¿Qué podemos pensar de una ciudadanía a la que es más fácil comprar con despensas o con puestos, que comprometer y convencer con proyectos comunes que mejoren la vida de todos en nuestra sociedad?
¿Qué podemos pensar de una ciudadanía a la que es más fácil comprar con despensas o con puestos, que comprometer y convencer con proyectos comunes que mejoren la vida de todos en nuestra sociedad?
Es común escuchar la decepción y la justificada molestia de muchos candidatos de diversos partidos al toparse durante sus campañas con ciudadanos que solo tienen una inquietud: “¿Qué van a recibir a cambio de su voto?” Desde costales de cemento hasta puestos en la administración pública, incontables ciudadanos piensan que la participación política, al nivel que sea, es un camino para hacerse de privilegios y seguir saqueando al gran botín que es México.
Más allá de estos casos, otros vicios extendidos en nuestra ciudadanía son: la apatía; el pesimismo; la ironía y el sarcasmo; la desconfianza absoluta; la tendencia a creer teorías de la conspiración y por último el desprecio al poder. Permítaseme abundar en cada uno de estos vicios.
Apatía como anulación de la ciudadanía
La apatía quiere decir etimológicamente la ausencia de “páthos” o de emociones y afectos. La apatía política es la indiferencia frente a los asuntos públicos, asuntos que nos conciernen a todos como ciudadanos porque afectan nuestra forma de vida individualmente y como sociedad. Asuntos públicos que se dan lo mismo a nivel nacional e internacional que a nivel municipal, a nivel de la colonia o incluso de la manzana. Asuntos tan diversos como el cambio climático, el problema de la basura, la contaminación de los mantos acuíferos o la transparencia en la asignación de contratos multimillonarios de obra pública; pero también asuntos de una escala menor, como una coladera destapada (las más de las veces porque alguien se robó la tapa de la coladera) un vagabundo con problemas mentales que requiere atención, o una lámpara del alumbrado público que no funciona.
La política en cualquiera de sus múltiples niveles y dimensiones se encarga de asuntos que nos competen a todos, y nos afectan a todos. La ciudadanía es la disposición para ocuparse de esos asuntos, ya sea dentro o fuera de un partido político o dentro y fuera de la administración pública. La apatía es por ello una de las formas de anulación de la ciudadanía.
Foto: Faruk Touglougu
El pesimismo y fatalismo
La indiferencia frente a los asuntos públicos es justificada muchas veces con una actitud pesimista y fatalista. El pesimismo es una postura característica de los intelectuales cobardes. Pero el pesimismo desafortunadamente no se limita a aquellos que se consideran intelectuales, muy por el contrario es una actitud que afecta a toda la ciudadanía.
El pesimismo además de dar una justificación intelectual para la pasividad, la falta de compromiso y el desánimo, es una postura que permite tener siempre la razón. Aunque no lo parezca, el pesimismo es una apuesta al futuro ─ una apuesta a que en el futuro todo va a ser peor a como es ahora.
El pesimismo desemboca necesariamente en una actitud fatalista ante la vida y en especial ante la vida política. Fatalismo que se define como la certeza de que nada de lo que hagamos en el ámbito público tendrá a la larga incidencia en nuestra vida política y en la articulación de nuestra sociedad.
El fatalismo promulga que todos nuestros esfuerzos por mejorar nuestra sociedad a través de la participación política están condenados a fracasar.
Para esta visión pesimista y fatalista cualquier éxito presente o pasado es o bien solo una victoria pírrica —una victoria que se consigue a un precio demasiado alto— o bien solo una aparente victoria. De prevalecer y difundirse el fatalismo, conducirá a la larga a nuestra sociedad a una degradación política cada vez mayor; degradación que por supuesto hará sentir sus efectos en el ámbito económico y social.[1]
Foto: Eva Bronzini
La ironía y el sarcasmo
La irrupción de la ironía en la vida pública de una sociedad tuvo lugar como es bien sabido con Sócrates en la Atenas clásica. Como muestran Platón y Jenofonte, la ironía era una estrategia de Sócrates para desenmascarar las falsas pretensiones de sabiduría de muchos de sus contemporáneos, y especialmente de los más activos en la vida política: los retóricos, los poetas y aquellos que eran considerados “gente importante” en la sociedad de la época.[2]
La ironía socrática es una forma de la humildad de la razón — de aquel que se presenta al diálogo con los otros reconociendo su propia ignorancia y lo frágil y pasajero del conocimiento humano. Aquel que ciertamente está dispuesto a señalar los errores del otro, pero valora mucho más que le señalen los errores propios y lo ayuden a acercarse a la verdad.
El mismo Sócrates presenció cómo algunos jóvenes que gustaban de escucharlo utilizaban la ironía, sin reconocer a la vez su propia y juvenil ignorancia. Jóvenes que transformaban la ironía que debía ser una estrategia para descubrir los errores propios y ajenos, en una herramienta para ganar discusiones a toda costa, sin ninguna consideración respecto a la verdad o falsedad de lo afirmado.[3]
La ironía de Sócrates se dirigía en primer lugar a sí mismo y evidenciaba frente a sí y frente a los demás sus tan humanas limitaciones. Sócrates no se tomaba demasiado en serio a sí mismo, y eso le permitía tomar en serio las argumentaciones de los demás.
Por el contrario, la ironía predominante en el debate público contemporáneo se esgrime casi siempre separada de toda humildad de la razón.
La ironía se utiliza como el arma de refutación última, como el golpe de “¡basta!” sobre la mesa, que pone punto final a cualquier discusión, y que evita la conversación.
La ironía que esgrimen numerosos ciudadanos contra los políticos vuelve irrisorio cualquier argumento y ridiculiza cualquier iniciativa. Quizá porque se toman demasiado en serio, y se dan demasiada importancia a sí mismos y a sus opiniones muchos ciudadanos son incapaces de tratar con seriedad cualquier asunto público.
