Este 25 de diciembre comienza (no termina) la temporada navideña, cuyo ciclo litúrgico se extiende hasta la fiesta del Bautismo del Señor, que se celebrará el próximo 10 de enero.
Además de sus muchas otras implicaciones sociales y personales, esta época también resulta propicia para una de las discusiones clásicas de la filosofía política: ¿Cuál es el espacio apropiado para las expresiones religiosas en el ámbito público?
La Navidad, a final de cuentas, no deja de ser la celebración del nacimiento de un hombre concreto, Jesús de Nazaret, que para los cristianos es, efectivamente, el Hijo de Dios, y que para la civilización occidental representa el eje fundamental de su historia.
Y ese acontecimiento, de raíz eminentemente religiosa, es el que explica por qué en esta temporada los trabajadores y los estudiantes gozan de vacaciones, las empresas y los empleadores públicos pagan aguinaldos, las casas y también las calles se adornan y la sociedad en su conjunto vive los días más señalados del calendario.

Sin embargo, las posiciones políticas y los ambientes culturales más comprometidos con la pluralidad o la inclusión han optado por una supuesta neutralidad en materia religiosa durante la Navidad.
El ejemplo típico es la tendencia de ciertas marcas, celebridades y autoridades públicas en los Estados Unidos, que prefieren sustituir la frase Merry Christmas (feliz Navidad) por un genérico Happy Holidays (felices fiestas) en sus comunicaciones, redes sociales y anuncios. El presidente saliente de los Estados Unidos, Donald Trump, convirtió ese en uno de sus temas favoritos de cada año, para azuzar a su base más fundamentalista.
En otros países –incluso de tradición católica– hace ya muchos años que el nacimiento de Jesucristo como centro de las festividades navideñas ha sido borrado del discurso oficial.
La explicación típica es que el Estado debería abarcar simbólicamente a todas las posiciones e incluir a todos los sectores, y que es muy difícil que cumpla esa función si toma partido entre posturas irreconciliables, como suele ser el caso en temas como la religión.
Por eso es necesario que los representantes del Estado midan su actitud en situaciones que los confronten directamente con una parte de la sociedad. De lo contrario, podrían desgastar la identificación entre el Estado y sus ciudadanos.
México, por ejemplo, tiene una población que se identifica mayoritariamente con el catolicismo (de acuerdo con el último censo de población, alrededor del 80% de los mexicanos responden que son católicos si se les pregunta cuál es su religión); pero también es una población que ha sido formada en los valores del republicanismo liberal, por lo que la mayoría de la gente, sobre todo en entornos urbanos, considera inadecuado que la Iglesia ejerza su influencia en la arena pública.
Y si bien la Iglesia y el gobierno han construido modos de operar sus relaciones a nivel institucional, el tema de la participación de los ciudadanos que se identifican con una religión en el ámbito público, no es fácil de resolver.
Por un lado, es complicadísimo que una persona que accede al poder distinga con claridad entre los valores que dependen de su fe (si se toma en serio esa fe) y su responsabilidad frente a una sociedad plural; y, por otra parte, la solución no puede ser impedir la participación política de un ciudadano debido a sus creencias religiosas; pues sería tanto como convertir a los creyentes en ciudadanos de segunda.
Pero más allá de los gobernantes o funcionarios públicos, también hay ciudadanos creyentes que, sin desempeñar una función política, ejercen su derecho al espacio público.
En esta temporada, por ejemplo, las peregrinaciones a la Basílica de Guadalupe (aunque este año no se hayan podido realizar), las posadas callejeras, la instalación de nacimientos o el montaje de pastorelas en espacios públicos son buenos ejemplos de eventos intrínsecamente vinculados con la religión católica, pero que son esencialmente sociales, no eclesiásticos.
Los costos de logística o de seguridad vinculados con esas actividades, el despliegue de elementos policiales, el cierre de vialidades, los servicios médicos de emergencia y otros tantos gastos similares, no entran en el presupuesto típico de cualquier evento privado; y por ello, tanto minorías religiosas como grupos ateos militantes han llegado a plantear la pregunta de si el involucramiento de las autoridades públicas en esos eventos contraviene o no la laicidad.
El principio de separación entre el Estado y las iglesias podría indicar que ninguna actividad de carácter religioso debiera beneficiarse de recursos públicos y, sin embargo, las personas que organizan esos eventos y las que, por razones religiosas, sociales o hasta turísticas, acuden a participar en ellos, también tienen derecho a la movilización.
Por lo tanto, el Estado tiene algunas obligaciones que cumplir para con los grupos dentro de su población que, en ejercicio del derecho humano a la libertad religiosa, llevan a cabo actividades como procesiones, peregrinaciones, construcción y operación de templos, celebración de actos de culto, etcétera.
Los poderes públicos en esas circunstancias tienen la obligación de asegurar que esos grupos puedan realizar todas sus actividades de manera libre y segura; al hacerlo no se violenta ni compromete la laicidad, sino que se asegura el ejercicio de derechos fundamentales.
En cambio, el principio de laicidad sí se ve afectado cuando un gobierno intenta imponer políticas públicas a favor o en contra de una determinada creencia religiosa, o si discrimina o condiciona los servicios públicos a una persona o grupo en función de sus creencias.
La laicidad es uno de los valores fundamentales de los sistemas democráticos contemporáneos, y es una garantía también para la libertad religiosa. La mejor manera de defenderla es entenderla bien y no utilizarla como proyectil en contra de los grupos religiosos.
Y en todo caso, si en algún momento se plantea un problema, someter a escrutinio específicamente a los gobernantes, porque quienes tienen la obligación de salvaguardad la laicidad son justamente los funcionarios públicos, no los ministros de culto ni los fieles de una religión.
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