Así reza una reciente publicidad en Alemania: “¿Futuro o asesino del clima?”, en la imagen se veía a una mujer amamantando a un recién nacido. Es realmente sorprendente el avance de la ecología profunda, la cual considera al hombre como enemigo de la naturaleza. Al ver esa publicidad inmediatamente hice conexión intelectual con dos hechos recientes: una cita de Peter Singer que leí, donde invitaba a esterilizar a todo el género humano para ser voluntariamente la última generación sobre la Tierra y vivir de fiesta hasta la extinción; y una intervención de una universitaria en clase, quien afirmaba que no tendría hijos por motivos éticos, para evitar el sobrecalentamiento del planeta. De pronto todo encajaba: el hombre es el enemigo del planeta; hay un imperativo ético de acabar con él.
“¿Futuro o asesino del clima?” Foto tomada de la estación central de Berlín por TheoBlog.de
La cultura de la muerte tiene una cara aséptica e incluso altruista: la preocupación no por la humanidad, sino por el planeta. Podemos incluso sacrificar la humanidad en el altar del planeta. ¿Es justo hacerlo? Para muchos enemigos de la vida humana parece ser así. Ya no es que se mire con recelo a las familias numerosas, por considerarlas irresponsables, estamos un paso adelante, de forma que traer vida al mundo no se considera un bien, un motivo de alegría o felicitación. Se comienza a cuestionar la moralidad de traer vidas humanas a este planeta cansado y a este mundo enfermo de violencia, injusticia y corrupción.
El desencanto por lo humano está consumado. Se ha cerrado el círculo, como proféticamente vio el Concilio Vaticano II: “sin el Creador, la creatura se diluye”. El humanismo ateo, que parte de la premisa de la negación de Dios, culmina por afirmar la negación del hombre. Quizá alguien pueda objetar que se trata de casos de élites intelectuales, pero que el grueso de la población no piensa así. Dos hechos, uno global y otro casero, me hacen calificar a tal aseveración de optimista: la drástica caída de la natalidad en los países desarrollados; es decir, los que mejor viven no consideran a la vida digna de ser vivida; y, en segundo lugar, la experiencia de mi barrio clasemediero alto: la gran cantidad de personas paseando perros, inversamente proporcional a la presencia de niños. No, la vida humana en los sectores altos de la población ya no se considera como una bendición, una forma de realizarse y trascender. Se recela de ella.
“Los dinosaurios creían que todavía tenían tiempo. Actúa ahora”. Cartel para la manifestación contra la crisis climática en Berlín.
El recelo tiene una causa subjetiva: el sacrificio que supone. Es mucho más sencillo tener una mascota que un hijo. Pero ahora ese motivo, egoísta, al fin y al cabo, tiene una motivación intelectual fuerte: la defensa y el cuidado del planeta. Cada hijo supone una gran cantidad de consumo, de calor, de energía, de desgaste para el planeta. Es triste que la vida humana, que biológicamente hablando, es la mayor maravilla que pueda contemplarse hasta el momento en el universo –pues finalmente es el único ejemplo de vida consciente del que tengamos evidencia- se vea empobrecida hasta esos límites inauditos.
La visión cristiana, ahora en clara minoría, es diametralmente opuesta. Se siguen considerando a las familias numerosas como una bendición de Dios. Se sigue viendo a cada vida humana como un milagro, cada ser humano se considera único e irrepetible. Cada persona tiene dignidad y por ello un valor inalienable. Sigue viendo en el mundo en particular y en el universo en general, como un inmenso don, que Dios confía al hombre. Se valora al mundo y todo lo que él contiene, pero no como un fin, sino como un medio.
Yo no soy tan optimista, pues por tratarse de una élite, controlan los contenidos y los programas educativos. Poco a poco tal visión va ir permeando, como la única éticamente solvente, y los que no comulguemos con ella seremos mirados con recelo, cuando no reprimidos social, cultural e incluso penalmente (no quedan muy lejanos los castigos en China por tener más de un hijo). Tal parece que la única alternativa para un futuro esperanzado de la humanidad es la vuelta a un humanismo cristiano. La pregunta es ¿todavía es posible?, ¿todavía estamos a tiempo o es ya demasiado tarde?
