Sin miedo a la diversidad: reconocer y visibilizar la discapacidad

Sin miedo a la diversidad: reconocer y visibilizar la discapacidad

Por Carlos Alberto Díaz Solano

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Desde hace quince años he reflexionado y experimentado sobre la dignidad del hombre que se manifiesta en la diversidad. El 3 de noviembre del 2006 Alex Sebastián, mi hijo y quien tiene síndrome de Down, llegó al mundo. 

No mentiré. El principio no fue fácil y pasé por crisis de varios tipos: existencial, espiritual, económica y laboral. Caminé por el valle de sombra (Sal. 23) y pasé por diferentes momentos que me han formado. Podría tener una lectura de mi propia vida un tanto trágica, sin embargo mi vida no es una tragedia, sino todo lo contrario. 

En el Discurso sobre la dignidad del hombre, Pico della Mirandola, se propuso reflexionar acerca de las múltiples características que conforman a los seres humanos y menciona los motivos que hacen digno al ser humano por naturaleza. El hombre es capaz de enunciarse a sí mismo, es dueño de su propia vida, puede descubrirse y experimentar su autenticidad con aquellos que lo rodean. 

Grabado Pico della Mirandola

El ser humano es una obra de naturaleza indefinida, sin una forma esencialmente determinada, porque tiene la capacidad de ser forjador de su propio proyecto de vida. Pico della Mirandola nos dice a cada uno de nosotros que a nadie le ha sido asignado “ni un aspecto propio, ni una prerrogativa peculiar con el fin de que poseas el lugar, el aspecto y la prerrogativa que conscientemente elijas y que de acuerdo con tu intención obtengas y conserves”. Esta enunciación es crucial porque señala la posibilidad de reconocer la innegable diversidad humana, y establece como un derecho el ser diferente, sin juzgar que haya seres humanos de primera o segunda categoría. 

La dignidad humana es inherente al ser, lo que significa que no puede eliminarse o decir que alguien es más o menos digno que otro; incluso a pesar de alguna discapacidad o por nacer con síndrome de Down. No basta con afirmar que son igual de dignos que todos; es necesario también ensanchar los estrechos márgenes de acción en los cuales se ha circunscrito el actuar de la persona con síndrome de Down, y cuestionarnos la forma en la que nos hemos relacionado o negado tal vez la posibilidad de convivir con una persona con estas características.

Es tiempo de analizar nuestras actitudes hacia los otros, a veces con una violencia velada e indiferencia, aunque también otras veces con amor y paciencia; porque a veces sin querer reproducimos patrones que discriminan y lastiman. 

Partiendo del reconocimiento de la dignidad humana de cada persona con discapacidad intelectual, es necesario fomentar el derecho que cada uno tiene de desarrollar su propio proyecto de vida, con la compañía de aquellos que son indispensables en la construcción de su identidad. No es un proyecto solipsista, somos seres sociales y por los vínculos nos enriquecemos y desarrollamos como seres particulares y comunitarios. 

Lucadora. Foto: Cligg Booth.

Tristemente, desde hace años, las personas con discapacidad intelectual o física han sido catalogadas como indeseablemente diferentes, y por esa misma característica, como dignas de ser apartadas. 

Foucault en la Historia de la locura muestra que en la época clásica se había pugnado por fincar un muro separador entre los llamados normales y los anormales. A éstos últimos, habiéndoles colgado el letrero de peligrosos, era necesario construirles espacios donde vivieran su diferencia. De este modo se reprodujo el proceso de eliminación espontánea de los asociales, valiéndose para ello del gran encierro, la segregación y el apartamiento de este tipo de sujetos en lugares donde de preferencia no pudieran ser vistos para no crear culpa en los sujetos sanos. Este postulado serviría como base para la creación años después de las escuelas especiales y de diversos centros de rehabilitación de cuerpos imperfectos, que aún hoy siguen escandalizando a muchas buenas –y normales– conciencias. 

