Pertenezco a una generación que fue educada con la idea de que tenemos que hacer la diferencia en el mundo, ese es el espíritu del tiempo que nos ha tocado vivir.
Crecí en una familia tradicional y asistí a un colegio católico; y me acuerdo de varias veces en las que destaqué en alguna actividad o demostré algún talento y escuchaba interpretaciones aplicadas de la parábola de los talentos (Mateo 25:14-30). Recuerdo sentirme presionado y sentir casi una obligación por poner esos talentos al servicio de los demás y en la construcción del Reino de Dios porque no quería ser como aquel que enterró sus talentos. No quería ser un cobarde al que le quitaran sus talentos para dárselos a otro.
Este pensamiento se llevó a un extremo, sobre todo por los que yo considero malos formadores: el niño canta bien, entonces que cante en el coro de la iglesia porque sino está enterrando sus talentos; el niño dibuja bien, entonces que pinte arte cristiano porque sino está enterrando sus talentos; el niño habla elocuentemente, entonces que predique en los retiros de la parroquia porque sino está enterrando sus talentos; y así podríamos continuar con ejemplos y llenar varias páginas. Creo que podrás estar de acuerdo conmigo en que esto es una mala interpretación de la parábola de los talentos, quizá hasta convenenciera, pero cuando era niño no era tan evidente.
Pasaron los años y aunque nunca fui un niño que obedeciera en todo y siempre cuestioné a los que me formaban, algo de aquella malinterpretación se quedó en mi inconsciente y no sabía por qué cuando aprendía algo sentía una necesidad inmediata por enseñarlo. El auge de las redes sociales, especialmente Twitter, no ayudó nada. Cada vez que leía algo, así fuera un capítulo de 10 páginas de un libro sentía la necesidad de compartir una idea en Twitter para olvidarla antes de poder hacer algo con ella que le sirviera a alguien más.
Después de muchos años me di cuenta que por ahí no iba la cosa, que no tengo la obligación de enseñar o compartir un concepto o una idea apenas entra en mi cabeza, y mucho menos sin antes haberla procesado y aprendido bien, porque es evidente que el aprendizaje es mucho más complejo que leer 3 páginas (a veces ni eso).
Foto: Sanket Mishra.
Un día me di cuenta que el uso excesivo de las redes sociales me distraía más de lo que me ayudaba; aprendí que hace falta tener momentos de reflexión para procesar lo que aprendemos durante el día, utilizar nuestro cerebro para conectar puntos, atar cabos, generar ideas, procesar y comprender.
Hice una pausa, dejé de usar redes sociales por un tiempo largo y cada vez sentía menos la necesidad de compartir cada cosa que hacía. Pude disfrutar algo tan simple como armar un rompecabezas que al final iba a volver a desarmar y escribir en una libreta que nadie iba a leer, que aunque parezcan actividades tan simples no sabía por qué tenía años sin hacerlas. Quizá algún rezago inconsciente de esa parte de mi formación, quizá combinado con la llegada de las redes sociales con la ansiedad que generan, las constantes comparaciones y la necesidad de compartirlo todo como si eso evitara la pérdida de los recuerdos y la memoria. Estos efectos no sólo los he notado en mí, también los observo en mucha gente de mi generación y sobre todo en los más jóvenes.
Después de este detox de inmediatez, empecé a notar cada vez más lo mucho que opina la gente sin tener conocimiento de los temas, sin citar a nadie, realmente sin conocer. Cada vez sueno más anciano cuando digo cómo me preocupa que los jóvenes por esa necesidad de querer hacer una diferencia hablan de temas que no conocen con una autoridad que no le vi ni a Aristóteles.
No pretendo criticar a nadie, porque los entiendo, yo también sentí esa necesidad de aportar algo, también sentí que sino opinaba del tema de moda estaba enterrando mis talentos, que iba a pasar por este mundo sin pena ni gloria; sé que no es su culpa, y también sé que el hecho de que eso se haya exponenciado no es porque vengan con otro chip o porque esta generación venga “revolucionada”, es porque las herramientas que usan para consumir contenido y para crearlo han sido perfeccionadas al grado que la polarización de ideas ha llegado a unos extremos que nunca creí ver.
Hoy tengo la oportunidad de ser docente de la materia de Comunicación en una Universidad para alumnos de aproximadamente 20 años, y por la naturaleza de la materia hay varios trabajos en los que tienen que hacer un video explicando cualquier tema que les interese. Muchos hablan de algún deporte que practican o algo de arte que conozcan, pero observo que muchos se van por la crítica social. Quieren concientizar a la sociedad de una postura que tienen sobre un tema importante, y noto la polarización, poco pensamiento crítico, poca argumentación y mucho adoptar la postura del influencer que esté de moda como si fuera propia, sin haberla analizado realmente.
