aumentar la productividad y disminuir los precios. Se mecanizaron muchos procesos, tanto en la educación, la vida profesional y el trabajo en general. Ahora estamos entrando en una nueva era donde se pueden explotar los beneficios cada vez mayores de la tecnología y reintegrar al “trabajador” en todas sus dimensiones.
Actualmente, hay muchas preocupaciones entre si el trabajo debe ser presencial, remoto o híbrido. Primero que nada se tienen que ajustar los horarios de trabajo, como sucedió en los tiempos de la industrialización, donde se redujeron los tiempos de 12 horas laborables a 8 horas. Después, el principal reto está en revalorizar a las personas como individuos íntegros que aportan un valor superior al capital que se genera y que deben ser recompensados justamente por el trabajo (esfuerzo y resultados) que generan.
El valor de los bienes y servicios tendría que incluir el valor del trabajo (esfuerzo y beneficios) y no solo la utilidad que le asigna el consumidor, utilidad sujeta a percepciones y modas que pueden modificar sustancialmente el precio que paga el consumidor por esos bienes o servicios.
Creo que estamos viviendo un punto de inflexión en la sociedad moderna y no solo por lo que vemos más cercano: digitalización, ocupación profesional remota y sin barreras de nacionalidad, renuncias y dificultad para conseguir talento y muchos etcéteras. Todo esto solo nos está mostrando el cambio social que estamos transitando y se trata sin duda de un cambio positivo.
(Ofrezco aquí una reflexión donde invito al lector que así lo desee, a acompañarme en mis pensamientos (acotados por paréntesis) frente a la exposición. Siéntase libre de brincarse estos paréntesis o léalos hacia sus adentros).
El debate entre los libros electrónicos y libros físicos tiene ya por lo menos un par de décadas y, en distintos momentos, ha presentado tensiones, seguidas de profecías y retractaciones. No sé hasta qué punto se pueda hablar con detalle de esta inquietud generalizada, pero me queda claro que todos han oído hablar algo del tema y todos, de una u otra manera, se cuestionan sobre esto; sin olvidar, ante todo, que se está consultando una publicación en formato digital.
Las opiniones de los tecnólogos y tecnólatras se habían apresurado a inicios del milenio y quizá un poco más adelante, a dar juicios terminantes, y, cual Daniel en la soledad, sentenciaban: el libro físico será substituido sin duda alguna por el formato digital. Inclusive los más entusiastas, mientras se apuraban a quemar incienso al nuevo e-book, precisaban que, quienes poseen (poseemos) muchos libros, se vayan (nos vayamos) acostumbrando a su eventual desaparición so pena de vernos como anacrónicos modelos. E-book, por supuesto, porque las nuevas profecías deben escribirse en inglés. (Algo del síndrome mesiánico muy propio de los Estados Unidos aquél, que proviene desde ciertos personajes que complementan los Testamentos hasta la profética Hollywood reciente, donde, por supuesto, todo ocurre o en un elegante suburbio neoyorkino o en San Francisco, desde Aliens hasta Godzilla). Al paso del tiempo, parece, sin embargo, que esos entusiastas de la tecnolatría han fracasado, pues entre editoriales, con ciertas excepciones, no se ha documentado esa transmigración y, acaso, lo que hay es una cada vez más generalizada ignorancia que no pasa sólo por los libros electrónicos o los físicos. Parece que, como la Bella y la bestia, a la bestia, además de los modales, se le olvidó leer (Me refiero, por supuesto, a la película de Disney) tras diez años de abandono (¿cuánto lleva el debate?). Otros, mucho más moderados, apuntaban una coexistencia entre ambos formatos donde quizá ciertos textos habrían de ser más leídos en un formato, y otros sí habrían de migrar casi por completo al formato electrónico. Tal es el caso de revistas y periódicos cuyo consumo en medios electrónicos ha sido mucho más abundante que el resto de los textos. La pregunta importante es: ¿por qué?
