¿Cómo vive un contemplativo la Semana Santa? Seguro que con una intensidad fuera de lo común. Pero pienso que esta posibilidad no es restrictiva de los religiosos contemplativos, sino que podríamos hablar de una llamada universal a la contemplación, o llamada universal a la mística. Todo bautizado cuenta con la gracia, la ayuda de Dios, para ser “contemporáneo de Jesucristo”, en expresión del Cardenal Ratzinger. En eso estriba la vertiente mística o sobrenatural: en romper las barreras del espacio-tiempo y ser también nosotros protagonistas, presentes espiritualmente, en la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús.
Me sirve de guía o de inspiración quien fuera profeta de la “llamada universal a la santidad”, san Josemaría Escrivá. Siempre me han dejado pensando algunos pequeños gestos de su biografía que revelan una forma inusual de vivir la fe. Él mismo lo decía, había que “meterse en el evangelio como un personaje más” y señalaba que probablemente nuestro problema estribaba en que, “quizá es que tú y yo presenciamos las escenas, pero no las «vivimos»”
Ahora bien, esto, en su vida, no eran unas “palabras piadosas, sino una realidad.” Por ejemplo, cuando estaba en Brasil, en 1974 se le veía serio, – “¿qué le pasa Padre?” – “es que no sé cómo meter a san José en la Pasión de Jesús.” A los pocos días cambió su semblante, había descubierto la respuesta: “yo hago sus veces.” En ese mismo viaje, en Chile, Perú y Ecuador se alegró mucho por las piadosas pinturas que se fue encontrando, donde, por ejemplo, san José acompañaba a la Virgen en su visita a su prima santa Isabel, como a él le gustaba imaginar que sucedió. El detalle es que ver plasmada en la piedad popular las consideraciones de su oración, le llenaba de alegría.
San Josemaría Escrivá de Balaguer Fuente: Prelatura del Opus Dei, España.
¿A dónde voy con estas anécdotas? A intentar describir lo que consiste en ser un contemplativo. Un contemplativo es alguien que está de lleno presente en nuestro mundo, pero que tiene una vida paralela, una especie de “second life” espiritual, que le llena de contento, capta su interés y su atención, le supone desafíos y, en último término, le sostiene en su vida externa, común a la del resto de los mortales. El tema es que esa vida, la vida contemplativa, no es como el complemento, sino, por el contrario, constituye el plato fuerte de su existencia.
¿Podríamos plantearnos vivir así la semana santa? Ciertamente, la llamada a la contemplación es universal, pero no se improvisa, no se simula, no se actúa, no es una farsa, es la realidad. Quizá vemos que estamos a años luz de esa meta, pero ello no impide que hagamos nuestros pininos, que demos nuestros primeros pasos. ¿Cuál sería el camino más directo para conseguirlo? Vivir muy bien la liturgia en la Semana Santa. No asistir de manera rutinaria o cansina, sino con hambre, con avidez, con deseos de empaparnos de sus textos, oraciones y aclamaciones. Introducirnos, a través de ella, en los sentimientos que embargaban el Corazón de Jesús en estos momentos, verdaderamente centrales, para la historia de la humanidad.
En este sentido, es una maravilla que, con la fe, podemos, si queremos, “revivir” en nuestro interior los sentimientos de Jesús en su Pasión, la alegría de su Madre en la Resurrección, así como su dolor en la Muerte de Jesús. Que realmente nuestro corazón pase por todas esas etapas, verdadera “montaña rusa” de la afectividad espiritual. Y así, con esa fe, alimentar la esperanza de que esa contemplación sea cada día más auténtica, más profunda, más real, de manera que, finalmente vayamos creciendo, al compás de la Semana Santa, en el amor a Dios.
Sólo resta decir que esta vivencia espiritual, para ser auténtica, se materializa en nuestros gestos, actitudes, comportamientos durante la Semana Santa. Todos ellos deben ser coherentes con la presencia de Jesús en nuestro corazón y de alguna forma vienen a confirmarla. No es la contemplación un ejercicio de encerrarse en el cuarto, agarrar las Sagradas Escrituras y meditar, sino el vivir nuestra vida cotidiana, pero con la mirada y el corazón en la Vida, Muerte y Resurrección de Jesucristo. Vale la pena plantearnos este reto, “challenge” como se les dice ahora, de ser contemplativos, místicos, en la Semana Santa y siempre.
