Por Alberto Domínguez Horner
Hace unos años conocí un lugar que supera en extrañeza a todos los lugares que mis allegados de entonces habían visitado en otros países. En septiembre del 2014, partícipe del programa marista Jóvenes por el servicio, llegué a Quiegolani. Fueron varias horas de camino en un colectivo que abordé en Tehuantepec. Pronto el camino dejó de ser carretera. Cruzamos un riachuelo y a partir de ahí todo fue subir una sierra que, cuanto más subíamos, más se poblaba de ocotes y de ese aroma, esa sensación de estar verdaderamente lejos.
Está en lo alto. Algunos no me creen que allí hay días en que las nubes se ven hacia abajo. La mayoría de la gente vive, por usar palabras de Elsa Cross, «en casas que se prolongan de la tierra / adobe igual en suelo y en paredes». En ese entonces unas casas eran ya de concreto; sin embargo, no creo que haya cambiado mucho en tan pocos años. Al centro del pueblo están el ayuntamiento y el bachillerato marista, con una cancha de básquet en medio que hace las veces de plaza pública, cubierta por un domo, y junto de ella, un kiosco. En las casas, una mata de chayote cubre el patio para dar sombra a la hamaca; cada una tiene su estufa u hoguera de leña y algunas espigas de maíz esporádicas.

Para mí, Quiegolani fue el nuevo mundo. Pero no quiero dilatarme en exceso en lo pintoresco (huipiles, flores y bailes), porque me haría ignorar el propósito mismo de mi viaje: un asunto religioso. Siempre me niego al adjetivo ‘misionero’, entre otras cosas, porque no fui a evangelizar. Prefiero hablar de esto como un ‘año de servicio’. En efecto, el viaje consistía en un año entero —un ciclo escolar, para ser precisos— de servicio en favor de una comunidad zapoteca en la sierra sur de Oaxaca. El llamado divino y el afán de buscar la verdad sobre cómo vivir una buena vida (como parte del mismo llamado) me movieron a esto.
El sentimiento aventurero puede ser largo, pero se acaba. Un año parece mucho tiempo. Al cabo de tres meses fuera de mi casa, lejos de mis seres queridos, llegó la pregunta en serio: «¿para qué un año de servicio? ¿Qué quiero probarle a quién?». Varias veces pensé en desistir. Pensaba con frecuencia en mi regreso a San Luis, mi casa, como el regreso a un lugar idílico. ¿Por qué tuve que ir tan lejos para ver lo que estaba tan cerca? A ratos, esa sierra verde y fresca era un desierto. Mas, puesto que el origen de mi decisión se hallaba en mi relación con Dios, desistir era cobardía. Por fortuna, en los momentos de duda reafirmé mi decisión.
Mi trabajo ahí era, en un principio, dar clases de inglés en el bachillerato marista. A los pocos días me diversifiqué: cubría algunas clases de Lengua Española, me convertí en maestro de educación física, abrí un taller de guitarra… Permítaseme, antes de continuar, explicar las coordenadas de todo esto. Quiegolani es la cabecera municipal, un pueblo grande, es decir, un pueblo con más o menos mil quinientos habitantes. Los maristas tienen un internado que recibe estudiantes de pueblos cercanos sin preparatoria, para que puedan continuar sus estudios. Además de mis labores educativas en el bachillerato, el director me designó encargado de la hora de estudio y, al cabo de una semana o dos, director de la sección de varones. ‘Sección de varones’ suena a un edificio robusto; a despecho del sonido, la infraestructura consiste en un pasillo techado con láminas —con corcholatas en los clavos de las láminas para combatir las goteras—, y ocho o seis dormitorios a cada lado del pasillo, de cuatro metros cuadrados cada uno y con dos o tres personas por dormitorio. Yo compartía cuarto con Jesús, un chavo del grupo especial, con discapacidades cognitivas y motrices, y un gran sentido del humor.
El internado está fuera del pueblo, a media hora caminando. De mis ratos cotidianos más agradables eran las caminatas matutinas y nocturnas del internado a la escuela, es decir, al pueblo, y de regreso, con mis botas y con mi guitarra a cuestas. Algunas noches encontraba vacas en medio del camino. En el segundo día de haber llegado, una niña me dijo: «te vas a morir cuando veas el amanecer». «Ya lo vi hoy en la mañana», le dije, «mientras caminaba al pueblo». «Bueno», dijo ella, «tú lo viste un día. Yo lo he visto toda mi vida». Eran rayos rojos y refulgentes para desayunar con los ojos.

