Nostalgia
Por Ana Paola Gris Trinidad
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Siempre he sido una persona nostálgica. Desde muy pequeña me hice el hábito de fechar cada dibujo, libro o papelito que pasaba por mis manos. En un par de ocasiones, y para encanto de mi madre, incluso escribí con plumón indeleble mi edad en los muebles de mi cuarto. Así, al día de hoy tengo varios recuerditos, y uno que otro buró, marcados con un “Ana 9 años” o un “abril 2009”.

No sé de dónde habré sacado esa costumbre, pero sí recuerdo que cada vez que escribía mi edad o la fecha, lo hacía con la esperanza de volver a aquellos objetos en el futuro y considerar el tiempo transcurrido. Esa misma sensibilidad nostálgica me desarrolló un respeto especial por el pasado. Atesoraba los regalos que me hacían mis abuelas cuando me aseguraban que tal prendedor o aquella estatuilla habían pertenecido a sus madres o a sus mismas abuelas. La antigüedad siempre parecía darle un encanto añadido a las cosas, porque ¡cuántos años, cuánta historia y cuánta vida habían pasado por aquellos objetos!
Aunque pudiera parecer contrario a mi naturaleza que tiende preservar el momento presente, a admirar lo que fue y a guardar “cajas de recuerdos”, decidí darle un giro importante a mi vida cuando terminé la preparatoria. En mi círculo social chiapaneco es muy común salir de casa para estudiar la universidad y, por eso, cuando cumplí 19, cambié mi pequeña ciudad natal por la megalópolis de Ciudad de México, busqué amistad en gente que no conocía desde kínder y pasé de una ruidosa casa de seis personas a un silencioso departamento.

La verdad, salí muy bien librada de la aventura. Me enamoré de mi carrera, de mis nuevas amistades, de un chico que ahora es mi novio y hasta de una ciudad respecto a la que alguna vez tuve tanto prejuicio. Pero así como gané muchas cosas nuevas, poco a poco me fui dando cuenta de tantas otras que perdía. “El día a día de la familia”, como decía una amiga foránea que también compartía la inquietud. Si no sentía suficiente nostalgia con las fotos que subían al grupo familiar de Whatsapp en que mostraban las comidas con la abuela o las carnitas asadas con los tíos, sí que la sentía cuando llegaba de vacaciones a mi casa y mis hermanos menores eran de pronto más altos que yo, cuando los notaba más jóvenes que niños y cuando me hacía consciente de una normalidad doméstica de la que ya no formaba parte.

Fue un privilegio que el inicio de la pandemia haya supuesto para mí una bondad en este sentido: pude volver a mi familia, en su cotidianidad, cuando ya tenía ojos y corazón para apreciarla como nunca. Pero, una vez más, la añoranza no se hizo esperar, sólo que ahora se trataba de nuevas pérdidas: clases, amigas, novio, la que había sido mi vida desde hacía cuatro años. Comencé a extrañar cosas que no parecían muy significativas en su momento: los esquites y manguitos afuera de la universidad, los descansos que tomaba afuera de la biblioteca, las noches de películas con mi roomie, el parque donde corría, ¡y el clima, sobretodo el clima! Pequeñeces que ahora adquieren una importancia enorme porque ya no pueden volver.
Me rebelé contra el afán de algo que no fuese lo que tenía enfrente. Me desagrada la idea de una insatisfacción inagotable en el ser humano (creo que muchos de los grandes problemas de la actualidad se deben a la codicia sin escrúpulo) pero en el fondo creo que es cierta. He podido comprobar en mi vida esa tendencia constante hacia algo que, incluso cuando me considero feliz, siempre puedo echar en falta. Nunca dejamos de desear. De esa manera, aunque había aprendido a valorar mi vida en Chiapas, me seguían doliendo algunas pérdidas. Recién graduada, enfrentándome a un futuro laboral incierto y en el contexto de un mundo en llamas por la pandemia, me embargó una inquietud, una certeza paralizante: cada elección implica un sacrificio.
Soy consciente de que mi situación no era especial, ni mucho menos: estos años han habido duelos más grandes e incertidumbres más graves de los que no me atrevería a decir que entiendo algo. Pero, como toda experiencia humana, el dolor, la inquietud, se dan de manera personal. Y me afectaba, hasta el grado de no querer decidir más: ¿qué ganar y qué perder? ¿familia o amigos? ¿hermanos o novio? ¿Tuxtla o Ciudad de México? ¿trabajo o maestría? Era mejor quedarme quieta y posponer las preguntas incómodas.
En The Bell Jar, Sylvia Plath hace una bonita analogía de esto último. Cuenta cómo una joven percibe su vida como si estuviese frente a una higuera en la que cada higo representa una posibilidad: uno era un marido e hijos, otro era una carrera como poeta, otro era una vida en el extranjero. A pesar de estar muy hambrienta, la joven se sienta frente al árbol sin poder decidir qué higo tomar. La higuera termina por secarse y los higos, caen negros y arrugados a sus pies.
Al final, como en el relato de la higuera, las determinaciones en la vida llegan con el tiempo, incluso si no es uno mismo quien las elige. En un afán de no querer tener que decidir, no me daba cuenta de que mi aparente inacción ya marcaba cierto rumbo en mi vida. No querer enfrentarme a cosas como buscar trabajo, reconciliarme con alguien o terminar la tesis, no era igual a posponerlas sino que ya estaba eligiendo cierto tipo de vida: estar desempleada, albergar resentimiento y no tener un título. Las decisiones y, más importante, el cambio, son ineludibles; toda elección o no-elección que tome hoy ya me encamina hacia algún lado.

En esto último convendrá recordar al estoicismo y su invitación a aceptar e incluso querer lo que es inevitable (más vale que el perro camine junto al carruaje a que el carruaje tire del perro). Tuve que hacer las paces con esa verdad para poder reconocer que aunque el cambio significa pérdida y renuncia en unos sentidos, también significa oportunidades y crecimiento en muchos otros. Es por el cambio que tomamos distancia de lo vivido, adquirimos perspectiva y podemos transformarnos.
Así como valoré mi ciudad con el contraste de vivir en otra, y valoré a mi familia con el contraste de vivir sola, la experiencia nos va moldeando. Ahora, aunque aún trabajo en adueñarme más de mis decisiones, el futuro me entusiasma más de lo que me asusta. A veces no es tan claro qué actitud tomar, pero tengo que recordarme que esa tensión entre pasado y futuro es la realidad humana en la que habitamos. Abrazar esta realidad mudable no significa renunciar al pasado, sino asumirlo como algo que nos permite seguir adelante. Al final, las raíces de una planta no desaparecen porque haya algo más que empiece a crecer, sino que es gracias a ellas que algo más puede darse. La Ana que escribía su edad en los muebles ya contaba con aquello y esa misma era la intención: que cuando volviera a ver aquellas marcas fuese alguien más que aquella romántica niña de nueve años. Sólo queda conservar la esperanza de que los cambios que vengan y las decisiones que haya que tomar no sólo me permitan apreciar lo vivido, sino que me sigan transformando en alguien más y, esperemos, en alguien mejor.