Siempre es bueno atacar a los tecnólatras (en parte por incumplir el primer mandamiento de la ley de Dios dada a Moisés), pero más allá de esta siempre correcta actitud de señalar el error, hay que ser más concretos. ¿Por qué no funcionó el libro electrónico como se pensó?, ¿qué pasó con los émulos de Isaías, o habrá pasado algo parecido a los caballos de aquél general que confundió cosa por nombre? (Me refiero, con el mero afán de parecer un poco más culto, a la anécdota que narra Cicerón en su brevísimo texto De fato, o sobre el hado, donde discute si es posible predecir el futuro con base en que ya existe de antemano una determinación del mismo. Quienes sean doctos, conocen que la doctrina estoica, que era apreciada por Cicerón, consideraba un camino marcado por la providencia, ante el hado (de donde proviene el nombre del tratadito, tristemente masticado por los dientes del tiempo), el hombre tenía que padecer. De ahí provienen importantes reflexiones morales; sin embargo, me permito referir brevemente al hecho: cierto oráculo vaticinó la muerte a un rey a manos de un caballo. El rey, aterrorizado, ordenó que todo caballo de su reino fuese eliminado para evitar que se cumpliera la profecía, sólo para morir tiempo después aplastado por una roca en un paso llamado El caballo. La enseñanza, cabe aclarar, se enfoca sobre todo en cómo, al obsesionarse con un fin, podríamos terminar cumpliéndolo. Reflexiona así Cicerón hasta qué punto hay un determinismo o si nosotros somos quienes cumplimos ese determinismo al conocerlo. La reflexión ha sido impresionantemente extensa, y muchos autores a lo largo de la historia se han cuestionado estos temas. En el siglo XX, Karl Popper en La miseria del historicismo haría lo propio bajo el caso que, de intentar predecir, el sesgo humano haría que dicha profecía se vuelva realidad y, por lo tanto, sería imposible saber si se cumplió porque efectivamente la profecía era cierta o porque nosotros con nuestras acciones la llevamos a cabo. El tema no es ajeno y se ha tratado en todavía más textos, desde la interesante Historia del futuro, escrita por el jesuita Antonio de Vieira (una de cuyas polémicas, no directamente relacionadas con él, habría de formar la Carta atenagórica de Sor Juana) hasta los horóscopos contemporáneos. Pero he de reconocer que me separo del tema).
Retomando el punto, es cierto que al principio hubo una exponencial oferta y compras para los libros electrónicos, que, vistos con frialdad, es algo propio de las modas. Mi padre compró hace poco más de dos décadas uno de los primeros libros electrónicos que sólo contenía una versión de Blancanieves. A la larga, la poca memoria y otros dispositivos superaron con rapidez a este primer libro electrónico que mi padre todavía conserva. (Antes de que el lector se haga una idea de mí, no soy una persona tan entrada en años, aunque sí me tocó ver en el cine Toy Story y Titanic, pero, en mi defensa, era pequeño). Yo mismo recuerdo hace alrededor de una década haber ido a una tienda de electrónicos y observar por lo menos cinco marcas distintas de libros electrónicos, de los cuales recuerdo uno que me llamó la atención: la marca Papyre. No recuerdo más, pero con el tiempo todas estas marcas se acabaron. Que me sea conocido, en la actualidad sólo se popularizan el Kindle de Amazon y el Kobo que lo vende sobre todo Porrúa. Es posible que haya muchos más pero al menos están fuera de la esfera de mi conocimiento.
