Por Javier Espino Martín
Una crisis de lujo y comodidad
La sociedad actual está inserta en una profunda degradación de valores y virtudes. Eso ya lo sabemos. Una y otra vez se cacarea y se escucha por gran cantidad de medios, ya sean en papel, electrónicos o visuales; ¿estamos en esa degradación que, en otros tiempos, se asimilaba con Babilonia, o con el final del imperio romano? ¿Se trata de una crisis estructural como el caso del final de la religión pagana y el inicio de la cristiana? ¿Un cambio de paradigma como pasar del geocentrismo medieval al heliocentrismo renacentista? ¿Una acumulación de inquina, rabia y rencor como la Primera y Segunda Guerras Mundiales? ¿Cuál es la decadencia de la sociedad actual? ¿Es similar a otras decadencias de la historia que, en parte, acabo de referir? ¿O sin embargo, es distinta y obedece a un comportamiento idiosincrático particular?
Uno de los libros que me pareció revelador al respecto fue El final de la historia de Francis Fukuyama. En un estilo y enfoque hegeliano venía a decir que el final de las aspiraciones sociales liberales significaba, básicamente, que acabaríamos siendo unos “perritos falderos auto-complacientes”. En efecto, desde la Antigüedad clásica, los grandes pensadores, como Platón, Aristóteles o Cicerón, entre muchos otros, defendían y propugnaban el thymós , la areté, o la virtus. En realidad, nunca llegaron a abandonar la ética homérica y la defensa de la valía guerrera: La virtud y el honor se pueden trasladar a un plano estrictamente bélico, pero ¿no se basa acaso el avance humano en una continua bellum omnium contra omnes, como decía el filósofo inglés Thomas Hobbes?
Muchos adalides de la “corrección política” me achacarán que estoy haciendo apología de la violencia y no es ese el enfoque que pretendo. Pero ya sabemos que la ética o mejor dicho la “contra-ética” de la “corrección política” siempre pretende eliminar matices y explicaciones profundas. Sus afirmaciones muchas veces manifiestan los rasgos de la superficialidad, la sensiblería, la gazmoñería y la indignación hipertrofiada.
La lucha, el conflicto bélico o la guerra se pueden emprender en el campo de batalla y así se destacaron los guerreros y conquistadores de la historia; o bien se pueden emprender en el ámbito intelectual, por lo que se destacaron los grandes científicos, filósofos e intelectuales de las distintas épocas; o por el comercio, y los negocios y así sobresalieron los grandes empresarios, banqueros y economistas del mundo moderno y contemporáneo.
Los campos de batalla son muy diversos. Pero lo que está claro es que debe haber bellum, para que el hombre se estimule, vaya hacia adelante y la vida tenga sentido.
El bellum inicialmente implica agresividad, y si se quiere, muerte y destrucción. Afortunadamente, el hombre ha sabido ir superando esa fase sangrienta, y el término bellum ha ido pasando de un sema relacionado con la pura guerra y el puro combate, a un amplio campo semántico metafórico que se despliega en los términos de competitividad, esfuerzo, diligencia, mérito, etc.
Ciertamente, la sociedad de la areté homérica se desarrolló con el filosófico thymós platónico-aristotélico y con la político-social virtus ciceroniana. El término de “virtud” proviene del sustantivo latino vir que significa varón y la virtus es el medio del que se valía el varón para hacer muestra de su virilidad. Rápidamente los sectores bien pensantes de la corrección política me reprocharán ¿y las mujeres? ¿Y los niños? ¿Y los animales? ¿Y los helechos? ¿Qué pasa con ellos? ¿Acaso restrinjo las cualidades de tantos y tantos seres vivos que merecen ser oídos y representados?
No es mi objetivo dar voz y representar a los ilustres miembros de todas las capas animadas e inanimadas que constituyen los biotopos terrestres. En otro artículo me dedicaré a ello para no ofender a esos indignados defensores del Todo y de la Nada. La respuesta única a esas cuestiones anteriores radica en que la “virilidad”, en realidad, acaba constituyéndose en la herramienta por la que el bellum se abre paso y se pone de manifiesto, a través de toda una serie de soportes: la prudencia, la diligencia, el ingenio, la sabiduría, el decoro, la honestidad, o el honor. Y estas cualidades, cualquier homo sapiens (hombre, mujer, binario, no binario, terciario, no terciario, etc.) puede desarrollarlas
Paradoja de satisfacción y vacío
En los discursos bien pensantes estos sustantivos han caído totalmente en desuso. Ya no se escuchan. Si yo preguntara a cualquier joven de hoy ¿qué es la diligencia? ¿Qué es el decoro? No tendría ni idea; en cambio, prudencia, sabiduría, honestidad u honor sí sabrían lo que es, pero, seguramente, lo definirían mal, o lo atribuirían a épocas pretéritas tan anteriores que se perderían en la bruma de los tiempos. Tiempos, por cierto, que, al ser, antiguos ya no interesan por “viejos” y “feos”. Y, por último el ingenio sería mal empleado y definido en el sentido de la picardía, o el interés malévolo.
