Jörg y Renate, una desconocida historia de amor

por | Feb 6, 2022 | 2 Comentarios

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“Gran paradoja del amor, tal vez la central, su nudo trágico:
 amamos simultáneamente un cuerpo mortal, 
sujeto al tiempo y sus accidentes, y un alma inmortal.”

Octavio Paz, La llama doble

Mucho se ha escrito ya sobre el amor. Desde poemas en los que el amante es fulminado como un polvo enamorado que es constante a pesar de la muerte; hasta actos de amor épicos como recorrer el infierno y el purgatorio por la amada, preferir el veneno antes que la posibilidad de no poseer al amado o luchar contra cíclopes, sirenas y los naufragios para volver con la mujer que te espera. El imaginario amoroso está plagado de personajes que con facilidad ejecutan grandes gestos románticos.

Algunos podrán culpar a Disney por sus expectativas y estándares románticos: la princesa que finalmente encuentra al príncipe y tras una pequeña dificultad –porque sin clímax no es posible el desenlace– se casan. ¿Pero qué pasa después cuando a la princesa le salen estrías y al príncipe le cuelga el estómago? ¿Qué es eso de “vivir felices por siempre”?

Reniego de habitar en Disneylandia, en lo personal y francamente, me resulta un imaginario bastante pobre. Ninguno de los príncipes le llega a los talones a Mr. Darcy: un excelente prototipo de héroe romántico, creado por una mujer, dicho sea de paso. Los personajes de Jane Austen son entrañables, aunque no sean encantadores. Porque una de sus mayores enseñanzas es que no todo aquello que brilla es oro, sino que muchas veces es latón reluciente, mientras que lo que puede pasar desapercibido es realidad más valioso; así que antes de cualquier juicio deberíamos abstenernos de los prejuicios.

Muchas veces el hombre que resulta más encantador es en realidad el peor partido. Los personajes de Austen son antagónicos, seres que se contraponen, pero que justamente la oposición ayuda a la comparación: la tosquedad de Darcy se opone con la simpatía de Wickham; la seriedad del Coronel Brandon se opone con el apasionado John Willougby y aunque a primera vista ni Darcy ni Brandon resultan la opción más atrayente (dejando de lado la cuestión monetaria), en el desarrollo de la historia, al conocer a Darcy, Brandon e incluso al insulso Edward Ferrars a profundidad, es inevitable no preferirlos. Porque aunque carecen de gestos desbordados, su pasión se nota en los detalles.

Así que si a alguien tuviera que culpar, entonces culpo a Austen de mis iniciales expectativas románticas. Claro que es preciso tener cuidado, porque a fin de cuentas, la idea de un hombre, el ideal, puede terminar no existiendo.  Y por buscar aquel ser mitológico, más extraño que el unicornio, podemos no ver a quien tenemos de frente. 

Podríamos argumentar que es imposible que exista un hombre o una mujer con las características que proponen Austin, Shakespeare, Dante, García Márquez o Cortázar. Además el cine no lo hace más sencillo, porque en mis treinta años de vida, nadie me ha esperado debajo de mi ventana a pesar del temporal, como hizo Toto en Cinema Paradiso; y mucho menos me he metido a la Fontana de Trevi, esperando que un Marcello Mastroiani me acompañara. Sin embargo creo que si algo puede ser imaginado, es porque en la realidad se han observado algunos atributos: la realidad sí puede llegar a superar la ficción, para bien o para mal. La tumba de Beatriz puede visitarse, y aunque Dante la idealizó, debajo de aquella imagen encontramos una Beatriz de carne y hueso.

Ahí yace con sus características humanas y deficientes, perfecta en su imperfección, pero debemos prestar atención de no convertir a la persona de nuestra vida en un personaje y ser conscientes de que sus actos no son material de filmación. 

La cuestión es, que aquello que es un gran detalle romántico para alguien, puede no serlo para otro. Por ejemplo: un amigo le dijo a Steffen –el condenado a pasar el resto de su vida conmigo- que debería ser más romántico y recibirme con un ramo de flores en el aeropuerto. Podría ser un gran detalle, pero a decir verdad, no me gustan los ramos de flores y él lo sabe. En dado caso tendría que llevar una maceta y no una flor en agonía. Aún así, si un día lo hiciera, se lo agradecería. Para una persona puede ser desastroso que no la reciban con flores, mientras que a otro no le hace ni fu ni fa. Alguien puede requerir de detalles cursis para sentirse amado y otro no. Así de variado es el mundo.

