Es el sueño americano, baby

por | Ago 9, 2021 | 0 Comentarios

Por Irene Hernández Oñate
Foto: Jorge Razzo

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Es el sueño americano, baby.

En la segunda mitad de la década de los años ochenta, a mi entonces novio, ahora esposo, la firma de auditores para la que trabajaba le ofreció un intercambio profesional en Estados Unidos por un período de año y medio en las oficinas de su firma asociada Coopers & Lybrand.  Por supuesto que aceptó la oportunidad, nos casamos y nos embarcamos en la aventura más trascendente de nuestras vidas a nivel personal y de pareja.  

Llegamos bastante limitados en  el presupuesto económico y con poca fluidez en el inglés hablado. Sin embargo, la calidad profesional de mi esposo era excepcional (siempre ha sido estudiosito, súper ñoño y muy trabajador). Cuando llegó a la oficina de Coopers & Lybrand, mi esposo sufrió el ostracismo por parte de la mayoría de sus compañeros debido a su cargado acento mexicano y su dificultad para la plática coloquial. Por ello, le sugirieron que se inscribiera a un curso de inglés en Interlingua, cuyo costo sería absorbido por la firma. Mi esposo se inscribió al curso. Tomaba dos horas de clase en la mañana antes de llegar a la oficina en la que durante semanas y felices días no le asignaron ningún trabajo. Él aprovechó el ostracismo al que fue sometido, dedicándose a repasar los principios contables americanos y a leer las revistas técnicas a las que tenía acceso en la oficina hasta que llegó la temporada alta de trabajo para la firma.

Echaron suertes para ver en qué equipo de auditoría trabajaría “el mexicanito cuyo inglés hablado era fatal y que además nadie conocía”. Mi esposo tuvo que medirse técnica y profesionalmente con auditores de Reino Unido, Suecia, Irlanda, Sudáfrica, Australia y los mismos gringos, todos de países anglófonos y poco a poco durante el desarrollo de su trabajo, su equipo se fue dando cuenta de que “el mexicanito” dominaba el inglés escrito y técnico así como los principios contables gringos y todos los aspectos de una auditoría de gran envergadura (en México uno de los clientes que atendía era grupo Ford).

Con orgullo, puedo decir que su calidad profesional y su cultura general, pues es filósofo de corazón con licenciatura y maestría, le ganaron la amistad de varios de sus compañeros de oficina, pues se dieron cuenta de que sus temas de conversación eran muy interesantes, divertidos y para ellos hasta exóticos. También se ganó una admiración intrigada de parte de sus superiores y fue así como fuimos integrados en la vida social de sus compañeros de trabajo, tanto los de intercambio como en la de los nativos del lugar. 

Ensueño americano.
Ilustración: Dario Marcucci

Durante las reuniones sociales en las que comenzamos a participar, me di cuenta de que la gran mayoría de sus compañeros de intercambio a lo que aspiraban era lograr quedarse a trabajar y vivir en Estados Unidos. El intercambio profesional era sólo la plataforma para lograrlo. Todos, excepto el sueco, se quejaban de la mala situación económica de sus países de origen, especialmente el irlandés y el australiano. 

Un día de asueto (Memorial day), uno de los socios grandes de la firma invitó a todos los de intercambio junto con sus respectivas esposas a un brunch en su casa. Ahí convivimos con su familia, y resultó ser que su esposa era norteamericana de padres irlandeses inmigrantes. Enterada de esto y durante la plática “de señoras”, la esposa del irlandés, sin ambages, le pidió a la esposa del socio que la ayudara a encontrar un empleo de secretaria. La amable señora le dijo que haría lo que estuviera en sus manos para ayudarla, pues estaba encantada con “la típica irlandesita pelirroja” a quien veía como la hija que nunca tuvo.  Acto seguido, se dirigió a las otras esposas de los de intercambio y les ofreció la misma ayuda excepto a mí.

Debo confesar que me sentí discriminada, porque la verdad yo también en mi fuero interno rogaba a Dios que mi esposo y yo pudiéramos quedarnos a radicar en un país en el que los trámites de cualquier tipo son expeditos y transparentes, en el que gran parte de la oferta cultural es de calidad y no onerosa (museos, bibliotecas y talleres de todo tipo), en el que la posibilidades de esparcimiento de naturaleza son prácticamente gratuitas y hermosas (parques públicos y parques nacionales), en el que un sueldo medio alcanza hasta para ahorrar, en el que las comunidades parroquiales son auténticamente fraternas, en el que los vecinos no envidian sino que hacen labor comunitaria, en el que las universidades locales son de calidad, y lo que ustedes gusten agregar.

Para no hacer el cuento largo, mi esposo logró dos ascensos dentro de la firma. Primero de semi-senior a supervisor, y después de supervisor a gerente, por lo que pudo extender su intercambio un año y medio más.  Menciono con orgullo que hasta esa fecha ningún mexicano de intercambio había logrado ser ascendido a ese nivel por los gringos.

