Malos ciudadanos

por | Nov 16, 2023 | 0 Comentarios

Muerte por acidia, parte 6 de 13

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¿Qué podemos pensar de una ciudadanía a la que es más fácil comprar con despensas o con puestos, que comprometer y convencer con proyectos comunes que mejoren la vida de todos en nuestra sociedad?

¿Qué podemos pensar de una ciudadanía a la que es más fácil comprar con despensas o con puestos, que comprometer y convencer con proyectos comunes que mejoren la vida de todos en nuestra sociedad?

Es común escuchar la decepción y la justificada molestia de muchos candidatos de diversos partidos al toparse durante sus campañas con ciudadanos que solo tienen una inquietud: “¿Qué van a recibir a cambio de su voto?” Desde costales de cemento hasta puestos en la administración pública, incontables ciudadanos piensan que la participación política, al nivel que sea, es un camino para hacerse de privilegios y seguir saqueando al gran botín que es México.

Más allá de estos casos, otros vicios extendidos en nuestra ciudadanía son: la apatía; el pesimismo; la ironía y el sarcasmo; la desconfianza absoluta; la tendencia a creer teorías de la conspiración y por último el desprecio al poder. Permítaseme abundar en cada uno de estos vicios.

Apatía como anulación de la ciudadanía

La apatía quiere decir etimológicamente la ausencia de “páthos” o de emociones y afectos. La apatía política es la indiferencia frente a los asuntos públicos, asuntos que nos conciernen a todos como ciudadanos porque afectan nuestra forma de vida individualmente y como sociedad. Asuntos públicos que se dan lo mismo a nivel nacional e internacional que a nivel municipal, a nivel de la colonia o incluso de la manzana. Asuntos tan diversos como el cambio climático, el problema de la basura, la contaminación de los mantos acuíferos o la transparencia en la asignación de contratos multimillonarios de obra pública; pero también asuntos de una escala menor, como una coladera destapada (las más de las veces porque alguien se robó la tapa de la coladera) un vagabundo con problemas mentales que requiere atención, o una lámpara del alumbrado público que no funciona.

La política en cualquiera de sus múltiples niveles y dimensiones se encarga de asuntos que nos competen a todos, y nos afectan a todos. La ciudadanía es la disposición para ocuparse de esos asuntos, ya sea dentro o fuera de un partido político o dentro y fuera de la administración pública. La apatía es por ello una de las formas de  anulación de la ciudadanía.

Foto: Faruk Touglougu

El pesimismo y fatalismo

La indiferencia frente a los asuntos públicos es justificada muchas veces con una actitud pesimista y fatalista. El pesimismo es una  postura característica de los intelectuales cobardes. Pero el pesimismo desafortunadamente no se limita a aquellos que se consideran intelectuales, muy por el contrario es una actitud que afecta a toda la ciudadanía.

El pesimismo además de dar una justificación intelectual para la pasividad, la falta de compromiso y el desánimo, es una postura que permite tener siempre la razón. Aunque no lo parezca, el pesimismo es una apuesta al futuro ─ una apuesta a que en el futuro todo va a ser peor a como es ahora.

El pesimismo desemboca necesariamente en una actitud fatalista ante la vida y en especial ante la vida política. Fatalismo que se define como la certeza de que nada de lo que hagamos en el ámbito público tendrá  a la larga incidencia en nuestra vida política y en la articulación de nuestra sociedad.

El fatalismo promulga que todos nuestros esfuerzos por mejorar nuestra sociedad a través de la participación política están condenados  a fracasar.

Para esta visión pesimista y fatalista cualquier éxito presente o pasado es o bien solo una victoria pírrica —una victoria que se consigue a  un precio demasiado alto— o bien solo una aparente victoria. De prevalecer y difundirse el fatalismo, conducirá a la larga a nuestra sociedad a una degradación política cada vez mayor; degradación que por supuesto hará sentir sus efectos en el ámbito económico y social.[1]

Foto: Eva Bronzini

La ironía y el sarcasmo

La irrupción de la ironía en la vida pública de una sociedad tuvo lugar como es bien sabido con Sócrates en la Atenas clásica. Como muestran Platón y Jenofonte, la ironía era una estrategia de Sócrates para desenmascarar las falsas pretensiones de sabiduría de muchos de sus contemporáneos, y especialmente de los más activos en la vida política: los retóricos, los poetas y aquellos que eran considerados “gente importante” en la sociedad de la época.[2]

La ironía socrática es una forma de la humildad de la razón — de aquel que se presenta al diálogo con los otros reconociendo su propia ignorancia y lo frágil y pasajero del conocimiento humano. Aquel que ciertamente está dispuesto a señalar los errores del otro, pero valora mucho más que le señalen los errores propios y lo ayuden a acercarse a la verdad. 

