El adviento es un tiempo de esperanza; no de posesión, sino de espera.
P. Mario Arroyo
Doctor en Filosofía
p.marioa@gmail.com
¿Qué es lo característico del adviento? La esperanza. El adviento es un tiempo de esperanza; no de posesión, sino de espera. Como ya dejó claro Jean Daniélou en su clásica obra, “El Misterio del Adviento”, toda la historia de Israel es una ansiosa espera del Mesías, y toda la historia de la humanidad es una anhelante espera de la segunda venida de Cristo. O, dicho de otra forma, nosotros solos, dejados a nuestras propias fuerzas, no podemos salvarnos, necesitamos un Salvador. El caos en el que recurrentemente recae la humanidad es la prueba fehaciente de este aserto. Lo queramos reconocer o no, abandonados a nuestras fuerzas, una y otra vez hacemos del mundo un lugar tóxico.
Cada año, la cadencia de la liturgia nos invita a reflexionar sobre nuestra vida y nuestro mundo, pensar sobre nuestra precariedad e insuficiencia, de forma que nos volvamos a convencer de nuestra limitación y pequeñez, las cuales gritan nuestra necesidad de Dios. Cada año, al acercarse a su fin el calendario, comienza el ciclo litúrgico con el adviento y su apremiante llamada a la conversión, para estar preparados y recibir a nuestro Salvador.
Aprender a esperar
Esa espera se vive por doble partida. En primer lugar, de forma personal e íntima, para dar paso después a su forma social, histórica e incluso cósmica. La precariedad y limitación del ser comparecen por todas partes. Nuestra propia finitud nos asfixia. La atracción de la oscuridad que parece seducir al mundo se muestra implacable. Ante esa situación se impone una actitud de clamor, de oración sincera y profunda; toda la realidad y todo nuestro ser anhelan al Salvador.
En el plan personal, cada uno sabe cuáles son sus carencias. En ámbito social son patentes, públicas, manifiestas. Y ante ellas experimentamos, muchas veces, como individuos, como sociedad y como Iglesia, una acendrada impotencia. La catarata de desgracias nos deja aturdidos: escándalos, corrupción, violencia. No parece posible atajar el mal; la infección en la sociedad y en la Iglesia parece generalizada, el impúdico drama de la división –tanto en la Iglesia como en la sociedad– resulta obsceno. “Por fuera conflictos, por dentro temores” (2 Corintios 7, 5) diría San Pablo. El abrumador peso del mal nos hace experimentar una amarga impotencia y profunda soledad.
Tal cuadro no es nuevo. Se repite de forma recurrente. “Toda una civilización se tambalea, impotente y sin recursos morales” sentenciaría San Josemaría Escrivá. Pero el panorama, si bien dramático, es en realidad cíclico. La carencia y limitación humana es constante, se repite. Ya en el Antiguo Testamento y en los albores del Nuevo, estaba clara y definida la figura de “los pobres de Yahveh”, “el resto de Israel”, el pequeño grupo, fiel a Dios, que no se había contaminado, rodeado por una generación perdida. Muchas veces, al palpar la universalidad y omnipresencia de la corrupción y la violencia, uno se pregunta, angustiado, si no forma parte de ese “resto de Israel”; si somos quizá demasiado pocos los que formamos parte de “los pobres de Yahveh”, el exiguo resto imperceptible de los que todavía le somos fieles. No puede durar mucho esa incertidumbre, pues también experimentamos, con horror y desasosiego, que luchamos en nuestro interior contra nuestros propios demonios.
Lo mejor de la humanidad intuye que algo tiene que pasar, que solos nos avocamos al abismo, pero que Alguien no permitirá que nos despeñemos. Una y otra vez comprobamos que solos no podemos, una y otra vez en la historia, nuestras utopías se vuelven avernos. Una y otra vez recibimos señales que alimentan nuestra esperanza. Si el clamor en Israel era generalizado en torno al nacimiento de Cristo, sorprende que hasta los paganos lo hayan intuido.
La “Cuarta Égloga de Virgilio” no nos deja mentir:
“La última edad del canto de Cumas ha llegado ya:
El gran orden de los siglos nace de nuevo.
Ya vuelve también la Virgen, vuelven los reinos de Saturno;
ya una nueva progenie es enviada desde el alto cielo.
Tú, al niño que ahora nace –con el que primero la raza
de hierro terminará, y la de oro surgirá en todo el mundo–”
Seguramente alguna revelación se apronta (“Surely some revelation is at hand”)
En “la plenitud de los tiempos” se adivinaba que “algo tenía que suceder”, como en efecto sucedió: Jesús, el Salvador del mundo, llegó. La eternidad tocó el tiempo, se fusionó con Él. Lo humano y lo divino se entrelazaron, se comprometieron, se entreveraron. La humanidad no fue abandonada a su destino. Cada año, al finalizar el año solar y comenzar el año litúrgico, recordamos este maravilloso maridaje entre lo humano y lo divino, proclamamos el carácter real y objetivo de nuestra esperanza: Jesús de Nazaret.