El pasado 10 de enero falleció, un tanto sorpresivamente, el Cardenal George Pell, un auténtico confesor de la fe, en el sentido de que sufrió injustamente a causa de su fidelidad a Jesucristo. Pell estuvo trece meses en prisión, condenado por un crimen que no cometió; tras las rejas por una calumnia motivada por odio a la Iglesia. Sin embargo, él sufrió esa gran injusticia desde la profundidad de su fe, de manera que le sirvió para crecer interiormente. A semejanza del Cardenal van Thuan –que pasó trece años en la cárcel-, su periodo en prisión fue un momento de maduración en la fe y de abandono en las manos de Dios.
¿Cuál es la enseñanza que nos da Pell? El saber ver a Dios detrás de las circunstancias de la vida, también las adversas. El paladear, en carne propia, cómo Dios se sirve de todo, incluso de lo malo, para nuestro bien. Como dice san Pablo, “para los que aman a Dios todo es para bien” (Romanos 8, 28). Tal capacidad, supone una gran finura del alma, una agudeza espiritual fuera de lo común.
Obviamente, no es que Dios quiera las injusticias, el perjurio, la calumnia. No las quiere en cuanto son pecado, son cosas malas. Pero las permite porque respeta nuestra libertad. Ahora bien, la omnipotencia divina sabe sacar cosas buenas de lo malo, de manera que “todo coopere para el bien de los que aman a Dios”. Dios se sirve de esas injurias para purificar a un alma y para dar un testimonio aún mayor. Como dice el mismo san Pablo: “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Romanos 5, 20). De esta forma, de manera insospechada, Jesús dio a probar un poco del cáliz de la Cruz a su hijo George, y George dio testimonio de confianza en Dios, de abandono en Sus manos.
La “kénosis” (“abajamiento” en griego) de Pell fue grande: quien fuera uno de los Cardenales encargados por Francisco para reformar la Curia Romana, con el deber de supervisar los asuntos económicos, sufrió la ignominia de ser considerado un pederasta. Todo hay que decirlo: es injusto y doloroso estar trece meses en la cárcel siendo inocente, pero lo peor es el motivo: ser encontrado culpable de pederastia, probablemente el peor crimen que se puede cometer. Sin solución de continuidad Pell pasó de la cumbre en su carrera eclesiástica a las oscuras profundidades de la pederastia clerical. Lo peor no fue la cárcel misma, sino el motivo que lo llevó a ella, con la consiguiente infamia que cae sobre su nombre y buena fama.
Pero Pell vivió todo eso con una gran paz. Según él mismo relata, en ningún momento se sintió abandonado por Dios, al contrario, lo sentía más cerca y de Él sacaba fuerza para enfrentar la contradicción y hacer un denodado esfuerzo en su oración para intentar comprender algo, entender qué era lo que Dios quería de él, por qué permitía una situación así. Mientras tanto, se alzaba incesante su oración por las víctimas de pedofilia clerical y por sus acusadores. Desde el primer momento comprendió que su sufrimiento no era inútil y que podía unirlo al padecer de Jesús en la Cruz. Es decir, vivió desde la fe su experiencia de la cárcel, tuvo la clarividencia de tener una profunda vida sobrenatural, de forma que encajaba la injusticia en un conjunto más amplio de sentido. Digamos que fue una experiencia mística del despojo humano, para crecer en unión con Dios.
Quizá lo más difícil sea la sombra de la duda que se cierne sobre su nombre, incluso después de ser absuelto. Más de uno podrá pensar que esa absolución obedece al poder y la influencia de la Iglesia, más que a la justicia. A nadie le gusta que su nombre quede manchado, y menos de ese horrendo crimen. Pero, como diría san Josemaría encarándose con Dios: “si Tú no quieres mi honra, ¿yo para qué la quiero?” Desprenderse de la propia honra, ponerla al servicio del Señor, despojarse de todos los títulos y ser un preso más. Todo ello puede vivirse como un valiente itinerario espiritual que conduzca a la identificación con Jesús y que sirva de purificación a su Iglesia. Dios quería apoyarse en George Pell para dar este valiente testimonio. Pell se une así a la larga lista de personas que por fidelidad a Jesucristo han padecido la prisión: el Cardenal van Thuan, san Juan de la Cruz, san Pablo, san Pedro y el mismo Jesús.
Sobre el autor: Salvador Fabre es Dr. en Filosofía
“Así, pues, hagamos el bien sin desanimarnos, que a su debido tiempo cosecharemos si somos constantes. Por consiguiente, mientras tengamos oportunidad, hagamos el bien a todos y especialmente a los de casa, que son nuestros hermanos en la fe.”
Ga. 6, 9 – 11.
Debo a una alumna (Tabatha), un libro de Stefan Zweig, que no conocía. Para los cristanos, el Vía Crucis bien merece el título de esa obra de Zweig con un añadido que expresa adecuadamente su grandeza: “Los momentos estelares de la humanidad” (el nombre de la obra del genial austriaco no contiene el artículo “Los”).
