¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano? La violencia, lo sagrado y lo político

¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano? La violencia, lo sagrado y lo político

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La palabra sagrado viene del latín sacrum facere que significa ofrecer una víctima u ofrecimiento, la misma raíz que la palabra sacrificio. Violentus es un adjetivo que define a aquél que actúa con mucha fuerza.

Existe una relación entre la violencia y lo sagrado: la víctima que unifica a una comunidad, el asesinato fundador que cohesiona el imaginario colectivo. Una vez que la violencia se desata, la paz, en una comunidad se restablece en el momento en el que una víctima -un chivo expiatorio- es sacrificada. 

El filósofo francés, René Girard, propone que la violencia es mimética lo que significa que es un comportamiento que puede fácilmente copiarse y multiplicarse. En  el caso de una lapidación (sin importar el motivo) lo difícil es arrojar la primera piedra, pero una vez que una piedra es arrojada le siguen las demás con ligereza. Cuando una víctima es inmolada, se espera que la paz en la comunidad regrese. Las víctimas van desde animales, como el cordero sacrificial en el Templo de Jerusalén, hasta seres humanos como es el caso de los rituales prehispánicos en los que se ofrecían corazones, doncellas e infantes para solucionar las sequías, eliminar pestes y ganar el favor de la deidad. 

Según la teoría de Girard, en las relaciones interpersonales encontramos dejos de violencia que a su vez se sacralizan y se funda una nueva cosmovisión.

Analicemos el fratricidio de Abel y Caín (Gn. 4). Abel era pastor y Caín labrador y cada uno ofrecía a Dios parte de su trabajo. Abel ofrecía a los primogénitos de su rebaño, y Caín ofrecía los frutos que recogía, sin embargo, la oblación de Caín no satisfizo a Dios. ¿Por qué? ¿Acaso porque Dios es un ser violento que prefiere la sangre? En realidad no. Abel y Caín son un símbolo, una imagen teológica del Éxodo, y como todo símbolo, tienen un significado que debe ser develado, sin agotarse completamente. Abel representa el tiempo del desierto, en el que el pueblo era fiel a Dios, mientras que Caín remite a la entrada en Canaán, cuando el pueblo ya no es nómada, se vuelve labrador e infiel. 

¿Por qué un sacrificio es adecuado y el otro no? Porque el sacrificio del tiempo de desierto se hacía desde la fidelidad y confiando en la providencia divina; por el otro lado, el sacrificio del establecimiento, de los labradores es infiel porque se ha olvidado la confianza en la providencia y entra en contacto con ídolos. Además de que el segundo ofrecía aquello que le sobraba.

Paloma de la paz. Banksy en Belén.
Foto: A. Fajardo

Una vez que Caín asesina a Abel, Dios le pregunta: “¿Dónde está tu hermano Abel?” y Caín respondió: “No sé. ¿Soy acaso el guardián de mi hermano?” Pero Yahvé ya sabía lo ocurrido y lo maldice: “Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo. Pues bien: maldito seas, lejos de este suelo que abrió su boca para recibir de tu mano la sangre de tu hermano. Aunque labres el suelo, no te dará más su fruto. Vagabundo y errante serás en la tierra”. 

El avance del mal se nota desde la respuesta insolente de Caín. Su corazón comenzaba a endurecerse y, al trastocarse la relación con Dios, se trastorna también la relación entre los hombres y el mundo; la tierra será más difícil de labrar y por la culpa vivirá errante. Caín le responde que tendrá que ocultarse de la presencia de Dios y que al convertirse en vagabundo cualquiera podrá asesinarlo, pero esto no ocurrirá así porque: “Al contrario, quienquiera que matare a Caín, lo pagará siete veces. Y Yahvé puso una señal en Caín”. Con la marca, la ley del Talión es cancelada y aunque Caín será castigado con el destierro, también será protegido porque la proporción del amor es superior a la de la culpa. Dios quiere ponerle un alto a la sangre que promueve la ley de la venganza. Sin embargo, la degradación moral invade al mundo y con ella la violencia.

Y la violencia se adueñó del mundo y parece que va en escala porque al leer las noticias por las mañanas nos parece que nunca ha habido una época tan violenta como la nuestra. Sin embargo, cualquiera pensaría eso de su propio tiempo, que es violento, sangriento y apestado de muerte: tragedias, revoluciones, guerras, regímenes totalitarios, campos de concentración, atentados terroristas y accidentes, sólo por mencionar algunas manifestaciones. ¿Cuánto más puede avanzar la maquinaria de la violencia o llegará el punto en que se detenga? 

