Con la Vigilia Pascual hemos entrado en el tiempo de Pascua, un tiempo caracterizado por la alegría que produce en el cristiano la resurrección de Jesús. Las notas características de esta época son esperanza, optimismo y la alegría apenas mencionada. Ahora bien, esa alegría que pudiéramos denominar litúrgica choca con la realidad más tangible, que tenemos entre manos estos días: la guerra de Ucrania, la violencia en México, la corrupción en Latinoamérica, el aborto a nivel mundial. Digámoslo de otra forma: tenemos bastantes motivos para estar tristes, ¿podrá abrirse paso entre ellos la alegría litúrgica de la Pascua para cambiar nuestro talante?
Pienso que la clave estriba en dos factores, bien descritos en la bonita historia evangélica de los discípulos de Emaús. Ellos abandonaban Jerusalén desalentados, desesperanzados. Sus ideales se habían pulverizado ante el escándalo de la Cruz, y era tanto su abatimiento que no reconocen a Jesús, quien se les aparece a la vera del camino. Le cuentan todo lo que pesa en sus corazones, y cómo pensaban que Jesús iba a liberar a Israel del dominio romano; esperaban un mesías político, no espiritual. Y Jesús les explica cómo estaba profetizado que el mesías debía padecer, y cómo estaban totalmente equivocados al buscar un mesías político y no uno espiritual.
El segundo factor es que los discípulos estaban pendientes de sí mismos, de su tristeza, desaliento, y no de Jesús. A veces, en nuestra vida, estamos demasiado enfrascados en nuestros problemas y no levantamos la vista, no le miramos a Él. La alegría de la Pascua es la alegría por Cristo, la esperanza en Cristo, pues tenemos la certeza de que Él vive. De ahí se desprende una actitud optimista ante los retos de la vida, porque tenemos la seguridad de que está con nosotros
También nosotros, como los discípulos de Emaús, podemos buscar un mesías político. Alguien que ponga en paz a Putin, que haga el inmenso milagro de acabar con la corrupción y la violencia. Un mesías con miras puramente humanas. Y eso es precisamente lo que corrige Jesús. No viene a arreglar los problemas políticos y sociales de un determinado tiempo y lugar, sino que nos invita a elevar la mirada a las realidades trascendentes.
Alguien podría considerar que Jesús no es un auténtico liberador y que, al permanecer nuestros problemas intactos, no tenemos motivos para la alegría y la esperanza. Más aún, podría parecer obscena nuestra alegría, cuando millones de personas son desplazadas por la guerra y sus hogares son destruidos: La alegría pecaría de ser poco empática con el inmenso sufrimiento de tantos seres humanos. O cuando millones de vidas humanas son cegadas en el vientre de su propia madre, mientras los demás nos hemos acostumbrado a ello como si fuera parte del paisaje. No, no hay motivos suficientes para estar alegres…
Aparentemente colisionan las dos narrativas: la litúrgica de la alegría y la realidad del desconsuelo, el desaliento y la tristeza. Pero este choque es solo una apariencia, pues al final puede prevalecer la visión litúrgica de la alegría, precisamente porque también es real –Cristo realmente resucitó y realmente está vivo–-, y porque nos invita a mirar la trascendencia, a elevar los ojos al Cielo, a la vida eterna, que también es real.
Discípulos de Emaús. Óleo basado en Rembrandt por Vicente Valenzuela Osorio.
Quizá se entienda haciendo una comparación con los discípulos de Emaús. Para ellos la realidad que importaba era la opresión del pueblo judío por parte de los romanos. Esos eran los problemas reales que esperaban respuesta. Ellos pensaban que el mesías los iba a resolver y no los solucionó. Pero les abrió la mirada a un horizonte más amplio, y los colmó de esperanza. Precisamente porque la vida eterna, la salvación son realidades imperecederas, duran por siempre. El Imperio Romano pasó, Putin también pasará, morirá como mueren todos los hombres, las guerras, gracias a Dios, no son crónicas, pasan. Pero lo que no pasa es Jesús vivo. Y por ello, podemos tener puesta en Él nuestra esperanza, una esperanza que va más allá de los problemas inmediatos de la vida, y que nos permite darles a esas dificultades una importancia relativa, de forma que no nos obsesionemos por aquello que no podemos cambiar. Y con esa visión trascendente, tenemos otra actitud para enfrentar esos problemas reales y, lo que es muy importante, podemos afrontarlos con alegría en el corazón.
