Texto fotos por Esteban Morfín
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La Jornada Mundial de la Juventud (JMJ) es una experiencia de la Iglesia viva y en movimiento como ninguna otra que haya visto. Católicos, cristianos y ateos de todo el mundo se reúnen en una sola ciudad durante unos días, convocados por el Papa. Las historias, las intenciones y las motivaciones de cada uno para acudir al evento son tan numerosas como la multitud misma.
La curiosidad, el deseo de ver y conocer gente nueva, la búsqueda de pareja, el amor al Papa y a la Iglesia, la aventura, el morbo incluso; una mezcla de todo y mil motivos más nos llevaron de cerca y lejos a más de un millón de personas hasta la hermosa ciudad costera de Lisboa, con su río Tajo, sus mosaicos y sus pasteles de nata. Hubo algunos, como yo, que no supimos muy bien cómo fue que acabamos ahí.
Me anoté como voluntario una tarde de ocio en la que recordé que pronto sería la JMJ. No esperaba nada. Ni siquiera estaba seguro de que en el trabajo me darían las vacaciones para poder asistir. Faltaban solo un par de semanas y yo aún no tenía mi boleto de avión comprado. Ni siquiera tenía el dinero. Estoy seguro de que, en mi caso, se trató de una invitación expresa del Espíritu Santo, pues todo cayó en su lugar justo a tiempo y pude volar a Lisboa.
Desde mi llegada al aeropuerto me encontré con gente llevando la playera de voluntario que de inmediato me ayudó a llegar a mi alojamiento y me hizo sentir acogido. Al llegar a la casa parroquial donde estaba asignado, me dio un pequeño vuelco el corazón y por unos momentos consideré dar media vuelta y salir corriendo.
Me recibieron con un reglamento, a mi parecer, demasiado restrictivo, con horas máximas de llegada por la noche y periodos obligatorios de silencio. Una vez que hube firmado de mala gana, me mostraron las duchas, improvisadas y montadas al aire libre, para después enseñarme un cuadro marcado con cinta en el piso de mármol de metro ochenta por treinta centímetros. “Aquí duermes,” me dijo el encargado. “Aquí duerme tu madre,” pensé en ese momento.

Después de hacer corajes y revisar algunas opciones en Airbnb, me detuve a pensar por un momento. Quizá lo mejor era apechugar y aceptar las cosas como estaban. Después de todo, ya estaba ahí. Yo me había apuntado como voluntario, sabiendo que seguramente no sería en condiciones ideales. Respiré hondo, pedí una colchoneta, di las buenas noches y me fui a dormir con el estómago todavía revuelto por el disgusto.
En Europa no saben desayunar. Un pedazo de pan con mantequilla y miel, un yogurt, una cajita de jugo y una manzana. Eso era todo. Ese primer día lamenté en buena medida haberme apuntado para algo así. Sin embargo, estaba determinado a disfrutarlo y vivirlo de la mejor manera posible. Salí a caminar y me encontré con un parque construido junto al río. Estaba lleno de niños jugando, familias, parejas con su mascota y deportistas corriendo por la orilla del río. Ese fue el primer gran golpe de paz y alegría que recibí durante el viaje. Me senté en una banca a ver el río y la gente que pasaba y se me olvidó todo el mal humor del día anterior. Pero me sentía solo. Estaba hospedándome en una casa con más de ciento cincuenta personas desconocidas. Un amigo que también pensaba ir como voluntario, al final no llegó por temas de trabajo. La amargura me dominó por un momento.
Ese sentimiento de soledad y amargura se evaporó esa misma noche, cuando me senté a cenar con dos jóvenes que venían de Guadalajara. En un momento nos hicimos amigos y para el día siguiente ya teníamos planes de visitar Sintra, una pequeña población cerca de Lisboa, famosa por su enorme hacienda de finales del siglo XVIII y su fuerte moro de la época medieval construido en lo alto de un monte. Además de la belleza y encanto del lugar, conocí a más personas de la casa, de quienes creo poder decir con sinceridad que ya cuento entre mis amigos. Era increíble. En solo unas horas había pasado de estar completamente solo a tener un grupo de amigos con los que estaba visitando un fuerte moro con una vista espectacular de todo Lisboa y sus alrededores.
Desde ese momento, no dejé de conocer gente nueva todos los días. Gente de Portugal, España, Polonia, Eslovenia, Brasil, Argentina, Ecuador, República Checa, Alemania, Vietnam, y no sé de cuántos lugares más. Recuerdo especialmente un día que estaba moviéndome hacia uno de los eventos masivos con el Papa. Me senté en el vagón del metro con un monje alemán a mi izquierda, una chica linda de República Checa frente a mí y un amigo suyo a su derecha. En pocos minutos, ya sabía el nombre de todos ellos, un poco de su vida y qué los traía a Lisboa. La conversación fluía como si nos conociéramos desde hace tiempo.
Durante la semana también me reencontré con amigos que llevaba meses o años sin ver. Conocí la playa de Lisboa con un amigo y una amiga de España y pudimos ponernos al día con el Atlántico de fondo. Otro día pude cenar con dos amigos que hace poco se casaron y esperan ya a su primer hijo. Me encontré también con gente de México, pero fue igualmente especial verlos ahí, en Lisboa, sabiendo que todos habíamos viajado esa larga distancia para lo mismo.
Mi equipo de voluntarios fue un regalo especial. Éramos cinco polacas, dos mexicanos, un ecuatoriano y un español. Nunca supimos bien cuál era nuestro trabajo. Nunca nos pudieron decir con anticipación qué haríamos al día siguiente. Tres de los seis días que debíamos trabajar terminamos sin hacer nada o con tareas francamente inútiles y tediosas. Muy a pesar de esto, fue increíble conocerlos y escuchar de sus vidas, sus ocupaciones y sus preocupaciones.

