La dificultad de América

por | Sep 17, 2021 | 0 Comentarios

Por Víctor J. Gómez Villanueva

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Desde hace poco, hablar de mi país deviene en un inevitable problema de comunicación. No tiene mucho tiempo que vivo en Europa. Si intento hacerme entender, el imaginario de mi interlocutor empieza a desbordarse a tal punto que cuando intento detenerlo ya me siento asfixiado entre espesos tallos de bananos, palmas y cafetales que surgen a borbotones de un sólido estereotipo selvático. Pero no me molesta en absoluto el aura mágica de mi proveniencia, y acaso más bien me fascina, porque así me imagino sobre una araña gigantesca que surca valerosamente la sierra oaxaqueña para dejarme justo frente a la puerta de mi abuela centenaria. Admito que a ratos el estereotipo me suena bien y lo disfruto. Lo que en verdad me molesta es la ambigüedad conceptual con la que tengo que lidiar cada vez que me tomo una cerveza con un desconocido. Es un bloqueo lingüístico que, si yo fuera sólo un poco más obsesivo, no me permitiría entablar una conversación.

América. Basta sugerir este nombre propio como lugar de procedencia para dejar pasmado a cualquiera en estas latitudes. Yo soy americano, pero ¿qué carajo es América? ¿México, mi país de origen, está realmente en América? Ni yo lo sé. Cuando en 1507 el erudito germánico Mathias Ringmann introdujo en su Cosmographiae Introductio el título “América”, para honrar al cosmógrafo Vespucio, no se imaginó el lío y la rebatinga en la que nos iba a meter a tantos ilusos. Yo, unos cuantos siglos después, tengo que habérmelas con su casual ocurrencia. El primer problema al que se enfrenta cualquier coterráneo mío es una cuestión de absoluta destreza intelectual. En caso de que sea difícil comprender este punto, le recomiendo a Usted, noble lector, que busque cuanto antes una hoja de papel y siga mis instrucciones. Usualmente si Usted divide una hoja por la mitad horizontal, del acto resultarán una parte superior y una inferior. Ahora bien, el siguiente es un punto sumamente abstracto y le recomiendo antes respirar profundamente: si en vez de una hoja, Usted aplica la misma noción de superior-inferior a un mapa de América, sorprendentemente descubrirá el norte y el sur. Fíjese en el extraño dibujito del continente americano después de haber doblado la hoja por la mitad (si se me permite el tecnicismo, se llama ecuador). La parte superior equivale a Norteamérica, la inferior equivale a Sudamérica.

Americo Vespucio.

Una lectura atenta de este ejercicio intelectual aquí propuesto probablemente incitará la siguiente pregunta: ¿Por qué Centroamérica no está en el centro? Admito que éste es un problema para la explicación antes ofrecida. Pero aventuro, con carácter de tentativo, la siguiente hipótesis. “Centro” es, en primer lugar, el punto interior que se toma como equidistante de los límites de un cuerpo; sin embargo, “centro” es también un punto de convergencia de información, decisiones o cultura. De esta suerte, Centroamérica no es el centro geométrico, pero sí el punto de convergencia, el vaso que, en lo que respecta al habla y la cultura, comunica el sur con el norte de América.

Mapa de Norteamérica.

La pregunta crítica es: ¿y dónde diablos queda México? Acaso incurro en una necedad, pero sinceramente yo veo a mi país en la parte superior del mapa, dígase, en Norteamérica. Hasta donde yo entendí, y agradezco la tenacidad didáctica de algunos de mis profesores, en la geometría no importa si un cuadrante del plano es más pobre o moreno que el otro. Sólo importa si un cuadrante está arriba o abajo, para llamarle en consecuencia superior o inferior. En vista de esta difícil y a veces resquebrajosa argumentación, un día me atreví a decir, frente a los ojos exorbitados de mis oyentes que me laceraban:

– Yo nunca he ido a Sudamérica…

Imaginen la corriente de sus pensamientos: ¿un mexicano no ha ido a Sudamérica?, ¿y de dónde se cree que viene?, ¿me habrán engañado en el colegio?, ¿o dónde queda entonces México?

– …porque México está en Norteamérica, ¿sabes?

Mapa de Sudamérica

En el punto más álgido de mi crisis, me aferré a una esperanza y me dije: “Podrán no saber si México está al sur o al norte del continente, pero por lo menos sabrán que México está en América.” Y el remedio fue peor que la enfermedad. Las caras extrañadas de una nueva bandada de interlocutores me sugerían que no estaban dispuestos a aceptar que yo fuera “americano”. No es que no supieran que México estaba en América (salvo en contadas y memorables excepciones) eso lo sabían. Es que yo no era americano. Desesperado, consulté la RAE y verifiqué el engaño. Usted, amable lector, podrá pensar que americano es el natural de América, pero en la cuarta acepción (que, por abuso pragmático, debería ser la primera) aparece el demonio de mi historia nacional: “estadounidense”.

En 1823 los EUA decidieron no aceptar más la influencia europea en el continente americano y la intentona de la restauración monárquica; el más mínimo conato sería considerado un acto de agresión contra las franjas y las estrellas. James Monroe, un Capitán América decimonónico, sintetizó este programa político en una frase lapidaria: “América para los americanos”. Más allá de la tragedia histórica que significó para los mexicanos, esto también fue una desgracia semántica, porque entonces el gentilicio “americano” dejó de tener sentido alguno. Todo mundo se creyó la idea de que los americanos son nada más los estadounidenses, y que por lo tanto los mexicanos son algo así como un quiste geográfico.  

Redacción

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