Ahora bien, los debates no del todo carentes de sentido, apuntaban ventajas a las computadoras, sobre todo en torno a la tinta electrónica en comparación con las incipientes tabletas cuyo desarrollo parece suplir en algunos puntos las funcionalidades de los libros electrónicos; sin embargo, a pesar de sus capacidades superiores, se olvida lo básico: que un libro electrónico sólo sirve para leer, mientras que una tableta, para muchas cosas más. Podría parecer una ventaja mayúscula, pero, si se piensa en segunda instancia, se verá que no lo es tanto. En resumidas cuentas: distrae. Distrae mucho. Si uno lee con confianza y concentración, al recibir el veinteavo aviso de ofertas o el acoso de cierta compañía que no acepta un no por respuesta, se pierde la concentración y, en contraparte, el sentido de la lectura. Luego entonces, se dificulta la lectura. Las tabletas y teléfonos son productores de ruido, distracción y diversión, y, por lo tanto, no funcionan correctamente para la concentración. Es más, diría que son dos de los más importantes distractores, cuya conectividad sirve para todo menos para estar conectados y para leer. (Léanse en este mismo medio las disertaciones de Alberto Domínguez contra las redes sociales para profundizar más en el tema). En suma: más aplicaciones, más tecnología: una afrenta contra la lectura.
Hay otro punto que, paradójicamente, se debe a fallas tecnológicas y es el que podría sorprender al lector: en efecto, el libro electrónico es arcaico. Y es que el libro electrónico, e-book o en tableta, a pesar de su aparente novedad, se fundamenta en principios sumamente antiguos cuya tecnología fue superada por el libro. Me explico: la tecnología del libro electrónico es la misma que usaba el rollo de papiro, no el libro, sea como codex membraneceus, o como libro actual. Es decir: a usted le están vendiendo una tecnología obsoleta por más de milenio y medio, pero como si fuera nueva. (Dirían los críticos al consumo: una rebranding magistral (recuérdese que se tienen que usar conceptos en inglés, de lo contrario quedaría muy outfashioned), ya que, tras mil quinientos años, la patente ha expirado y cualquiera la puede usar). Use usted, lector ingente, cualquier instrumento como este mismo medio electrónico, y verá que tiene que “enrollar” la pantalla, sea para arriba y abajo o para alguno de los lados en el caso de otros formatos. Eso es justamente un papiro, un volumen papyraceus. Es como si alguien le vendiera alimento para caballos a Volkswagen: simplemente absurdo. (En efecto, los caballos de fuerza de los carros, me enteré bastante tarde en mi vida, no se refieren a caballos en sí, aunque hay una relación en origen).
La razón por la que éste dejó de usarse se debe a tres principales problemas: el primero es la naturaleza propia del papiro, que es difícil de conseguir, al ser sólo endémico de Egipto y que su material lo vuelve frágil al pasar cierto tiempo, y fuera del clima árido se torna muy difícil de conservar. El segundo es su capacidad material, que lo vuelve vulnerable y poco práctico para cargar obras voluminosas, además de ser difícil de guardar y muy espacioso, ya que requiere una cobertura, parecida a una urna, cilíndrica que impide aprovechar su almacenamiento en pleno sentido. Por ejemplo: hay un debate por las muy distintas cifras en torno a la cantidad de libros que contenía la Biblioteca de Alejandría. Algunos sin duda eran papiros y otros libros, pero la disputa radica en si son volúmenes, es decir, número de rollos, u obras como tal. (Para que se entienda mejor: una obra como la Ilíada, que contiene veinticuatro cantos cabía típicamente en un solo libro. Por supuesto, si contiene un comentario puede ser en muchos más, pero en estricto sentido se puede imprimir en un solo volumen, inclusive en forma bilingüe, tal y como aparece la versión de Rubén Bonifaz Nuño en la UNAM (La primera versión apareció en dos hace ya un cuarto de siglo, pero a partir de la segunda se puede encontrar en uno solo, grueso, eso sí, pero uno solo.) Esta misma obra, en el formato antiguo, se encontraría en veinticuatro rollos, ya que un rollo de papiro no puede ser demasiado extenso, so pena de romperse. Para que se me entienda: ponga veinticuatro ollas volteadas y verá el tremendo espacio que éstas ocupan. Se explica así, por qué se prefirió paulatinamente un cambio.)