El mismo Sócrates presenció cómo algunos jóvenes que gustaban de escucharlo utilizaban la ironía, sin reconocer a la vez su propia y juvenil ignorancia. Jóvenes que transformaban la ironía que debía ser una estrategia para descubrir los errores propios y ajenos, en una herramienta para ganar discusiones a toda costa, sin ninguna consideración respecto a la verdad o falsedad de lo afirmado.[3]

La ironía de Sócrates se dirigía en primer lugar a sí mismo y evidenciaba frente a sí y frente a los demás sus tan humanas limitaciones. Sócrates no se tomaba demasiado en serio a sí mismo, y eso le permitía tomar en serio las argumentaciones de los demás.

Por el contrario, la ironía predominante en el debate público contemporáneo se esgrime casi siempre separada de toda humildad de la razón.

La ironía se utiliza como el arma de refutación última, como el golpe de “¡basta!” sobre la mesa, que pone punto final a cualquier discusión, y que evita la conversación.

La ironía que esgrimen numerosos ciudadanos contra los políticos vuelve irrisorio cualquier argumento y ridiculiza cualquier iniciativa. Quizá porque se toman demasiado en serio, y se dan demasiada importancia a sí mismos y a sus opiniones muchos ciudadanos son incapaces de tratar con seriedad cualquier asunto público.

La ironía, como ha explicado con clarividencia el historiador Stefan Pyne, implica separarnos de aquello sobre  lo que ironizamos.[4] Y es esa separación la que permite ver las iniciativas de los políticos, los proyectos de ley, las reformas del ejecutivo y las sentencias del poder judicial como iniciativas ridículas, incapaces de detener el miasma de la corrupción y hacer frente así a la marea del fatalismo.

A la distancia incluso las acciones públicas más nobles lucen ridículas y las intenciones más transparentes se vuelven ambiguas y sospechosas. Por eso la ironía va tan de la mano de la apatía y del pesimismo: la ironía nos permite descalificar de antemano cualquier iniciativa política, sin tener que dedicar tiempo a escuchar y a dialogar con nuestros políticos y gobernantes. La ironía es el último “argumento” de los pesimistas, el as bajo la manga que nos autoriza para mantenernos en la pasividad.

La ironía tiene un hermano gemelo, que se parece a ella en sus efectos, pero que es más violento y más fuerte, me refiero por supuesto al sarcasmo. Si la ironía se caracteriza por desacreditar discretamente y sin aspavientos —pero con un dejo de burla imposible de disimular— a  cualquier interlocutor y a sus argumentos, el sarcasmo se caracteriza porque la burla es abierta, directa y mucho más fuerte.

La raíz griega del sustantivo “sarcasmo” es el verbo “sarcaso” (σαρκάζω). Verbo que designa el acto de desagarrar la carne con los dientes, “como los perros”, acota el diccionario (σάρξ, es la palabra griega para carne).

Si la ironía es como una boca entreabierta que apenas y deja escapar la burla, el sarcasmo es, según una de sus definiciones etimológicas, la risa burlona del iracundo.[5]

El sarcasmo es una boca con los dientes expuestos que “desagarra” con palabras hirientes y entre risotadas que parecen ladridos los argumentos contrarios. El sarcasmo “mastica” la credibilidad moral del adversario.

El sarcasmo es muchas veces la última defensa que le queda a quien sufre abuso de poder contra el poderoso. Es el arma para lastimar al poderoso y al arrogante, si no en su integridad física por lo menos en su ego.

El sarcasmo, como la ironía y la sátira, tienen un lugar insustituible en la democracia: Son elementos indispensables de la libertad de prensa. Armas que en el debate público nos permiten recordarles a los tiranos y a aquellos malos demócratas con tendencias autoritarias que son tan vulnerables y frágiles como todos nosotros.

Pero al igual que la ironía, el sarcasmo también se utiliza en exceso en nuestro debate público, y transforma lo que debiera ser un debate acalorado y apasionante pero también sensato y moderado, en una vociferación entre sordos.

Como la ironía, el sarcasmo en el presente se utiliza para impedir la discusión, no para fomentarla. Para ponderar el papel destructivo del sarcasmo basta un vistazo a las redes sociales: “saracaso, como perros salvajes y hambrientos al disputarse un trozo de carne”, tiende uno a pensar con el diccionario.

