La navidad del ateo

por | Dic 18, 2020 | 0 Comentarios

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—¿Ya es navidad?

Me pregunté cuando vi que la mascota publicitaria del detergente traía su traje de Santa Claus en el empaque. Tomé mi celular y comprobé que ya estaba a mediados de diciembre. Miré a mi alrededor y, en efecto, cada pasillo estaba adornado con todos los colores y simbolismos clásicos de la época.

Terminé de hacer mis compras y arribé a mi departamento ¿Por qué no me había dado cuenta? ¿Cuánto tiempo me había tardado en terminar ese informe? Miré mi altar y, en efecto, las hojas de mis flores de cempasúchil ya estaban completamente secas y toda mi comida se había echado a perder y agusanado. Guardé las cosas de la despensa, saqué el detergente y me puse a limpiar todo mi chiquero.

Mientras recogía, recordaba que no había sido un informe, sino una serie de ellos que me salieron después del primero de noviembre. Uno tras de otro. Mis alimentos y salidas fueron cortos, rápido. Después de todo, si no terminaba a tiempo, iba a perder mi empleo por los recortes que empezaron a hacer a mediados de este año. Ser puntual y eficiente ya no bastaba.

¿Pero de verdad es posible vivir un mes y medio ausente? Bueno, todos mis pagos estaban dirigidos a mi tarjeta y, como no tengo tarjetas de crédito, nunca tuve que ir a pagar, pues mis deudas se saldaban automáticamente en mi cuenta de débito que nunca perdió fondos porque le cayeron los depósitos de los proyectos de la empresa. 

¿Y la gente a mi alrededor? Abrí mis redes sociales y noté que no había ninguna notificación. Supongo que si uno no les escribe a sus contactos, se olvidan de que uno existe. Desde que me independicé a la fuerza, realmente, me independicé del contacto humano en general. Quizá porque los únicos con los que tenía relación estrecha ya estaban en mi ofrenda. Vaya, pude haber muerto y nadie se enteraría, ni siquiera en el trabajo. Primero me despiden antes que investigar por qué no contesto los mensajes, después de todo, en esta época, lo que quieren es tener pretextos para correr gente y no tienen tiempo para preocuparse por ella.

Terminé toda mi labor de limpieza. Mi departamento estaba hermoso. Me senté y miré por la ventana el ajetreo navideño de abajo. 

—¿No vas a poner árbol?

—No creo en Dios, ni soy celta ¿Para qué?

—¿Entonces, por qué pones altar?

—Porque mientras lo pongo me acuerdo de cada una de las personas que están ahí. 

Se me hizo un nudo en la garganta.

—¿Y no tienes bonitos recuerdos poniendo el árbol?

Sonreí, me fui al cuarto y busqué el niño Dios de mi mamá. Me lo había quedado, no sé por qué. No, espera, sí sé porqué. Porque todos los veinticuatro de diciembre, mi mamá y papá arrullaban a este niño, y siempre me pareció un acto curioso y entrañable pese a que yo no creía en él. Me acordé de ellos y no pude evitar llorar. Besé el pie del niño y caminé arrullándolo.

—¿Ves? También te puedes acordar de nosotros con esto.

 Estos recuerdos tan aleatorios ¿Por qué son los que más nos hacen llorar cuando nos hacemos viejos?

El texto anterior está inspirado en este podcast que grabé con mi amigo y director del sello editorial al que pertenezco.
YakamÍ Machado

YakamÍ Machado

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