Por Rita Guidarelli
Cuando hablamos de filosofía, solemos pensar en algo serio, un quehacer intelectual propio de hombres sabios –y sólo de algunas mujeres–, que además vivieron hace mucho tiempo. Los filósofos, nos dicen los grandes pensadores, se interesan en cuestiones generales, en dilucidar el sentido conceptual de las palabras. Se hacen, en última instancia, preguntas sobre los grandes temas, pues formulan las interrogantes fundamentales de la humanidad.
¿Por qué existe algo en lugar de nada? ¿Qué podemos conocer y cómo asegurarnos de que sea verdadero? ¿Qué sentido tiene lo humano en el mundo? ¿Cómo pensar, en relación con ello, nociones como naturaleza y cultura? ¿Cómo debemos actuar entre nosotros y con los otros? ¿Cómo organizarnos en colectivo y distribuir poder y riquezas? ¿Qué podemos esperar del futuro y de la historia? ¿Existen tipos diversos de experiencia? Y de ser así, ¿cómo distinguir unas de otras?
Según este relato, los filósofos reflexionan en torno a palabras escritas con mayúscula: la Verdad, la Justicia, lo Bello, el Arte, lo Bueno, lo Malo. ¿Por qué tendrían entonces que concentrar sus esfuerzos en pequeñas historias, como aquellas que ocurren en la infancia, o en personas que –piensan algunos– aún no alcanzan el grado de madurez suficiente para filosofar? Quizá en todo caso –han concluido otros– valga la pena hacerlo para buscar la manera adecuada de educarlas, de convertir a niñas y niños en adultos competentes, capaces de pensar por sí mismos.
En ocasiones como esas, los filósofos parecen vislumbrarse como salvadores, ofreciendo el regalo del conocimiento, de la búsqueda por el saber, de la curiosidad y el asombro, a las personas simples, alejadas de aquel horizonte de pensamiento: niñas y niños, jóvenes, mujeres, trabajadores manuales, ignorantes.

Por fortuna, aun entre filósofos hay quien ha pensado la filosofía de otra manera y quien se ha acercado a la infancia desde otro lugar. Ya no desde la altura del adulto, con el sentimiento de superioridad que suele acompañarlo; tampoco desde la posición de autoridad que con frecuencia se adjudican los intelectuales. En cambio, lo han hecho desde una estatura baja, desde los rincones, sentándose en cuclillas al ras del suelo para jugar, para mirar el mundo a través de rendijas.
Tal es el caso de Walter Benjamin, filósofo judeo-alemán de la primera mitad del siglo XX interesado hondamente en la infancia. Su mirada abarca tanto la experiencia que niñas y niños hacen del mundo como libros, juguetes y colecciones, habitantes del universo infantil que pueblan también su pensamiento filosófico.
Benjamin nació en Berlín durante la última década del siglo XIX en medio de una familia adinerada de origen judío, aunque asimilada a la cultura germana de su tiempo. Desde niño tuvo una relación especial con las letras y con los libros, sobre todo los libros bellamente ilustrados y los compendios de cuentos de hadas.
Así lo narra en Dirección única, su primera obra publicada, donde relata en breves fragmentos su propensión a jugar con los cubos de madera tallados en forma de letras con los que aprendió a leer y a escribir, lo mismo que con los libros que, en casa y en la escuela, le abrían la puerta a travesías llenas de aventuras. Allí mismo narra también algunos de sus juegos: esconderse debajo de la mesa, detrás de las cortinas, junto a las puertas, transformándose en tótem o fantasma; o bien coleccionar todo lo que lo rodeaba, atiborrando sus cajones de grandes tesoros, que lo mostraban al mundo adulto bajo la etiqueta de “niño desordenado”.

Benjamin creció rodeado de coleccionistas, actividad lúdica que, como hemos dicho, conoció en la infancia y que lo acompañaría el resto de su vida. Su abuela materna, viajera de renombre, coleccionaba objetos de diversos tipos; la casa que los albergaba se convertía, en cada visita del pequeño Walter, en campo de juego y zona de exploración. Ella fue, además, quien lo inició en el arte del coleccionismo, enviándole tarjetas postales desde lugares asombrosos y ciudades misteriosas. De ella heredó también su archiconocido gusto por los viajes.
Pero ahí no acaba la historia, pues el padre de Benjamin era anticuario y coleccionista de arte, mientras que su madre, bibliófila, coleccionaba libros dirigidos a la infancia. Algunos de esos ejemplares (como una cartilla con la que, de pequeña, aprendió a leer o un par de cuadernos con flores y hojas de árboles recolectadas y pegadas por sus manos infantiles) serían después la semilla de la colección de libros para niños de Walter Benjamin. Así lo relata él mismo en las crónicas de su infancia berlinesa en el umbral del siglo XX: Crónica de Berlín e Infancia en Berlín hacia 1900, lo mismo que en una de sus hermosas reflexiones sobre el coleccionismo: “Desembalo mi biblioteca”.
Los afanes coleccionistas de Benjamin comenzaron, pues, muy temprano y no lo abandonarían nunca. Mariposas, postales, estampas, sellos de puros, libros de todo tipo –aunque en especial volúmenes para jóvenes lectores y otros escritos por enfermos mentales–, juguetes y juegos, frases escritas por numerosos autores y libretas donde compilarlas fueron algunas de las colecciones más valiosas de su paso por el mundo.
Muchas de ellas permanecieron en los tiempos de su infancia; algunas pasaron de mano en mano al interior de la familia; otras, de mirada en mirada a través de sus lectores. Todo esto lo sabemos en parte, por los escritos autobiográficos de Benjamin, pero también por su obra filosófica, de la que aquéllos forman parte. Entre sus páginas, aquellas experiencias, esos recuerdos de infancia, adquieren un lugar especial, pues se muestran como ideas, conceptos e intuiciones relevantes para su filosofía.