Es preciso cuidarnos de la absoluta idealización, porque por esperar un ideal Austiniano, Dantesco o de cualquier clase, podemos dejar pasar de largo a nuestra persona deficientemente perfecta.

¿Qué más se puede decir sobre el amor? En principio, se puede decir mucho, porque es una experiencia universal que se aplica a una vivencia particular. Incluso podemos definirlo, los filósofos lo han hecho desde hace siglos, algunos con mayor entusiasmo y otros con mayor cinismo. Y las teorías son polifacéticas: desde mitades que se buscan, escalas ascendentes hasta alcanzar la idea y así vivir la mejor de las vidas posibles; desear lo que no se tiene; encontrarnos a nosotros mismos en nuestro opuesto; alcanzar la alegría con un estímulo externo; el genio de la especie que se manifiesta en dos individuos para procrear uno nuevo; ser validado por el otro; la exclusión de las oposiciones que vence la escisión e incluso dar algo que no se tiene a alguien que no lo quiere.

Jacques Lacan afirma “amar es dar lo que no se tiene a alguien que no es”. Esta frase, tan célebre, se relaciona con la teoría de la transferencia que, grosso modo, podemos explicar como la búsqueda en alguien de experiencias pasadas y de otra persona. Por ejemplo: si hemos idealizado una relación previa y buscamos las mismas características en una nueva relación; o si nos volvemos más freudianos, quien busca algunos atributos paternos en su marido. La transferencia es el intento de recrear un paraíso perdido.

Pero si renunciáramos a ese recuerdo paradisiaco podríamos realmente dejar de buscar a ese otro, a ese fantasma, a Mr. Darcy. En caso de no renunciar a esa idea, seremos incapaces de ver al otro en plenitud y de crear un vínculo verdadero; en ese caso, el otro, el que tenemos de frente, está condenado a nunca ser y a que pasemos de largo. Si lo extrapolamos, entonces resultará, que nunca hemos tenido al otro, parafraseando a Cortázar, no poseemos al otro ni siquiera en lo más hondo de la posesión; en pocas palabras, realmente no poseemos ni somos del otro porque no recibimos ni damos.

Es imposible dar lo que no se tiene. Juan Gabriel lo canta: “no tengo dinero, ni nada que dar”, como si fuera poca cosa, solamente puede ofrecer amor. Dar ese amor, es aceptar al otro sin comparaciones imaginarias y donarse radicalmente todos los días. Podría resultar cínico afirmar, como Lacan, que el amor es dar lo que no se tiene (a nosotros mismos en plenitud) a quien no es… como si estuviéramos incapacitados para ver al otro y aceptarlo tal y como es. No pretendo refutarlo con teorías filosóficas, psicológicas, sociológicas, literarias o de ningún tipo. Simplemente me remitiré a narrar un par de hechos, porque puedo afirmar que he conocido a más de uno que da lo que tiene a quien sí es.

Jacques Lacan. Acuarela Nemomain.

Hace un par de días murió Jörg y desde que cerró sus ojos, Renate, su mujer, ya lo extrañaba. Al menos le resta el consuelo de tantos años y que en lo últimos momentos permanecieron juntos. Renate me escribió para darme la noticia; tras una larga enfermedad se despidieron en la estación de cuidados paliativos escuchando música, leyendo y hablando, es decir acompañándose mutuamente como siempre lo hacían. Disfrutaron los últimos días, a pesar de la carga de saber que cualquier minuto podía ser el último, festejando la vida en la agonía, con la fortaleza de acompañar hasta el final, conscientes de que no hay mejor lugar para morir que en los brazos que por tantos años te han abrazado. 

¿Quiénes son Jörg y Renate? Una pareja alemana como cualquier otra que se quiere. Coloquialmente podemos definir a Jörg como un tipazo, un hombre realmente encantador y que cabe muy bien como ejemplo del significado de la palabra amable. Según el diccionario, la segunda acepción –aunque debería ser la primera– alguien amable es quien merece o inspira amor. La etimología nos ayuda aún más: su raíz latina amabilis significa “digno de ser amado”; el verbo es amare y el sufijo ble implica la posibilidad. La posibilidad de que alguien sea digno de ser amado (liebenswürdig es precisamente la palabra en alemán). Y de ahí surgen otras palabras como la amabilidad, que ya es propiamente la cualidad. 