Octubre fue el mes más difícil. Luego, gracias a que me sumergí en la comunidad, la melancolía y la inestabilidad menguaron. Encontré una empatía natural con los estudiantes del internado: ellos también eran extranjeros. Las comunidades más cercanas, por ejemplo, Chonte, están a dos horas caminando. La sensación de distancia es similar a la que tenemos los potosinos respecto de Querétaro o León.
Después de la cena, jugaba ajedrez con Itzel, una madre soltera precisamente de Chonte que, con todo y su hijo Arat viviendo en el internado, no se rendía y estaba determinada a completar sus estudios. Conversaba seguido con Galindo, otro de los estudiantes. En los primeros días coincidimos en las regaderas. Hicimos plática para ignorar que temblábamos de frío; me contó que le gustaba el rap. «Escucho rap, pero por la letra, la rima». Nos hicimos amigos. Podría escribir una historia con cada nombre. Gloria, Pit, Reynel, Nahúm, Rosalía, Rosita, Lencho, Nacho, Chendo…

Mi mejor amiga estaba en condiciones parecidas a las mías; ella hacía su año de servicio en un pueblo del istmo. Su compañía fue invaluable. El puente del Día de todos los santos lo pasamos juntos. Fuimos a otro pueblo, boscoso, donde vivía la abuelita de una de las maestras que trabajaban con ella en el istmo. El pueblo se llama “La Baeza”, y la abuelita, Mama Lela. Si no me equivoco, Mama Lela ya había pasado los noventa años. Nos recibió en su casa. La acompañamos al cementerio con cempoalxóchitl, y dejamos flores en todas las tumbas, porque todos eran familiares de Mama Lela.
Cuando regresé a Quiegolani, mis alumnos se extrañaron de que no hubiera ido con mi familia: para ellos era una fecha más importante que navidad. A pesar de esas lejanías en costumbres y, muchas veces, en creencias, siempre me sentí acogido en la comunidad.

En diciembre, para navidad, fui a San Luis con mi familia y en varios aspectos el sentimiento era inverso: ya me había acostumbrado a vivir en Oaxaca, es decir, con hábitos de oaxaqueño. Mi familia me miraba del mismo modo en que Úrsula Iguarán miraba a Arcadio Buendía cuando regresó de vivir con los gitanos. En esa época, para mí, el chocolate en agua, las tortillas enormes y el mezcal me eran familiares; en cambio, el aroma de los oxxos, la placidez del vino y la comodidad de dormir en un colchón me parecían sensaciones en extremo exóticas. Por más que la platicara, mi vivencia era intransferible. Me sentí extranjero en mi propia ciudad. Ese viaje a San Luis también lo hice en compañía de Dani, mi mejor amiga. Recuerdo a la perfección lo que me dijo cuando entramos a San Luis por la carretera 57, frente a la zona industrial, a las siete y media de la tarde, es decir, a la hora en que los oficinistas vuelven a sus casas y hacen un poco de tráfico. «Todos ellos no se fueron de año de servicio», me dijo. Me quedé perplejo contemplando todas las luces de todos los automóviles de todas las personas que no fueron ese año a perderse en la sierra de Oaxaca. Para ella y para mí había cambiado el mundo. Para los demás no.
En enero volví devastado. Mi entonces novia terminó conmigo. Tenía la esperanza de que, sin importar que yo estuviera lejos ese año y luego otros cuatro de carrera en la Ciudad de México, la relación prosperara. Aunque muchas personas me lo repetían, hasta entonces no había dado crédito a esa verdad inamovible sobre que las relaciones a distancia sin reencuentro próximo son, de entre las malas decisiones, una de las peores. Así que volví a Quiegolani sintiéndome desarraigado de San Luis y arraigado en la sierra.