“Porque me duele si me quedo, pero me muero si me voy”. María Elena Walsh, Serenata para la tierra de uno
Las migraciones tienen en mi historia personal un carácter fundacional. Mi propia genealogía es la confluencia casual de múltiples migraciones. Mis antepasados recientes dejaron un día su terruño natal para emprender un viaje sin regreso. El hambre, la guerra, la peste, la falta de oportunidades, entre otras injusticias, los forzó a embarcarse hacia una nueva vida. Algunos solos y otros en familia se aventuraron en una larga travesía que los llevaría a la costa atlántica sur de América: Argentina.
Mi abuelo paterno Luis Barry con sus padres y hermanos.
Historias de muchos hombres y de muchas mujeres. Proezas personales que no habrían de pasar jamás a la Historia, pero que gestaron cada una un propio descubrimiento de este continente. Continente que, sin saberlo, habría de contener sus memorias definitivas.
Mi abuela materna Ana María Guasch con sus padres y hermanos.
A esta tierra han venido y siguen viniendo pobladores de los más diversos orígenes y de tierras extrañas entre sí. Algunos incluso de países que ya no existen. En el caso de mi familia, mis abuelos y bisabuelos provienen de disímiles regiones de Europa: Irlanda, Andalucía, Cataluña, Lombardía, Calabria. Ya en Argentina, se asentaron a su vez en distintos suelos del interior del país. Por parte de mi esposo, su propio padre y abuelos vinieron de Rusia, siguiendo un sinuoso derrotero; y por el lado de su madre, sus parientes provienen de Italia y España. Ambos compartimos así un legado de vivencias culturales muy variadas.
Mi bisabuela paterna Concepción Maineri con sus padres y hermanos.
Los caminos migratorios pueden tener distintas extensiones. Mi padre y mi madre han hecho el suyo propio, dejando sus respectivos pueblos de provincia para ir a estudiar a la ciudad. Ejemplo que ejerció siempre mucha fuerza en mí, además de ser el hecho indispensable para que se conocieran.
Mi abuelo materno Diego Zapata con su profesor y compañeros de violín.
En mi caso, yo también fui una vez migrante. Recién casados, nos fuimos mi esposo y yo a Alemania, un país con el cual ninguno de los dos guardaba parentesco. Nos impulsó la ilusión de un nuevo horizonte, la amistad con nuevas personas, la curiosidad ante una rica cultura de científicos y pensadores y el desafío de una lengua difícil de conquistar. Pero, finalmente, fue el nacimiento allí de nuestro hijo nuestro principal vínculo afectivo con ese, nuestro primer hogar. Hecho que determinó a su vez el motivo de nuestro pronto regreso a Argentina, dado que preferimos que su crianza se diera rodeada de la enorme familia que ahí lo esperaba.
Si bien hace ya quince años que regresamos, en aquella larga experiencia de casi seis años pude vivenciar yo misma lo que es la despedida y la incertidumbre de no saber si iba a volver. Pero a su vez pude experimentar también ese irremovible sentimiento de ser extranjero. ¿Pero qué es realmente lo que nos hace extranjeros? Más allá de las obvias cuestiones legales, de las visas y los pasaportes, aún cuando el entorno de nuestro nuevo país de residencia nos pueda resultar amigable, persiste siempre en nuestro interior un juego de arraigo y desarraigo.
Konstanz, Alemania. 2005
Siempre me llamó la atención un concepto que debe ser común a varios idiomas, que se da claramente tanto en español como en alemán y que puede ser una primera clave para comprender ese paradójico sentimiento de pertenecer y no pertenecer a un determinado lugar. Por un lado, tenemos la “patria”, que hace referencia implícita a la tierra del padre, lo cual en alemán es literal en el término “Vaterland”; y por otro lado tenemos la “lengua materna”, con su correspondiente en alemán “Muttersprache”. Hay una fuerte referencia genética en ambos. Los dos términos señalan un origen ineludible, según el cual la tierra parece ser la herencia paterna y la lengua, la materna.
Sin ahondar ahora en lícitas cuestiones de género, podemos hacer foco en ese efecto que “tierra” y “lengua” ejercen en relación a nuestra capacidad de raigambre. La tierra se refiere por un lado a terreno: es espacio geográfico, es paisaje, es clima, es el alimento que allí puede crecer y sus nutrientes específicos. Por otro lado, es territorio, es demarcación política, es su organización interna, es frontera. La lengua, en cambio, es palabra, es pensamiento, es habla y es posibilidad de silencio. Puede ser monólogo, como puede ser diálogo; puede llegar a ser ben-dición o mal-dición. En cualquier caso, siempre la llevamos a cuestas, no importa en qué tierra nos encontremos.