La ironía, como ha explicado con clarividencia el historiador Stefan Pyne, implica separarnos de aquello sobre lo que ironizamos.[4] Y es esa separación la que permite ver las iniciativas de los políticos, los proyectos de ley, las reformas del ejecutivo y las sentencias del poder judicial como iniciativas ridículas, incapaces de detener el miasma de la corrupción y hacer frente así a la marea del fatalismo.
A la distancia incluso las acciones públicas más nobles lucen ridículas y las intenciones más transparentes se vuelven ambiguas y sospechosas. Por eso la ironía va tan de la mano de la apatía y del pesimismo: la ironía nos permite descalificar de antemano cualquier iniciativa política, sin tener que dedicar tiempo a escuchar y a dialogar con nuestros políticos y gobernantes. La ironía es el último “argumento” de los pesimistas, el as bajo la manga que nos autoriza para mantenernos en la pasividad.
La ironía tiene un hermano gemelo, que se parece a ella en sus efectos, pero que es más violento y más fuerte, me refiero por supuesto al sarcasmo. Si la ironía se caracteriza por desacreditar discretamente y sin aspavientos —pero con un dejo de burla imposible de disimular— a cualquier interlocutor y a sus argumentos, el sarcasmo se caracteriza porque la burla es abierta, directa y mucho más fuerte.
La raíz griega del sustantivo “sarcasmo” es el verbo “sarcaso” (σαρκάζω). Verbo que designa el acto de desagarrar la carne con los dientes, “como los perros”, acota el diccionario (σάρξ, es la palabra griega para carne).
Si la ironía es como una boca entreabierta que apenas y deja escapar la burla, el sarcasmo es, según una de sus definiciones etimológicas, la risa burlona del iracundo.[5]
El sarcasmo es una boca con los dientes expuestos que “desagarra” con palabras hirientes y entre risotadas que parecen ladridos los argumentos contrarios. El sarcasmo “mastica” la credibilidad moral del adversario.
El sarcasmo es muchas veces la última defensa que le queda a quien sufre abuso de poder contra el poderoso. Es el arma para lastimar al poderoso y al arrogante, si no en su integridad física por lo menos en su ego.
El sarcasmo, como la ironía y la sátira, tienen un lugar insustituible en la democracia: Son elementos indispensables de la libertad de prensa. Armas que en el debate público nos permiten recordarles a los tiranos y a aquellos malos demócratas con tendencias autoritarias que son tan vulnerables y frágiles como todos nosotros.
Pero al igual que la ironía, el sarcasmo también se utiliza en exceso en nuestro debate público, y transforma lo que debiera ser un debate acalorado y apasionante pero también sensato y moderado, en una vociferación entre sordos.
Como la ironía, el sarcasmo en el presente se utiliza para impedir la discusión, no para fomentarla. Para ponderar el papel destructivo del sarcasmo basta un vistazo a las redes sociales: “saracaso, como perros salvajes y hambrientos al disputarse un trozo de carne”, tiende uno a pensar con el diccionario.
Foto: Markus Spiske
La desconfianza absoluta, la reprobación permanente
De la mano de la apatía, el pesimismo, el fatalismo, la ironía y el sarcasmo como recursos destructivos del diálogo, entre nuestros ciudadanos cunde también una epidemia de desconfianza absoluta con respecto a los políticos y gobernantes. Y de reprobación permanente como único juicio aceptable de sus acciones y proyectos.
Esta desconfianza absoluta ocasiona que los ciudadanos se distancien aún más de sus representantes y de los temas políticos que nos conciernen a todos.
La desconfianza es una virtud democrática que se traduce en el reiterado “llamado a cuentas” de quien ocupa un cargo público, en el balance de poderes, en la sujeción de todos —también de los gobernantes— a la ley, y en la asignación de cargos públicos por elección popular y por un tiempo determinado.
Sin embargo una cosa es desconfiar de un político específico, de sus actuaciones y decisiones particulares, y otra muy distinta es desconfiar de todo el sistema político y de todos los políticos.
El juego de fuerzas democrático depende del voto de confianza que la ciudadanía otorga o retira a políticos específicos y a sus partidos. Voto que se hace en periodos específicos, y que implica concederle a cada político un cierto margen de libertad en su actuación en el gobierno.
El problema de la desconfianza absoluta de muchos ciudadanos frente a los políticos es la descalificación injustificada y generalizada de todos los políticos. Descalificar a la clase política en general, implica descalificar a la democracia como sistema de gobierno.
La confianza, aunque tampoco debe ser nunca absoluta, es enormemente relevante para el sano funcionamiento de una sociedad: En la administración pública, en cualquier empresa, institución educativa, fábrica o despacho jurídico, el sistema en conjunto funciona bien sólo cuando cada uno hace lo que le corresponde y asume que los otros harán también lo que les corresponde.
Los mecanismos de control y vigilancia aunque indispensables dentro de empresas y organismos públicos no garantizan el éxito. No hay mejor sistema de control que la confianza fundada en la integridad y responsabilidad de cada uno de los miembros del órgano administrativo o de la empresa.[6]
En México se toma muchas veces la desconfianza absoluta frente a todos los políticos como una característica de la gente “educada” y “bien informada” que no se deja engañar y descalifica de antemano cualquier iniciativa de un político como mal intencionada y deshonesta.
De esta desconfianza absoluta surge la reprobación permanente como la única evaluación “moralmente” aceptable del actuar de los políticos y de los servidores públicos.[7]
Foto: Gerardo Manzano
Si el veredicto y la sanción reprobatoria es anterior a la acción ¿qué razón tiene un político para esforzarse en buscar nuevas soluciones a los problemas y en mantenerse fiel a sus principios éticos y resistir las numerosas tentaciones de corrupción, si de cualquier forma su esfuerzo no será reconocido ni honrado por sus conciudadanos? ¿Por qué apegarse a una ética profesional y personal que la opinión pública no reconoce ni admira?