Esta idea separatista fomentó a la vez la reproducción del estereotipo que muestra al discapacitado como un ser al cual es necesario guiar en cada uno de sus pasos. Ya que el adulto sano (padre, madre, profesor, rehabilitador o cuidador) estaba convencido del estado inamovible de dependencia absoluta que forzosamente le marcaría la vida a la persona con alguna discapacidad y la obligaría a padecer una vigilancia continua.

Ese ser que se desplaza en forma distinta, que presenta conductas extrañas frente a los demás y que no expresa sus ideas con palabras convencionalmente será concebido como un paciente eterno y jamás como un agente que inicie algo en el mundo. 

Conviene reflexionar las siguientes interrogantes: ¿qué implica nacer con síndrome de Down? ¿cuáles son las ideas socialmente construidas acerca de esta variación genética? ¿el sujeto con síndrome de Down puede vislumbrarse como persona particular o es de antemano integrado al grupo de Los Down y eclipsado por el síndrome? 

Aunque podría pensarse que el asunto es cosa superada y que las barreras que atentan contra la dignidad humana de la persona en esta situación han sido derrumbadas porque la convivencia desde el ámbito familiar, escolar y aún social es cada vez más inclusiva, la realidad es que aún falta mucho por hacer: Ocurre muchas veces que nacer con síndrome de Down encasilla a la persona en el padecimiento y delimita su oportunidad de construir su propio horizonte y particularidad. 

Es necesario que todos los actores de la sociedad se acerquen a la discapacidad en una forma sensible, sin tratar de fragmentar a la persona en las diferentes vertientes de su ser discapacitado; sino que se atreva a verlo como el ser total que es.

Hay que entender el fenómeno desde lo colectivo y la individualidad; porque se trata de una realiad que alguien vive de forma personal, muchas veces pasivamente, en relaciones unidireccionales, como un ser que recibe y no aporta y que a la larga se convierte en una carga para la familia y la sociedad, precisamente porque le han denegado su papel como agente de cambio. 

Hay que reivindicar la personalidad de los discapacitados, con un enfoque de sensibilidad que amplía los horizontes de la propia persona hacia la construcción social de un nuevo tipo de sujeto. 

Susan Peters, socióloga investigadora en situación de discapacidad, reflexiona en su artículo La política de la identidad de la discapacidad la importancia de tres ideas que pueden aportar nuevas luces a la cuestión de la discapacidad: el postmodernismo, las teorías feministas y la pedagogía crítica. Presenta como punta de lanza la idea de que el postmodernismo puede “favorecer un nuevo conocimiento de la discapacidad que se basa en las opiniones de los propios discapacitados (como forma de) reconocer en forma específica la necesidad del autoaprendizaje que se deriva de esas opiniones”. 

Con la pedagogía crítica, las personas con discapacidad, puedan acceder a la oportunidad de desintegrarse de los símbolos y las metáforas culturales que predominan en la sociedad actual, para hacer surgir una etno-filosofía de la discapacidad que se debe manifestar en el campo de la investigación sobre ésta, y que tiene dos características: 1) una ruptura con la ideología del otro inherente a la sociología tradicional y 2) un renovado planteamiento de quién es discapacitado, cómo se describe y con qué objetivo se plantea esta descripción.

Peters propone una identidad de la discapacidad personalizada en la cual el sujeto se reconoce a sí mismo y es capaz de tomar las riendas de su propia persona, dejando las imágenes veladas y los arquetipos construidos.

Recientemente, ha tomado mayor fuerza un movimiento a favor de las personas con síndrome de Down en la región de Argentina. ASDRA es una asociación que convoca a las personas con estas características en ese país desde hace diez años y promueve la idea de que a pesar de la discapacidad es posible ser autogestor. 