Nota del editor: el siguiente texto no es un artículo de análisis, sino la opinión de una ciudadana rusa. No pretende abarcar las múltiples opiniones al respecto, sino la propia y de otros ciudadanos anónimos que la comparten. Por motivos de seguridad su identidad debe permanecer anónima.
Soy rusa y me gustaría que todo el mundo supiera que muchos en Rusia no apoyamos la guerra en Ucrania, excepto aquellos influenciados por la propaganda. Nuestros corazones sufren por la gente de Ucrania. Muchos rusos tenemos parientes ucranianos y durante mucho tiempo nuestras naciones han sido amigas.
Cuando comenzó la guerra, los rusos nos conmocionamos y empezamos a pedir la paz inmediata. La petición en línea para detener la guerra consiguió un millón de firmas en tan sólo cuatro días. Por desgracia, en este país sólo cuenta la opinión de una persona, pero somos la gente común la que suele sufrir las consecuencias de sus decisiones.
Las personas criadas en sistemas democráticos pueden afirmar que merecemos nuestros sufrimientos porque nosotros mismos hemos elegido a nuestro presidente. Quizá tengan un poco de razón, aunque no hace falta decir, que una dictadura personalista no es el tipo de régimen en el que se pide tu opinión.
Durante muchos años nuestro país ha sido dirigido por un dictador –que en los últimos días ha destruido continuamente nuestra estabilidad política y económica, que él mismo consiguió crear en los primeros años de su mandato– al que nadie se atreve a detener. Se ha rodeado de personas que aprueban inmediatamente todo lo que propone y que tienen miedo de decir una sola palabra contra él. En cuanto a la gente de a pie en Rusia, debo admitir, que a las autoridades no les importamos. Su única misión consiste en ser los lame-botas de Putin.
A estas alturas, parece que las autoridades se han dado cuenta del gran error que es la guerra. Sin embargo, los dictadores nunca admiten sus fracasos. Y como resultado, las autoridades se esfuerzan por suprimir nuestras libertades e impedir que sepamos y hablemos sobre esta terrible guerra. Las personas que intentan participar en protestas públicas son golpeadas y multadas o encarceladas. Desde el 24 de febrero la policía ha detenido a más de 8000 personas en las protestas. Los últimos medios de comunicación independientes fueron cerrados y muchas redes sociales están bloqueadas. Además las autoridades han promulgado una nueva “ley”: cualquiera que intente difundir “falsedades” sobre esta guerra en público puede recibir hasta 15 años de prisión. Por “falsedades” entienden todo el material que no se ajuste a la versión oficial de lo que está ocurriendo. Incluso no se nos permite llamar a esta guerra “guerra”. Dicen que en su lugar deberíamos utilizar el término “operación especial”.
Además de ser oprimidos desde dentro, somos golpeados con sanciones sin precedentes desde el exterior. Muchas empresas internacionales han cerrado sus oficinas en Rusia. El suministro de bienes de consumo y medicamentos de muchos países se ha detenido. Grandes empresas como Apple, IKEA y H&M han cerrado sus tiendas y detenido el comercio en línea. Airbus y Boeing han interrumpido el suministro de piezas de aviones y servicios a las aerolíneas rusas y muchos países occidentales han prohibido el acceso de las compañías aéreas rusas a su espacio aéreo. Como resultado ahora es casi imposible salir del país. Muchos bancos rusos han sido excluidos de SWIFT. El rublo ruso (nuestra moneda) tiene una devaluación récord. Nuestra economía se está derrumbando y la gente está perdiendo sus puestos de trabajo.