Foto: Markus Spiske

La desconfianza absoluta, la reprobación permanente

De la mano de la apatía, el pesimismo, el fatalismo,  la ironía y el sarcasmo como recursos destructivos del diálogo, entre nuestros  ciudadanos cunde también una epidemia de desconfianza absoluta con respecto a los políticos y gobernantes. Y de reprobación permanente como único juicio aceptable de sus acciones y proyectos.

Esta desconfianza absoluta ocasiona que los ciudadanos se distancien aún más de sus representantes y de los temas políticos que nos conciernen a todos. 

La desconfianza es una virtud democrática que se traduce en el reiterado “llamado a cuentas” de quien ocupa un cargo público, en el balance de poderes, en la sujeción de todos —también de los gobernantes—  a la ley, y en la asignación de cargos públicos por elección popular y por un tiempo determinado.

Sin embargo una cosa es desconfiar de un político específico, de sus actuaciones y decisiones particulares, y otra muy distinta es desconfiar de todo el sistema político y de todos los políticos.

El juego de fuerzas democrático depende del voto de confianza que la ciudadanía otorga o retira a políticos específicos y a sus partidos. Voto que se hace en periodos específicos, y que implica concederle a cada político un cierto margen de libertad en su actuación en el gobierno.

El problema de la desconfianza absoluta de muchos ciudadanos frente a los políticos es la descalificación injustificada y generalizada de todos los políticos. Descalificar a la clase política en general, implica descalificar a la democracia como sistema de gobierno.

La confianza, aunque tampoco debe ser nunca absoluta, es enormemente relevante para el sano funcionamiento de una sociedad: En la administración pública, en cualquier empresa, institución educativa, fábrica o despacho jurídico, el sistema en conjunto funciona bien sólo cuando cada uno hace lo que le corresponde y asume que los otros harán también lo que les corresponde.

Los mecanismos de control y vigilancia aunque indispensables dentro de empresas y organismos públicos no garantizan el éxito. No hay mejor sistema de control que la confianza fundada en la integridad y responsabilidad de cada uno de los miembros del órgano administrativo o de la empresa.[6]

En México se toma muchas veces la desconfianza absoluta frente a todos los políticos como una característica de la gente “educada” y “bien informada” que no se deja engañar y descalifica de antemano cualquier iniciativa de un político como mal intencionada y deshonesta.

De esta desconfianza absoluta surge la reprobación permanente como la única evaluación “moralmente” aceptable del actuar de los políticos y de los servidores públicos.[7]

Foto: Gerardo Manzano

Si el veredicto y la sanción reprobatoria es anterior a la acción ¿qué razón tiene un político para esforzarse en buscar nuevas soluciones a los problemas y en mantenerse fiel a sus principios éticos y resistir las numerosas tentaciones de corrupción, si de cualquier forma su esfuerzo no será reconocido ni honrado por  sus conciudadanos? ¿Por qué apegarse a una ética profesional y personal que la opinión pública no reconoce ni admira?

Desde la antigüedad el buen nombre y la honra han sido motivaciones centrales para que los políticos actúen en favor de su ciudad y de la ciudadanía. De la misma manera que la opinión pública censura a los políticos corruptos, conviene que honre a aquellos íntegros; justo porque ser íntegro en la política del hoy y en el contexto mexicano  es enormemente difícil.

Muchos ciudadanos que retiran su apoyo y confianza a los políticos muestran únicamente su arrogancia moral y su coqueteo con el fatalismo, que los lleva a creer y proclamar que “todos los políticos son iguales”.

El desprestigio de la clase política in toto, el “desencanto de la política”, es el mejor campo de cultivo para los dictadores y tiranos. Los ciudadanos decepcionados de sus políticos y de su sistema político son presa fácil de vendedores de ilusiones con tonos redencionistas.

Mejorar los partidos políticos y el sistema democrático de una nación es una labor hercúlea de todos los ciudadanos que dura generaciones e implica trabajo constante, empeñado y arduo en muy diversos campos como la educación, la economía y la cultura.

Los mesías populistas prometen en cambio una especie de fast track, una vía rápida y sencilla de una democracia naciente, pobre y que camina entre tropezones, a un país supuestamente grande, igualitario y rico.  