Me gustaba esa vida. Cierto ideal de igualdad me movió a buscar un lugar así. El simple hecho de que en la comunidad no hubiera oficios como el de trabajadora doméstica —por usar el eufemismo— me parecía una ventaja. Por mi parte, llegué ahí sin más bienes que mi ropa y mi guitarra. En todo lo demás estaba a merced de la comunidad y de Dios. Comía en el internado como todos los demás y me emocionaba los días en que podíamos sacar rábanos del huerto para comerlos con la sopa.
Todos los sábados hacíamos tequio. El tequio es una de las tradiciones originarias de México más antiguas: la labor de ayudar entre todos a todos para tener una buena casa y un buen espacio público. Puede ser cualquier cosa: arreglar una tubería, hacer limpieza y mantenimiento y hasta construir la casa de una pareja recién casada. De todas las posibilidades, cuando podía, siempre escogía rajar leña. Pocas cosas fortalecen tanto la comunidad como limpiar y arreglar y mejorar el propio entorno con las propias manos y de manera colectiva.
Entrar en una comunidad, sin embargo, es también entrometerse en sus conflictos. El alcoholismo me exasperó tanto que dejé de beber ese segundo semestre. No el alcoholismo, más bien me exasperó la promoción del alcoholismo; me exasperó el día cuando vi a unos alumnos acercarse a la oficina del director y al director servirles un trago nada más porque sí. Tenían entre catorce y dieciséis años. Dejé de beber con la esperanza de darle un ejemplo a los estudiantes, muy a mi pesar pues el mezcal de ahí es estupendo.

Una noche me encontré a un alumno en los baños, vomitando. Algo le pregunté. Me miró asustado y se fue a su dormitorio. Al día siguiente le comenté al director, y no hizo nada ni me dejó hacer nada. No era un hombre del pueblo, sino de la Ciudad de México, creo. Movido por una vocación marista se fue a vivir a Quiegolani. Creo que fue él, junto con otros maristas, quien fundó el bachillerato. Mientras yo estuve ahí, él vivía con su esposa y dos hijos frente al internado. Nunca congenié con él. Hubo días en que, a plena mañana, de tan ebrio que estaba, una de las compañeras que también hacían su servicio ese año y yo tuvimos que cubrir sus clases.
En el pueblo, en alguna ocasión, el profesor de biología —allí vivía— me ofreció mezcal afuera de su casa, junto con otros señores, con la convicción de que yo lo aceptaría y así mostraría cuán vano era mi empeño de alejar el alcohol de los estudiantes. O qué sé yo cuál era su intención; el punto es que él estaba enterado de todo el asunto. Quienes han estado en alguna comunidad similar saben el tipo de agravio que representa el rechazar cualquier comida o bebida que le ofrezcan a uno en son de convivencia. En todo caso, uno tiene que aceptar la comida en algún itacate y llevarla a casa, o decir que sí acepta la bebida —con mueca de que le es difícil resistirse—, pero que en otro momento o en otro día. Pues yo, excedido de tanto ver el perjuicio que las negligencias de los responsables causaban a los estudiantes, decidí tomar la copa que me ofreció el profesor y, en vez de beberla, la derramé.
Semejante agravio me granjeó el enojo de varios y dio de qué hablar. Debí evitar el engreimiento y actuar mejor de un modo pacífico, lo sé. Lo hice con la ingenua creencia de que, como era parte de la comunidad, tenía derecho a proponer cambios con vehemencia. Un año es poco tiempo.
No me agrada el uso cotidiano de la palabra ‘cultura’, porque la mayoría de las veces sólo encubre vicios: o se usa para expresar un sentimiento de superioridad, o para justificar las iniquidades colectivas. Ante mi rechazo al alcoholismo, muchos me respondieron «es cultural». Algunas señoras, sin embargo, me dijeron furtivamente que gracias por darles ese ejemplo a los estudiantes. De las muchas cosas que hice, creo que en el hecho de pelear contra el alcoholismo no me equivoqué. La cultura es universal o no es cultura. Está fincada en la verdad o no es cultura. Me parece absurdo hablar de ‘multiculturalismo’, ‘choque de culturas’ o de México como ‘un país de muchas culturas’. La verdad es universal aunque las creencias y las costumbres varíen. La única acepción correcta que le hallo a la palabra ‘cultura’ es el perfeccionamiento de nuestra humanidad y, en ese sentido, es la misma para todo humano.