Tuve una muy buena conversación sobre la Cruz con el español, que resultó ser seminarista. El ecuatoriano me contó que ni siquiera era católico, sino cristiano, pero tenía mucha curiosidad de ver de qué se trataba todo eso. Mi compatriota mexicano me platicó de la muerte de su papá poco tiempo atrás, que, aunque le partió el corazón, les dejó una buena herencia, gracias a la que ahora podía dedicarse al cine, su verdadera pasión. Las polacas, bonitas e inteligentes, hicieron de la experiencia algo mucho más positivo que negativo. Una de ellas, abogada, me enseñó la música de Taco Hemingway, uno de los artistas más famosos de Polonia. Otra tenía un sentido del humor muy agudo y sus comentarios sarcásticos siempre me sacaron una sonrisa. Dos de ellas hablaban perfecto español, para mi sorpresa.
Durante las Misas masivas y los eventos con el Papa Francisco salieron a lucir más de una vez aspectos no tan hermosos de la gente. Con el sol, la multitud, la falta de comida y agua y las largas esperas, muchos se volvían agresivos y defendían con innecesaria grosería e impertinencia el lugar que habían conseguido. Más de algún insulto voló por encima de mi cabeza y se podían sentir las miradas hostiles de las personas cuando atravesábamos por en medio de ellas para llegar aquí o allá.
Pero eso no opacó de ninguna forma los actos de caridad y generosidad que se veían por todos lados. El muchacho alto haciendo sombra con su abrigo para sus amigos. La señora dándole toda su agua a una niña pequeña que la tomaba agradecida. La gente en la valla dejando acercarse a los más bajos de estatura para que pudieran ver pasar al papa. Yo tuve la fortuna de ayudar a tres francesas que se habían separado de su grupo y necesitaban alguien que las guiara de regreso. La amiga con la que fui al viacrucis me prestó su mochila para usarla de almohada. Definitivamente en ese lugar era mucho más lo bueno que lo malo.
Escuchar al Papa en tantas ocasiones en tan poco tiempo fue también una gracia especial. Por la luz del Espíritu Santo pude mantenerme atento casi siempre que lo escuché y guardo ahora en mi corazón sus palabras. Doy gracias a Dios por haberme puesto en la tierra al mismo tiempo que el Papa Francisco y sus dos magnos antecesores y por haber podido oír sus palabras en vivo y en directo.
En resumen, la JMJ fue una visión de la Iglesia, de lo alegres y diversos que somos, de lo imperfectos que somos, y de cómo Dios opera con nosotros y a través de nosotros a pesar de nuestros defectos y pecados. Lo último que le importa es nuestro currículum o nuestra lista de virtudes. Él va a obrar a través de ti, de mí, de toda la Iglesia, aún con toda la mugre que llevamos encima. Porque nos ama, más allá de toda lógica y entendimiento humano, nos ama. En palabras del Papa, “Somos amados como somos, sin maquillaje. […] Somos llamados y amados por el nombre de cada uno. No es un modo de decir, es la palabra de Dios.”

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