Hace tiempo, un amigo al que le parece que las monarquías son anacrónicas, antidemocráticas, inútiles y ridículas me preguntó: ¿por qué te resulta tan atractivo el sistema monárquico?
En su momento le respondí y, al hacerlo, llegué a una conclusión: si bien las monarquías no son la forma de Estado más común en la actualidad, simplemente no se pueden descartar como reliquias o resabios del pasado; porque hay muy buenas razones por las que todavía hay casi 50 países en el mundo que mantienen en activo a sus reyes y reinas.
Identifico tres ventajas de los sistemas monárquicos constitucionales:
- Neutralidad política oficial
Los monarcas actuales (por lo menos en Europa y Japón) reinan, pero no gobiernan, lo que quiere decir que se dedican exclusivamente a las funciones de la jefatura del Estado, es decir: representar al país al más alto nivel, dar estabilidad y continuidad a la vida pública, servir como interlocutores entre las instituciones y comandar a las fuerzas armadas.
El hecho de que el monarca no pertenezca a ningún partido ni esté en su posición como resultado de la lucha política, facilita la representación; porque a él o ella no le toca representar las necesidades, intereses o reivindicaciones de ninguno de los distintos grupos que forman el entramado social (eso le toca a los gobernantes y a los parlamentarios electos); en cambio, su trabajo es representar a la Nación, que debe incluir a todos y tender a la continuidad en el tiempo (también por eso, el hecho de que su familia esté ligada a la historia misma del país es importante).
De hecho, típicamente, los reyes ni siquiera votan en las elecciones, para que ni por un momento den la impresión de parcialidad a favor o en contra de ningún partido o candidato.
Esa neutralidad evita que los ciudadanos identifiquen o confundan al Estado con el gobierno, y favorece que los políticos, por su parte, sin importar su extracción o ideología, cuenten con una instancia superior que no representa a un opositor o un adversario político. Un ejemplo claro y todavía reciente de lo anterior, es el papel que desempeñó el rey Felipe VI durante la crisis política que dificultaba la formación del gobierno español en 2016: S.M. el rey, en cumplimiento de sus funciones constitucionales, sirvió no sólo como mediador entre grupos políticos, sino que –dadas sus atribuciones constitucionales– también era el único que podía desbloquear ciertos procesos, sin la carga de un interés particular, y sin tener que tomar decisiones definitivas, sino dándole oportunidad a los políticos para llegar a acuerdos.
- Un mejor esquema de incentivos
El incentivo principal de un político profesional es ganar las próximas elecciones para sí mismo o para su partido; de ahí se deriva, muchas veces, la obsesión por la coyuntura, el juego sucio y, en el peor de los casos, también la voracidad por aprovecharse de sus cargos mientras los tienen (como dolorosamente hemos tenido que ver, una y otra vez, de forma cada vez más escandalosa, en nuestro sistema republicano).
En cambio, los reyes tienen un incentivo de largo plazo: mantener la estabilidad de la corona y poder heredar el trono a sus descendientes. Por eso, su principal interés es demostrar constantemente que le son útiles a su país en las funciones que les corresponden, lo que explica también por qué se vinculan especialmente con las causas sociales y culturales, porque –además– siempre tienen la espada de Damocles sobre sus cabezas: siempre habrá partidarios de la república que aprovechen la menor provocación para reclamar la eliminación del sistema monárquico.
Es cierto que los reyes no son ángeles, por lo tanto, no es de sorprender que los casos de corrupción o –más comúnmente– de tráfico de influencias lleguen a darse en su entorno; pero les cuestan mucho más caro que a los políticos, dado que su puesto depende mucho más del capital simbólico. Por poner un ejemplo, a don Juan Carlos I de España le costó la abdicación y, finalmente, el exilio; además de que su yerno terminó en prisión, y su hija menor, la infanta Cristina, se tuvo que sentar en el banquillo de los acusados en un juicio público, y después de ser exonerada, perdió su título de Duquesa de Palma de Mallorca y fue prácticamente proscrita de la familia real. Mientras que en tantas repúblicas que todos conocemos, ningún presidente renuncia jamás, sin importar la indignación social que generen sus crímenes o incompetencias, y tanto ellos como sus familiares son prácticamente intocables, incluso después de dejar el cargo.
- Profesionalización
Los miembros de una Familia Real, y en particular los herederos directos del trono, desde niños conocen las funciones que han de desempeñar y comienzan a formarse para las mismas; una formación que abarca desde el refinamiento en los modales hasta el entrenamiento militar de varios años, además de acostumbrarse a tratar –también desde niños– con figuras públicas, líderes políticos, medios de comunicación y multitudes. Ciertamente, un político hábil también aprende a hacer esas cosas, pero siempre con desventaja y nunca al mismo nivel que un rey o una reina.
A final de cuentas, las funciones de la Jefatura de Estado se tienen que llevar a cabo y se tienen que pagar con recursos públicos de cualquier manera; así que parece mucho más eficiente que las realice un profesional en ser Jefe del Estado, es decir, un monarca.
Por esas razones, la monarquía constitucional, en particular en su modalidad parlamentaria, me parece el modelo más virtuoso para el ejercicio de las funciones de la Jefatura de Estado que, si bien no son las principales para la prosperidad y la paz de un país, sí son fundamentales para la estabilidad institucional en democracia.
Hay, sin embargo, un buen argumento que podría oponerse a cualquier otra ventaja que yo pueda señalar, y es que las monarquías padecen un déficit democrático, pues excluyen a todos los ciudadanos, en favor de una sola familia.
No obstante, las monarquías constitucionales actuales no son contrarias a la democracia; el Reino Unido, España, Holanda, Suecia, Noruega, Dinamarca, Bélgica, Japón –por poner algunos ejemplos– son todas democracias consolidadas en el contexto de monarquías parlamentarias o constitucionales.
Lo realmente sustantivo para la democracia es que los ciudadanos elijan a su gobierno, y ese principio se protege por el hecho de que los monarcas ya no gobiernen, sino que se dediquen exclusivamente a las funciones de representación, interlocución y arbitrio institucional.
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