En este manifiesto se observa un reclamo de múltiples voces que por años han sido acalladas o que simplemente se consideraban inexistentes: la voz de la persona con síndrome de Down.  Adentrarse en el plano de lo que comúnmente llamamos discapacidad, es irrumpir en un terreno sinuoso. Ya desde el momento de mencionar la discapacidad pueden venir a la mente ideas discriminatorias y esencialistas, por ello se ha terminado por pensar que es más adecuado enunciar el concepto haciendo uso de otras palabras menos hirientes. De esta forma se busca usar términos como “capacidades diferentes”, “minusvalías”, “personas especiales”, en el afán de suavizar el término y crear otras formas de mirar a las personas que se encuentran en esta situación.

El reconocimiento jurídico y la ciudadanía de la persona con síndrome de Down también es fundamental, porque tienen derecho a la escolarización en un aula regular o especial (y no sólo en nivel básico, sino también medio superior y superior); también el derecho a la salud; a tramitar su credencial de elector sin recibir una negativa por parte de los funcionarios electorales; es candidato a desempeñar una labor remunerada y en general desarrolla su propio proyecto de vida de acuerdo a lo que se ha planteado para sí mismo.

Realizar acciones como las anteriores, requiere llevar el síndrome de Down del ámbito de lo privado al público, es decir implica involucrar cada vez a un mayor número de personas que se sientan parte de un hecho que no es aislado y que no debería sernos indiferente porque es una realidad de la condición humana. 

Debemos mirar a la persona como una totalidad y replantear cómo nos relacionamos con la diferencia y la discapacidad. Hay que apostar por una sociedad en la que no existan más barreras, y más bien se construyan puentes que nos lleven a otros horizontes posibles en la que toda persona, sin importar la discapacidad, pueda desarrollarse a sí misma.

Sin miedo a la diversidad: reconocer y visibilizar la discapacidad

¿La familia pequeña vive mejor?

Por Irene Hernández Oñate

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“La familia pequeña vive mejor” fue un eslogan gubernamental en nuestro país a principios de los años setenta; su objetivo era detener la tasa de crecimiento poblacional del país. México crecía en ese entonces a una tasa anual del 3.1 % (en 2020 la tasa anual fue del 1.2%).  

En 1970 yo tenía ocho años y recuerdo que mi padre hizo de dicho eslogan el mantra, de lo que él quería transmitir a sus tres hijos, como el secreto de las familias felices. Siempre que tenía oportunidad ponderaba las ventajas de las familias que sólo tenían dos hijos con aseveraciones como las siguientes: “en los restaurantes la mayoría de las mesas son para cuatro comensales”; “en los autobuses la disposición de los asientos es de dos en dos”; “para cruzar la calle sólo podemos tomar de la mano a dos niños pequeños a la vez”; y “en los autos sedanes la comodidad es sólo para cuatro pasajeros”.

Imagen publicada en El Imparcial, 1974.

A la distancia reflexiono la cantaleta del “mal tercio” que infinidad de veces sacó a colación mi padre; la percibí como una agresión, ya que mis hermanos y yo éramos tres, y definitivamente el “tres” descomponía  la ecuación de la familia feliz que tanto exaltaba mi padre. ¡Y si yo percibía esto como una agresión imagínense con cuánta más razón mi hermana menor! ¿Qué tenía de malo que los niños en las familias superaran el número dos? Este era mi desazonado cuestionamiento interior.

¿A qué viene esta triste anécdota? Creo que lo que mi padre consideraba en aquel entonces una convicción personal, en realidad fue una ideologización sutil que lo atrapó simplemente porque nunca tuvo formación ética cristiana de ningún tipo. Era el clásico bautizado no practicante de su fe y, por tanto, susceptible de enajenarse con cualquier frase que a su entender vendiera alguna ventaja o beneficio existencial.

Atención, esta ideologización que atrapó a mi padre es en realidad, desde mi punto de vista, violencia velada contra la vida humana, en especial contra los niños, tanto los que están en gestación, como los que ya disfrutan de la luz del sol. Porque como lo cantan las sirenas del individualismo rampante: “los niños son los que en términos de cantidad de confort, disminuyen el confort notablemente en relación inversa a su existencia en números absolutos.” (Entre más niños menos confort, pues).