Parece que el mundo entero participa en una competencia gigantesca: los participantes se esfuerzan por hacer la vida de la gente de a pie en Rusia lo más insoportable posible. Entiendo que el objetivo de las sanciones sea un intento de detener a Putin. Sin embargo, me gustaría aclarar dos cosas. En primer lugar, la empatía por los sufrimientos de la gente común en Rusia casi nunca ha sido motivo para que las autoridades cambien nada. Me temo que Putin no detendrá esta guerra aunque todos nos muramos de hambre… En segundo lugar, estas sanciones pueden poner a los rusos en contra de Occidente. Hay bastantes personas en Rusia que no apoyan la guerra, pero que al mismo tiempo guardan rencor a Occidente por las sanciones. Nos sentimos abandonados por nuestro propio país y por el resto del mundo.
Así que aquí estamos ahora… El pobre y amenazado pueblo, rechazado por el mundo entero, bajo el tirano sinvergüenza que está matando a nuestros hermanos y hermanas de Ucrania para satisfacer sus ambiciones imperialistas. Mi única esperanza es que esta pesadilla no pueda durar mucho más tiempo. La situación económica y política en Rusia es peor que nunca. Creo firmemente que esta guerra presagia el colapso de la dictadura en nuestro país. Al cometer este terrible error, Putin, ha acelerado su caída. Este régimen está agonizando y mucha gente pronto lo entenderá. Nuestros antepasados derrocaron al zar en 1917 y creo que nos ha llegado la hora de hacer lo mismo con este régimen.
Como todos los años, llega el miércoles de ceniza, y con él la cuaresma. Pero este año es especial, pues el Papa Francisco nos invita a ofrecer a Dios el ayuno propio de este día por la paz en Ucrania. Hermosa intención, maravilloso deseo, pero, ¿en qué beneficia a los ucranianos el que yo me prive del desayuno? Indudablemente, sólo desde una óptica de fe puede comprenderse el misterioso pero real vínculo entre nuestras acciones y el gran teatro del mundo. Francisco tiene esta perspectiva privilegiada, que podríamos calificar como “realidad aumentada”, sirviéndonos del término propio de un desarrollo tecnológico hodierno. Es decir, la misma cruda realidad que todos vemos por los medios de comunicación, pero aumentada con la visión propia de la fe.
¿Qué nos dice esta “realidad aumentada” característica de la fe? Que no somos versos sueltos, puntos autónomos, libres e independientes entre sí, sino que formamos una gran sinfonía en la que misteriosa pero realmente estamos todos unidos y entrelazados. Es el dogma de “la comunión de los santos”. Las obras buenas que haga yo ayudan no sólo al beneficiario directo, sino que tienen un eco positivo en el conjunto de la humanidad, y hacen de este mundo un hogar más humano, más digno de la persona.
Junto con la “comunión de los santos”, la perspectiva de la fe nos indica que Dios y su providencia no se han ausentado de la historia; no es el dios deísta, que crea el mundo y se olvida de él. No, el Dios cristiano se compromete con el mundo e interviene, pues es, en definitiva, “el Señor de la Historia”. Digamos que, siempre desde una perspectiva de fe, como la que nos transmite Francisco con su petición de ayuno, los protagonistas de esta trágica historia no son solo Putin, Zelenski y Biden, sino también, de un modo discreto pero eficaz, como tras bambalinas, Dios mismo. En efecto, ya san Juan Pablo II hablaba de la misericordia de Dios como una fuerza que pone un límite a la capacidad de mal que anida en el corazón humano. El ayuno tiene como objetivo “mover” a esa misericordia para que ponga fin a la guerra, por derroteros que solo Dios y su providencia pueden vislumbrar.
