“Pasado imperfecto”

“Pasado imperfecto”

Por Valdemar Gómez García

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No confíes únicamente en el pasado para definir tu propia valía.

     Antes de considerar la utilidad de reflexionar sobre los acontecimientos de nuestro pasado, será bueno entender la diferencia entre la introspección o retraimiento y el examen de conciencia. 

     Si la introspección no está apoyada por una terapia profesional, se convertirá en un ejercicio de retraimiento o de huida hacia el pasado. El objeto de tal ejercicio es la contemplación de nuestra valía o estima. Este ejercicio es improductivo, pues no conduce a ninguna mejora personal. La introspección o retraimiento psicológico sólo deja espacio para uno mismo, quedándonos solos, apartados de la realidad, depositando toda esperanza de perfección y quizá de salvación en nuestra valía o amor propio. El problema con esta práctica es que uno acaba contemplando sus limitaciones personales, con el riesgo de caer en la angustia e incluso en la culpa, al darnos cuenta del poco parecido que tenemos con aquella imagen autoimpuesta e idealizada de uno mismo.

Fotos viejas.

   Debemos tener especial cuidado de no confundir la introspección psicológica o retraimiento con las prácticas de la reflexión ética y el examen religioso de conciencia. Estas tienen como objetivo la mejora de la persona humana. Su propósito no es la contemplación de uno mismo, sino el discernimiento y la evaluación de la conformidad de nuestro obrar con las normas éticas y morales de la sociedad en que se vive o la religión que se profesa.

     La manera en que estas prácticas funcionan se resume en el proverbio: el árbol se conoce por sus frutos. Para dar fruto, constantemente evaluamos nuestra conducta frente a normas ético-morales o religiosas. Si descubrimos que nuestra conducta no se ajusta a estos estándares, cambiamos o hacemos ajustes a nuestro obrar con el objetivo de acercarnos a la perfección moral. Las normas ético-morales y religiosas, al no proceder de nuestra subjetividad, son capaces de purificar el corazón (conciencia) al arrojar luz sobre nuestras verdaderas intenciones. Dichas normas nos remiten a una dignidad moral superior, ejerciendo así una acción terapéutica al corregir las intenciones del corazón, origen de nuestro obrar. Ellas también nos animan a salir de nuestra zona de confort moral.

    Es importante señalar que las normas ético-morales y religiosas, ajenas a nuestro imaginario subjetivo, no son susceptibles de manipulación psicológica que las empobrezca al igualarlas con la autoestima o valía. Aquellos que se dejan llevar por sus impulsos psicológicos, en cambio, se convierten en la medida de su propia conducta volviéndose incapaces de alcanzar la virtud o el carácter. Absortos en sí mismos, están a merced de los cambios de humor que los hacen propensos a la angustia, la culpa y vergüenza, pues estos sentimientos surgen de la autocrítica y el autorreproche y no de los valores éticos y religiosos. 

     Torturarnos pensando en los fracasos del pasado y en las oportunidades perdidas es una locura. Las normas éticas y religiosas, en cambio, nos anclan firmemente en el presente de cara al futuro. El deseo o el ideal de cambio y superación personal es ya una proyección hacia el futuro. La moral y la religión se convierten, para quienes las abrazan, en ideales de vida que estructuran y guían ese cambio. Aunque tales ideales están por encima del hombre, no le alienan, sino que corresponden a las aspiraciones más profundas de la naturaleza humana, que le impulsa con cierta necesidad a alcanzar la perfección personal.

Recuerdos. Foto: Luiz Madeiros

    La persona ensimismada o retraída vive en la subjetividad de la imaginación y la memoria, lugar de encuentro con el pasado. En cambio, la persona cabal y sensata existe en el presente. Nuestra salud mental está determinada en cierta medida por nuestra atención y acción en el presente. La materia de nuestro cuerpo nos hace experimentar el cambio o devenir de nuestra psicología y pensamiento. Sin embargo, también experimentamos que somos diferentes de nuestro devenir, pues seguimos existiendo y siendo la misma persona. La experiencia de existir en el presente, nos hace entender que somos diferentes de nuestro pasado, recuerdos y fracasos; que no somos nuestros problemas. Esto nos permite sanar nuestras heridas. El ensimismamiento, en cambio, nos impide reconocer nuestra existencia y nuestro ser como algo diferente de las situaciones y circunstancias que nos perjudican o causan dolor.

     Quien juzga su pasado a la luz del presente corre el riesgo de reprochar y condenar no sólo sus acciones pasadas, sino toda su vida, avergonzandose y volviéndose moralmente rígido y deprimido. Por la “luz del presente” entendemos los conocimientos adquiridos a través del estudio, el trabajo o el trato con personas buenas y con valía ética y moral, cuyos ejemplos nos enseñan prudencia y sabiduría. Incluye también las mejoras en nuestro bienestar y vida espiritual y las oportunidades de superación personal bien aprovechadas. En definitiva, todo lo que recientemente ha contribuido a desarrollar en nosotros un mejor juicio y madurez que antes no teníamos. Así, por muy maduros que seamos, no debemos recriminar nuestro pasado con la luz que tenemos en el presente, ya que nunca se experimenta la misma situación dos veces en la vida y en las mismas circunstancias.

     Si bien el pasado no cambia, lo podemos considerar a la luz de lo que queremos lograr en el futuro. No es el futuro lo que se puede cambiar, sino el presente. Todo cambio tiene lugar en el presente. El pasado se convierte en lección de vida cuando se lee a la luz de un proyecto de mejora personal. La experiencia pasada vista a la luz de un ideal que nos supere en dignidad, construirá la versión mejorada de nosotros mismos.

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