Desde luego que la estela de la vida del Salvador es la mayor que puede dejarse en la historia, por la sencilla razón de que se trata de la vida del Dios hecho hombre.
Además, la estela de cada estación del Vía Crucis perdura a través de los siglos, no tanto por los estudios y hallazgos historiogáficos que las van ilustrando, sino por la práctica sencilla de la meditación cristiana. San Josemaría Escrivá se une al modo cristiano intenso, cuando nos invita no solo a pensar, a repasar, sino a vivir la pasión de Jesús.
El martes cuarto de Cuaresma me topaba como todos los años, con esa misma invitación contenida en un discurso de San Gregorio de Nacianzo (hoy Nenizi, Turquía). Este gran doctor de la Iglesia nos animaba, hace mil seiscientos años, a copiar a Jesús, haciéndonos ofrenda santa. Como sabemos, ese es el sentido grande de la mortificación cristiana: no consiste en hacernos daño; sino en hacer morir los estorbos de egoísmo para ofrendarnos a Dios. Así, realmente será sacrificio: operación que convierte (sacrum-facere) nuestras obras en algo sagrado, segregado, dirigido hacia el Cielo. Copio a Gregorio:
“Y para decir aún más: seamos nosotros mismos ofrenda, ya que día tras día queremos sacrificarnos y sacrificar todo lo que hacemos”.
Lo inolvidable de su discurso (la parte práctica) viene a continuación:
“Si eres Simón de Cirene, toma la cruz y síguelo. Si eres el ladrón y te crucificaron con él, reconoce a Dios para ser un hombre justo…Compra la salvación a través de la muerte”. Como decía un amigo mío, para nosotros, la llamada “mortificación” es en realidad vivificación.
Pero, sigamos copiando al buen ladrón: “Entra en el paraíso con Jesús para que veas lo que has perdido (8) y veas la belleza allí”. Como si dijera ¡copia a Dimas, y róbate el Cielo!
“ Deja que el ladrón quejumbroso muera afuera con su blasfemia.Mejor, si procuras cambiar su queja blasfema en reconocimiento de la verdad. Dile a Gestas, como le dijo Dimas: ‘nosotros en verdad padecemos por nuestras culpas, pero Éste ningún mal ha hecho’.
Consigue que también él vea a Jesús con otros ojos. Con los de la verdad completa, con los ojos de la verdad amorosa.Que se duela, por haber dañado al hermano… que se duela por haberse olvidado de Dios que es su Padre, que se duela por haber mancillado su pobre cuerpo… que se duela por menospreciar a los demás.
Esa verdad duele, pero es verdad salvadora… cuando mira también al Salvador, cuando escucha esa palabra que sigue teniendo eco en todos los rincones de esta tierra, también en esos rincones infernales donde el ruido quisiera apagarla. Hasta allí puede escucharse la frase: Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen.”
Si eres Simón el Cirineo (continuemos por nuestra cuenta la recomendación), presta atención al que ayudas, y no le prestes solo tu cansancio y tu mal humor. Compara tu suerte con la Suya, y date cuenta del privilegio que tienes por llevar unos metros de la cruz que Cristo lleva en todos los caminos de los hombres.
Acompaña al enfermo que no tiene compañía, anima a la enfermera que ve personas fallecer en casi cada turno de su servicio. Sonríe al pobre que ha perdido su salario, su trabajo, su modo de sostener a los suyos; y que ha perdido esa experiencia de la propia valía que nos da un quehacer remunerado.
Y paso al personaje que, después de la Virgen María, más me cimbra por su papel en la pasión.
El relato sencillo de la Verónica, su audacia para irrumpir en la ejecución de una condena, y el premio impreso en su velo, parece apuntar a una leyenda pedagógica: El nombre significa verdadero icono (“verus iconus”, como su equivalente griego Berenice).
La Verónica no aparece en los libros del nuevo testamento. Pero aparece en el ambiente del que nacen esos libros: en la tradición apostólica, en el apócrifo evangelio de Nicodemo alrededor del año 350.
El personaje cobra fuerza gracias a la veneración del rostro de Cristo impreso en unos trozos de tela, explicables en su multiplicidad, por los pliegues o dobleces que se hacen en un velo para darle el uso requerido.
Uno de esos trozos se pone a la veneración de los fieles en una capilla en Roma (Santa Maria in Veronica, que data del siglo VIII; y en el siglo XVI el icono era el tesoro de la basílica de San Pedro — se le aplicaba también el expresivo título de mirabilia Urbis: la maravilla de la Urbe.
Ese tesoro desaparece en el saqueo de Roma efectuado por las tropas de Carlos V. Se cree, con buenas razones, que el trozo fue rescatado y es el que ahora se venera en Manopello.
