“Porque me duele si me quedo,
pero me muero si me voy”.
María Elena Walsh,
Serenata para la tierra de uno
Las migraciones tienen en mi historia personal un carácter fundacional. Mi propia genealogía es la confluencia casual de múltiples migraciones. Mis antepasados recientes dejaron un día su terruño natal para emprender un viaje sin regreso. El hambre, la guerra, la peste, la falta de oportunidades, entre otras injusticias, los forzó a embarcarse hacia una nueva vida. Algunos solos y otros en familia se aventuraron en una larga travesía que los llevaría a la costa atlántica sur de América: Argentina.

Historias de muchos hombres y de muchas mujeres. Proezas personales que no habrían de pasar jamás a la Historia, pero que gestaron cada una un propio descubrimiento de este continente. Continente que, sin saberlo, habría de contener sus memorias definitivas.

A esta tierra han venido y siguen viniendo pobladores de los más diversos orígenes y de tierras extrañas entre sí. Algunos incluso de países que ya no existen. En el caso de mi familia, mis abuelos y bisabuelos provienen de disímiles regiones de Europa: Irlanda, Andalucía, Cataluña, Lombardía, Calabria. Ya en Argentina, se asentaron a su vez en distintos suelos del interior del país. Por parte de mi esposo, su propio padre y abuelos vinieron de Rusia, siguiendo un sinuoso derrotero; y por el lado de su madre, sus parientes provienen de Italia y España. Ambos compartimos así un legado de vivencias culturales muy variadas.

Los caminos migratorios pueden tener distintas extensiones. Mi padre y mi madre han hecho el suyo propio, dejando sus respectivos pueblos de provincia para ir a estudiar a la ciudad. Ejemplo que ejerció siempre mucha fuerza en mí, además de ser el hecho indispensable para que se conocieran.

En mi caso, yo también fui una vez migrante. Recién casados, nos fuimos mi esposo y yo a Alemania, un país con el cual ninguno de los dos guardaba parentesco. Nos impulsó la ilusión de un nuevo horizonte, la amistad con nuevas personas, la curiosidad ante una rica cultura de científicos y pensadores y el desafío de una lengua difícil de conquistar. Pero, finalmente, fue el nacimiento allí de nuestro hijo nuestro principal vínculo afectivo con ese, nuestro primer hogar. Hecho que determinó a su vez el motivo de nuestro pronto regreso a Argentina, dado que preferimos que su crianza se diera rodeada de la enorme familia que ahí lo esperaba.
Si bien hace ya quince años que regresamos, en aquella larga experiencia de casi seis años pude vivenciar yo misma lo que es la despedida y la incertidumbre de no saber si iba a volver. Pero a su vez pude experimentar también ese irremovible sentimiento de ser extranjero. ¿Pero qué es realmente lo que nos hace extranjeros? Más allá de las obvias cuestiones legales, de las visas y los pasaportes, aún cuando el entorno de nuestro nuevo país de residencia nos pueda resultar amigable, persiste siempre en nuestro interior un juego de arraigo y desarraigo.

Siempre me llamó la atención un concepto que debe ser común a varios idiomas, que se da claramente tanto en español como en alemán y que puede ser una primera clave para comprender ese paradójico sentimiento de pertenecer y no pertenecer a un determinado lugar. Por un lado, tenemos la “patria”, que hace referencia implícita a la tierra del padre, lo cual en alemán es literal en el término “Vaterland”; y por otro lado tenemos la “lengua materna”, con su correspondiente en alemán “Muttersprache”. Hay una fuerte referencia genética en ambos. Los dos términos señalan un origen ineludible, según el cual la tierra parece ser la herencia paterna y la lengua, la materna.
Sin ahondar ahora en lícitas cuestiones de género, podemos hacer foco en ese efecto que “tierra” y “lengua” ejercen en relación a nuestra capacidad de raigambre. La tierra se refiere por un lado a terreno: es espacio geográfico, es paisaje, es clima, es el alimento que allí puede crecer y sus nutrientes específicos. Por otro lado, es territorio, es demarcación política, es su organización interna, es frontera. La lengua, en cambio, es palabra, es pensamiento, es habla y es posibilidad de silencio. Puede ser monólogo, como puede ser diálogo; puede llegar a ser ben-dición o mal-dición. En cualquier caso, siempre la llevamos a cuestas, no importa en qué tierra nos encontremos.
Al aprender un nuevo idioma siempre se aconseja tratar de “pensar” desde ese idioma. Yo no creo haber logrado pensar en alemán, pero sí al menos he llegado alguna vez a soñar en él, lo cual suele ser muy gracioso. Es claro que nuestra “matriz” está dada más por las palabras con las que pensamos, que por el suelo que pisamos. Es nuestra configuración inicial, pero no por eso es absoluta, de tal manera que podemos llegar en parte a emanciparnos. De hecho, mi esposo y yo impulsamos a nuestro hijo, cuya lengua materna es el español, a aprender alemán, para que conserve un lazo con la ahora lejana tierra donde no sólo nació, sino que fue un hito importante en nuestra historia familiar.
La cuestión es que cuando uno ya vivió como extranjero, esa tensión entre tierra y lengua hace mella en nuestro interior y pervive inconscientemente, de tal modo que, al volver, lo que antes era propio, tiene ahora también algo de ajeno. Uno adolece así de incontables migraciones internas que te permiten no estar sujeto a ningún lugar, aun cuando uno supone haber echado raíces.
Aunque nunca libre de contradicciones, esa libertad, es la que me permite anticipar que un día será mi hijo el que habrá de partir para seguir su propio rumbo. Y que se llevará consigo nostalgia de la tierra en la que creció y palabras y pensamientos en su lengua, pero será él mismo quien podrá elegir dónde hacer crecer sus nuevas memorias.

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