Por Pablo Galindo
Una mujer se acerca a limpiar el rostro ensangrentado y sufriente de Jesús, y la imagen del rostro de Cristo queda impresa en el paño con que aquella mujer dio un poco de suavidad entre tanto golpe, de consuelo en medio del dolor: vera icon, Verónica, verdadera imagen de Cristo.
El paño de la Verónica es mucho más que una curiosidad arqueológica o una reliquia perdida: el rostro de Nuestro Señor sigue siendo el de aquél que sufre y espera consuelo, y el de aquéllos lo suficientemente generosos para brindarlo sin importar las consecuencias y sin esperar ningún tipo de recompensa.
El rostro es una realidad profundamente humana: todo rostro suplica atención y cuidado. Todo rostro interpela y obliga. Dios, al tomar forma humana, se sometió a nuestra propia indigencia y fragilidad, y dejó su verdadera imagen en quienes sufren y en quienes brindan consuelo, comprensión y ayuda.
¿Qué tanto pudo el gesto de esa mujer piadosa aligerar el dolor del rostro sufriente de Cristo? Mucho, lo suficiente como para que Nuestro Señor inmortalizara su imagen en un trozo de tela, tan pobre como nuestras acciones, que cuando se ponen al servicio de quien sufre transmiten la imagen misma de Cristo. En medio del dolor, el más simple gesto de amor comunica la misericordia infinita que Dios tiene a sus criaturas, hace más ligera la carga del sufriente y convierte a quien consuela en pobre, pero verdadera, imagen de Dios.
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