Desde la antigüedad el buen nombre y la honra han sido motivaciones centrales para que los políticos actúen en favor de su ciudad y de la ciudadanía. De la misma manera que la opinión pública censura a los políticos corruptos, conviene que honre a aquellos íntegros; justo porque ser íntegro en la política del hoy y en el contexto mexicano es enormemente difícil.
Muchos ciudadanos que retiran su apoyo y confianza a los políticos muestran únicamente su arrogancia moral y su coqueteo con el fatalismo, que los lleva a creer y proclamar que “todos los políticos son iguales”.
El desprestigio de la clase política in toto, el “desencanto de la política”, es el mejor campo de cultivo para los dictadores y tiranos. Los ciudadanos decepcionados de sus políticos y de su sistema político son presa fácil de vendedores de ilusiones con tonos redencionistas.
Mejorar los partidos políticos y el sistema democrático de una nación es una labor hercúlea de todos los ciudadanos que dura generaciones e implica trabajo constante, empeñado y arduo en muy diversos campos como la educación, la economía y la cultura.
Los mesías populistas prometen en cambio una especie de fast track, una vía rápida y sencilla de una democracia naciente, pobre y que camina entre tropezones, a un país supuestamente grande, igualitario y rico.
Hugo Chávez fue uno de los primeros anti-políticos de esta nueva ola de desconfianza hacia los partidos y la forma de vida democrática y así fue como llegó al poder en Venezuela: presentándose como alguien que viene de “fuera de la política”, que no pertenece al grupo de “los políticos” (corruptos y enemigos del pueblo). Alimentando el odio y el distanciamiento ciudadano con respecto a las instituciones políticas a la clase política; acusando a los políticos de todos los males que aquejaban a Venezuela; generando grupos paramilitares, como hicieron los Nazis; aprovechándose de la rabia de todos esos ciudadanos hartos. Murió el perro… pero contrario al adagio no se acabó la rabia.
La desconfianza de la política y la reprobación permanente se sirven de una debilidad política tradicional en las sociedades democráticas. A saber, la tendencia de muchos ciudadanos a creer en las teorías de la conspiración. Aunque esta tendencia forma parte de los rasgos de una mala ciudadanía, por su complejidad y por el peligro que representa para la democracia merece un apartado propio.
[1] Sobre el papel de la confianza en la política mundial Cf. Francis Fukuyama. Trust. (Nueva York: Free Press, 1996). Sobre el papel de la confianza en los negocios Cf. Robert Solomon et Fernando Flores. Building Trust. (Nueva York: Oxford University Press, 2001).
[2] Roberto Frega apunta con acierto que la desconfianza ciudadana hacia los políticos es un reflejo de la desconfianza de los políticos a sus ciudadanos. Y pone como ejemplo las rigidez y obligatoriedad de las medidas de contención de la epidemia Covid: Países como España, Italia y Francia impusieron medidas mucho más restrictivas y sanciones en ocasiones “draconianas” para contener la movilidad; mientras que en otros países como Gran Bretaña o Bélgica las medidas de confinamiento han sido mucho menos restrictivas. Distintos niveles de confianza en la ciudadanía provocan que algunos gobiernos confíen más en “el ejercicio razonable de la autonomía individual” que otros. Véase Roberto Frega “Les dimensions de la confiance” en Esprit, Octubre 2020.
[3]εἰρωνεία, ἡ, disimulación del hablar. Cuando alguien se presenta como si no supiera algo que sí sabe. Herramienta con la que Sócrates atacaba a los sofistas, ver por ejemplo: Plat. Rep. I, 337 a. Arist. Eth. 4, 8, 13. De acuerdo con el diccionario griego-alemán de George Pape: Pape.Griechisch-Deutsch, pg.25633 de la versión digital (cf. Pape-GDHW Vol. 1, pg. 736). Véase también: īrōnīa, ae, f. (είρωνεια), la fina burla, la ironía como figura retórica en Cic. Brut. 292 u. 293; de or. 2, 270. Sen. contr. 1, 7, 13. De acuerdo con el diccionario latín-alemán de Karl Ernst Georges. Georges. Lateinisch-Deutsch / Deutsch-Lateinisch, pg. 31020 de la edición digital (cf. Georges-LDHW Vol. 2, pg. 447)
[5] Cf. Payne, Stephen. Voice and Vision. (Massachusetts: Harvard University Press, 2009) Pg. 48-51.
[6]σαρκασμός, ὁ, la risa burlona, la palabra burlona, el discurso burlón, la burla amarga de acuerdo al Pape: Griechisch-Deutsch, Pg. 81493 de la versión digital (Cf. Pape-GDHW Vol. 2, pg. 863). Y en latín. sarcasmos, ī, m. (σαρκασμός), la burla hiriente, la burla amarga, por ejemplo en Charis. 276, 25. Diom. 462, 6 u. 33. Serv. Verg. Aen. 2, 547. VéaseGeorges: Lateinisch-Deutsch / Deutsch-Lateinisch, pg. 49815 de la versión digital (cf. Georges-LDHW Vol. 2, pg. 2489)
[7] Sobre el impacto permisivo de la desesperación en la vida política de un país y el paso de esta desesperación a una utopía maníaca véase Fritz Stern, The Politics of Cultural Despair. (California: Anchor, 1961). Sobre las vías de salida a este pesimismo véase Runciman, David. The Confidence Trap (Princeton: Princeton University Press, 2011), Tourraine, Allan Comment sortir du libéralisme ?. (París: Fayard, 1998). Así como el ensayo de Hessel, Stephan. Indignez-vous! (Montpelier: Indigène éditions, 2011). Hessel, héroe de la resistencia francesa, reflexiona poco tiempo antes de morir sobre los retos que enfrentan las generaciones jóvenes.
En el origen de estos vicios se encuentra la carencia de una formación política sólida compuesta por ideales, principios e ideas.