Los motivos de esta ignorancia y de tales deformaciones semánticas se deben a que la sociedad de la “virtud”, del “bellum virtuoso”, de aquella sociedad homérica tan reproducida en todas las otras y “viejas” épocas históricas ya se ha agotado y ha llegado a su fin. Y, por eso, estamos al final de la historia. Precisamente, porque si estamos ante una situación que nunca se ha producido en la historia, es porque estamos en un periodo a-histórico.
Entonces, si estamos en un “vacío a-histórico”, ¿cuál sociedad es la actual?, ¿Por qué es tan distinta a todas las etapas anteriores? Partimos de otro concepto fundamental que retrata muy bien H.G. Wells en su Máquina del tiempo:
En un mundo futurista (Wells pone una distancia desproporcionada de miles de años), sólo quedarían dos razas, los Eloi y los Morlocks. Normalmente, las distintas literaturas y medios audiovisuales siempre han enfatizado más a éstos últimos que a los primeros, por su carácter monstruoso, y el miedo que suscitan, lo cual en las películas de terror queda muy bien y da mucho morbo. No obstante, a mí me parecen más interesantes los eloi porque a ellos nos dirigimos… unos seres sin necesidades, y por lo tanto, sin virtud, absolutamente anodinos e indiferentes que apenas razonan y no tienen sentimientos. Los avances tecnológicos dejaron a los eloi como legado un auténtico vergel en que si querían comer simplemente alargaban la mano, si querían descansar tenían aposentos cómodos para ello, y, de hecho, sus físicos eran bellos, saludables y aparentemente inmortales.

La falta de necesidad implica comodidad, una cierta medida de comodidad no es dañina. El problema es que el ser humano a lo largo de la historia siempre ha tenido necesidad y esa necesidad, en cierto modo, le ha llevado al bellum, a la competitividad, a mostrar sus cualidades y a enfrentarse, activa o pasivamente, unos contra otros, o contra adversidades, o contra otros enemigos, o contra lo que sea. Siempre había un “contra”, de ahí la importancia de esta preposición en la frase de Hobbes. De ahí que las épocas más emprendedoras fueron aquellas de más “belicismo”. Belicismo metafórico y no metafórico, como en el Renacimiento, la Revolución Francesa o como en las dos Guerras Mundiales.
En algunas sociedades satisfechas de nuestro mundo, y en ciertos sectores satisfechos de cualquier sociedad decir “contra” se toma como algo negativo, a veces intolerable; suena mal, y hay que edulcorarlo; todo el rato debemos decir “con”. La “comodidad” sustituye a la “necesidad” y la “corrección política” sustituye a la “ética homérica de la virtud” .

Condiciones de comodidad
Nuestra sociedad comodina y bien pensante se sostiene en la alianza de cuatro grandes factores:
- Tecnología, primero de infraestructuras, segundo de comunicación
- Consumismo a la carta
- Comunitarismo y asistencialismo sensibleros
- Corrección político-pedagógica
Cada una de estas directrices ha ido cimentando la sociedad de la commoditas y ha subvertido todos los valores que hemos conocido. Por este motivo, la brecha en comodidad y actitud con la generación de nuestros abuelos es amplísima, casi irreconocible, mucho más que la brecha que separa a nuestros abuelos de nuestros padres.
La nuestra es una sociedad blanda, superficial y oportunista. El esfuerzo es sustituido por la tecnología; la nostalgia de las vivencias de amigos y familiares es sustituida por los telegráficos mensajes de WhatsApp; la meritocracia y las injusticias que procedían de las dificultades de la vida son sustituidas por la corrección político-pedagógica que pretende una justicia universal, siempre indignada ante lo que la caótica naturaleza nos somete; el esfuerzo, la diligencia del aprendizaje constante memorístico y racional son sustituidos por los estímulos salteados e hipersensibilizados de las “pantallitas” digitales o de la pedagogía de la improvisación y de la espontaneidad; la política tecnocrática maquiaveliana e ilustrada es sustituida por la improvisación de un club de la comedia, lleno de “listillos”, de “pícaros”, que enuncian constantemente frases de amplios y falsos horizontes, llenas de sentimentalismo vacuo y tontorrón; el jefe es sustituido por el coach; los clásicos dejan de ser clásicos y se convierten en unos ‘tipos” llenos de ideas antiguas y aburridas; el político es sustituido por el asesor y el profesor por el animador cultural. Así como los padres dejan de ser padres y pasan a ser colegas o amigos. Todos bajan categoría.