Al aprender un nuevo idioma siempre se aconseja tratar de “pensar” desde ese idioma. Yo no creo haber logrado pensar en alemán, pero sí al menos he llegado alguna vez a soñar en él, lo cual suele ser muy gracioso. Es claro que nuestra “matriz” está dada más por las palabras con las que pensamos, que por el suelo que pisamos. Es nuestra configuración inicial, pero no por eso es absoluta, de tal manera que podemos llegar en parte a emanciparnos. De hecho, mi esposo y yo impulsamos a nuestro hijo, cuya lengua maternaes el español, a aprender alemán, para que conserve un lazo con la ahora lejana tierra donde no sólo nació, sino que fue un hito importante en nuestra historia familiar.
La cuestión es que cuando uno ya vivió como extranjero, esa tensión entre tierra y lengua hace mella en nuestro interior y pervive inconscientemente, de tal modo que, al volver, lo que antes era propio, tiene ahora también algo de ajeno. Uno adolece así de incontables migraciones internas que te permiten no estar sujeto a ningún lugar, aun cuando uno supone haber echado raíces.
Aunque nunca libre de contradicciones, esa libertad, es la que me permite anticipar que un día será mi hijo el que habrá de partir para seguir su propio rumbo. Y que se llevará consigo nostalgia de la tierra en la que creció y palabras y pensamientos en su lengua, pero será él mismo quien podrá elegir dónde hacer crecer sus nuevas memorias.
Desde hace más de 70 años, Marte ha estado en la mira del hombre. Después de la Luna, el planeta rojo se nos presenta como la meta más próxima en el espacio. Se enfatiza en la palabra “meta”, porque la era espacial inició como una competencia directa entre naciones, cuyo afán era mostrar su poder económico y liderazgo político. Ahora, la competencia aparentemente no es entre naciones, sino entre la humanidad y las condiciones terrestres que apuntan a que, en un futuro tal vez no muy lejano, el ser humano ya no contará con las condiciones necesarias para vivir en la Tierra. La meta de la colonización de Marte es sobrevivir.
The Mars Society es una organización mundial, que desde 1998, investiga sobre los beneficios de explorar y crear una colonia en Marte. Con el objetivo en la mira, lanzaron una convocatoria para diseñar una ciudad autosostenible para un millón de habitantes. Los científicos e ingenieros de The Mars Society afirman que los proyectos, conformados por especialistas de varias disciplinas como arquitectura, astrofísica, aeronáutica o biotecnología, son alentadores y viables. Esta comunidad científica, no sólo busca justificaciones para colonizar Marte, sino que también ha ideado los medios -para al menos intentar- hacerlo posible.
Cosmonauta Foto: Tom Leishman
Sin embargo es preciso detenernos un momento a reflexionar, porque no todo avance científico y tecnológico es un bien para la humanidad, la naturaleza y el cosmos. La sabiduría popular afirma: “no todo lo que brilla es oro” y es por ello que es necesario analizar la ética que guía los estatutos de The Mars Society, quienes afirman que las “razones para ir a Marte son poderosas” y que la colonización por sí misma es una “causa noble”; sin realmente mencionar aquellas poderosas razones y la nobleza de colonizar un sitio inhabitado. ¿Acaso no es un eco de otras colonizaciones injustificadas?
La comunidad científica tiene opiniones divididas. Así como los científicos de The Mars Society están a favor de la colonización, otros científicos han reflexionado al respecto y han elegido la postura contraria. Algunos argumentos, principalmente a favor, pueden verse en los documentales One Strange Rock y The Mars Generation, disponibles en Netflix. One Strange Rock es narrado por astronautas de la NASA y en uno de los capítulos (Escape) plantean las contrariedades biológicas de la colonización de otros planetas. Plantear la idea del escape es un vistazo a que el mayor motivo es la supervivencia. Los principales motivos que debemos reflexionar son:
El origen de la vida:
Después de diversos hallazgos en Marte, se concluyó que la vida no es un elemento exclusivo del planeta azul. Este descubrimiento de la vida en Marte da luz para comprender el origen de la vida en la Tierra.