Quizá la propuesta de Girard no sea descabellada: la violencia y el deseo son miméticos. Deseamos la posesión y los deseos del otro, que deja de ser nuestro hermano, amigo o vecino para convertirse en nuestro rival. Lo que al principio puede comenzar por desear la mujer, el auto o la vida del vecino, pronto se torna en una rivalidad, en la que el objeto deja de ser importante y lo único que nos interesa es una obsesión recíproca de comparación. Los seres humanos somos miméticos, lo que implica que nos influenciamos entre nosotros. 

Ahora no resulta extraño que existan los influencers, aquellos que se autodenominan como modelo a seguir e intentan influenciar los deseos de sus seguidores; un rival abstracto del que desearíamos tener su belleza, posesiones y estilo de vida. Aunque los influencers son una figura más abstracta, no debemos pasar de largo este fenómeno, porque desencadenan una mímesis aunque en ese momento no se perciba la violencia. 

Mural de la activista Leila Khaled en Belén.
Foto: A. Fajardo.

Algunos ejemplos esclarecedores son los asesinatos de famosos por la mano de un fanático: Gianni Versace por Andrew Phillip Cunanan, John Lennon por David Chapman y Selena Quintanilla por Yolanda Saldívar.

Parece contradictorio que alguien pase de la idolatría al asesinato y adentrarse en la mente y motivos de un asesino es complejo. Por aventurar alguna teoría, siguiendo la línea de Girard, el modelo a seguir se convierte en un antagonista al grado de que para poseerlo terminan por eliminarlo y solamente tras el acto violento los dos nombres quedan ligados. Aunque el famoso ya es una figura pública, el asesino salta por un momento a la misma esfera y se funda un nuevo mito a partir de la violencia, se sacraliza. 

La fuerza mimética desata la violencia e incluso puede aumentar proporcionalmente; en la propuesta de Girard, desemboca en la selección de una víctima que se convertirá en el chivo expiatorio que posteriormente será sublimado. La violencia que padece el chivo expiatorio se convierte en un sacrificio que puede generar instituciones religiosas y culturales que se expresan en ritos, mitos, prohibiciones y movimientos. La víctima, que en un principio tiene rostro y nombre deja de ser un signo para convertirse en un símbolo, se desdibuja un poco su particularidad para entrar en el terreno de la universalidad y así la identificación con la víctima sea posible. La cruz como instrumento de tortura se convierte en el símbolo de la salvación y de identidad cristiana. 

Niños y armas. Streetart Berlín.
Foto: A. Fajardo.

Cuando miramos un 43 pensamos en los 43 desaparecidos de Ayotzinapa; las cruces rosadas nos interpelan con los feminicidios en Ciudad Juárez; la impactante imagen del metro colapsado en la Ciudad de México nos recuerda a aquellos que volviendo de trabajo ya no llegaron a casa; el hashtag #BlackLivesMatter se intensificó con la muerte de George Floyd. Y así las víctimas se convierten en el propio símbolo de su lucha y mito fundador con orígenes violentos.

Girard afirma que “la reutilización del asesinato es la primera y más fundamental de las instituciones, la madre de todas las demás, el momento decisivo en la invención de la cultura humana”. Lo que implica que sin el primer paso de la violencia, la víctima no se mostraría, no se convertiría en un símbolo, no sería sagrada y no cohesionaría a la sociedad. 

Es difícil luchar contra la mímesis violenta y sus estructuras, en la que viviríamos el todos contra todos, el hombre como el lobo del hombre y las dicotomías separatistas. Debemos ser conscientes de que en algún punto incluso nosotros mismos podemos estar en el ojo de la violencia, ser arrastrados por su torbellino y que cualquiera puede convertirse en víctima. Aunque ante un acto violento clamamos justicia, la total compensación es imposible, porque la sentencia no te regresará a tu hija. Y sin embargo es necesario que exista al menos la justicia en un plano jurídico. 

