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Por Araceli Cruz Martín del Campo
“Por eso acepto con gusto lo que me toca sufrir por Cristo: enfermedades, humillaciones, necesidades, persecuciones y angustias. Pues si me siento débil, entonces es cuando soy fuerte.”
2 Co. 12, 10.
Empieza el camino del Calvario y Jesús, después de haber tenido un sufrimiento espiritual capaz de hacerlo sudar sangre, de pasar una noche entera sin dormir, ni comer, ni beber y de haber recibido una espantosa flagelación, es atado al madero transversal de la cruz.
Con este leño de cerca de 50 kilos a sus espaldas y con los brazos sujetos a él, es obligado a caminar descalzo por un terreno cubierto de piedras desiguales. No es de extrañar que pronto tropiece y caiga sin poder meter las manos, golpeándose fuertemente las rodillas y la cabeza.
¡Qué situación!: el Hijo de Dios humillado delante de todo el pueblo que lo había visto hacer milagros y hablar como nadie antes lo había hecho.
Él sufrió ese gran dolor y todo el que vendría después voluntariamente, con paciencia y amor. Lo hizo para salvarme.
Cuando yo sufro una caída, resulta fácil auto compadecerme y negarme a seguir adelante. Cristo me enseña a salir de mí, a dar sentido a lo que me toca vivir, aunque sea doloroso y a ofrecerlo al Padre por los demás.
Señor Jesús, dame fuerzas para levantarme cada vez que las piedras de mi camino me hagan tropezar y caer.

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