Por ello, la visión cristiana de la guerra, sin dejar de ser realista, de forma que la considera, en cierto sentido, como el sumo mal, no es desesperada. Al contrario, mira la cruda situación con confianza y redescubre un misterioso y peculiar protagonismo, de modo que sus acciones ordinarias pueden sumar una ayuda al encuentro de una solución digna para el conflicto. Es decir, el cristiano no se desentiende y se encoge de hombros, como diciendo: “nada puedo hacer, soy muy pequeño, esto me agarra muy lejos”; no simplemente se deja abrumar por las escalofriantes imágenes que nos transmiten los medios de comunicación; por el contrario, al contemplar tanto dolor y sufrimiento, se siente interpelado personalmente para ofrecer su contribución espiritual a la solución de la guerra.
Protesta solidaria hacia Ucrania en Berlín. Foto: Leonhard Lenz.
En este sentido, la fe nos convierte de espectadores aterrorizados y pasivos, a protagonistas, misteriosos pero reales, de la historia. De ahí la petición de ayuno ofrecido por Ucrania por parte del Pontífice. Es la convicción de que cada uno es importante, “cada uno es necesario” (Benedicto XVI), cada uno puede ofrecer su granito de arena para construir la paz. Es el pecado del hombre el que espiritualmente causa la guerra; es la conversión del hombre, la que espiritualmente consigue, de la misericordia de Dios, la paz del planeta.
Por eso embona muy bien el precedente discurso -descabellado para quien carezca de una visión de fe- con el lema que Francisco nos propone para la cuaresma y que toma de san Pablo: “No nos cansemos de hacer el bien, porque, si no desfallecemos, cosecharemos los frutos a su debido tiempo. Por tanto, mientras tenemos la oportunidad, hagamos el bien a todos”. Así, nuestra respuesta personal al desbordarse del mal propio de la guerra es “ahogar el mal en abundancia de bien” (san Josemaría) en nuestra vida, con la esperanza de que ese bien reboce y contribuya a la paz en Ucrania. Como respuesta a la guerra el cristiano ofrece una batalla espiritual, se siente interpelado, protagonista y no espectador de la historia. Como diría san Pablo, “no te dejes vencer por el mal, vence al mal con el bien.”
San Pablo conoció el espíritu olímpico, y se sirvió de él para transmitir el mensaje cristiano. Nos dice en la Primera Epístola a los Corintios: “¿No sabéis que en las carreras del estadio todos corren, más uno solo recibe el premio? ¡Corred de tal manera que lo consigáis!” (1 Cor 9, 24). ¿No encontramos ahí un eco de aquel altius fortius citius (más alto, más fuerte, más rápido) propio de las olimpiadas? No es descabellado pensar que San Pablo haya tenido presente el espíritu olímpico original, pues en su época todavía se desarrollaban estos certámenes en Olimpia, Grecia.
En realidad, el espíritu deportivo es un componente esencial de la vida, pues nos impulsa a no desanimarnos, a seguir intentándolo una y otra vez, a superar nuestras propias metas. Dicha actitud es fundamental en la vida cristiana y por ello la menciona San Pablo. Las olimpiadas nos ofrecen una buena ocasión para reflexionar sobre el carácter deportivo de la existencia humana. En efecto, se puede ver la vida como una continua carrera, en donde debemos sortear obstáculos, y aprender a ganar, pero también a perder y a competir. Por todo lo anterior, podríamos decir que las olimpiadas son una especie de metáfora de la vida, donde vemos compitiendo a los atletas de más alto rendimiento, en un clima de compañerismo y respeto.
Tokyo 2020
Por ello no debemos permitir que se conviertan los juegos olímpicos en comidilla de pequeños escándalos. No sería justo desviar la atención de lo esencial: el ímprobo esfuerzo realizado por tantos atletas, para quedarnos con chismes de lavadero o anécdotas menos edificantes de algunos de los contendientes. Cuando el centro de la atención no son las competencias y nos desviamos a los chismes de pasillo: si el equipo de softball mexicano tiró a la basura sus uniformes, o si determinada atleta no se considera psíquicamente estable para competir (Simone Biles), o si determinado entrenador hizo un comentario racista (Patrick Moster), estamos dándole un protagonismo inmerecido a elementos secundarios. Convertimos el escándalo en protagonista, olvidando el gran esfuerzo de los atletas.