Catarina Emerich hace suya la noticia antigua de que el nombre original de esa mujer valiente era Serafia. Nombre también muy notable (“ser de fuego”, “ser de luz”) Y fue el desenlace de su gesto lo que le dio re-nombre: Como Simón pasó a llamarse Pedro, así Serafia pasó a llamarse Verónica. En ambos casos por el encuentro con el Mesías.
El poder del relato es genial. Cualquier mujer (en realidad, cualquier persona) está llamada a ser Verónica. A ser portadora del verdadero rostro de Jesús.
San John Henry Card. Newmann muestra la didáctica del Vía Crucis notando cómo el encuentro de Jesús con María (4ª estación) viene seguido de una intervención varonil (5ª, el Cirineo) y de una intervención femenina (6ª).
Me resulta muy fácil contemplar la escena de esta sexta estación. Casi podría emplearme con un cineasta para asesorarlo y llevarla a la pantalla:
Blasfemias, insultos, llantos, gritos, ruido de golpes, maldiciones… y de pronto, sin pronunciar una sola palabra, Verónica va a ejecutar su tarea. Es evidente que su espíritu no es belicoso. No lleva armas, solo un paño doblado dispuesto a ser desplegado. Va a limpiar el rostro de Cristo. Es una mujer decidida.
El valor de la Verónica supera la tarea material que ella se ha propuesto. Por unos instantes, la expresividad diabólica del odio se apaga, y nadie encuentra manifestaciones de burla para ese gesto: nadie se ríe de ella.
Precisamente el día mundial de la mujer pensé mucho en ese lance con el que ancianas, niñitas, mujeres, limpian descaradamente la cara de Cristo, en sus hogares, en las redes sociales, en sus ratos de trabajo, de descanso. Nadie realiza esa tarea mejor que una hija de Dios. Nadie les gana a presentar guapo a Jesús.
Reconozco que muchas veces, al confesar a tantas personas, me animo con el ejemplo de las verónicas, y les copio su trabajo. Ya sé que el mejor modo de asear la faz de mi Señor es confesarme bien, ayudar a los penitentes, y animar a muchos a arrancarle una sonrisa a Dios.
Termino, dando gracias a Dios por regalarnos a Verónica.
Jesús salió a ver al pueblo lleno de azotes, con la corona de espinas y el manto que le habían puesto como burla. El pueblo pidió su muerte y Pilato se lavó las manos.
¡Aquí está el Hombre! Cuando la televisión y las redes sociales nos enseñan diferentes tipos de personas exitosas, Dios nos enseña la humildad de su hijo, lastimado, entregado a los hombres y confiado en el amor de Dios. Este es el hombre, el que se entrega con amor, el que confía en Dios, el que no amenaza. Oh Jesús enséñanos a seguir tu ejemplo en medio de este mundo, a ser fieles como tú, a darnos con amor, a colocarnos en las manos del Padre y a esperar, como tú, que el amor tenga la última palabra delante de la violencia.
“Pilato les preguntó: «¿y qué hago con Jesús, llamado el Mesías?» Contestaron todos: «¡que lo crucifiquen!» Pilato insistió :«pues ¿qué mal ha hecho?» Pero ellos gritaban más fuerte: «¡que lo crucifiquen!» Entonces les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que lo crucificaran.”
Mt. 27, 22-23.26
Muchas veces actuamos por miedo al “qué dirán” y nos dejamos llevar por lo que la mayoría cree. Somos débiles; a fin de cuentas somos hombres y dentro de nuestra humanidad está la vulnerabilidad. Lo mismo ocurrió a Pilato, que no fue lo suficientemente fuerte para oponerse a la mayoría y hacer lo que consideraba correcto. ¿Cuántas veces nos ha sucedido?
Volvamos en el tiempo y pensemos que nos encontramos entre la turba. ¿Qué gritaríamos? Muy probablemente llevados por el éxtasis de la masa gritaríamos “crucifícalo”. Una canción de Jesús Adrián Romero (Si hubiera estado allí) plantea esta misma pregunta. Aún sin que pidamos a gritos su crucifixión, Jesús, acepta la condena y la muerte por nosotros. Porque desde la eternidad ya nos había pensado y amado.
Pidamos a Jesús la fuerza para ir contracorriente, la fuerza para no sacrificar, en aras de la aceptación y de la opinión pública, lo más santo. Oremos por la fuerza que se manifiesta en nuestra debilidad y que sólo puede provenir de aquel que padeció la injusticia de ser más odiado que un ladrón y una condena de muerte inmerecida. Oremos por no sentirnos nunca completamente buenos; para que no demos por sentado que en ese momento nosotros no gritaríamos “crucifícalo”.