Hugo Chávez fue uno de los primeros anti-políticos de esta nueva ola de desconfianza hacia los partidos y la forma de vida democrática y así fue como llegó al poder en Venezuela: presentándose como alguien que viene de “fuera de la política”, que no pertenece al grupo de “los políticos” (corruptos y enemigos del pueblo). Alimentando el odio y el distanciamiento ciudadano con respecto a las instituciones políticas a la clase política; acusando a los políticos de todos los males que aquejaban a Venezuela; generando grupos paramilitares, como hicieron los Nazis; aprovechándose de la rabia de todos esos ciudadanos hartos. Murió el perro… pero contrario al adagio no se acabó la rabia.

La desconfianza de la política y la reprobación permanente se sirven de una debilidad política tradicional en las sociedades democráticas. A saber, la tendencia de muchos ciudadanos a creer en las teorías de la conspiración. Aunque esta tendencia forma parte de los rasgos de una mala ciudadanía, por su complejidad y por el peligro que representa para la democracia merece un apartado propio.


[1] Sobre el papel de la confianza en la política mundial Cf. Francis Fukuyama. Trust. (Nueva York: Free Press, 1996). Sobre el papel de la confianza en los negocios Cf. Robert Solomon et Fernando Flores. Building Trust. (Nueva York: Oxford University Press, 2001).

[2] Roberto Frega apunta con acierto que la desconfianza ciudadana hacia los políticos es un reflejo de la desconfianza de los políticos a sus ciudadanos. Y pone como ejemplo las rigidez y obligatoriedad de las medidas de contención de la epidemia Covid: Países como España, Italia y Francia impusieron medidas mucho más restrictivas y sanciones en ocasiones “draconianas” para contener la movilidad; mientras que en otros países como Gran Bretaña o Bélgica las medidas de confinamiento han sido mucho menos restrictivas. Distintos niveles de confianza en la ciudadanía provocan que algunos gobiernos confíen más en “el ejercicio razonable de la autonomía individual” que otros. Véase Roberto Frega “Les dimensions de la confiance” en Esprit, Octubre 2020.

[3] εἰρωνεία, , disimulación del hablar. Cuando alguien se presenta como si no supiera algo que sí sabe. Herramienta con la que Sócrates atacaba a los sofistas, ver por ejemplo:  Plat. Rep. I, 337 a. Arist. Eth. 4, 8, 13. De acuerdo con el diccionario griego-alemán de George Pape: Pape.Griechisch-Deutsch, pg.25633 de la versión digital (cf. Pape-GDHW Vol. 1, pg. 736). Véase también: īrōnīa, ae, f. (είρωνεια), la fina burla, la ironía  como figura retórica en Cic. Brut. 292 u. 293; de or. 2, 270. Sen. contr. 1, 7, 13. De acuerdo con el diccionario latín-alemán de Karl Ernst Georges. Georges. Lateinisch-Deutsch / Deutsch-Lateinisch, pg. 31020 de la edición digital (cf. Georges-LDHW Vol. 2, pg. 447)

[4] Cf. Platón. Apología 23c-d.

[5] Cf. Payne, Stephen. Voice and Vision. (Massachusetts: Harvard University Press, 2009) Pg. 48-51.

[6] σαρκασμός, , la risa burlona, la palabra burlona, el discurso burlón, la burla amarga de acuerdo al Pape: Griechisch-Deutsch, Pg. 81493 de la versión digital (Cf. Pape-GDHW Vol. 2, pg. 863). Y en latín. sarcasmos, ī, m. (σαρκασμός), la burla hiriente, la burla amarga, por ejemplo en Charis. 276, 25. Diom. 462, 6 u. 33. Serv. Verg. Aen. 2, 547. VéaseGeorges: Lateinisch-Deutsch / Deutsch-Lateinisch, pg. 49815 de la versión digital (cf. Georges-LDHW Vol. 2, pg. 2489)

[7] Sobre el impacto permisivo de la desesperación en la vida política de un país y el paso de esta desesperación a una utopía maníaca véase Fritz Stern, The Politics of Cultural Despair. (California: Anchor, 1961). Sobre las vías de salida a este pesimismo véase Runciman, David. The Confidence Trap (Princeton: Princeton University Press, 2011), Tourraine, Allan Comment sortir du libéralisme ?. (París: Fayard, 1998). Así como el ensayo de Hessel, Stephan. Indignez-vous! (Montpelier: Indigène éditions, 2011). Hessel, héroe de la resistencia francesa, reflexiona poco tiempo antes de morir sobre los retos que enfrentan las generaciones jóvenes. 

Fernando Galindo

Fernando Galindo

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