La planetología comparada y la clave de la supervivencia:
El hombre ha modificado las condiciones ambientales y la consecuencia es el cambio climático que pone en peligro a la naturaleza y al hombre. Los estudios sobre Venus permitieron una mayor comprensión sobre el proceso. Al comparar las transformaciones de otros planetas y compararlas, podemos obtener la información necesaria para entender y afrontar el proceso en la Tierra.
Las dos primeras razones están fundamentadas en el progreso científico; la primera tiene un telos (finalidad) comprensivo de la vida misma, intenta entender la vida a partir de la naturaleza; mientras que la segunda tiene un propósito más práctico, pues no busca entender el fenómeno, sino incidir de alguna forma en la transformación del cambio climático terrestre contando con parámetros interplanetarios. Esta última razón resulta paradójica, si pensamos que el cambio climático es un efecto postindustrial, entonces por un lado la ciencia que generó el avance industrial, ahora pretende revertirlo buscando respuestas fuera de la Tierra que ella misma ha dañado.
Autostop a Marte Foto: Tom Leishman
Cooperación internacional:
Aceptar el desafío de colonizar Marte, debería ser una actividad internacional que muestre la cooperación entre naciones. “Marte serviría como ejemplo de cómo la misma acción conjunta podría funcionar en la Tierra en otras empresas.”
Motivar el interés científico y tecnológico:
Motivar a los jóvenes para educarse en ciencia y tecnología, para que se conviertan en los innovadores del futuro, capaces de crear nuevas empresas que proporcionen un rendimiento económico, científico y tecnológico para sufragar los gastos de la colonización.
Cuando leemos noticias sobre la forma en que los gobiernos y los empresarios compiten por tener los desarrollos tecnológicos más innovadores, tenemos la certeza de que no se trata de una tarea conjunta. La idea de colonizar connota la ambición de poseer y de dominar un territorio. Basta con mencionar el proyecto espacial de Elon Musk, quien además propone un autogobierno que desconoce las leyes terrestres.
Elon Musk habla sobre el proyecto Space X y la nave Falcon 9 para The Mars Society en 2006. Fuente: FlyingSinger en Flickr
La ciencia no es ajena a los intereses económicos y políticos provenientes de “campos extracientíficos”. La ciencia moderna es un producto histórico cultural que no puede entenderse fuera del capitalismo e incluso es una de sus fuerzas motoras. Esto se observa a en la cuarta razón, cuando educarse en “ciencia y tecnología” tiene como finalidad no el conocimiento, sino la creación de empresas para generar rendimientos y sufragar gastos. Los beneficios se visualizan principalmente en la manutención del propio proyecto de exploración y colonización.
¿Qué hay del ideal de la ciencia para alcanzar el bienestar? ¿Por qué el bienestar general es medido sólo en términos económicos?¿Acaso nos iremos todos? Es evidente que cuando se plantea la colonización de Marte, no se pretende salvar a la humanidad, sino a aquellos que puedan costearlo. Un ejemplo es la película Snowpiercer del cineasta surcoreano Bong Joon-ho basada en el cómic Le Transperceneige de Jacques Lob (Netflix la adaptó en una serie); para detener el calentamiento global, los científicos congelan la Tierra y los únicos supervivientes son aquellos que compraron un pasaje de tren -divido en clases- y aquellos que lograron subirse al tren en condiciones poco favorables. La supervivencia no debería depender del poder adquisitivo, y sin embargo también en la colonización de Marte, podría observarse el mismo patrón. Si la colonia está planeada para un millón de personas ¿quiénes o qué decidirá quiénes serán los habitantes?
Una nueva humanidad:
El Nuevo Mundo marciano es una oportunidad para llevar a cabo el noble experimento para que la humanidad se deshaga del viejo bagaje y pueda comenzar de nuevo. Tomar aquello que es lo mejor y dejar atrás lo peor.