Incluso los seres más despreciables tienen la capacidad de inspirar afecto, por lo que parece que todos somos dignos de ser amados, de otro modo no se cumpliría el refrán “para todo roto hay un descosido”. Aunque también hay que matizar, que algunos seres son tan amables, que realmente facilitan el acto, hay que reconocer que es más fácil querer a algunas personas. Y así sucedía con Jörg, que era muy sencillo quererlo, vaya que no costaba ningún esfuerzo, porque transmitía el gozo por la vida e incluso parecía que no había barreras. Siempre sonriente y abierto incluso a los desconocidos. De verlo, jamás pensarías que estuviera tan enfermo. Vivir el cáncer con buen carácter no es tarea sencilla, pero la esperanza y el buen ánimo jugaron a su favor.

Desde que Jörg y Renate se encontraron –en aquellos días de las posguerra y desde que Alemania fue dividida– supieron que el otro era quien era, a pesar de las deficiencias, que por muy amable que alguien sea, siempre existen porque nadie es perfecto, y dieron lo que tenían sin reservas. Especialmente en las dificultades del día a día y la cotidianeidad. Porque es fácil querer al principio, lo difícil es querer del mismo modo y con mayor profundidad a pesar del paso del tiempo.

Huellas en la nieve. Berlín, Karlshorst. Foto: A. Fajardo

Recuerdo una noche obscura y fría, caía un poco de nieve, Renate y yo salíamos de la iglesia tomadas del brazo –porque cuatro piernas son mejor equilibrio que dos– caminábamos lentamente porque el pavimento estaba resbaloso. Además íbamos muy concentradas: yo balbuceando alemán y ella procurando entenderme, así que no notamos la figura que esperaba en la esquina debajo de un árbol, hasta que una mano nos detuvo. Del susto pasamos a las risas, era Jörg, que apenas unos días antes había salido del hospital, pero preocupado de que ella no veía bien de noche, del frío, del pavimento y de que el clima no lo hacía más sencillo, fue a alcanzarla. 

Quizá para los estándares de Hollywood esta escena no sea dramáticamente romántica, pero para mi y seguro para muchos otros, fue un gesto radicalmente amable. Jörg no pensaba en sí mismo, sino que pensaba en ella y por eso tomó su chaqueta, su sombrero y salió a pesar del frío, la noche y la enfermedad. Este acto, en apariencia sencillo y del que ni siquiera habría espectadores, tuvo más grandeza que todas las superproducciones para pedir matrimonio. Lo mejor de todo: podría haber pasado desapercibido, porque no era del mundo, sino de ellos.

Muchas veces pensamos que el amor está plagado de gestos radicales, pensamos en términos absolutos; ignorando que la vida se compone de los pequeños momentos que consideramos cotidianos e incluso hasta banales, ignorando que no hay acto más radical que la congruencia en el día a día. 

Me rebeló ante la idea de los flechazos y las pasiones desenfrenadas, porque el amor se encuentra en los pequeños detalles y para que perdure se debe construir con cimientos fuertes, más profundos que un apasionamiento que bien puede ser pasajero. Ahí está justamente la distinción que hace Paz, en La llama doble, entre el amor y el erotismo. 

No, no es lo mismo con éste o con aquél. Y ésta es la línea que señala la frontera entre el amor y el erotismo. El amor es una atracción hacia una persona única: a un cuerpo y a una alma. El amor es elección; el erotismo, aceptación. Sin erotismo –sin forma visible que entra por los sentidos- no hay amor pero el amor traspasa al cuerpo deseado y busca al alma en el cuerpo y, en el alma, al cuerpo. A la persona entera”.

La llama doble.

Es preciso llegar al núcleo, abandonar la periferia que termina confundiéndonos. No nos distraigamos antes las grandes declaraciones exaltadas, porque el ímpetu inicial decae con el tiempo, y hay mayor profundidad en las manifestaciones cotidianas que en los apasionamientos pasajeros.

El beso, Gustav Klimt.