Mi trabajo es retroalimentar sus habilidades de comunicación, dicción, tono de voz, manejo de nervios, etc. Me abstengo de enfocar mi aportación en el contenido ya que no es mi papel, pero a veces no encuentro las palabras para recomendarles analizar más, pensar más, formarse un pensamiento propio, ya que creo que lo pueden tomar como otra polarización opuesta a una postura que ellos creen está formada. Además no quiero proyectar mis propios traumas en ellos diciéndoles que no tienen que opinar de todo lo que está de moda y no pasa nada si leen más y escriben menos.
Creo que también es parte de mi propio proceso no tener que aportar algo cuando no me toca, un poco quitarme esa presión de pensar que si no les digo algo estoy pecando de omisión, quién sabe, igual y yo soy el que está equivocado.
El pensador, Rodin. Expuesto en la Plaza Mayor de Cáceres. Foto: Jesús Castillo.
Aunque he experimentado mucha paz en no opinar sobre todo, no publicar todo lo que hago y vivir mi día a día sin documentar todo, también a veces me pregunto si no compartir absolutamente nada y no opinar de absolutamente nada sea un extremo del que me tengo que cuidar, y la respuesta la encontré en Aristóteles, precisamente en temas como el vicio, la virtud, y la prudencia. Y lo voy a citar a continuación.
“La virtud es, por tanto, un hábito selectivo, consistente en una posición intermedia para nosotros, determinada por la razón y tal como la determinaría el hombre prudente. Posición intermedia entre dos vicios, el uno por exceso y el otro por defecto”.
Aristóteles, Ética a Nicómaco.
Sí, yo sé que Aristóteles no nos da la respuesta a cada situación concreta en la que podamos encontrarnos en un dilema moral, pero sí que nos enseña un principio que nos toca a nosotros aplicar a cada caso particular.
Es importante buscar siempre el punto intermedio, y mientras escribía eso noté una contradicción, porque “siempre” no es un punto intermedio, pensé en borrarlo pero mejor evidencio mi propio error para que tú como lector no tomes todas mis palabras como verdaderas.
A propósito de Brave New World Revisited Aldus Huxley, 1958 Vintage Classics
Desde inicios del siglo pasado, la tecnología transformó la retórica, esto es, el arte de persuadir. El alcance a grandes audiencias mediante la radio, la televisión y los altavoces posibilitó el control y la dominación de varias sociedades sin necesidad de intermediarios. Albert Speer, arquitecto y ministro armamentista de Hitler, después de su juicio en Núremberg declaró que «la dictadura de Hitler se distinguió de toda la historia previa en un punto fundamental. Fue la primera dictadura en el presente periodo de desarrollo tecnológico moderno, una dictadura que aprovechó completamente todas las herramientas tecnológicas para la dominación de su país. Mediante dispositivos tecnológicos como la radio y el altavoz, ocho millones de personas fueron privadas de pensamiento independiente».
Aldus Huxley relata este episodio en su libro de ensayos Brave New World Revisited. Se trata de una reflexión sobre su famosa novela, veintiséis años después de haberla publicado. Hacia el final del libro, para resistir al ataque de la propaganda tanto política como comercial, propone una educación para la libertad. Se refiere, en especial, a la libertad intelectual.
Aldus Huxley (1894 – 1963)
En ciertos contextos, estar libre significa no estar encarcelado. Pero, escribe Huxley, «es perfectamente posible para una persona estar fuera de la cárcel y, de todos modos, no estar libre: estar sin encadenamientos físicos y, aun así, ser un prisionero psicológico, orillado a pensar, sentir y actuar como los representantes del estado nacional, o de algún interés privado dentro de la nación, quieren que piense, sienta y actúe».
Escribió esto en 1958, cuando la televisión figuraba como el medio propagandístico más agresivo. Sin internet, ni teléfonos inteligentes, ni transmisión personalizada. Antes la propaganda era la misma para todos. Ahora no; la transmisión personalizada cambió el panorama. Los algoritmos que te recomiendan canciones y videos, o que te muestran en las redes cibernéticas las publicaciones de los usuarios a los que más espías o reaccionas, segregan al individuo, pero no le dan importancia en tanto que individuo, porque son mecánicos. Sin embargo, a pesar de las diferencias por estos más de cincuenta años que nos separan de Huxley, uno llega a conclusiones similares a las suyas.