Quienes conocieron de cerca a Benjamin cuentan que su interés por todos estos temas se agudizó en un momento específico de su biografía: el nacimiento de su hijo, de nombre Stefan. A él le dedica su primera Crónica berlinesa, escrita en una época en la que Benjamin pensaba terminar con su vida. De él sería más tarde la renombrada colección de libros infantiles, que después de su muerte pasaría a manos de la Universidad de Frankfurt, donde hoy en día puede consultarse. Sin embargo, esos mismos cronistas parecen olvidar que la filosofía benjaminiana está habitada de principio a fin por figuras que provienen de su infancia y que bien podrían pensarse como personajes de cuentos hadas.
Quizá el caso más ejemplar sea el del jorobadito, protagonista de una rima infantil que Benjamin oía de boca de su madre cuando era niño y de la que recupera unos cuantos versos en su Infancia en Berlín hacia 1900:
Cuando me voy a mi sótano
para recoger mi vino,
me quita al punto la jarra
un jorobado hombrecillo.Cuando voy a mi cocinita
a cocinar mi sopita,
un jorobado hombrecillo
viene y me rompe mi ollita.Cuando voy a mi cuartito
Walter Benjamin, “El jorobado hombrecillo”, en Infancia en Berlín hacia el mil novecientos.
y quiero desayunar,
un jorobado hombrecillo
se ha comido la mitad.
“El jorobadito te manda saludos”, le decía su madre con frecuencia, cada vez que él se tropezaba o dejaba caer algo de sus manos. Pues se decía que aquel hombrecillo jorobado, visitante oculto en las casas habitadas por niños, solía ocasionarles peripecias y accidentes a quienes caían bajo su mirada. En opinión de Benjamin, de niño él había sido mirado por el jorobadito, quien lo seguiría con los ojos por el resto de su vida y sería responsable de la mala suerte que caracterizó su paso por el mundo.
Ese mismo jorobadito, o quizá más bien un pariente lejano, aparece de nuevo en las tesis Sobre el concepto de historia –testamento intelectual del filósofo–, oculto bajo la mesa del muñeco vestido de turco que juega al ajedrez y gana cada partida. Ese muñeco, a juicio de Benjamin, representaba al materialismo histórico en su lucha contra el fascismo.
Para ganar el juego, el marxismo tendría que echar mano del enano, jorobado y feo, que además debía mantenerse fuera de vista, pues representaba a la teología. Quizá por eso el jorobadito de las tesis se vincula con otra figura de esas mismas reflexiones: el ángel de la historia, que mira impotente el paso del progreso, capitalista o comunista, marcado por la catástrofe.

Todas estas figuras aparecen en la obra de Walter Benjamin acompañadas de conceptos filosóficos como la memoria, la constelación, el juego, la excavación, el progreso, la catástrofe, el tiempo, la redención. Todas ellas le permiten pensar, pues, el tema de la historia y, más importante aún, la posibilidad de transformarla. Pero ya no pensando en el futuro, al modo de los filósofos historicistas, sino más bien en el presente, que ha de ser reconstruido con materiales fragmentarios, restos y ruinas del pasado, de presentes interrumpidos.
Mas no sólo estas figuras aparecen en los escritos benjaminanos. Jugadores, niños, traperos, paseantes, bohemios, prostitutas, bandoleros y brujas tienen cabida también en su filosofía. Todas esas figuras de lo cotidiano, del espacio público, de las calles recorridas en paseos y viajes urbanos, enriquecen la reflexión, en lugar de condenarla.
Y es que para Benjamin la filosofía no es una tarea exclusiva de grandes pensadores, y tampoco algo propio de aulas académicas, de obras y recintos universitarios. En contraste, es un quehacer que tiene que ver con la mirada, la escucha, la crítica literaria, la lectura atenta, la compilación de citas, la narración de historias y experiencias y la labor del cronista. Por eso, en Benjamin filosofía e infancia no aparecen desligadas, sino, en cambio, sutilmente entrelazadas.
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