¿Qué pasaría si los libros y las bibliotecas desaparecieran?
Hace una semana, el 24 de octubre, se conmemoró el día de las bibliotecas. Esta fecha se celebra desde 1997 en recuerdo de la quema de la Biblioteca de Sarajevo, en 1992, por órdenes de un político nacionalista serbio y profesor de “Poesía y Crítica” en la Universidad de Sarajevo. Ávido lector de Shakespeare y responsable de la orden que produjo la quema de una biblioteca, se trata de dos rostros que parecen incoherentes en Nikola Koljevich (1936-1997).

La pregunta de mi título es un esfuerzo por valorar realistamente esta conmemoración: ¿Son tan importantes las bibliotecas para el ejercicio intelectual y el proceso educativo como asumimos? Formulo la pregunta desde el punto de vista de quien está realizando labores bibliotecarias en la Universidad Panamericana y quien es un usuario frecuente de las bibliotecas.
Hago saber al lector que tengo en la memoria dos presentaciones relevantes que escuché durante mis estudios de filosofía en 2021: el seminario sobre Ciudad y Belleza, del Dr. Víctor Isolino Doval; y, la ponencia del Dr. José Luis Rivera sobre Defensa del Iletrado. No es necesario conocerlas, ofrezco aquí lo necesario para aclarar lo que quiero decir.
En términos muy generales, el Dr. Isolino Doval afirma que la arquitectura de los lugares tiene un efecto importante en la formación de nuestros hábitos. Podemos suponer que las bibliotecas, e incluso las universidades, son espacios para la lectura y el estudio, que han sido diseñados para propiciar a los profesionistas, a los intelectuales y a las personas que se apropian de la tradición con un sentido de discernimiento para actuar virtuosamente.
Tal propuesta puede denominarse como: “arquitectura social”. Y se inscribe ante el vértigo de la modernización de los espacios urbanos, cuyo exponente es el arquitecto francés Le Corbusier (1887-1965), autor de La Ciudad del Futuro (1920). La arquitectura social la podríamos atribuir a Jane Jacobs (1916-2006), autora de Muerte y Vida de las Grandes Ciudades (1961). Su argumento principal es una crítica a la modernización de las ciudades que estorba a las personas para sus funciones sociales, fragmentando las comunidades; y a cada uno de sus miembros, podría añadirse.

Por otro lado, el Dr. José Luis Rivera defiende que no es tan efectiva la relación entre los libros y el buen aprendizaje. Estoy extendiendo este argumento a las bibliotecas y a las universidades. Su argumentación se apoya en dos fragmentos clave de la literatura: Fahrenheit 451 (1953) de Ray Bradbury. Y Don Quijote de la Mancha (1605) de Cervantes.
Los fragmentos clave son los discursos del Capitán Beatty, quien el Dr. Rivera enfatiza que sustenta su decisión de quemar los libros a partir de su estudio de los mismos. Siempre responde a Montag, el protagonista, con citas y lecturas argumentadas sobre las contrariedades e irrelevancias que contienen libros que habitualmente asumimos invaluables (la Biblia, Pope, Shakespeare…). En opinión de Beatty, leer no vale la pena y lo dice en pretensión de sabiduría.
También, el fragmento del Don Quijote donde los amigos lectores de Alonso Quijano, el barbero y el sacerdote, hacen una revisión de los libros que éste tenía en su biblioteca y que pudieron influir en su locura de ser un caballero y en abandonar sus responsabilidades. Los libros que dañaron a su amigo, los queman.

Mi posición es que ambos argumentos, el del Dr. Isolino y el Dr. Rivera, tienen que verse a trasluz de nuestra libertad y de nuestra disposición a actuar con prudencia. Si no se comprenden así, creo que fácilmente ambas posturas pueden derivarse en vértigos. Al decir esto no asumo que ambos profesores no tienen esto en cuenta.
En el primer capítulo de El Trabajo Intelectual (1951), Jean Guitton nos da su testimonio de cómo actúa un intelectual cuando pierde sus libros y su espacio. Guitton fue prisionero de guerra durante la ocupación alemana de Francia en la Segunda Guerra Mundial y en ese tiempo no tuvo acceso a sus libros ni a un espacio diseñado para el ejercicio intelectual. Descubrió en esta situación que ni la frugalidad de los instrumentos ni la comodidad de los espacios define a los buenos frutos intelectuales.

Guitton nos invita a cambiar el enfoque y a usar la prudencia antes que los instrumentos o nuestros espacios. Por ejemplo, parafraseando a Aristóteles, nos dice que el signo del conocimiento es la capacidad de enseñar. Y que el signo de nuestra profesión es la vocación manifiesta en el hábito experto. Los artistas siguen haciendo arte reinventando sus materiales y sus espacios. Lo mismo aplica para los intelectuales.
Mi invitación no es a quemar libros, no apoyo al Capitán Beatty: el olvido de lo inútil es natural. Esto está inscrito en nuestros procesos sociales, neurocognitivos y en la evolución. Tampoco esta es una invitación a dejar de investigar y evitar dar clases en las universidades. Sólo señalo que no es sostenible convencernos que hay una conexión fuerte entre la lectura y los espacios designados para el ejercicio intelectual, y, aquellos resultados del esfuerzo intelectual y educativo que les atribuimos; que es lo que realmente valoramos.

No hay otro secreto para nuestros ejercicios intelectuales y la preservación de sus instituciones. Concluyo este argumento parafraseando una vez más a Aristóteles: adoptando este principio en nuestros esfuerzos intelectuales ya habremos logrado la mitad de toda nuestra responsabilidad.
Por lo anterior, me inclino a definir con claridad nuestros objetivos con la preservación de la tradición y de la misma actitud crítica (que puede fracasar al enfrentarse a su misma duda o a sus convicciones). Poner en el centro de todo esfuerzo de investigación su practicabilidad, a partir de una amplia comprensión de las virtudes humanas.
Esto significa convertir los libros, las bibliotecas y las universidades (todo dispositivo intelectual; incluso la investigación “lógica”, “ética” o “pedagógica” ), en oportunidades para el aprendizaje de quienes, de antemano, valoran el aprendizaje como objetivo último.
Lo cual requiere manejar el discurso institucional de los y las “intelectuales”, parafraseando al filósofo C. S. Peirce (1839-1914): con convicción de la falibilidad humana, y, de la utilidad del conocimiento enfocado a la solución de problemas, que tienen un espacio y tiempo, y perfecciona a las personas; y, quizá sobre todo, una gran pasión por aprender y por cooperar intelectualmente.

Por ahora, mi respuesta a la pregunta de este ensayo es que si los libros, las bibliotecas y las universidades desaparecieran, tendríamos que reinventarlas.
Mientras tanto, podemos enfocar nuestros esfuerzos en mantener tales instituciones, recordando que su valor reside en los hábitos que formamos día con día en su uso. Pues si las instituciones educativas e intelectuales como las conocemos desaparecen o se transforman, sólo será una manifestación de lo que ya ha ocurrido en nosotros mismos. Se trata de una extensión de nuestros hábitos intelectuales y educativos. Entonces, concluyo con una pregunta que invito a hacernos: ¿Qué dice el estado actual de estos espacios e instrumentos intelectuales sobre nuestros hábitos comunitarios y personales? La tarea es desmenuzar nuestros hábitos intelectuales y educativos en virtudes y vicios, para esforzarnos en mantener sólo lo bueno.
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