El peligro está ahí: convertir una realidad edificante, como pueden ser las competencias olímpicas, en un reality show pleno de escándalos baratos. Dicha actitud no suma, sino que, por el contrario, contribuye a construir una imagen pesimista y negativa del hombre. Muchas veces los medios se aprovechan de esa inclinación al morbo, propia de los bajos fondos de la naturaleza humana, y cuando cede a esta tentación, le hace un flaco favor a la sociedad. Por contrapartida podría, en cambio, poner la lente de aumento en tantas historias de superación, tantos ejemplos de vida que nos ofrecen los deportistas. Se trataría, simplemente de elegir otro lente, un ángulo diverso para cubrir la misma realidad. Si consiguen hacerlo, es decir, desprenderse de la inclinación al escándalo, pueden realizar un importante papel humano y educativo en el seno de la sociedad, mostrando cómo la lucha y el esfuerzo alcanzan su recompensa.
Simone Biles, Rio 2016. Foto: Fernando Frazâo
En efecto, todos sabemos que, para muchos atletas, el sólo hecho de haber calificado a las olimpiadas, ya es una ganancia. Ya supone formar parte del selecto grupo de los mejores deportistas del mundo. ¿Cómo han llegado ahí? Es siempre interesante y muchas veces edificante saberlo. Quizá sea la pista que debieran privilegiar los medios de comunicación.
Por otra parte, el mensaje que transmiten las olimpiadas empata bastante bien con el ideal cristiano de unidad y de paz. Podemos competir –jugar, al fin y al cabo- con hermanos de otros países y rescatar un ideal de unidad en la diferencia. El lenguaje de la competencia y del deporte suprime la babel de los diferentes idiomas y las distintas culturas. Por ello es necesario rescatar y promover el auténtico espíritu olímpico, como una especie de ensayo en la forma de relacionarnos entre las personas y entre los países. En este sentido, también empata bastante el espíritu olímpico con el ideal cristiano, no en vano el Barón de Coubertin tomó el lema olímpico (citius, altius, fortius) del P. Henri Didon O.P., y desde siempre el deporte ha formado una parte importante de la pedagogía y de la espiritualidad católica. Prácticamente desde San Pablo.
Hace ya algunos años, durante la construcción del deprimido de Río Mixcoac entre Revolución e Insurgentes, bajo un puente peatonal, estaba el campamento de los albañiles que trabajaban en dicha obra. Un día a la hora de la salida de los niños de primaria de una escuela cercana, los referidos trabajadores de la construcción estaban comiendo su almuerzo bajo el puente peatonal y observé cómo un niño en uniforme se entretenía dejando escurrir hilos de su saliva tratando de atinarle, asomado desde el puente, a alguno de los trabajadores que estaban comiendo su almuerzo abajo.
Temiendo por la integridad física del niño, en caso de que fuera descubierto por alguno de los trabajadores, me acerqué a él y le pregunté si a él le gustaría que le escupieran desde lo alto tal y como él lo estaba haciendo. Lo que pretendía con la pregunta era hacerlo reflexionar sobre su acción y las consecuencias que podrían suscitarse.
Mi instinto de madre protectora me hizo preocuparme por el hecho de que, si alguno de los trabajadores era afectado, fácilmente él y sus compañeros atajarían al niño en cualquiera de los dos extremos del puente y cuando menos se llevaría una buena zarandeada y un gran susto. También consideré que era una oportunidad para enseñarle al niño la famosa regla de oro: “trata a tus semejantes como quisieras que ellos te trataran a ti”.
Estaba interpelando al niño cuando vio a su mamá subiendo el puente y salió disparado hacia ella. La señora alcanzó a ver que yo estaba hablando con su hijo y en desaforada carrera se me vino encima gritando: “Oye tú cabr#&!*, ¿por qué te metes con mi hijo?” y, con una violencia pavorosa, me dio un fuerte empujón contra el barandal del puente. La señora no me dio oportunidad de explicarme o de iniciar conversación alguna. Todo se le iba en “mentarme la madre” y en acorralarme contra el barandal dando oportunidad a que varias de sus amigas, mamás de otros niños de la escuela, se aproximaran con una actitud bastante beligerante y violenta.