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La propaganda
Entre la prisión corporal y la psicológica hay una gran diferencia. Cuando te meten a la cárcel siendo inocente, sabes que debes reclamar, luchar y exigir justicia. En cambio, cuando te aprisionan psicológicamente, no hay manera de saber que estás preso. El esclavo intelectual piensa, siente y actúa persuadido de que lo hace por iniciativa propia. Ama sus cadenas porque cree que son raíces.
Podemos esforzarnos en nombre de nuestros intereses sin saber que, en realidad, obedecemos a dictadores y oligarcas, en lo público y en lo privado. De pronto, esos pocos artistas de la manipulación deciden dónde construir calles, dónde entubar ríos, en qué consiste el éxito, a qué personas respetarles la vida y a quienes no, cuáles religiones censurar, y muchas cosas más.
Quisiera hablar de las consecuencias que esto provoca en la democracia y en los problemas sociales, y también de las posibles soluciones. Pero antes, sólo para estar en sintonía, he aquí el funcionamiento de la propaganda:
Te topas con un anuncio. Ves un hombre musculoso, vestido con un traje a la vez suntuoso y ligero, recargado en un auto de lujo… no está vendiendo un auto. Por supuesto que el anuncio lo diseñó una compañía de autos. Pero no habla del motor, de los pistones ni de la suavidad de los asientos. Está diciendo: hombre, ser exitoso es tener este auto; mujer, busca un hombre con un coche así.
Otro ejemplo, uno del propio Huxley… La substancia base de muchos cosméticos es la lanolina. Es un gel color trigo que se obtiene de la lana del carnero. Suficientemente refinada, no causa efectos secundarios y proporciona muchos beneficios. Suaviza, protege e hidrata la piel. Naturalmente, nada de esto se ve en la propaganda de la industria cosmética. Lo que vemos son mujeres espectaculares, con cara de estar a nada de que les quiten la ropa, a nada de uno de los desenfrenos más prometedores de sus vidas. La industria cosmética no vende lanolina. «Están vendiendo esperanza. Por esta esperanza —la promesa de ser transfiguradas—, las mujeres pagan diez o veinte veces más lo que cuesta la emulsión». Los mercadólogos, «hábilmente la relacionaron, mediante símbolos embusteros, con un profundamente arraigado y casi universal deseo femenino: el deseo de ser más atractiva a los miembros del sexo opuesto».
El sexismo, junto con otros prejuicios, vertebra esta dinámica: la reducción del varón a su poder adquisitivo y la reducción de la mujer a su sexo (un agravio mayor que el del varón). Esta reducción no es corregible; sin este engaño no hay anuncio. En todo caso, se afina el engaño: aprovechar el deseo masculino de ser atractivo, incluir distintos estereotipos de belleza, explotar el deseo adquisitivo también de las mujeres… en el fondo es lo mismo.
El embuste recae en nuestra propensión a admitir los símbolos. Discutir que el automóvil no te hace feliz es ya, de cierto modo, caer en la trampa asociativa. ¿Quién creería que un medio de transporte puede ser siquiera un indicador de felicidad? Un medio de transporte: ¡un medio! No se trata de que lo dicho sea falso o verdadero. El arma más potente de los manipuladores dispara irrelevancias.
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Psicología de la irrelevancia
La manipulación ha existido desde la antigüedad. Ahora, sin embargo, sumado a los cambios tecnológicos, el desarrollo de la psicología ha guarnecido a la retórica con la efectividad científica que le faltaba para apartarse de los métodos racionales.
Hay propaganda racional y propaganda irracional. La primera apela al bien común, atiende a la evidencia y se vale de argumentos aceptables. La segunda, tergiversa la evidencia, apela a los impulsos más irreflexivos, corrompe a sus víctimas y beneficia exclusivamente a una poderosa minoría. Y eso no es todo. Ahora la propaganda irracional, dice Huxley, «tiene un doctorado en psicología y una maestría en ciencias sociales».
Iván Pávlov
Pávlov y sus perros ofrecen los principales descubrimientos. Iván P. Pávlov (1849 – 1936) fue un fisiólogo ruso que experimentó con perros. Suele decirse que descubrió cómo condicionarlos, aunque esa es una versión imprecisa de la historia. Su experimento más famoso es el de la campana y la saliva. Los perros, naturalmente, salivan cuando ven su comida. Cada vez que les mostraba su plato, Pávlov tañía una campana. Después de repetirlo varias veces, nuestro fisiólogo logró que los perros salivaran con sólo tañer la campana, esto es, sin necesidad de mostrarles la comida. Quedaron condicionados.