El núcleo de esta commoditas es la ludocracia, el homo ludens-videns que busca matar un supuesto aburrimiento porque tiene mucho ocio. Y el trabajo se enfoca en cuanto al ocio; cuando antes el ocio se desenvolvía en cuanto al trabajo. Y no se trata de aquel sano otium romano, por el que los seres humanos se recreaban y se formaban inteligentemente en la filosofía, la literatura y las artes; ¡no! se trata del ocio del “no pensar”, del estímulo, de la estupidez y de la bobada.
Así pues, si antes cuando se terminaba de trabajar uno veía debates y charlas intelectuales en torno a problemas y temas de relevancia, ahora se ven debates de verduleros y verduleras escupiendo soeces y palabras sin sentido; programas de amplío espectro reflexivo son sustituidos por programas de Reality, de cocina y de gastronomía ¿qué más bajo puede caer el ser humano que ya no le importa nada salvo la apetencia más primaria que es comer y mostrarlo repetida y orgullosamente ante millones de personas?
¿Se equivocó tanto Aristóteles al considerar que nuestra naturaleza tiende al saber y a desarrollar el alma racional, cuando los notables y más que honorables “chefs” del Siglo XXI le demuestran que el hombre, en realidad, tiende a apetencias primarias y al alma vegetativa? Si uno esperaba que al final de la historia el hombre desarrollaría plenamente su intelecto y su curiosidad analíticas está muy equivocado, la razón del hombre del mañana se ha de cultivar para comer más y mejor.
El costo de la commoditas
El ocio “tontorrón” se ha necesariamente ampliado, para que el trabajo se supedite a él y se transformen los valores, de forma que lo importante es jugar en un celular y no desarrollar un trabajo bien hecho. Quizás les suene muy radical todo esto, pero vamos a eso cada vez más, a veces pienso que ya estamosen ello.
La sociedad de la commoditas devora la dignitas: no pienso salir a la calle para defender un propósito honrado, prefiero quedarme en casa, viendo Netflix; ergo defiendo a Netflix y a mi comodidad antes que a una causa justa o, al menos correcta.

La commoditas provoca que la población deje pasar barrabasadas y se acostumbre a la inopia y estupidez política. La commoditas ocasiona que con los” like” y “dislike” de sillón substituyamos gradualmente la elegante y argumentada democracia de elites intelectuales y tecnócratas, por una democracia del instinto, de la superficialidad y de la reacción vacua.
No se confundan, la commoditas no sólo devora a la razón, sino también al sentimiento, porque ¿qué es el sentimiento si no una emoción razonada y acrisolada con el paso del tiempo?
La commoditas concede el dominio a la emoción cambiante y contradictoria. Adictos a las pantallas no somos capaces de fijar la mirada, variamos constantemente el punto de visión, como si de esquivas aves se tratara: El principio de no contradicción queda absorbido en la contradicción no reflexiva.
Incluso la economía no se basa en que 1 más 1 son dos, sino en una economía posmoderna que te permite (como persona y como país) endeudarte hasta el infinito; al fin no pasa nada porque los números macroeconómicos son inexistentes y se han de acomodar a una sociedad muy indignada que cree que se lo merece todo, hasta disfrutar sin trabajar.
Y se lo merece tanto que la economía deja de existir. La Unión Europea es un claro ejemplo. De ahí que el deber es reemplazado por el derecho. En la commoditas todo es derecho, nada es deber. Nietzsche decía que el nihilismo es la etapa intermedia para vaciar de valores a los seres humanos y dar el salto al súper-hombre. En la commoditas, el nihilismo es el propio ser humano.
Así pues, aquel famoso pensamiento de Aristóteles que decía que el hombre por naturaleza tiende a la sabiduría es negado y rechazado frontalmente por una commoditas que diría que la naturaleza del hombre que, por cierto, deja de existir, porque la commoditas pone a tu carta hasta el tipo de sexo o género que uno quiere, se convierte en el entretenimiento, en la diversión, o en el juego simplón y abobado. Es más, en la sociedad de la commoditas se vería a Aristóteles como uno más y algunos lo pondrían al mismo nivel que cualquier chamán de los de antes o de los de ahora. Los románticos cambiaron el canon de autoridad, no les gustaba Virgilio, preferían a Apuleyo, o les gustaba Séneca y no Cicerón. Ahora no sabemos ni quién es Séneca ni quién es Cicerón, y lo peor es que nos jactamos de esa ignorancia; y si, acaso, llegáramos a conocerlos, no sería con el afán de aprender de ellos y formarnos como personas virtuosas, sino como simpáticos personajes de las varietés del entretenimiento y de la diversión pseudo-cultural .