Observé el amor en las esperas, acompañamientos, en la calidez de la mano que sostiene en la fragilidad, en la aceptación de la vulnerabilidad, en los buenos tiempos, en los malos y la enfermedad. Porque el amor es: acompañarse a recibir las buenas y malas noticias; complementarse –cuando Renate escucha mejor que Jörg y Jörg ve mejor que Renate– sentarse todos los días a las tres de la tarde y preparar el café como al otro le gusta. 

El amor te vuelve clarividente, siempre vas un paso adelante, porque conoces y estás atento a la necesidad del otro, porque el amor te da nuevos ojos. Como escribió el gran Borges en el Otro poema de los dones: “por el amor, que nos deja ver a los otros como los ve la divinidad”. 

Sin embargo, no crea el apreciable lector que Jörg y Renate son la excepción de la regla, la aguja en el pajar y el caso que se manifiesta por cada millón de parejas. He observado un amor asombrosamente cotidiano en muchos otros y puedo enumerar algunos ejemplos para motivarlos: por la pareja germano-colombiana que se mira con la misma ternura de los primeros días sin que los años y cuatro hijos disminuya el amor, sino que lo transforma; por la mujer que aún sabiendo de una enfermedad degenerativa prefirió quedarse; por el hombre que cuidó por veinte años a su mujer postrada en cama y que llora su ausencia deseando más tiempo a su lado. 

Así que los invito a abandonar las expectativas burdas y los gestos de las películas porque se quedan cortos. La realidad supera con creces la ficción; pero la ficción puede embriagarnos con quimeras y distraernos de aquellos actos de amor absolutos. 

No permitamos que estos actos pasen desapercibidos, que sean irrelevantes y superfluos, cuando son en realidad las actos más veraces y radicales, capaces de traspasar la temporalidad y que van más allá de la muerte.

Así como a Cortázar no le sirve un amor pasamontañas, puerta o llave; a mí tampoco me sirve una expectativa exacerbada que permanece en la superficie. No me funcionan los ideales de película, ni de Austen y mucho menos de Disney. No debemos basar nuestros ideales, expectativas y gustos en lo que observamos de otros, que son lineamientos e inspiraciones para que no abandonemos la batalla cuando más cruda es. 

Los otros son directrices, ejemplos reales que pueden enseñarnos a amar sin reservas, dando todo aquello que tenemos a quien verdaderamente es. No temamos a mirar de frente, con sus virtudes y deficiencias, a quien duerme al lado; que aunque para el mundo sea nadie, para el que contempla lo es todo. No temamos a dar el salto a ese puente que se construye de dos lados.

Nunca olvidaré las tardes que visitaba a Renate y Jörg –una intrusa bienvenida y observadora de su intimidad– la ternura de sus abrazos, su apertura de corazón y el cariño con el que me incluyeron en la familia al autodenominarse Oma und Opa, mis abuelos alemanes. 

Mi balcón cubierto de nieve.

Cada domingo a las diez de la mañana Jörg se asomaba al balcón, esperaba a que Renate apareciera en el camino. Con una gran sonrisa aguardaba, en cuanto la reconocía, agitaba la mano y los dos se miraban como si se hubieran separado una eternidad. Ella se transformaba, aceleraba el paso y se sonrojaba como si tuviera quince años y lo viera por primera vez. Así los imagino, a Jörg esperándola, esta vez desde las alturas, y las miradas del reencuentro.

Dicen que de amor nadie se muere, pero médicamente, un corazón roto padece características semejantes a un pre-infarto; por un momento una parte de la función cardiaca se interrumpe y el resto del corazón se contrae con mayor fuerza, falta el aire y duele el pecho. El corazón llora la ausencia y es inevitable. 

No puedo evitar cierta angustia de pensar que si yo echaré de menos a Jörg en el balcón, ella tiene el corazón resquebrajado; que cada rincón de su hogar rebela la presencia fugaz del recuerdo; que costará un esfuerzo descomunal acostumbrarse a una nueva soledad, porque ningún día y ningún domingo volverá a ser igual con la ausencia lapidaria de su figura en el balcón.

Andrea Fajardo

Andrea Fajardo

2 Comentarios

  1. Mariana

    Una historia hermosa y un texto excepcional. Gracias Andrea!

    Responder
  2. Alberto

    ¡Gran historia!

    Responder

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