Esta razón es sumamente peculiar y desata varias preguntas. La primera es ¿por qué merecemos otra oportunidad? Y ¿para qué? Se entrevé la culpa por el mal comportamiento hacia la vida terrestre, pero en lugar de intentar remediarlo se busca una escapatoria. Qué fácil es abandonar un edificio en llamas, sin hacer algo para apagarlas. Quien pide otra oportunidad está consciente de que ha fracasado. La idea de empezar de nuevo es completamente inviable, ¿cómo desprendernos del bagaje cultural que nos ha llevado a esta situación límite de tener que buscar un espacio habitable fuera de nuestro propio planeta? ¿Colonizarán bebés que no han sido socializados previamente? ¿Crearán ellos mismos su propio lenguaje, cultura, normas, estructuras, ciencia sin precedente alguno? ¿Quién será el juez con la moral suficiente para seleccionar lo mejor de nuestra herencia y dejar atrás lo peor? ¿Cómo nos aseguraremos de no volver a cometer los mismos errores y evitar caer en un eterno retorno?
Foto: Tom Leishman
Antropocentrismo:
La humanidad es más que un simple animal, es la mensajera de la vida. Sólo el ser humano, entre todas las criaturas, tiene la capacidad de continuar la creación al llevar la vida a Marte y Marte a la vida. Al hacerlo, haremos una declaración profunda sobre el valor de la raza humana y de cada miembro de ella.
El planteamiento de la superioridad del hombre, es a todas luces un juicio de valor que le ha dado al hombre la voluntad de auto nombrarse tutor de la naturaleza, pero desde una perspectiva científica: ¿cuál es la demostración empírica de esta superioridad? El principio de toda crítica de la sociedad se enfrenta con el problema de la objetividad histórica asentada en dos puntos: 1) el juicio que afirma que la vida humana merece vivirse, o más bien que puede y debe ser hecha; y 2) el juicio de que, en una sociedad dada, existen posibilidades específicas para un mejoramiento de la vida humana y formas y medios específicos para realizar esas posibilidades.
Entonces, nos topamos con que los motivos de la ciencia están fundamentados en juicios de valor, que se asumen sin discutirse. Si el hombre intenta huir de un planeta que no supo tutorar desde su “superioridad racional”, ¿por qué es valiosa la vida humana? ¿Por qué merece sobrevivir a una catástrofe natural que él mismo ha creado? Y en caso de que la colonización de Marte y quizá después de otros planetas se hiciera, ¿formaría a un mejor ser humano y una mejor vida?
Materia prima:
Marte es un planeta semejante a la Tierra, con los elementos y materia necesaria para sustentar la vida y la sociedad tecnológica.
En esta última razón, nos encontramos con la idea de la dominación de la naturaleza. Marte es un lugar como cualquier otro, que no escapa de la racionalidad instrumental-técnica del hombre; un nuevo lugar para explotar, tal y como hemos hecho con la Tierra.
Nave aproximándose a Marte Fuente: NASA/JPL-Caltech
¿Quién asegura que la humanidad no destruirá ese planeta? ¿Quién nos da el derecho de privatizarlo y explotarlo? Todas las ciudades humanas deben construirse con materiales nativos, en otras palabras, los materiales para toda construcción provienen del planeta. Esto implica que la colonia en Marte se construiría con materiales marcianos y así comenzaría la explotación y saqueo de sus recursos.
Colonizar Marte enarbolando la bandera de la explotación, la misma explotación que nos ha llevado a una situación extrema en la Tierra, no nos salvará, sólo prolongará la agonía. La destrucción de la naturaleza (terrestre y marciana) para alcanzar la supervivencia de nuestra especie parece inevitable.
Marcuse critica a la tecnología en El hombre unidimensional; afirma que se trata de una nueva forma de dominación humana que se incorpora a la vida misma en forma de comodidad y progreso. La tecnología aliena a los hombres para aceptar sin criticar y seguir reproduciendo desigualdades, injusticias (entre los hombres y con la naturaleza) en nombre de la Razón. En el fondo esta sociedad marciana estará sumergida nuevamente en la “irracionalidad de la racionalidad”, en la explotación justificada por la técnica, la economía, la supervivencia y la fascinación por el progreso. Quizá sea posible colonizar Marte y abandonar al planeta agonizante que por tanto tiempo ha cargado con nuestra vida; escapar del barco para verlo hundirse, pero por mucho que corramos, no podemos huir de la condición humana. Y mientras sigamos siendo lo mismos, sin importar a dónde vayamos, cumpliremos nuestro destino. La colonización en Marte, inevitablemente, está condenada a fracasar desde el comienzo.