Una sociedad “parque-temático”
Y todos los que criticamos la commoditas nos engañamos a nosotros mismos porque caemos en las mieles de la molicie que nos proporciona esta sociedad “Parque temático”, disneylizada y moldeada por los simulacra de las redes sociales que tan bien supo ver el filósofo francés Baudrillard:
El narcisismo comodino que genera esta anti-ética se hace palpable en dos sectores de la población: la juventud y la tercera edad. Los primeros, porque se dan cuenta que ya el esfuerzo no es prácticamente necesario y que lo importante es el ingenium tecnológico y una constante diversión llena de pastillas anti-depresivas y ansiolíticas, a modo del soma de Un mundo feliz de Huxley; y los otros, porque ya, al final de su vida, se encuentran con el apoyo de los formidables avances médicos y planes de jubilación que en otras épocas ni existían, y cambian su voto según el partido que les ofrezca más comodidades. Los unos y los otros se transforman en seres egocéntricos y consentidos.
La honorabilidad de la senectud que, en otra época, difundía el notable Cicerón es sustituida por una vejez asistida, y vilipendiada por la inmediatez de la constante novedad que deja la experiencia y la sabiduría de vida como vetustas huellas de un pasado que para la commoditas no acabó de existir, y si lo hizo, se concibe como una fábula absurda.
Las generaciones intermedias tampoco se salvan, ya que, si bien y a diferencia de jóvenes y viejos, sí se dan cuenta de los riesgos de la sociedad de la commoditas, rechazan la idea de abandonar la confortabilidad de su sillón y su televisor por ideales ya obsoletos y que, al final, curiosa y paradójicamente son ideales que apuntan como fin último a estar cómodamente en el propio sillón.
Esta sociedad de la commoditas se circunscribe, especialmente, a las sociedades de clase media y alta del primer mundo y a las pudientes de los emergentes y del tercer mundo. Sin embargo, la incansable promoción de la commoditas como la máxima aspiración humana, ocasiona que aquellos que padecen marginación aspiren en sus modestas dimensiones a cumplir los propósitos de la sacro-santa commoditas. Atrapados en los férreos y rugosos brazos de la necessitas, corren el peligro de superar la pobreza material solo para acabar en el confortable sillón de la commoditas y unirse al club de la palomita fácil y de la diversión lúdica.
Si previamente Horacio, Virgilio o Píndaro entonaban Odas a la hazaña, a la valentía, al coraje, a la belleza, ahora cualquier poeta y vate del siglo XXI, convertido en hábil coach y en chistosos y dicharachero presentador de televisión entonará su canto a la commoditas y sus hijos e hijas: la molicie, el tedio, el hartazgo, la autocomplacencia; y su hija predilecta y más querida, la ignorancia.
El suave despotismo de la commoditas
La sacralidad, en la época de commoditas ya no se encuentra en la virtudes religiosas, ni la razón de Estado se sitúa en la racionalidad pragmática de las circunstancias ni de los medios y recursos de la ciudadanía y de las democracias. En el reinado de la commoditas la sacralidad se halla sumergida en una conformidad hedonista, basada en el culto de lo efímero y del presentismo, que se conjuntan y unen a una hipersensibilización de las emociones más primarias e instintivas.
En este nuevo panorama político-social, ya ni los clásicos grecolatinos, ni los clásicos modernos tienen nada que aportar. La auctoritas de los grandes sabios que nos precedieron se banaliza hasta su desaparición, y sólo importa una suerte de nihilismo decadente, contradictorio y estúpidamente emocional.
En definitiva, ¿la sociedad de la commoditas acabará con el mundo o lo trasladará a un Matrix autocomplaciente abrogándose la potestad de definir al comfort y a la diversión como los fines úlitmos del ser humano?
¿Erraron todas las generaciones de épocas pasadas en sus afanes y combates; o es que la deriva normal de la ética del bellum y de la virtus es terminar en una sociedad acomodaticia?
No puedo, ni sé responder a estas preguntas, pero sí les puedo afirmar que la commoditas, implacable, va cumpliendo sus objetivos, que en el fondo, no debieran ser fines de ninguna especie, pues trivializan y vuelven vano cualquier afán noble, por el que valdría la pena vivir. Y lo peor es que, a causa de su propia naturaleza nihilista, quizá no nos damos cuenta de que ya nos domina completamente.
Javier Espino Martín. Doctor de Filología Clásica por la Universidad Complutense de Madrid, Investigador en el Instituto de Investigaciones Filológicas. UNAM
Excelente artículo
Elegantísima pluma del Dr. Espino. Muy buen artículo para explicar la realidad que vivimos