Muchos políticos no tienen claro qué ideales son los que orientan su actuar, no han pensado o han olvidado hacia qué metas, anhelos profundos y horizontes dirigen sus acciones. Tampoco tienen claro sus principios: aquellos lineamientos de su actuar en los que no están dispuestos a transigir, al margen del costo electoral que esto pueda tener o de la recompensa monetaria. Sin ideales y principios es muy difícil tener ideas nuevas, que nos ayuden a transformar nuestra realidad.
El vacío de ideales y principios, y la carencia de ideas es quizá lo que ha permitido el auge del marketing político como la dimensión esencial de la actividad política contemporánea. El marketing político es un hijo bastardo de la política que tiene antecedentes en la práctica sofística denunciada magistralmente por Platón en “Gorgias”, y que adquirió una nueva fuerza con la conjugación del advenimiento de la televisión y el genio norteamericano para vender todo, hasta políticos.[1]
El marketing político es una forma suave de la propaganda, esa estrategia de manipulación de masas perfeccionada por Joseph Goebbels durante el régimen Nazi y tan popular también en el otro totalitarismo stalinista. Pero no por suave es menos peligroso, adictivo y dañino para la vida democrática. El marketing político es propaganda “sin alcohol”, pero no sin azúcar. Y una adicción a las bebidas azucaradas es también dañina.
Afiche de propaganda conmemorativo del partido NSDAP. Nuremberg 1933. Fuente: Alexander Schulz
El marketing político substituye el contenido por la forma: lo importante no es tener un buen candidato, con ideales claros y nobles, principios firmes y muchas ideas. Lo importante más bien es cómo ven las masas al candidato, cómo retrata en televisión, si da la apariencia de ser una persona confiable y amable; o más bien parece un arrogante y egoísta.
En la última década el marketing político ha acaparado la mente y la imaginación de los estrategas de campaña, y ha substituido la creación de un discurso coherente y la presentación de una visión política esperanzadora, ambiciosa y de grandes horizontes, por la obsesión con la apariencia y con los aspectos más triviales del candidato o la candidata: si usa o no bigote, si se presenta con falda o pantalón; si utiliza saco o chamarra; si va o no con corbata; si utiliza colores obscuros o colores pastel; si tiene un “distintivo” como un zarape, o un rebozo.[2]
No es de extrañar por eso ni el hartazgo ni la rabia de millones de ciudadanos frente a campañas insípidas, con las mismas promesas vacías de siempre, las mismas fotografías y frases huecas de los candidatos.
La homogeneidad en los diseños visuales y auditivos de las campañas, y la nula creatividad en la propuesta, deja entrever que en México no existen suficientes agencias de marketing, o que todos los partidos recurren a las mismas malas agencias.
El marketing político, con el complemento de la obsesión por las encuestas, es la mezcla perfecta para reducir el ejercicio político y las campañas para ganar el voto ciudadano a algo similar al lanzamiento y la colocación en el mercado de un nuevo champú o de una crema de afeitar.
Fuente: El País
Uno de los “méritos” del marketing político, es haber transformado el periodo de campañas en México en las semanas más desagradables para ver la televisión o escuchar la radio; bombardeados por anuncios insulsos e idénticos entre sí, la mayoría de los mexicanos añoramos el fin de las campañas y el retorno de los anuncios insulsos e idénticos entre sí de productos, no de candidatos.
La carencia de una visión y formación política sólida, así como los excesos cotidianos del marketing político llevan a muchos mexicanos a pensar que para la llamada clase política México es más un botín, que una promesa; un botín del que hay que apoderarse a toda costa. Un botín de privilegios económicos y jurídicos que permite, a quien es lo suficientemente descarado y temerario, tener más que los demás, violar la ley con impunidad y abusar de los otros.
La actitud cínica y destructiva de tantos políticos muestra que, aunque añoran y viven para alcanzar el poder, no saben qué es el poder, ni para qué sirve: “Macht bessesen, macht vergessen” en la concisa y contundente frase de Richard von Weizäcker[3].
[1] Al respecto es enormemente interesante el artículo de la historiadora Jill Lepore, “The Lie Factory,” New Yorker, 24 de septiembre del 2011. Véase también Robert Shiller y George Akerlof, Phishing for Phools (Princeton: Princeton University Press, 2015) en específico el capítulo 5 “Phishing in Politics”.
[2] De nuevo es recommendable Jill Lepore, “Politics and the New Machine,” New Yorker, 16 de noviembre de 2015. Y Jill Lepore, “The Party Crashers,” New Yorker, 22 de febrero de 2016. También es muy enriquecedora la reflexión de David Axelrod, Believer (Nueva York: Penguin, 2015) Pg. 74 ss. David Axelrod fue estratega de las campañas de Obama.
[3] La frase podría traducirse así: “Nuestros políticos están poseídos por el poder, y se han olvidado de para qué sirve el poder”. Y era una de las frases de Richard von Weizäcker, sexto Presidente de la República Federal Alemana. Debo la referencia a Mathias Geffrat, „Können Protestbewegungen etwas ändern? Eine Zwischenbilanz der Proteste. Teil 3 von 3.” [¿Pueden cambiar algo los movimientos de protesta? Un balance intermedio de la protesta. Tercera de tres partes.] Programa radiofónico “Essay und Diskurs” emitido el 4 de marzo de 2012.
Los anti-políticos surgen en el seno de ciudadanías decepcionadas con la democracia y la política, y surgen como un intento de responder a los vicios de muchos de nuestros políticos de carrera. No es difícil identificar algunos vicios comunes en ciertos políticos, que encuentran su respuesta en las supuestas “virtudes” ya mencionadas de la anti-política:
La pretendida autenticidad responde a la incoherencia; la arrogancia moral a la corrupción; la pasión tribunalicia al cinismo; y el puritanismo ideológico al oportunismo.