La tercera y última razón (y acaso la más importante) radica en que son obras de difícil consulta. Las dos primeras podrán objetarse y en su engrandecimiento tecnológico estarán resueltas, por lo tanto serían poco efectivas en el debate que aquí propongo: el libro electrónico las ha superado con creces, pero no la tercera. El papiro complicaba la consulta porque no podía hacer uso de un objeto sencillo: el separador. (En efecto, este pequeño instrumento que se obsequia en muy variados lugares, contiene la razón para refutar al libro electrónico). No se podía usar porque la propia estructura del papiro al ser doblado perdería el separador y, más bien, podría romper el material si se utilizara un separador que se adhiriera al rollo. (Compare, por ejemplo, las hojas múltiplemente engrapadas y desengrapadas, sobre todo para efectos de burocracia que la gente suele llevar en sobres manila o de plástico, importados por filibusteros chinos y cómo se preservan arrugadas, imperfectas y feas a pesar de tener un uso muy corto). Pero no sólo es la señal en sí, sino la facilidad para brincar entre páginas y hacer, oígalo bien: una lectura interactiva. Es decir, que la computadora no es interactiva, pero el libro sí. Así es. Haga usted, afamado lector, este experimento: agarre un libro que tenga enfrente, el que sea. Sosténgalo con la mano izquierda y con la derecha utilice los cuatro dedos para separarlo en cuatro lugares distintos. Una vez con el dedo puede ir de una a otra página de forma inmediata. Ya si quiere utilizar al máximo, puede usar separadores, desde los sencillos hasta los imantados y separar varias páginas. Esto es más evidente en el uso de los misales y los breviarios, donde normalmente hay varias tiras para poder ir y venir entre el ordinario, el tiempo, el santoral, las oraciones, el propio del tiempo y las distintas rúbricas, pero se aplica para casi cualquier libro, sobre todo aquellos que contienen notas o comentarios al final, lo cual nos da una lectura en varios sentidos sólo por su materialidad, al cual podremos aplicar otros tantos sentidos, sean meras notas personales, sean subrayados tenues con lápiz (pues quienes subrayan con marcatexto en libros y sobre todo libros de biblioteca merecen ser ahorcados, ahorcados y arrastrados por cuatro caballos) o sean los sublimes quattuor sensus ex Scriptura, como enseña San Buenaventura en su décima tercera colación al Hexamerón. (Que, dicho sea de paso, no es sólo una teoría de lectura, sino que la expone en función de la separación entre Iglesia Militante e Iglesia Triunfante, como recordará el lector cuando en su catecismo se comentaron los últimos artículos del Credo que corresponde a la primera parte del catecismo en sí. Es decir: implica comprender su sentido y su acción que, como miembros de la Iglesia Militante, debemos).
(A propósito de los comentarios de las obras, pienso, por ejemplo, en las obras de Sor Juana Inés de la Cruz editadas por el padre Méndez Plancarte, cuyo extenso y erudito cuerpo de notas se apunta al final. Permítaseme hacer una diatriba: debo decir que lamento en buena medida la substitución del primer volumen por parte de Antonio Alatorre en las ediciones canónicas del Fondo de Cultura Económica. Es cierto que la filología en torno a Sor Juana avanzó desde la edición de Méndez Plancarte, pero no la erudición, que fue substituida por los socarrones comentarios, mínimos en muchos casos, de Alatorre y su muy vergonzoso conocimiento de filosofía que contrasta con la del padre Méndez Plancarte. ¿No acaso se podría haber realizado un punto medio, es decir, incorporar al trabajo del anterior, en vez de sacar sólo una versión omitiendo todo lo que hizo Méndez Plancarte? Me lamento de esto. En este caso, sin embargo, hay un problema que es lo invasivo del comentario, que es la razón por la cual la interactividad del libro funciona mejor. En la edición de Méndez Plancarte, éstos se leen al final, así que uno puede disfrutar del poema y si quisiera un apunte, irse al final. Pero, al tener el comentario molesto de Alatorre a pie de página donde se mezcla desde las variantes textuales y las enmendaciones hasta uno que otro interpretativo, sobre todo con referencias obscuras. En suma: termina uno odiando la entrometida voz de Alatorre).
