Consenso y Verdad

por | Oct 28, 2023 | 0 Comentarios

Por Carlos Agustín Masías

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En cierta ocasión me encontré en una conferencia donde un orador audaz se aventuró a describir la ética kantiana como una ética del consenso. En esta interpretación se sugería que para Kant las verdades éticas eran producidas por el acuerdo colectivo de las voluntades individuales. A partir de ello, nuestro orador nos alertaba de la amenazante posibilidad de que, bajo la egida de la ética kantiana, pudiéramos llegar a legitimar criterios de acción que fueran diametralmente opuestos a los nobles principios morales y a la sagrada dignidad personal.

Sin embargo, al analizar con más detenimiento esta perspicaz mirada relativista sobre la ética kantiana, se nos revela una falta evidente de profundidad en la comprensión del propio Kant. Pues, de haber explorado minuciosamente la obra del filósofo de Königsberg se hubiera descubierto que, para él, remitirse al juicio de la multitud era apelar

«a un aplauso que hace ruborizar al filósofo; pero que pone altanero y triunfante al ingenio popular», razón por la cual, «no se te puede admitir que apeles al consenso de la razón humana universal». Kant era, en esencia, un crítico severo del mero consenso como fundamento para establecer los principios, ya sea en el ámbito teórico o práctico.

Así, podemos apreciar que la actividad filosófica kantiana se sumerge en la profundidad de la razón humana universal, en busca de un fundamento de la moral más sólido y profundo que las cambiantes corrientes de los rumores públicos. En su búsqueda de un fundamento sólido de la moralidad, Kant nos exhorta a elevarnos por encima de las fluctuaciones del tiempo y de la opinión pública, y a buscar principios éticos que sean racionales, universales y fundamentados en la dignidad de cada ser humano. En definitiva, Kant nos recuerda que la verdadera ética no se halla en la aprobación de la multitud, sino en la reflexión crítica y en el respeto inquebrantable por los principios morales.

Sin embargo, más allá de las consideraciones de la filosofía kantiana, nos encontramos frente a un error de dimensiones formidables que reside en la errónea reducción de la noción de consenso a un mero asunto de voluntarismo, o incluso a un asunto de afectividad desbordada, con lo que se desconoce por completo la naturaleza racional de los consensos. Muchas veces olvidamos que por lo general los consensos no se forjan a capricho, que no son la simple expresión de lo que anhelamos; muy por el contrario, los seres humanos construyen consensos sobre la base de la selección de aquellas ideas que parecen más racionales, lo cual muestra su profunda conexión con la razón humana.

Dicho esto, hay que aclarar que la racionalidad de un consenso viene señalada por su arraigo en principios y criterios de racionalidad práctica que actúan como su marco de referencia y que ellos mismos no son producto de consenso alguno. Por ejemplo, cuando Kant señaló que en toda acción debemos tratar a nosotros mismos y a los demás siempre como fin y nunca solo como medio, enunciaba un principio práctico sobre el cual podemos intentar consensuar nuestras discrepancias, y lo mismo ocurre con principios como el fin no justifica los medios, no hagas a otros lo que no te gustaría que te hagan a ti o el bien debe seguirse y el mal evitarse, por mencionar algunos.

La solución y avance que podamos hacer en cuestiones prácticas dependerá muchas veces del consenso de opiniones que podamos establecer sobre la base de esos principios y criterios racionales. Dicho consenso racional de opiniones tendrá un valor heurístico en la búsqueda de la verdad práctica. Ciertamente, como observó Aristóteles, las opiniones que merecen ser tenidas en cuenta son aquellas que «parecen bien a todos, o a la mayoría, o a los sabios. Y, entre estos últimos, a todos, o a la mayoría o a los más conocidos y reputados». Es decir, vislumbramos la verdad práctica sobre las sólidas bases de un consenso racional, apoyado por la ponderación y la deliberación y no por meros impulsos emotivos.

La interpretación voluntarista del consenso parece esconder en su corazón un oscuro pesimismo antropológico; pues parece sugerir que la mayoría de las veces los seres humanos se embarcan en un juego de elecciones irracionales, impulsados por locas pasiones o caprichosas emociones tan volátiles como las predicciones del clima. Sin embargo, para un filósofo de la vieja escuela que todavía cree en la capacidad racional del ser humano, la idea de que el consenso sea simplemente el resultado de una sociedad de chiflados compartiendo sus delirios colectivos es un tanto extravagante. Es más probable que, dada nuestra condición racional, el consenso sea el producto de razones comunes en lugar de un carnaval de irracionales rarezas. Por ello, en el ámbito práctico-comunitario, un filósofo como Tomás de Aquino, creía que «cuando se trata de una comunidad libre, capacitada para darse leyes, el consenso de todo el pueblo expresado en la costumbre vale más en orden a establecer una norma que la autoridad del príncipe, cuyo poder para crear leyes radica únicamente en que asume la representación del pueblo».

Así que, en resumen, el consenso es como ese amigo razonable que todos tenemos, pero no es la fuente de la racionalidad. A medida que exploremos el laberinto de nuestras decisiones colectivas, recordemos que, por encima del consenso, siempre prevalecerán principios y criterios más racionales, listos para iluminar el camino hacia la verdadera racionalidad. En última instancia, lo que no debemos olvidar es que el ser humano sigue siendo un ser capaz de la razón, incluso si a veces parece que pierde la brújula en un mar de caprichos e impulsos. El consenso puede ser una guía útil, pero no la última palabra en la búsqueda de la verdad y la sabiduría.

Redacción

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