La pretendida autenticidad es una respuesta a la incoherencia que muestran muchos políticos entre aquello que predican ─ democracia, transparencia, sobriedad, respeto a las instituciones ─ y aquello que viven: abuso de poder, compra de votos, opacidad en el manejo de presupuestos públicos y privilegios propios de su puesto; y un profundo desprecio a las instituciones y procesos democráticos cuando los resultados electorales no les favorecen.
La arrogancia moral es una respuesta a la corrupción en la que incurren y han incurrido tantos políticos[1]. El problema es que el arrogante moral no distingue entre corruptos y honestos; tampoco distingue entre tipos de corrupción, ni considera malos diseños del sistema democrático y de gobierno que ponen a políticos y gobernantes en circunstancias en las que es muy fácil incurrir en actos de corrupción.
El arrogante moral no toma en cuenta la condición humana vulnerable, ni las tentaciones y peligros morales propios del ejercicio del poder, de la autoridad y del manejo de cuantiosos recursos públicos.
La pasión tribunalicia es una respuesta al cinismo que muestran muchos políticos en sus declaraciones y acciones.
El cinismo en la política es la aceptación sin ambages de la brecha entre nuestros supuestos ideales, principios y convicciones por una parte, y nuestras acciones contrarias a tales ideales, principios y convicciones por otra. El cinismo es la aceptación de la corrupción personal, de la incapacidad de ser coherentes y honestos. Pero es una aceptación que al cínico ni le provoca vergüenza, ni le causa cargo de conciencia, ni lo mueve a un propósito de enmienda.
El cínico comparte con el ciudadano rabioso el desencanto frente a las posibilidades civilizatorias de la política y de la democracia, pero en lugar de enardecerse por este desencanto el cínico decide sacarle provecho a la degradación de la ciudadanía y a la anulación de la política.
El cinismo destruye la posibilidad de creer en la política y es para la mayoría de los ciudadanos la prueba última de que nuestros políticos no tienen remedio.
En círculos partidistas se confunde en ocasiones al cinismo con un supuesto “realismo político”; se piensa que la actitud desencantada, desvergonzada y desencarnada que muestran los cínicos es una señal de madurez intelectual y disposición a ver la realidad tal cual es. ¡Nada más alejado de la verdad! El cinismo en política implica aceptar que no se puede mejorar la sociedad a través del trabajo político y que es cuestión de tiempo para que el miasma de la corrupción invada todos los ámbitos de la vida social.
El cinismo no es una actitud de madurez, sino de desesperanza.
El anti-político, movido por la pasión tribunalicia, desea confrontar al cínico y denunciarlo. Es noble este afán tribunalicio, pero está mal orientado porque no acaba de devolverles a los ciudadanos su dignidad y su poder como agentes responsables y coprotagonistas en la construcción democrática.
Por último, el puritanismo ideológico es la respuesta al oportunismo que muestran tantos políticos en la adopción de posturas, causas y creencias. Ambos extremos son peligrosos. El puritanismo ideológico impide la negociación y la autocrítica; y el oportunismo impide desarrollar una visión política consistente y de largo plazo. El oportunismo en política es enormemente destructivo porque se rige más por las encuestas y las voces más escandalosas de un momento, que por las necesidades reales de la sociedad y la atención a problemas que solo tienen solución a largo plazo. Problemas relacionados con la infraestructura (indispensable para la industria, el comercio y el turismo), los cambios demográficos, el rezago educativo, la salud, o los temas de seguridad nacional, por poner algunos ejemplos. Ninguno de estos problemas puede atenderse tomando como criterio central la opinión recabada por una casa de encuestas, o los vaivenes veleidosos y muchas veces pagados de numerosos comentaristas en la prensa.
[1] Para un análisis del problema de la corrupción en la democracia véase el dossier “La corruption, maladie de la démocratie” en Esprit, Febrero 2014. Véase también la fuerte denuncia desde la prisión del líder opositor ruso Alexej Nawalnyj “Die Wurzel allen Übels” (La raíz de todos los males) FAZ, viernes 20 de agosto de 2021.
Las cuatro características del anti-político — la pretendida autenticidad, la arrogancia moral, la pasión tribunalicia y el puritanismo ideológico— se articulan, complementan y alimentan mutuamente para cristalizarse en una fuerte pasión antiliberal[1]:
En primera instancia la pretendida autenticidad se entiende como la virtud moral definitiva. Como la prueba irrefutable de la integridad personal. De acuerdo con esta convicción solo quienes son auténticos son capaces de descubrir hipocresía y falsedad en las intenciones, palabras y obras de todos los políticos. La autenticidad es entonces también justificación y motivo para la arrogancia moral.
La arrogancia moral obliga al anti-político auténtico a enfrentarse a los políticos de carrera, que considera hipócritas y timoratos. Es también la arrogancia moral la que lleva al anti-político a verse a sí mismo como un defensor de los débiles, que para él, son todos los ciudadanos que no participan del gobierno y no forman parte de ningún partido político.
La arrogancia moral deriva por tanto en la pasión tribunalicia ─ el anti-político como el único tribuno de los ciudadanos, el único con la credibilidad y la calidad moral para enfrentar a los corruptos políticos. Pasión tribunalicia que va de la mano de un celo que se asume profético y redentor.
El tribuno del pueblo es el profeta de un mundo mejor. Un mundo que en opinión del tribuno no existe únicamente por culpa de los políticos. Una vez que se expulse a los políticos y se imponga el tribuno como la única e incuestionable autoridad, llegará esa nueva era.
Además de profeta el tribuno es redentor. A fuerza de necedad y de arrogancia moral el tribuno se ha logrado convencer de que solo él es capaz de entregar ese cambio al pueblo; y de que no será a través de las instituciones y el esfuerzo común y constante que se transforme una ciudadanía y una sociedad.
El tribuno no teme desgastar el tejido institucional que conforma una sociedad, pues piensa que con su carisma y liderazgo será capaz, en poco tiempo y sin esfuerzo, de sustituir cualquier institución.