Por otra parte, el libro, el codex membraneceus nos da una facilidad para darle un uso mucho más completo al libro en cuanto objeto, ya que puede cambiar de sección de libro en cuantas secciones guste usted, darle circularidad y no perder de fondo el hilo de lo que uno está leyendo. O, si así lo prefiere, puede leer un libro en un solo sentido. Hay libros que lo permiten así, otros que lo demandan y otros que requieren ir poco a poquito y dejar un separador para regresar tiempo después. Nada de eso se puede hacer fehacientemente con el papiro que nos proporciona una lectura lineal. Esto no se puede hacer ni con un papiro ni tampoco con un libro electrónico. Es cierto que uno puede hacer marcas, pero jamás darle esa circularidad. Esto es un defecto de origen que, si bien la tecnología ha tratado de corregir, no puede cambiar todo de inmediato porque está comprometido su principio, y éste, por mucho que se aminore, perfeccione o modifique, no cambia substancialmente las formas que pueden generarse a partir de él.
Por otra parte, hay un aspecto de materialidad que rara vez se toma en cuenta. Libros hay de muchos tamaños, formatos, tipos de letra, caja de texto y demás que tienen una función concreta. Inclusive, el uso de la caja de texto y la ruptura de los párrafos, para una mejor lectura es un proceso gradual para leer mejor. Roger Chartier apuntaba que la famosa biblioteca azul de libros, una editorial popular, popularizó el uso de párrafos más pequeños para que fuese más sencillo leerla como parte de la revolución de la Modernidad. La observación es correcta, aunque la conclusión no. Como buen francés, él parte de que todo surgió en Francia y en la Modernidad, en lo que yo llamo la modernitis, una enfermedad muy grave y para la cual no hay muchos médicos que la curen. La morbilidad consiste en que el mundo se inventó en algún punto de la modernidad, en la imprenta o en Francia, o en los tres si se puede. Yo como no soy francés y estoy más cerca de Zacazonapan (y de los lugares que narra la canción de Antonio Zamora) que de París y mi maestra de geografía me hizo aprenderme muchos países con sus capitales, conozco más del mundo, al menos en memoria. A esto agréguese que tampoco comparto las tesis de la modernitis, y que estoy más cerca de Joseph de Maistre, el honroso contrarrevolucionario, que de Chartier, y creo y quiero decir algo desde estas humildes palabras. (Quejaránse de esto algunos de esta situación, pero algo de lo insular puede dar frente a la gran capital. Recuerdo que una profesora atribuía a cierto jesuita expulsado (¿Clavigero, Cavo? No lo sé) los versos: “Prefiero Tacubaya, pueblo inmundo/ a Roma, capital del mundo”. No he encontrado la referencia, pero así está conservado en mi cuaderno y, como no le daré derecho a réplica a la maestra, tendrá que tomarse por bueno. Seguramente la cita es falsa o por lo menos inconclusa, ya que no suelen los poetas combinar el endecasílabo con el eneasílabo. Lo arreglaría así: “Prefiero Tacubaya, pueblo inmundo,/ por sobre Roma, capital del mundo” para que se balancee el dístico, pues no hay cosa más triste que un verso “mal contado”. (Permítase aquí también aquí enmarcar mi desprecio a los autores de verso libre. No es personal, pero sí profesional mi oposición)). Esta tendencia se observa desde los manuscritos. El corazón de Chartier se detendría si supiera de la existencia del Manual de Dhuoda, una noble mujer que escribió un manual, un librito chiquito, para que su hijo estudiase los fundamentos de la teología por allá del siglo IX. (Dhuoda estuvo relacionada en los escándalos palaciegos de Luis el Piadoso, hijo de Carlomagno). Ojalá, por su salud, nunca lea este texto, pues ya es un hombre mayor. Pero lo cierto es que libros pequeños o grandes o más adornados o más sencillos tienen una razón de fondo y la misma materialidad nos indica cuál es la finalidad del propio libro y preexisten a la imprenta, y a la barbarie asesina y misantrópica que fue la Revolución Francesa. No en balde los libros de arte son grandotes y algunos se pueden llevar en la mano. Depende de la materia que traten, porque ésta depende ciertos fines. Considere este caso: va a llevar un escritorio de un lugar X a uno Y. ¿Qué hace, agarra cualquier carro o se fija antes en uno que pudiese tener potencialmente la posibilidad de que quepa sin lastimar el mueble? Debe, entonces, adecuarse a la propia necesidad.