 ¿Y cómo creen que tomó dichos ascensos la firma en México? Pues muy mal. En vez de felicitarlo, lo presionaron para que no se le ocurriera quedarse a vivir en Estados Unidos. Incluso su situación detonó tensiones entre las firmas (la mexicana y la gringa). Así que,  al término de su segundo período, mi esposo decidió regresar a la firma en México muy a mi pesar.

Así fue como terminó mi sueño de vida americana. A pesar de esto, de vuelta en México, con una bebé mexico-norteamericana en brazos, como familia, siempre hemos ido hacia adelante socioeconómicamente hablando. Durante el tiempo que llevamos de casados, mi esposo ha superado con creces cualquier expectativa mía de una vida confortable aquí en nuestra patria, pero, sin duda, mucha de esa superación ha sido gracias a la experiencia de tres años que vivimos en Estados Unidos. Hoy por hoy, el hecho de que mi esposo haya asimilado perfectamente la mentalidad y la ética de trabajo y de negocios de los gringos ha sido el mayor plus para su desarrollo profesional en México.

Estatua de la libertad
Foto: Darren Patterson

Ahora bien, dada mi experiencia personal arriba narrada ¿Cuál es mi posición respecto de la llamada “fuga de cerebros”? 

El papa Juan Pablo II, en su discurso a los representantes del mundo intelectual y del Colegio “La Salle” de Santa Cruz, Bolivia el jueves 12 de mayo de 1988, señala que “Motivo de seria preocupación para todos debe ser la actitud insolidaria de lo que ha venido a llamarse <<fuga de cerebros y capitales>> que, en lugar de contribuir al desarrollo progresivo de la comunidad nacional, prefieren desvincularse de su propia tierra para buscar otros medios más prósperos donde podrán establecerse supuestamente en condiciones más favorables. Con esto, no queremos negar el legítimo derecho, consagrado por la doctrina social de la Iglesia, a emigrar a otros países y fijar allí su domicilio, cuando así lo aconsejen justos motivos (Pacem in terris, 25), ni tampoco el hecho de que a veces esas migraciones estén provocadas por situaciones de inseguridad reinantes en el propio ambiente”.

Aunque su Santidad Juan Pablo II en aquella ocasión haya tachado la fuga de cerebros como actitud insolidaria, yo estoy a favor de ella, sobre todo tratándose de fugas desde países de origen en los que, como en el nuestro, la meritocracia está subordinada al compadrazgo y a la grilla institucional tanto pública como privada. Situaciones que mis padres, esposo y yo hemos sufrido en nuestra vida laboral. Hoy, a la distancia, sé que a finales de la década de los años ochenta, mi mayor ilusión era que mi esposo y yo fuésemos cerebros fugados de México y avecindados en Estados Unidos.

 Como ven, no todos los sueños se cumplen, pero hoy, en la segunda década del siglo veintiuno, una de mis hijas acaba de terminar sus cuatro años de especialidad en ortopedia y trauma, en adición a seis de medicina general y uno de servicio social y lo que le ofrecen en los hospitales es un sueldo irrisorio. Al no tener padres o familiares médicos, no puede aspirar a ser integrada en los equipos de cirugías programadas. Ni siquiera le ofrecieron apoyo laboral sus profesores y jefes del INR (Instituto Nacional de Rehabilitación) Profesores y jefes que en su momento se beneficiaron de la capacidad sobresaliente de mi hija, ya que, desde el primer año de internado, la incorporaron en cirugías de pacientes particulares y no le remuneraban sus servicios con base en tabulador alguno; sino que “le daban para el Uber” o la gasolina; porque la paga real, decían, era la práctica quirúrgica que le hacían favor de proporcionarle.

Ante esta situación, mi hija se encuentra actualmente en la Universidad de Illinois tomando un curso para intentar lograr su sueño de pasar el examen USMLE (United States Medical Licensing Exam), un examen que se sabe es muy difícil de aprobar para estudiantes mexicanos. Mi hija aspira a poder ejercer su profesión médica en un país en el que no hay castigos tipo arresto militar; donde las jornadas laborales se programan para no dejar exhaustos psíquica y físicamente a los médicos; donde en los hospitales-escuela el gobierno no limita los insumos desde torundas hasta prótesis; donde las cirugías programadas no se cancelan porque llegó una urgencia recomendada de alguna secretaría de estado y donde tus convicciones religiosas no te granjean llamadas de atención y amenazas por parte de tus superiores y/o colegas.  Además, como ella menciona: “siempre puedo participar periódicamente (una vez al año) en las campañas de cirugías de ortopedia que se lleven a cabo en las comunidades marginadas de mi país”.  

Como podrán ver, mi hija, es la encarnación de un cerebro que quiere fugarse a un país donde aprecien su capacidad y pueda ganarse el sustento haciendo lo que le gusta. Y nosotros, sus padres, por supuesto que la seguiremos apoyando en esta decisión de fugarse a un país mejor, mas no perfecto. Su padre y yo sabemos de primera mano que, aunque no lograra obtener un empleo en el vecino país del norte, todo lo que viva, experimente, lea y aprenda allá, le servirá mucho para abrirse paso profesionalmente de regreso en su patria.

Irene Hernández Oñate

Irene Hernández Oñate

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