Digo que es una versión imprecisa, porque el condicionamiento era su punto de partida. No era un descubrimiento. De hecho, ni siquiera usaba una campana como se cuenta popularmente. La campana era incompatible con su metodología, puesto que necesitaba medir con precisión la duración e intensidad del estímulo. Sobre la verdadera historia de Pávlov, recomiendo leer el libro de Daniel P. Todes: Ivan Pavlov, A Russian Life in Science.
Por ahora, concentrémonos en el condicionamiento de esta imagen estereotípica de Pávlov, que de por sí es bastante reveladora. Se suele enfatizar la asociación de ideas y lo poderosa que resulta la repetición. Algo más interesante aún es la total irrelevancia del estímulo. El experimento les enseñó a los propagandistas a deshacerse de la verdad. Se puede condicionar con cualquier cosa: la campana no tiene nada que ver con la comida y, a despecho del hambre del perro, su presencia puede causar los mismos efectos fisiológicos. Para los propagandistas esto es una mina de oro: ya no importa engañar con lo falso ni discutir con las personas. Aprendieron a empujarnos hacia lo irrelevante.
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El lavado de cerebros
En la década de los 50s, Huxley podía distinguir, tajante y con acierto, entre la propaganda masiva y la persuasión individual. Vivía en un mundo en el que la disyunción era exclusiva: transmites con televisión, radio o altavoces a las multitudes y adecuas tu discurso a lo que funciona para la mayoría, o te dedicas a convencer y sugestionar a un individuo específico que es crucial en tus planes dictatoriales o codiciosos, y diseñas toda tu estrategia en torno a las peculiaridades de ese sujeto.
Ahora no podemos hacer esa distinción. Como dije líneas atrás, la transmisión personalizada ha traído un cambio estructural. Difuminó el límite entre lo personal y lo masivo Las técnicas computacionales clasifican a los internautas de acuerdo con sus intereses, y muestran señuelos identitarios: el internauta se identifica con el contenido y se persuade de tal modo que piensa que esas creencias y deseos surgieron de él mismo. El manipulador cariñosamente le dice “te puse una trampa, pero la hice sólo para ti”. Mentiroso. Hizo esta trampa para todos los usuarios de esa clasificación. De cualquier manera, la mayoría de las veces logra el propósito de atender a las peculiaridades de cada cual (un ejemplo de esto es la investigación que reportó hace ya varios meses el Observatorio de ciberseguridad para la democracia de la Universidad de Nueva York, NYU: las compañías petroleras como ExxonMobil muestran a los liberales anuncios con preocupaciones ambientalistas y, en cambio, a los conservadores muestran un rechazo a que la legislación afecte la economía). El límite no se difuminó para respetar nuestra individualidad, sino para arrastrarnos hacia la masa.
Las diferencias con la época de Huxley no impiden que alcance uno de mis objetivos en este ensayo: tomar sus reflexiones para reformularlas en el contexto actual. Para ello, volvamos un poco a Pávlov.
Sus experimentos revelaron aún más cuando sometió a los perros a condiciones prolongadas de estrés físico y psicológico, que los fatigaban hasta sufrir colapsos nerviosos. Una vez roto el funcionamiento del sistema nervioso, se comportaban de un modo aleatorio y completamente estúpido. Para cada animal eran necesarias distintas dosis de estrés, «pero incluso el perro más estoico era incapaz de resistir indefinidamente». Pávlov descubrió que, en el umbral del colapso nervioso, inculcar nuevos patrones de comportamiento era de lo más sencillo, y que esos patrones no podrían des-condicionarse en el resto de sus vidas.
¿Qué pasa, entonces, con los humanos? Las atrocidades fascistas y comunistas no dejaron espacio para la duda. A diferencia de los animales, nosotros somos libres y algunas personas son espiritualmente fuertes; a pesar de ello, ninguna es omnipotente. Los chinos sometían a sus prisioneros a torturas psicológicas y físicas no sólo para que confesaran, sino para que al final, como única esperanza, se convirtieran a la causa del comunismo. Les bastó con un poco de dedicación: interrupciones constantes del sueño, condiciones de inanición, constantes interrogatorios, violencia, celdas miserablemente sépticas… y un poco de tiempo. Nadie es capaz de resistir al infinito.
