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Ilustración: fotografía de Sandra Martins tomada de Unsplash
Por Víctor Gómez Villanueva
Aunque no sabemos quién diseñó la ‘silla Acapulco’ (se le atribuye sin muchas bases a un nebuloso personaje francés), es prácticamente omnipresente en los escaparates de las grandes tiendas de diseñador en Madrid, Milán y Berlín. Junto con las sillas Eames, Panton y Thonet, es un emblema del diseño en el siglo XX. Entretanto, el gran mercado también ha tenido que ser satisfecho por las versiones más accesibles del estilo Ikea. Un enorme público anhela impregnarse, bajo la superstición de la posesión, del aura tropical y relajada de esta silla.

En primer lugar, la ‘silla Acapulco’ es exitosa y tan ampliamente conocida por una razón funcional. Los rayos de plástico, dispuestos en torno a un círculo, permiten aguantar el peso, y al mismo tiempo dejan pasar el aire, refrescando así a quien se sienta en ella. Esta anatomía es muy adecuada, por obvias razones, para un clima caluroso y asfixiante como el de Acapulco, la ciudad que le prestó el nombre.
En segundo lugar, y ésta es probablemente la razón más importante, tenemos el appeal conceptual de la ‘silla Acapulco’. Como adelantaba, la silla inspira atmósferas relajadas apoyándose nada más en el irremediable estereotipo de la pereza de los costeños. Elvis Presley, Elisabeth Taylor y John Wayne, por eso, sucumbieron al encanto de este diseño, cuando corrían los años 50. Entonces parecía que el sueño era sentarse en la poltrona del buen salvaje.
Al margen del éxito conceptual de este diseño, la ‘silla Acapulco’ también es un reflejo del sistema operativo del mexicano: improvisación, ingenio y sobrevivencia. Desterrado de los anales de la historia, un mexicano ⎯probablemente, analfabeta⎯ creó un objeto más funcional que los puentes caedizos de Calatrava. Este héroe sin nombre se valió nada más de unos cuantos alambres y basura de plástico, los despojos de la civilización. Por lo tanto, la ‘silla Acapulco’ no responde a estrictos criterios de diseño, cálculo y fabricación; y sí responde, en cambio, a la lógica de problema-solución, la disponibilidad de materiales económicos y confiables.

Estilos de sillas, fotografías (de izquierda a derecha) de Andres Jasso (Silla Eames), Ulises Varela (Silla Panton) y Du Zaniol (Thonet), tomadas de Unsplash
Esta misma espontaneidad se refleja en otro de nuestros deportes nacionales ⎯y no me refiero al futbol y nuestra proclividad por el pelotazo en busca del gol fortuito⎯: el albur. Un juego de palabras como el albur consiste en el uso y abuso del doble sentido sexual o escatológico, que pacientemente se incorpora en un diálogo con el firme propósito de humillar al oponente:
– Muchachos, ahí los busca Andrés.
– ¿Cuál Andrés?
– El que se los atornilló a los tres.
En el albur, como quien chuta a bote pronto, no hay tiempo para la premeditación, el análisis. El subtexto está minado de aliteraciones, símiles y metonimias. Para sobrevivir a la emergencia, no hay más que instinto. Opera la misma lógica cuando alguien se decide a amueblar su casa con desperdicios, creatividad y absoluta necesidad.
Recurriendo nuevamente al ingenio, la diplomacia mexicana utilizó a los mosquitos como primera línea de defensa frente a las invasiones francesa o yankee durante el s. XIX. Las tropas, estacionadas en el puerto de Veracruz, tenían una contundente superioridad militar. Pero no podían hacerle frente al calor, al aire infecto ni a las plagas tropicales. La diplomacia, apoyándose en una heroica torpeza burocrática, ralentizó las negociaciones de paz para que los mosquitos tuvieran tiempo de masacrarlos. México, al borde de la catástrofe, creó con sus miserables medios una memorable ofensiva.
Para bien y para mal, el ingenio permea cada ámbito de la cultura en México: el diseño, el futbol, la guerra y el habla coloquial. Peor aún, y éste ha sido recientemente el caso, México se gobierna bajo el signo del ingenio y la ocurrencia. El ingenio, que tanto exaltaron Cervantes y Gracián, nos lo hemos apropiado los mexicanos como el hijo que sin trámites reclama su herencia. El mexicano ha convertido la improvisación en su modus operandi, y honra sin saberlo la cumbre del pensamiento hispánico.

Esto, sin embargo, ofrece también un aspecto trágico. Y es que a fuerza de tanta espontaneidad, el mexicano está desacostumbrado a la constancia, la planeación, el orden y el cálculo. El pensamiento analítico y la táctica le parecen tan ajenos como un campo donde no broten ⎯por generación espontánea⎯ la vainilla y las guayabas. En su empecinamiento, el mexicano desafía la racionalidad, y recurre irremediablemente a sus corazonadas. Para su desgracia, la sistematización y la persistencia terminan poniéndolo en su lugar. (Es cierto que no todos los mexicanos son así; hay muchos científicos, profesionistas, empresarios, humanistas, activistas y universitarios mexicanos que no cuadran en esta descripción.) Pero, en general, a los ojos del mexicano, la ‘silla Acapulco’, más que un objeto de culto, es un monumento a su gloria e infortunio.
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