A este respecto vale la pena conocer lo que nuestra madre y maestra, la Iglesia, en la Instrucción Donum Vitae nos enseña: “El hijo no es algo debido y no puede ser considerado como objeto de propiedad: es más bien un don, el más grande y el más gratuito del matrimonio (…) y tiene también derecho a ser respetado como persona desde el momento de su concepción”. 

En esta misma instrucción  “a la luz de la verdad sobre el don de la vida humana y de los principios morales consiguientes, se invita a cada uno a comportarse, en el ámbito de su propia responsabilidad, como el buen samaritano y a reconocer en el más pequeño de los hijos de los hombres al propio prójimo. Resuenan aquí de modo nuevo y particular las palabras de Cristo: <<Cuanto dejasteis de hacer con uno de éstos más pequeños, también dejasteis de hacerlo conmigo>> (Mt 25,40)”.

Familia Shumard. 1950. Archivo municipal de Seattle.

¡Violencia contra los niños, bonita sociedad la nuestra! Una sociedad que pregona su añoranza por la paz, pero que ejerce violencia sobre sus propios miembros.  Pablo VI en su mensaje para la X Jornada de la paz de 1977 afirmaba claramente que “paz y Vida son bienes supremos en el orden civil y además son bienes correlativos pues es innegable la relación de la paz con la concepción que el mundo tiene de la vida humana. ¿Queremos la paz? ¡Defendamos la vida!”  El ahora papa Santo, Pablo VI,  a su vez nos advierte:

“Pero no es fácil, no es sencillo lograrlo porque hay demasiadas objeciones custodiadas en el inmenso arsenal de las pseudo-convicciones, de los prejuicios empíricos y utilitarios, de las llamadas razones de Estado o de las costumbres históricas y tradicionales. […] Para encontrar la clave de la verdad en este conflicto, que de teórico y moral se convierte en trágicamente real […] son esenciales tres imperativos: <<defender la Vida, cuidar laVida, promover la Vida>>”.

Pablo VI

Por último quisiera también compartir un pensamiento de Giovanni Papini sobre Jesús y los niños:

Familia. Foto: Vidal Balielo.

“Jesús a quien nadie llamó padre, se sintió especialmente atraído por los niños como por los pecadores. La inocencia y la caída eran, para él, prendas de salvación; la inocencia, porque no ha menester limpieza alguna; la abyección, porque siente más agudamente la necesidad de limpiarse. […] Jesús vuelve las cosas del revés. Los mayores deben tomar ejemplo de los pequeños; los ancianos deben esforzarse en volverse niños; los padres deben imitar a sus pequeños. En el mundo donde prevalecía la fuerza, donde únicamente se apreciaba el arte de enriquecerse y de sobresalir, el niño era tenido apenas por una larva de humanidad. En el nuevo mundo, en el mundo anunciado por Cristo, donde reinarán la pureza confiada y el amor de la inocencia, los niños son los arquetipos de la ciudadanía feliz.

Giovanni Papini

Con franqueza, yo, que soy madre puedo decir que una de las alegrías que no defraudan (entre las muchas alegrías superfluas con que se engañan los hombres) es la de abrazar o tener en las rodillas a un infante de cara chapeada por una sangre que es también la nuestra.

Kotel, padre e hijo

El Bar Mitzvá es un momento crucial en la vida de todo niño judío. A partir de los 13 años el niño es responsable de su propia fe, puede ser llamado a leer la Torá y también seguirá los 613 mandamientos. Sin embargo para llegar a este punto el niño ha sido preparado: vive la fe de sus padres. La fe se transmite de padre a hijo. El padre emocionado, orgulloso y con amor, ora junto con su hijo en el lugar más sagrado para el judaísmo: el Kotel o Muro de los lamentos. Un momento conmovedor, donde padre e hijo, unidos en un mismo abrazo, en una misma fe, levantan juntos una oración.

Foto: Mauricio Fajardo

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