Por Jesús Alcántara
De Portugal ha venido, uno que dice que es rey;
el muchacho es el alto y rubio, tiene el tipo de un inglés…
En la cara se le nota lo gilipollas que es.
Don Juan Carlos de Borbón y Borbón fue un rey con altibajos. Cuando asumió el trono, en 1975, muy pocos le auguraban algún éxito a ese nieto del rey Alfonso XIII que había nacido en el exilio, en Roma, había vivido su infancia en Estoril, Portugal y, finalmente, había sido designado por Franco para restaurar la monarquía en España. Incluso se le llamó Juan Carlos “el Breve”, pues se pensaba que no lograría consolidar su posición. No obstante, reinó durante casi cuatro décadas, en las que España conoció su mayor periodo de crecimiento y paz en la época moderna.
Los últimos años de su vida, sin embargo, han estado marcados por los escándalos personales, económicos y, ahora, potencialmente legales, que lo empujaron a la abdicación, luego al abandono definitivo de la vida pública y finalmente al exilio, nuevamente.
Hay que reconocer que la debacle de don Juan Carlos no ha sido gratuita ni repentina, sino que se ha debido a años de descuido y descontrol, tanto en el manejo de sus asuntos personales y familiares, como por su presunto involucramiento en actos indignos de la Corona. En particular, diversas informaciones apuntan a supuestos cobros de comisiones que el entonces rey habría recibido de parte de Arabia Saudita, con ocasión de grandes proyectos de infraestructura.
Pero incluso antes de estas informaciones, la familia real española ya había experimentado en los años recientes un gran desgaste público debido al llamado Caso Nóos, por el que el marido de la infanta Cristina, Iñaki Urdangarín, se encuentra en prisión, condenado por fraude a la administración pública y tráfico de influencias.
Con todo, para ser justos hay que reconocer también que don Juan Carlos jugó un papel fundamental en la transición democrática española (que hasta hace poco se estudiaba, sobre todo en Hispanoamérica, como un modelo ejemplar); algo que le honra aún más si se considera que en el momento de su proclamación tenía plenos poderes para gobernar. La tentación de tratar de conservarlos apoyado en el ejército y en los sectores franquistas que todavía eran mayoritarios en las cortes no era poca cosa; y sin embargo, apoyó decididamente el proyecto democrático. Si no se quiere ver en ello una grandeza personal, concédasele cuando menos que tuvo una gran visión para fortalecer a la Corona en medio de una situación políticamente tan compleja.
Por otra parte, aunque hay todo un debate abierto sobre el tema, en términos generales se puede decir que supo enfrentar el intento de golpe de Estado de 1981, y cumplir efectivamente con su encargo de moderar el funcionamiento regular de las instituciones y comandar la jefatura de las fuerzas armadas.
A lo largo de su reinado, don Juan Carlos fue el mejor embajador de España frente a la comunidad internacional, impulsó su integración dentro de la Unión Europea, consolidó vínculos de negocios con muchos países, no sólo en favor de los intereses españoles, sino incluso como coadyuvante para una mayor inserción comercial de los países iberoamericanos en el mercado europeo.
Muchas personas opinan que los reyes actuales no son más que una decoración e incluso una carga para la vida del Estado; debe decirse que en el caso de don Juan Carlos, esa apreciación ha sido falsa: además de cumplir con sus funciones de representación de manera muy exitosa durante la mayor parte de su reinado, trabajó en el ámbito de sus poderes constitucionales en beneficio de la estabilidad, el bienestar y la imagen internacional de España, probablemente con muchos más resultados palpables que la mayoría de los monarcas europeos de su generación.
Podrá discutirse ampliamente cuál ha de ser el lugar que le guarde la posteridad, pero tengo la intuición de que cuando el impacto inmediato de su escandalosa caída haya pasado, el balance entre luces y sombras de su reinado, quizá, todavía pueda ser positivo.
El futuro de la Corona española es incierto en el siglo XXI, como lo es en mayor o menor medida el futuro de todas las monarquías europeas.
El rey Felipe VI asumió el trono en la complicadísima situación en que se lo dejó su padre, con la ventaja de su buena imagen y de su esmerada preparación. Pero quizá no es el adecuado cumplimiento de sus funciones por lo que deba preocuparse don Felipe, sino porque para tener una corona que heredarle a su hija, la Princesa Leonor, ha tenido y tendrá que demostrar que es capaz de servir al pueblo español, incluso más allá de lo estrictamente exigible.
Hasta ahora, Felipe VI ha demostrado tener una personalidad mesurada, pero firme, y no le ha temblado la mano para enfrentar, lo mismo la amenaza del separatismo catalán que las rupturas al interior de su propia familia. A final de cuentas, fue él quien decidió alejarse de su hermana Cristina, lo que quedó simbólicamente de manifiesto al haberle retirado el ducado de Palma de Mallorca; y en fechas recientes ha decidido renunciar a la herencia económica que podría corresponderle de parte de su padre, don Juan Carlos, al que le ha quitado toda asignación de dinero público.
Sólo el tiempo definirá el destino de la casa real española, pero lo que queda claro es que lejos de la irrelevancia que muchas veces se le atribuye, la monarquía sigue siendo hoy un tema que interesa, incluso más allá de la llamada prensa rosa.
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