La violencia está ligada estrechamente con el poder, en alemán el término Gewalt significa violencia y otra de sus acepciones es el poder sobre una víctima o un tercero. Y en ese sentido también hay una relación entre la violencia y la política. Walter Benjamin afirma que la violencia tiene dos funciones: fundar y conservar el derecho. En Hacia una crítica de la violencia, Benjamin señala que la violencia es un medio por lo que debe juzgarse a partir de la legalidad (no de lo que es justo o injusto). La violencia como marco del derecho es un medio para responder a otro hecho injusto, por ejemplo las huelgas de los trabajadores ante las malas condiciones; o las manifestaciones en Colombia ante la reforma tributaria, aunque hay que destacar que en este caso se desató la mimesis violenta. En ambos casos, la violencia pudo modificar una situación jurídica; los trabajadores obtuvieron beneficios, y el presidente Duque declaró que dará marcha atrás a la reforma… aunque claro, la violencia en las calles continúa. 

Los estados temen a la violencia que instaura un nuevo derecho, pero tienen que reconocerla por la presión y evitar la amenaza de que el estado sea eliminado o sustituido. Sin embargo, la violencia en la política, especialmente, en un estado democrático, es el signo de la degeneración de la democracia porque ya no resulta tan fácil establecer hasta qué punto la violencia, en tanto que medio, está fundando o conservando el derecho.

La atracción por el mal y la violencia no es algo nuevo, cada época ha tenido un toque violento, que se acentúa cuando posee a las masas. Las masas surgen de una sociedad atomizada, solitaria y con una estructura competitiva, en la que el individuo se comprende a sí mismo como perteneciente a un movimiento o clase, sin realmente identificarse con el otro. Las masas son un recurso importante para los movimientos y regímenes totalitarios que usan la violencia para dominar.

Revolución y paz. Mural en Varsovia.
Foto: A. Fajardo.

Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo señala que mientras la propaganda adoctrina a las masas, la violencia instaura la ideología, por lo que la propaganda es el instrumento para interactuar, a la vez que el terror y la violencia son la forma de gobierno. El terror realiza las leyes del movimiento totalitario y elimina toda acción espontánea; sacrifica la individualidad, las partes, en aras del todo. Los pilares del totalitarismo son: la conversión de los individuos y grupos en masas; el adoctrinamiento propagandístico e interpretación general y arbitraria de la ley; y la dominación por medio del aislamiento, el terror y la violencia. Pero el terror no mueve a la acción ni a un comportamiento moral, de ahí que los movimientos totalitarios sean esencialmente violentos para justificar e instaurar sus leyes.  

Un estado en el que la violencia y el terror se utilicen como medio de control es peligroso y antidemocrático, porque aunque hasta cierto punto, funde y conserve el derecho, debe evitarse el estado de excepción en que el autoritarismo policial y militar tengan la última palabra.

Con la violencia no se dialoga, no escucha razones y es preciso encontrar medios no violentos. No podemos vivir llorando muertos y el estado debería luchar diariamente por la justicia y la paz, para gobernar ciudadanos y no cementerios.

Un mundo sin violencia  y víctimas es utópico, pero es preferible padecer la violencia que causarla. Una sociedad puramente violenta y ciega está condenada a la perdición. En la violencia debe encontrarse algún sentido, no solamente para paliar el dolor que provoca, sino porque es preciso luchar contra la indiferencia. Una sociedad más justa se une ante la tragedia y no permanece indiferente ante el dolor humano. A la sangre no se responde con más sangre, porque ante la pregunta ¿dónde está tu hermano? No podemos responder ¿acaso soy yo el guardián de mi hermano? 

Walter Benjamin: filosofía e infancia

Walter Benjamin: filosofía e infancia

Por Rita Guidarelli

Cuando hablamos de filosofía, solemos pensar en algo serio, un quehacer intelectual propio de hombres sabios –y sólo de algunas mujeres–, que además vivieron hace mucho tiempo. Los filósofos, nos dicen los grandes pensadores, se interesan en cuestiones generales, en dilucidar el sentido conceptual de las palabras. Se hacen, en última instancia, preguntas sobre los grandes temas, pues formulan las interrogantes fundamentales de la humanidad. 

¿Por qué existe algo en lugar de nada? ¿Qué podemos conocer y cómo asegurarnos de que sea verdadero? ¿Qué sentido tiene lo humano en el mundo? ¿Cómo pensar, en relación con ello, nociones como naturaleza y cultura? ¿Cómo debemos actuar entre nosotros y con los otros? ¿Cómo organizarnos en colectivo y distribuir poder y riquezas? ¿Qué podemos esperar del futuro y de la historia? ¿Existen tipos diversos de experiencia? Y de ser así, ¿cómo distinguir unas de otras?