Es justo a causa de esta pretendida autenticidad, de la arrogancia moral, y de verse a sí mismo como tribuno de los ciudadanos, que el anti-político es incapaz de transigir en ningún aspecto de su lucha ideológica contra sus oponentes, sean estos de otro partido político u otra instancia de gobierno.
Si todos los políticos son corruptos, negociar con ellos es necesariamente una traición: Una traición a la propia autenticidad y una traición a la función de tribuno. Negociar con mentirosos y corruptos, volvería al anti-político mentiroso y corrupto también.
Para mantener su pureza ideológica y su estatus moral superior, el anti-político debe negarse a cualquier tipo de negociación. Debe aferrarse a sus posturas extremas y no estar dispuesto a ningún tipo de transacción: Toda “transa” (en el sentido de acuerdo y concesión a la otra parte) es “transa” o “tranza”, como decimos en México, es decir, es trampa.
La disposición continua a la confrontación, la descalificación de los políticos de carrera, de las instituciones e iniciativas de gobierno, son la consecuencia necesaria de las características del anti-político.
La posición del anti-político descalifica a la política porque confunde la negociación con la simulación. Y asume que la negociación es contraria a la autenticidad.
Para el anti-político la política es también fuente de hipocresía, porque nunca será posible pasar de la pureza de los principios al barro de la operación política cotidiana y del gobierno.
Desde esta perspectiva la política es también una forma de opresión a la ciudadanía, que es gobernada por instituciones frías y rígidas, en lugar de dejarse abrazar por el celo y el afán redentorista del tribuno, que, de tener suerte, llegará a ser un tirano benevolente.
Hay algo de contradictorio en la postura del anti-político, pues parece aspirar por medios políticos a destruir a la política. Esta intención de destruir la política por medios institucionales se encuentra en el origen de su pasión antiliberal.
La pasión antiliberal es la desconfianza absoluta frente a los mecanismos de la democracia y sus instituciones.Es la desconfianza frente al disenso como parte esencial de la interminable discusión democrática y frente al poder entendido como una horizontal multipolar.
Curiosamente, la creencia de que todo ejercicio del poder corrompe, mueve al anti-político a preferir la concentración del poder en pocas personas, y a favorecer un ejercicio más vertical del poder, que sea más efectivo y exclusivo: Un poder de gobierno selectivo y exclusivo, al alcance únicamente de aquellos que cuentan con las cuatro cualidades descritas del anti-político. Aquellos que, desde la óptica del anti-político, son los únicos moralmente en condiciones de ejercer el poder de modo eficiente y sin corromperse.
El anti-político favorece un ejercicio del poder centrado en grandes personalidades y no en estructuras institucionales, leyes y sistemas de control y rendición de cuentas.
Las instituciones buscan hacer lo extraordinario a través del trabajo conjunto ordinario de personas ordinarias. Por el contrario, la fascinación con la vertical del poder es la seductora idea de que ciertas personas extraordinarias pueden, por la fuerza de su personalidad y su talento, moldear a las instituciones a su gusto; que pueden, sin necesidad de sistemas de control ni de rendición de cuentas, lograr que las instituciones sean mucho más eficaces y de mayores alcances. El anti-político asume que el ejercicio vertical del poder ─ en el cual el poder se concentra en una sola personalidad en la cima de la estructura ─ es el único ejercicio legítimo que previene de modo efectivo el abuso de los débiles y que está protegido contra la ineptitud y la corrupción.
¿Cómo abusaría el tribuno de los débiles ciudadanos a quienes ha jurado defender? ¿Y qué mejor remedio contra la tendencia tan humana a la corrupción y el abuso de poder, que un líder íntegro, moralmente invulnerable, e inmaculado en su ideología?
A través de la concentración y el ejercicio radicalmente vertical del poder, el anti-político, tribuno del pueblo, nos librará por fin del peso de la democracia, de sus ineficiencias y defectos; eliminará la negociación como modo de vida y el disenso como actitud esencial de la democracia; y nos unificará como ciudadanía, por la mera fuerza de su personalidad y por su integridad moral bajo el manto de su bondad y sabiduría. El anti-político nos quitará el dulce yugo de la libertad, que para muchos ciudadanos se ha vuelto insoportable. Ciudadanos que recibieron la libertad, pero prefieren, como en el libro del Éxodo, volver a la seguridad y calma de la vida en Egipto[2].
La popularidad de los anti-políticos en muchas regiones del planeta nos obliga a cuestionarnos sobre las circunstancias que hicieron posible su paso de la periferia al centro de la escena pública.
[1] Para una crítica reciente de esta pasión anti liberal pero sobre todo anti libertad en la tradición de izquierda autodenominada progresista en los Estados Unidos, véase “The threat from the iliberal left”; “The iliberal left: How did American “wokeness” jump from elite schools to everyday life?” ambos en The Economist, 4 de septiembre de 2021.
[2] Para esta analogía véase el discurso de Ágnes Heller escrito pocos días antes de su muerte y leído de manera póstuma en la apertura del Foro Europeo Alpbach 2019. Una traducción al alemán del texto en inglés fue publicada bajo el título “Kein Weg führt nach Utopia” (Ningún camino conduce a Utopía) FAZ, 19 de agosto de 2019.
La rabia, la apatía, el pesimismo y la arrogancia moral, no pueden ser virtudes ciudadanas de ningún tipo. Es ciertamente difícil para los políticos partidistas criticar actitudes de aquellos ciudadanos a los que les piden su voto y su confianza; y sin embargo es indispensable aclarar que el virus del ciudadano rabioso representa una amenaza real para nuestra democracia.
El ciudadano rabioso es extremista, y pide romper con las mediocridades y las ambigüedades de nuestra democracia burguesa. El ciudadano rabioso demanda acabar con todo, para que de las cenizas renazca una sociedad que, ahora sí, cumpla con las promesas de seguridad económica y justicia que nuestras democracias timoratas, lentas e institucionales no han podido cumplir, ni en México ni en muchas otras partes del mundo.