(Nota bene: ésta es la razón por la cual cuando usted entra en una librería tradicional, lo recibirán los libros de arte. No tanto por la belleza o porque usted empiece por la parte gráfica, sino porque es grande y pesado, y en nuestro país, tan noble y único, existe una raza que viene de no sé dónde y que tienen varios nombres: los cacos, rateros, ratas o demás, así que hay que protegerse porque la justicia conmutativa no funciona mucho. (Dicen algunos: “Lo mejor de México es su gente”). Haga usted la cuenta: un libro de arte es mucho más difícil de robar. Inclusive para eso nos sirve la materialidad. Un libro electrónico, siempre es igual, no se ostentan estas diferencias.)
Otro tema de fondo es el proceso de aprendizaje mismo. Sin entrar en el debate epistemológico de fondo, el aprendizaje y como lo pueden atestiguar el grueso de quienes educan jóvenes (donde me incluyo), se comprueba el adagio escolástico: nihil in intellectu quod non praeter in sensu (No hay nada en el intelecto que no pase antes por los sentidos). Existen aquí algunas precisiones, pero para no entrar a los pormenores de la sutileza filosófica, implica que, en cuanto a hombres, tenemos cuerpo. Puede usted comprobarlo si se pellizca un brazo o si golpea su cabeza frente a una pared. Este punto nos lleva, en segundo lugar, a que el cuerpo sirve para algo. Seguramente usted lo ha sospechado, independientemente que sea torpe como yo para el deporte, pero hay algo de funcionalidad en el mismo. Y, tercer punto: ese cuerpo es nuestro contacto con el mundo. Es, si usted quiere, un contacto problemático, pero existe y es nuestro medio de conocimiento. No en balde, a los niños se les enseña a partir de elementos concretos que puedan tocar, babear, aventar, y luego percibir y después abstraen: pueden los niños ver dos manzanitas, tocarlas y a partir de ahí aprender el concepto de los números, que es abstracto. Enseñar directamente los números significaría un fracaso en la formación, porque no se rompe el ciclo de aprendizaje, así de sencillo. Y esto no queda únicamente confinado a los niños, sino que también entre los adultos es necesario.
Esto tiene muchas consecuencias, por supuesto, el primero es el fracaso y error de todos (así es, todos) los racionalistas desde Descartes hasta la fecha (es duro de escuchar, sobre todo para los seguidores de Descartes y otros racionalistas, pero deben saber que estaba equivocado y que dedicarle más tiempo de estudio no aligera los errores, como tampoco podrán salvarlo de éstos), lo cual no es raro, y, en segundo lugar, la resolución de los problemas en torno a problemas tales como la consciencia. Es decir: si usted pensaba que podía salvar sólo su cerebro y consciencia y congelarlo en alguna elegante carnicería para que en un futuro pusieran ese cerebro en un robot o en un trozo de carne motorizado, lamento decepcionarlos, pero no se puede ni se podrá. (Cfr. La película Robocop donde el agente Murphy es una excepción).