La liturgia del adviento conoce dos momentos, plantea una doble expectativa. La primera parte se caracteriza por anhelar la segunda venida de Cristo. Atisbar el “marana tha” ¡ven Señor Jesús! hacer efectivo ese dramático reclamo de la oración: “venga a nosotros tu reino”. Digamos que el adviento atisba, presiente e intuye la consumación final. El punto omega de la historia, donde definitivamente será borrada de la faz del universo toda huella del mal que ahora lo oprime.
La segunda parte del adviento corresponde con la novena de preparación para la navidad, tan festivamente vivida en nuestra cultura con las posadas, mezcla de fiesta, tradición y piedad popular. En ambos casos, sin embargo, la actitud es la misma: la expectante espera de Cristo, sea para recordar su primera venida, sea para implorar la segunda, momento en el cual el tiempo llega a su fin y las promesas se realizan plenamente.

San Bernardo, en su quinto sermón de adviento, es más magnánimo, y habla de una triple venida de Cristo:
“Sabemos de una triple venida del Señor. Además de la primera y la última, hay una venida intermedia. Aquellas son visibles, pero esta no. En la primera, el Señor se manifestó en la tierra y convivió con los hombres… En la última, todos verán la salvación de Dios y mirarán al que traspasaron. La intermedia, en cambio, es oculta. En ella sólo los elegidos ven al Señor en lo más íntimo de sí mismos, y así sus almas se salvan. De manera que, en la primera venida, el Señor vino en carne y debilidad; en esta segunda, en espíritu y poder; y, en la última, en gloria y majestad. Esta venida intermedia es como una senda por la que se pasa de la primera a la última: en la primera Cristo fue nuestra redención; en la última aparecerá como nuestra vida; en esta, es nuestro descanso y nuestro consuelo.”
Nuestro adviento
En efecto, la primera ya fue, la última no sabemos cuándo será, pero la intermedia corresponde al “hoy” de nuestra existencia, al adviento inminente que nos toca vivir. ¿Cómo nos encuentra este kairós salvífico? El adviento es un tiempo litúrgico fuerte, que nos apremia a acelerar el paso, a caminar más decididamente en pos de Jesucristo. Es un momento de salvación para todos los cristianos y en cierta forma para la humanidad. Tenemos que estar atentos y expectantes, para poder aprovechar la oferta de gracia que el cielo nos ofrece en esta temporada. El espíritu despierto, el alma en tensión, el corazón puesto en el Señor.
Por ello, sería lamentable que cada año se verificara una simple repetición rutinaria de tradiciones cristianas: corona de adviento, posadas, poner el árbol de navidad y el nacimiento. Podríamos generar un automatismo espiritual malo. Por el contrario, necesitamos ese olfato espiritual que nos induce adivinar y en cierto modo, anticipar, los pasos de Jesús por nuestra vida. Que no seamos otros posaderos indolentes que no han recibido al Creador del universo; que seamos como los pastores, en vigilia de fe y de amor, testigos de cómo el silencio de Dios se hace presente en el mundo.
“Danos Señor entrañas de misericordia”
A tal efecto, resulta muy útil, para sensibilizarnos espiritualmente, el vivir las obras de misericordia. El adviento es un tiempo por excelencia en el que podemos ser generosos y darnos a los demás. Me viene a la memoria la anécdota de un viejo amigo. Tenía una charla semanal de formación cristiana con sus amigos, todos ellos profesionistas exitosos. En torno a navidad se proponían hacer una obra de misericordia. Uno de los asistentes daba largas para cooperar, hasta que finalmente accedió in extremis, ya agonizante el adviento, el 24 de diciembre por la mañana. Fueron a un albergue de niños huérfanos, cuyos padres habían fallecido de SIDA, a llevar unos regalos de navidad. Al preguntarle a la monja encargada que iban a cenar esa noche, respondió que hasta ese momento no tenían nada. A aquel buen hombre se le enterneció el corazón y compró pollos, para que comieran los ochenta niños del albergue. Al día siguiente le habló a su amigo, el que lo había invitado, diciéndole, palabras más, palabras menos, que era la mejor navidad de su vida, pues por primera vez no se le había atragantado el pavo a media noche, porque había hecho algo meritorio para vivir la navidad.
Las obras de misericordia, la oración y las privaciones voluntarias permiten que nuestro espíritu esté expectante, despierto para descubrir el paso de Dios por nuestras vidas, y captar las señales esperanzadoras del adviento, que nos recuerda, una vez más, que no estamos solos, y que Dios no nos abandona a nosotros, a la Iglesia y a la humanidad a nuestro destino; sino que con paciente espera recorre el camino con nosotros, mostrando a sus amigos las señales de su presencia. Quiera Dios que este adviento nos encuentre preparados y podamos discernir las señales en nuestro interior, señales de nuestra sintonía con el Salvador.

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