Ni tú ni yo enfrentamos tales circunstancias (espero). Pero sí somos vulnerables a los métodos psicológicos. La ira, el miedo y la ansiedad debidamente explotadas, causaban en los perros de Pávlov el mismo estado de susceptibilidad. He aquí la relación con nuestro tiempo: no es casualidad que la ansiedad sea el estado anímico indeseado más frecuente entre los internautas. No es casualidad que Facebook, TikTok, WhatsApp, Instagram, etc., causen ansiedad.
No somos lo suficientemente fuertes como para envolvernos de propaganda y no sufrir ninguno de sus efectos. El consumidor piensa que todas sus aspiraciones sociales, económicas y políticas han sido elegidas libremente, mientras que el mercadotécnico abusa de sus verdaderas debilidades. Nuestras pretensiones de autonomía son lo mejor que les pudo pasar a los manipuladores.
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La solución a nuestros problemas
Criticar la propaganda sólo hace sentido si creemos en el buen gobierno, en cierta naturaleza humana y en el perfeccionamiento de la misma. La propaganda nos repugna porque nos arrastra mediante el vicio. Promueve actitudes y creencias contrarias al perfeccionamiento humano. Mutila nuestras virtudes intelectuales. Nos aleja de los hechos, de la conversación sobre temas vitales, y nos anestesia de la participación social. En las campañas políticas, suplanta el diálogo con el diseño de imagen, los razonamientos con los sentimientos más primitivos, y banaliza el voto. Destruye la democracia desde dentro.
Lo de las virtudes intelectuales es un tema crucial. No se trata sólo de los contenidos que promueve cada anuncio en particular. El punto es que no puede hablarse de algo así como “buena propaganda” si entendemos propaganda en el sentido de promoción inmediata e irreflexiva. La estructura misma con que se trasmite, daña directamente nuestras capacidades de reflexión. Por ejemplo, la capacidad de concentrarse en un solo tema durante varias horas. Eso afecta, por supuesto, a la costumbre de considerar toda la evidencia disponible para tomar una buena decisión, la cual constituye un presupuesto (uno muy exigente) de cualquier democracia.
Para hacer frente a esto, dice Huxley, hace falta una educación para la libertad, y no sólo eso; también hace falta una organización social para la libertad.
Es común, después de hablar sobre lo mal que está el mundo, escuchar a alguien decir que la respuesta a todo es la educación. Esa respuesta es de lo más cómoda: a veces significa que yo no tengo que hacer nada, y que todo es trabajo de las instituciones educativas. Presupone que los maestros y profesores no hacen ya su trabajo lo mejor que pueden. Si la educación es la única solución, entonces esperemos tranquilamente a que los niños crezcan.
Para que la respuesta no se interprete así, es necesario especificar en qué consiste esa educación. Huxley habla de una educación en el uso adecuado del lenguaje. Aprender a interpretar y a comunicar, a entender los mensajes, a distinguir lo verdadero de lo falso y, sobre todo, a prevenirnos contra lo irrelevante. Esto quiere decir que le devolvamos a la gramática y a la literatura el lugar central que merecen, que aprendamos a contar historias, a argumentar opiniones y, sobre todo, a escuchar. Saber cuándo un mensaje es claro y cuándo sólo busca confundir. Sin las humanidades, las facultades de ingeniería no pueden resolver ni uno solo de los problemas sociales, tampoco las de ciencias ni las de medicina. No se diga las escuelas de administración y negocios.
Por otra parte, la mayor amenaza a la organización social es la acumulación de poder y riqueza en unos pocos: la propiedad monopolística de los negocios en grande (incluidas las bases de datos) y, en lo político, los gobiernos superpoderosos. La forma de frenarlos está en la defensa de la propiedad del grueso de los ciudadanos. Lo que Huxley está proponiendo es una defensa contra la tiranía y el monopolio. No permitas que el gobierno tenga demasiado control ni demasiada información, ni que se entrometa con lo tuyo, y no permitas que los negocios queden en manos de una minoría.
Además, hay que luchar contra la centralización y la destrucción del individuo en las grandes ciudades. Una opción es regresar a los pueblos y reestablecer el tejido social en ellos. Otra opción es crear pequeñas comunidades urbanas «en las que los individuos puedan encontrarse y cooperar como personas completas, no como materializaciones de funciones especializadas». Así frenaríamos el ímpetu de mecanizar nuestras sociedades, de erradicar la libertad. Personalmente, veo en Spes la semilla de una comunidad así.