Según este relato, los filósofos reflexionan en torno a palabras escritas con mayúscula: la Verdad, la Justicia, lo Bello, el Arte, lo Bueno, lo Malo. ¿Por qué tendrían entonces que concentrar sus esfuerzos en pequeñas historias, como aquellas que ocurren en la infancia, o en personas que –piensan algunos– aún no alcanzan el grado de madurez suficiente para filosofar? Quizá en todo caso –han concluido otros– valga la pena hacerlo para buscar la manera adecuada de educarlas, de convertir a niñas y niños en adultos competentes, capaces de pensar por sí mismos.

En ocasiones como esas, los filósofos parecen vislumbrarse como salvadores, ofreciendo el regalo del conocimiento, de la búsqueda por el saber, de la curiosidad y el asombro, a las personas simples, alejadas de aquel horizonte de pensamiento: niñas y niños, jóvenes, mujeres, trabajadores manuales, ignorantes. 

Water Benjamin

Por fortuna, aun entre filósofos hay quien ha pensado la filosofía de otra manera y quien se ha acercado a la infancia desde otro lugar. Ya no desde la altura del adulto, con el sentimiento de superioridad que suele acompañarlo; tampoco desde la posición de autoridad que con frecuencia se adjudican los intelectuales. En cambio, lo han hecho desde una estatura baja, desde los rincones, sentándose en cuclillas al ras del suelo para jugar, para mirar el mundo a través de rendijas. 

Tal es el caso de Walter Benjamin, filósofo judeo-alemán de la primera mitad del siglo XX interesado hondamente en la infancia. Su mirada abarca tanto la experiencia que niñas y niños hacen del mundo como libros, juguetes y colecciones, habitantes del universo infantil que pueblan también su pensamiento filosófico. 

Benjamin nació en Berlín durante la última década del siglo XIX en medio de una familia adinerada de origen judío, aunque asimilada a la cultura germana de su tiempo. Desde niño tuvo una relación especial con las letras y con los libros, sobre todo los libros bellamente ilustrados y los compendios de cuentos de hadas.

Así lo narra en Dirección única, su primera obra publicada, donde relata en breves fragmentos su propensión a jugar con los cubos de madera tallados en forma de letras con los que aprendió a leer y a escribir, lo mismo que con los libros que, en casa y en la escuela, le abrían la puerta a travesías llenas de aventuras. Allí mismo narra también algunos de sus juegos: esconderse debajo de la mesa, detrás de las cortinas, junto a las puertas, transformándose en tótem o fantasma; o bien coleccionar todo lo que lo rodeaba, atiborrando sus cajones de grandes tesoros, que lo mostraban al mundo adulto bajo la etiqueta de “niño desordenado”. 

Walter, Georg y Dora Benjamin.

Benjamin creció rodeado de coleccionistas, actividad lúdica que, como hemos dicho, conoció en la infancia y que lo acompañaría el resto de su vida. Su abuela materna, viajera de renombre, coleccionaba objetos de diversos tipos; la casa que los albergaba se convertía, en cada visita del pequeño Walter, en campo de juego y zona de exploración. Ella fue, además, quien lo inició en el arte del coleccionismo, enviándole tarjetas postales desde lugares asombrosos y ciudades misteriosas. De ella heredó también su archiconocido gusto por los viajes.

Pero ahí no acaba la historia, pues el padre de Benjamin era anticuario y coleccionista de arte, mientras que su madre, bibliófila, coleccionaba libros dirigidos a la infancia. Algunos de esos ejemplares (como una cartilla con la que, de pequeña, aprendió a leer o un par de cuadernos con flores y hojas de árboles recolectadas y pegadas por sus manos infantiles) serían después la semilla de la colección de libros para niños de Walter Benjamin. Así lo relata él mismo en las crónicas de su infancia berlinesa en el umbral del siglo XX: Crónica de Berlín e Infancia en Berlín hacia 1900, lo mismo que en una de sus hermosas reflexiones sobre el coleccionismo: “Desembalo mi biblioteca”.

Los afanes coleccionistas de Benjamin comenzaron, pues, muy temprano y no lo abandonarían nunca. Mariposas, postales, estampas, sellos de puros, libros de todo tipo –aunque en especial volúmenes para jóvenes lectores y otros escritos por enfermos mentales–, juguetes y juegos, frases escritas por numerosos autores y libretas donde compilarlas fueron algunas de las colecciones más valiosas de su paso por el mundo.