Me asusté muchísimo y en verdad temí por mi integridad física pues era un grupo de mujeres agresivas y sus hijos estupefactos atrás de ellas acechando de manera amenazante; me quedé paralizada sin atinar a hacer nada sólo pidiendo disculpas. Pasados unos momentos, que me parecieron una eternidad, la mamá del niño me fintó con un toque en la mejilla y me dijo: “La próxima no la cuentas pend#&!*”. Acto seguido, otras dos señoras me fintaron con un pequeño empujón y toda la turba comenzó a retirarse del lugar.
Cabezas, Streetart Valencia. Foto: A. Fajardo
Recuerdo que, cuando niña, era normal que cualquier adulto nos interpelara para corregirnos a mis hermanos o a mí, y lo que mis padres hacían en esas circunstancias era despedirse amablemente de quien nos corrigió y abochornados inmediatamente decirnos: “Se siente mucha vergüenza cuando un desconocido nos señala nuestros malos comportamientos ¿verdad? Sin embargo, estoy seguro de que en la vida lo volverás a hacer”.
La anécdota hace referencia a un fenómeno que está difundiéndose en la vida cotidiana: el de la violencia pasional privada que, en mi opinión, deriva de una decadencia de la conciencia moral, no educada, no acompañada, empapada de un pesimismo social que ha apagado en el espíritu de las personas el gusto por la convivencia amable, acomedida y de buen trato personal.
Su Santidad Pablo VI en su mensaje para la celebración de la XI jornada de la paz resaltó que “La violencia no es fortaleza. Es la explosión de una energía ciega que degrada al hombre que se abandona a ella, rebajándolo del nivel racional al pasional; incluso cuando la violencia conserva un cierto dominio de sí, busca vías innobles para afirmarse, las vías de la insidia, de la sorpresa, de la prevalencia física sobre un adversario más débil y posiblemente indefenso”.
A la distancia del incidente referido, me pregunto: ¿cómo marcó a aquel niño la manera violenta en que reaccionaron su madre y las amigas de su madre? ¿el incidente ayudó a formar un ciudadano pacífico o a un bruto? Su Santidad Juan Pablo II en su mensaje para la XXVII jornada de la paz nos hace conscientes de que “Los niños son el futuro ya presente en medio de nosotros; es, pues, necesario que puedan experimentar lo que significa la paz, para que sean capaces de crear un futuro de paz”.
Lo que percibo es la exagerada preponderancia con que en nuestros días se defiende el ámbito de lo privado dando lugar a un individualismo donde cada uno puede reivindicar sus derechos como mejor le parezca sin hacerse responsable del bien común. Y como dice José I. González Faus “… no es sólo la violencia ya ejercida lo que engendra violencia; es también la violencia preparada, o la agresividad, lo que engendra otro modo de ser violento. Y si no siempre vivimos en una de esas clásicas <<espirales de violencia>>, sí que vivimos casi siempre en una espiral de agresividad”.
El no. 496 del Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia señala “que la violencia es un mal, que la violencia es inaceptable como solución de los problemas, que la violencia es indigna del hombre. La violencia es una mentira, porque va contra la verdad de nuestra fe, la verdad de nuestra humanidad. La violencia destruye lo que pretende defender: la dignidad, la vida, la libertad del ser humano”.
Si alguien le dijera a tu hijo que escupir a una persona es un acto deleznable e indecente, ¿cómo reaccionarías? ¿Qué saben nuestros niños acerca de las consecuencias violentas que el uso vulgar de su saliva puede provocar?
Un poco de “baba” resulta no ser tan inofensivo… Desafortunadamente, al tratar de evitar violencia, resulté agredida violentamente.