Detrás, además, de estos debates, hay una cierta postura, llamémosle por facilidad y sin demasiado compromiso, racionalista (de ratio, organizar), el cual podría y, a menudo desemboca en un deshumanizar al hombre y pretenderlo una máquina. La irrupción tecnológica ha sido brutal en todos los aspectos, y un tema obsesivo para ser tratado por cuantos textos se encuentren y opiniones, y, sobre todo, en su aplicación educativa. Y ante esto se han desplegado preguntas que no se alejan mucho de lo que aquí estoy planteando, tales como: ¿Se debe involucrar a los niños, a los jóvenes en el conocimiento oculto de la computadora o no? El proceso de llegar a objetos abstractos e irreales, como los que aparecen en la computadora en vez de lo concreto ha generado grandes distorsiones y, no sólo dentro de la esfera de cosas concretas, sino más allá. Los buscadores que indudablemente auxilian para encontrar de forma rápida algunos datos, son muy eficaces para esa finalidad, pero, en contraparte, presentan una terrible desventaja: elimina la necesidad de revisar con más detalle en, por ejemplo, una enciclopedia. En consecuencia, se deja de leer el texto en búsqueda sí de un dato concreto, pero también el trabajo para poder llegar al mismo y, por tanto, el proceso de conocer se vuelve exclusivamente utilitario y, por lo tanto, limitado.
He procurado a algunos alumnos la búsqueda en enciclopedia de papel no tanto por los datos que podrían encontrar con mayor velocidad en cualquier navegador, sino para que aprendan, desde el momento de buscar correctamente la letra en la cual está el artículo que necesitan, hasta pensar cómo funciona éste y qué partes del artículo son útiles o no y lo difícil que es encontrar un dato preciso. Ya un segundo punto mucho más deseable es la lectura de las fuentes que lo sustentan: he aquí donde se desarrolla el conocimiento. Desde el inicio hay objeciones porque el alumno cree que mi intención es que aprendan datos, pero se equivocan: quiero que se tarden, quiero que no encuentren, quiero que lean y que, acaso se pierdan, se equivoquen, vuelvan a rectificar y acaso encontrar otro artículo que no habían pensado que estaría y que, ojalá, les llamase la atención. Muchas veces a los profesores no interesa el resultado tanto como el proceso para llegar a él, por desaseado o caótico que pudiera pasar. Quizás el resultado sea correcto, pero el proceso no y eso implicaría que, de volver a dejar un ejercicio parecido, lo que fue en uno acierto, en otro un error llegaría a ser. En cambio, la búsqueda de un proceso correcto, aunque yerre el resultado, evaluará que, en otro momento, se comprenderá el tema y, por lo tanto, cuando cambie la finalidad, el aprendizaje quedará.
Planteo así, de fondo que buscar o seleccionar la tecnología con exclusivos criterios de practicidad es completamente errado. Es cierto que muchos procesos se pueden acelerar y corregir con indudable acierto, pero también existe un arte en la lentitud, pues de lo contrario sólo pasaremos a un cambio de mera acreditación donde todos fingimos hacer las cosas y los demás fingen preocuparse por las mismas. Por eso debo reclamar la urgencia de eliminar los argumentos simplones de la tecnología en los libros y también orillar a que se reflexione que, en muchas ocasiones, la tecnología, por muy innovadora, puede ser proporcionalmente obsoleta.
Así pues, el libro electrónico y su tecnología papirácea es, reitero, como venderle alimento para caballos a Volkswagen, que no usa caballos reales para que sus coches arranquen. El tema es que, como ya se ha perdido esta reflexión y una hojeada a la cultura universal, entonces se asume una especie de tabula rasa y, por lo tanto, se comete una estafa al vender algo obsoleto cual si fuese nuevo. Puedo así concluir con lo evidente: erraron los tecnólatras. Y eso es bueno.
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Nota del editor.- A este ensayo, en realidad, el autor le dio un título un poco más largo, que dice así:
Reflexión seria-jocosa y contumaz acerca del libro electrónico, o sobre cómo venderle alimentos de caballos a Volkswagen, en la que se trata de temas variados que tienen como elemento común la lectura y los títulos extensos que escribió un viandante del antiguo reino de la gran Anáhuac mientras esperaba a que se enfriaran las tortillas antes de comer los sagrados alimentos sobre mesas cubiertas de manteles de plástico usualmente entre la sexta y nona hora donde, según el Breviario, se da gracias ante el sudor de la frente