Muchas de ellas permanecieron en los tiempos de su infancia; algunas pasaron de mano en mano al interior de la familia; otras, de mirada en mirada a través de sus lectores. Todo esto lo sabemos en parte, por los escritos autobiográficos de Benjamin, pero también por su obra filosófica, de la que aquéllos forman parte. Entre sus páginas, aquellas experiencias, esos recuerdos de infancia, adquieren un lugar especial, pues se muestran como ideas, conceptos e intuiciones relevantes para su filosofía. 

Sellos. Foto: Bich Tran

Quienes conocieron de cerca a Benjamin cuentan que su interés por todos estos temas se agudizó en un momento específico de su biografía: el nacimiento de su hijo, de nombre Stefan. A él le dedica su primera Crónica berlinesa, escrita en una época en la que Benjamin pensaba terminar con su vida. De él sería más tarde la renombrada colección de libros infantiles, que después de su muerte pasaría a manos de la Universidad de Frankfurt, donde hoy en día puede consultarse. Sin embargo, esos mismos cronistas parecen olvidar que la filosofía benjaminiana está habitada de principio a fin por figuras que provienen de su infancia y que bien podrían pensarse como personajes de cuentos hadas.

Quizá el caso más ejemplar sea el del jorobadito, protagonista de una rima infantil que Benjamin oía de boca de su madre cuando era niño y de la que recupera unos cuantos versos en su Infancia en Berlín hacia 1900:

Cuando me voy a mi sótano
para recoger mi vino,
me quita al punto la jarra
un jorobado hombrecillo.

Cuando voy a mi cocinita
a cocinar mi sopita,
un jorobado hombrecillo
viene y me rompe mi ollita.

Cuando voy a mi cuartito
y quiero desayunar,
un jorobado hombrecillo
se ha comido la mitad.

Walter Benjamin, “El jorobado hombrecillo”, en Infancia en Berlín hacia el mil novecientos.

“El jorobadito te manda saludos”, le decía su madre con frecuencia, cada vez que él se tropezaba o dejaba caer algo de sus manos. Pues se decía que aquel hombrecillo jorobado, visitante oculto en las casas habitadas por niños, solía ocasionarles peripecias y accidentes a quienes caían bajo su mirada. En opinión de Benjamin, de niño él había sido mirado por el jorobadito, quien lo seguiría con los ojos por el resto de su vida y sería responsable de la mala suerte que caracterizó su paso por el mundo. 

Ese mismo jorobadito, o quizá más bien un pariente lejano, aparece de nuevo en las tesis Sobre el concepto de historia –testamento intelectual del filósofo–, oculto bajo la mesa del muñeco vestido de turco que juega al ajedrez y gana cada partida. Ese muñeco, a juicio de Benjamin, representaba al materialismo histórico en su lucha contra el fascismo.

Para ganar el juego, el marxismo tendría que echar mano del enano, jorobado y feo, que además debía mantenerse fuera de vista, pues representaba a la teología. Quizá por eso el jorobadito de las tesis se vincula con otra figura de esas mismas reflexiones: el ángel de la historia, que mira impotente el paso del progreso, capitalista o comunista, marcado por la catástrofe.

Jugador de ajedrez turco. Grabado: Karl Gottlieb von Windisch

Todas estas figuras aparecen en la obra de Walter Benjamin acompañadas de conceptos filosóficos como la memoria, la constelación, el juego, la excavación, el progreso, la catástrofe, el tiempo, la redención. Todas ellas le permiten pensar, pues, el tema de la historia y, más importante aún, la posibilidad de transformarla. Pero ya no pensando en el futuro, al modo de los filósofos historicistas, sino más bien en el presente, que ha de ser reconstruido con materiales fragmentarios, restos y ruinas del pasado, de presentes interrumpidos. 

Mas no sólo estas figuras aparecen en los escritos benjaminanos. Jugadores, niños, traperos, paseantes, bohemios, prostitutas, bandoleros y brujas tienen cabida también en su filosofía. Todas esas figuras de lo cotidiano, del espacio público, de las calles recorridas en paseos y viajes urbanos, enriquecen la reflexión, en lugar de condenarla.

Y es que para Benjamin la filosofía no es una tarea exclusiva de grandes pensadores, y tampoco algo propio de aulas académicas, de obras y recintos universitarios. En contraste, es un quehacer que tiene que ver con la mirada, la escucha, la crítica literaria, la lectura atenta, la compilación de citas, la narración de historias y experiencias y la labor del cronista. Por eso, en Benjamin filosofía e infancia no aparecen desligadas, sino, en cambio, sutilmente entrelazadas.

MDNMDN