El ciudadano rabioso está harto de la artificialidad de la política; harto de candidatos que prometen una cosa y luego hacen otra al enfrentarse con las realidades y restricciones políticas y presupuestales de gobierno.
Como está harto, el ciudadano rabioso carece de paciencia; quiere que las cosas cambien ya, de inmediato. Y es incapaz de considerar que cambiar los vicios de una ciudadanía y de sus instituciones es un trabajo de generaciones.
Los ciudadanos rabiosos demandan líderes rabiosos también. Son en muchos casos ciudadanos rabiosos quienes impulsan posturas extremistas y radicales de izquierda o de derecha, lo mismo Syriza (izquierda) y Amanecer Dorado (derecha) en Grecia, que el AfD (Alternative für Deutschland ) Alemania y la Liga del Norte en Italia; el Partido del Pueblo en Dinamarca, el partido de los Demócratas Suecos en Suecia, el SVP en que Suiza o el FPÖ (Partido Austriaco de la Libertad) en Austria que ya ocupó el poder ejecutivo en coalición con el Partido Popular Austriaco; o Le Front National en Francia y en la elección pasada la candidatura de de Éric Zemmour, quien ocupa un espectro aún más extremo que el del Frente Nacional, partido que ha tenido que moderarse en los últimos años. Son ciudadanos rabiosos ─ muy rabiosos ─ quienes llevaron a Trump a la Presidencia de los Estados Unidos, quienes intentaron reelegirlo por la fuerza el 6 de enero de 2021 en el asedio al Capitolio en Washington, y quienes seguramente apoyarán su regreso en 2024 tras declarar como “fraudulenta” el resultado de la elección de 2020.
Tanto Boris Johnson como Jair Bolsonaro en Brasil, Donald Trump, Mateo Salvini (Italia), Pablo Iglesias o Santiago Abascal (España), Marine Le Pen, Jan-Luch Melénchon y Éric Zammour (Francia)[1], son todas figuras políticas que en una época de mayor sensatez y mesura no hubieran salido nunca de la obscura periferia política para ir a ocupar el centro del debate público.
Los ciudadanos rabiosos demandan “anti-políticos” rabiosos también. Anti-políticos con personalidad “auténtica”, que no temen decir estupideces — como que hace falta construir un muro entre México y Estados Unidos; o que los incendios en la Amazonia fueron provocados por activistas defensores de la ecología; o que la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea permitiría invertir millones de libras en el sistema nacional de salud británico. La anti-política descalifica de tajo las vías de participación institucionales y legítimas de una democracia. La anti-política condena a la democracia por corrupta e ineficiente; y condena a los políticos por prestarse a participar en el juego democrático de instituciones y controles, en vez de destruir las instituciones para generar algo nuevo — que la anti-política no acaba de definir. [2]
La anti-política surge de la desesperación, la rabia y el resentimiento de los ciudadanos. Pero es una postura extremista del todo o nada, de blanco y negro; es una postura incapaz de negociar y transigir.
La anti-política defiende a la intransigencia absoluta como la única postura honesta, coherente y transparente dentro de la participación pública. Precisamente por eso se opone de modo radical a la democracia, ya que la vida democrática es esencialmente negociación, transigencia, acuerdos más y menos imperfectos.
La vida democrática es lo opuesto a la postura del todo o nada, es la permanente convicción de que podemos estar mejor, y de que hay que trabajar para ello; pero también de que estaríamos mucho peor si abandonáramos los controles y los límites de un régimen democrático y nos dejáramos seducir por los cantos de la anti-política o el autoritarismo.
Vale la pena detenernos un poco a considerar algunos rasgos de los “anti-políticos” más populares en épocas recientes, aquellos que he mencionado ya.
Cuatro características de estos anti-políticos son la pretendida autenticidad, la arrogancia moral, la pasión tribunalicia y el puritanismo ideológico. Explicaré brevemente cada una de estas características[3]:
1) Pretendida autenticidad: Los anti-políticos se presentan lo mismo en sus declaraciones que en sus plataformas como genuinos ciudadanos rabiosos, indignados contra la clase política y contra las formas y procesos lentos e ineficientes de la democracia. Su rabia los hermana con el resto de la ciudadanía y justifica a la vez excesos retóricos y provocaciones continuas.
Protegidos por el aura de la autenticidad los anti-políticos hacen promesas irrealizables, simplifican situaciones en extremo complejas reduciéndolas a un par de frases escandalosas (piénsese en el manejo que hizo Boris Johnson de las condiciones para el Brexit o Donald Trump del problema migratorio) y proponen medidas económicas absurdas.
2) Arrogancia moral: Los anti-políticos asumen que poseen una calidad moral muy superior a aquella de los políticos tradicionales por el simple hecho de que no pertenecen a una tradición de participación política institucional; es decir, solo porque no pertenecen a un partido político ni han trabajado en la administración pública. En plena coincidencia con el ciudadano rabioso los anti-políticos dan por sentado que la política es un ejercicio corruptor y para corruptos. Y por eso consideran que tienen todo el derecho y todos los motivos para criticar a los políticos de carrera.
3) Pasión tribunalicia: Los tribunos en la antigua Roma eran los encargados de defender los intereses del pueblo o de los soldados frente al poder de los senadores y los magistrados. En el presente, la pasión tribunalicia es el afán de defender a los ciudadanos contra el pretendido abuso de poder permanente que padecen a manos de sus gobernantes, de todos los servidores públicos y de la llamada “clase política”. La pasión tribunalicia implica el desprecio a las instituciones y el culto a la personalidad de ciertos caudillos “vengadores” y “reivindicadores” de la ciudadanía.