Quien se encargaba de los asuntos administrativos del bachillerato y del internado era una mujer, egresada de allí mismo, cuya familia pertenecía a uno de los pueblos cercanos y a cuyo hermano yo daba clases en ese momento. Era especialmente cachetona; amable y dura a la vez, de ceño terso, de esas personas que, de tanto trabajo, duermen poco. Además de las finanzas del internado y del bachillerato, también era suya la responsabilidad de que hubiera despensa para todos y la fatiga de discutir con las instituciones correspondientes para no perder las becas de los estudiantes, cuyo número era siempre menor al número de estudiantes. Su puesto era el segundo en autoridad después del director. Caso curioso: ella misma, luego del incidente con el profesor de biología, se acercó a platicar conmigo. «Así era yo cuando llegué», me dijo, «sacaba a alguien… mandaba a alguien a su casa por tener aliento alcohólico. Iban y platicaban con el director, le lloraban un ratito. Yo los veía luego caminando. “¿Qué haces aquí?”, preguntaba. “Ya platiqué con el director”. Eso me decían. «Yo antes les decía a los papás», continuó, «”su hijo tomó”, “su hijo salió a esta hora, regresó a esta hora”. Les decía, pues, la verdad. Pero el director no es así. El director les dice que sus hijos van muy bien. No les dice que tomaron. “Son adolescentes”, dice, “están en la edad”. Yo me he encontrado hombres en los dormitorios de las niñas, fajándose. ¿Pero qué les digo?, si hablan con el director y ya no pasa nada». Se percibía en su voz la tristeza de quien ha aceptado el mal como algo inevitable. Asombroso que a ella, nativa de esa misma sierra, no le preocupaba lo cultural del asunto y sí le preocupaba la deshumanización, y que el extranjero filántropo director que fue allí para servir al pueblo era la causa de que no pudiesen solucionar, al menos dentro del internado, esos problemas.
Los pueblos no son monolíticos. Tienen sus disputas internas como cualquier sociedad, originadas en la diversidad de creencias e intereses de sus individuos. En una fiesta patronal del pueblo, antes de ir a la plaza, cené en la casa de la familia a la que más cariño le tuve; sus hijos son los niños más inteligentes que jamás he conocido. La señora me confesó su disgusto frente al gasto excesivo de la celebración: fuegos artificiales, cajas interminables de cerveza, bandas relativamente famosas, luces, escenario… «Y todo esto, para quedarnos pobres todo el año», dijo. Hablar de cultura en sentido general o monolítico soslaya la vida real de una comunidad.

En ese sentido, no me enamoré de la cultura de la sierra de Oaxaca, sino de la sabiduría de sus habitantes. Esa vida —el tiempo que estuve allí— me transformó íntimamente, al grado de no querer dejarla. Recuerdo bien que justo el día de la fiesta se descompuso la tubería del internado y dos alumnos y yo no habíamos alcanzado a bañarnos. Subimos hasta el manantial del que obteníamos el agua, a oscuras, por la vereda, entre la espesura del monte —yo estaba más que acostumbrado—, para arreglar el desajuste. Ya en el regreso, bajando por la vereda hacia el camino, le pregunté a uno de ellos en tono de broma:
—¿Y si me hago campesino y me quedo ya aquí?
Él se rio en serio. No es que se haya reído mucho, sino que se rio para decirme:
—Así como a nosotros nos salen las tareas de tu materia, así te salen a ti los trabajos del campo.
Era ciego ante mis propias torpezas. Entre ellos y yo se abría un océano. Mas también entre mi yo de antes y mi yo de después se abrió un océano.

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