4) Puritanismo ideológico y toma de posturas radicales: Las diversas corrientes de pensamiento que debieran animar a los partidos políticos de una democracia, emanan todas de la fuente común de ciertas convicciones sobre la naturaleza y el sentido de la política y del ejercicio de gobierno.
Este origen común equivale para los anti-políticos a una traición, pues la relación con los opositores es para los anti-políticos una relación de polémica perpetua. Entendamos polémica de acuerdo con el significado original de la palabra: la política es para ellos una batalla o una guerra permanente para destruir a los opositores. Una guerra que por lo general no recurre a ataques violentos, pero tampoco los excluye tajantemente.
El puritanismo ideológico cree que toda postura diferente a la propia es “moralmente imposible”: que solo puede ser sostenida por personas inmorales, corruptas, que se niegan a aceptar lo evidente.
El puritanismo ideológico considera al disenso una prueba de corrupción moral, y aspira por ello a la unidad ideológica de toda la ciudadanía en torno a verdades evidentes y por tanto incuestionables.
Por su falta de disposición para analizar los problemas y escenarios políticos en su complejidad, y por su desprecio al disenso, el puritanismo ideológico deriva de modo necesario en la toma de posturas radicales en lo que refiere al ejercicio del poder estatal. Posturas extremas pero coherentes con la pureza de la ideología, a pesar de ser las más de las veces irrealizables en la práctica. El puritanismo ideológico es rígido, por ello jamás podrá implantarse en una realidad política institucional flexible que permita la libertad, que acepte el disenso y la oposición.
[1] Sobre Éric Zammour recomiendo la emisión del 26 de septiembre de 2021 de “Le nouvele esprit public” titulada “La réaction est-elle en marche?” [¿Avanza el movimiento reaccionario?”] (https://www.lenouvelespritpublic.fr/podcasts/282 ) Entre otras acusaciones fuertes —odio a los homosexuales, odio al Islam y a los migrantes, y odio a las mujeres— los participantes coinciden en calificar a Zammour como un “reaccionario”; y definen la “reacción” como la voluntad de traer al presente una situación supuestamente pasada que en realidad consiste en un pasado mítico, en este caso, una versión mítica de la Francia de De Gaulle y los llamados “treinta gloriosos”. Como podemos ver en México, esta actitud beligerante de promoción de un pasado mítico como el nuevo futuro, no es exclusiva de líderes franceses. Además del formato en audio, la edición puede descargarse como texto. Véase también Lelia Abboud y Victor Mallet Vincen Bollré, Éric Zemmour and the rise of ‘France’s Fox News’Financial Times, 4 de octubre de 2021.
[2] Numerosos artículos en diversas publicaciones han abordado bajo distintas perspectivas el fenómeno de la rabia ciudadana y la molestia contra los partidos políticos tradicionales. Algunos ejemplos recientes son: Respecto a Alemania, Thilo Sarrazin “Betrachtungen zur Populismus-Debatte” [“Consideraciones respecto al debate sobre el populismo”] en el Frankfurter Allgemeine Zeitung (FAZ), 25 de mayo del 2016. En ese mismo diario y en esa misma fecha, pero respecto a la molestia de muchos ciudadanos de los países del este de la Unión Europea (Austria, Bulgaria, Hungría, Polonia, etc.) véase la conversación del periodista alemán Michael Martens con el intelectual búlgaro Iwan Krastew y el profesor suizo de la Universidad de Viena Oliver Jens “Die Eingeklemmten” [“Los estrujados”] FAZ, 25 de mayo del 2016. Respecto a Dinamarca puede verse el artículo de Hugh Eakin “Liberal, Harsh Denmark,” New York Review of Books (NYRB) 10 de marzo del 2016. Eakin presenta de manera concisa pero perturbadora la creciente xenofobia en Dinamarca. En el mismo número, el artículo de Mark Lilla “France: Is there a Way Out?,” NYRB, 10 de Marzo del 2016 trata de la situación en Francia en esos años. También sobre los ciudadanos “encolerizados” de Francia puede verse el artículo de Erwin Lecoeur en la revista Esprit, Marzo-Abril 2016 titulado “Le parti des mécontents” [“El partido de los descontentos”]. Este número de la revista está dedicado a la cólera ciudadana. En fechas más recientes y derivado de los malestares diagnosticados por Lilla y Lecoeur este sentimiento de descontento se cristalizó en torno al movimiento de “los Chalecos amarillos” (Mouvement des gilets jaunes). Al respecto puede verse, James McAuley “Low Visibility,” NYRB, 21 de marzo de 2019; y también escucharse la emisión de Repliques con Alain Finkielkraut Les “gilets jaunes”: premier bilan (https://www.franceculture.fr/emissions/repliques/les-gilets-jaunes-premier-bilan ), 12 de enero de 2019. Asimismo, Michael Tomasky “[Trump], Can he be Stopped?,” NYRB, 21 de abril de 2016.De las pocas cosas buenas que ha tenido el “fenómeno Trump” son los excelentes y numerosos artículos y ensayos que se han escrito al respecto. Un ejemplo es el ensayo de Andrew Sullivan “Democracy Ends,” New York, del 2 de mayo de 2016.
[3] Específicamente para el desarrollo de este apartado, pero también para la visión general de este texto, me ha sido enormemente provechosa la escucha atenta del programa radiofónico L’Esprit public conducido por Philippe Meyer y que se transmitía semanalmente los domingos por France Culture. El programa cambió de moderador en septiembre de 2016 pero Philippe Meyer lo relanzó con el nombre Le nouvelle esprit public, disponible en formato de podcast y con la misma calidad que el otrora programa de radio pública. Para este apartado fueron especialmente importantes los comentarios de Jean-Louis Bourlanges en el programa del 11 de octubre de 2015 (ya no está disponible en línea). El término de “pasión tribunalicia”, así como el de la “fascinación por la vertical del poder”, son conceptos utilizados por Jean-Louis Bourlanges; si bien la definición de estos conceptos y su aplicación en este ensayo son mías.