Por Binnui Navarro Romo
Síguenos en nuestro canal de Telegram:
https://t.me/spesetcivitas
A propósito de
La Mujer en la Casa
Jean Guitton
Herder, Barcelona, España, 1962.
134, p.
Jean Guitton escribía muy buenos libros con muy malos títulos; éste es uno de los peores títulos: La Mujer en la Casa (1962). Pero también es uno de sus mejores libros, y el título, aunque no parezca, tiene una buena explicación. En su libro, Jean Guitton se ocupa del amor humano subordinado a la finalidad de una vida religiosa y católica. Lo que hizo fue reescribir su libro sobre El Amor Humano (1957); presenta La mujer en la casa como fragmentos más trabajados de aquel otro libro, con la intención de que sea “polvo radiactivo (que pueda ser) recogido por algunos muchachos y muchachas de estos tiempos para ayudarlos, en el transcurso de la vida, a vivir ese gran misterio”.
Guitton advierte que este misterio se le ha comenzado a mirar con resentimiento, con cierta sospecha de ser un mal, o con grandes esfuerzos para que lo parezca (por ejemplo, Simón de Beauvoir; a quien Guitton dedica un capítulo llamado El Segundo Sexo, tal como la obra de Beuvoir, de 1949). Con su título tiene dos propósitos: ironizar y profundizar. El sentido profundo del título da continuidad a la ironía (como haré notar más adelante), pero el sentido irónico nos cautiva y nos hace exigir razones. En el amor conyugal hay más que solo las formas imperfectas que a veces hemos conocido. No podríamos negar que en ciertos momentos de nuestra historia se ha llevado a cabo de muy mala manera, pero eso no significa que en el matrimonio y la maternidad (principales blancos de la crítica de Beauvoir a nuestra sociedad), haya maldad pura. Ciertas cosas deben cambiarse, otras no. Primordialmente, Guitton dedica su libro a la juventud con la finalidad de difundir este mensaje y ayudarnos a aclarar nuestras creencias, para tener una buena vida religiosa.

Como filósofo católico, busca reconciliar la tensión que existe en nuestra vida entre la experiencia del amor humano y la del amor de Dios. Escritor de El Trabajo Intelectual: consejos para los que estudian y los que escriben (1951), también es el filósofo que concilia una filosofía en la que las vías de acción acompañan a las razones. Nos enseña a vivir con paciencia en una vida activa y con Dios siempre en mente. Por vida activa me refiero a una vida de finalidades, necesidades y proyectos humanos.
Se puede ejemplificar y confirmar lo anterior con lo que dice en el capítulo El precoz y el tardío: “en el fondo, lo precoz es el método del humano. Lo tardío es el método que Dios se reserva; Él, que, disponiendo todo el tiempo, es capaz de esperar”. Este es un principio: un consuelo. Luego, intercala los principios y los métodos, incluso, con ejemplos notables. De manera que ilumina nuestros límites, pero, también, las posibilidades dentro de los márgenes de nuestra vida humana, haciéndonos ver nuestra vida en la vida de los demás:
Pero es bueno que la naturaleza y la historia, maestra de los retrasos, engendren consagraciones tardías.
Todo se hace demasiado pronto. Y todo retraso es educador. Tales son los acontecimientos, las circunstancias, los retrasos y las obligaciones que a menudo obligan a las personas a hacer tardíamente lo que debieron haber hecho en la juventud: tales las «vocaciones tardías», como fueron las de los primeros apóstoles.
El amor de Dios no limita nuestro deseo de amar, sino que lo engrandece; es decir, lo educa. Y esto del mismo modo que el amor de Dios no elimina la esperanza humana, sino que la conduce y hasta la sostiene. El mayor consejo de Guitton siempre parece ser que hay que dejarse conducir por Dios: hay que permitirnos aprender y para ello hay que estar dispuestos a tomar decisiones y asumir las consecuencias, para cambiar nuestro rumbo cuando se pueda, y sea conveniente, cambiarlo. En un mundo donde todas las situaciones pueden ser descritas sin Dios (más bien con términos “positivos”, por llamarlos de algún modo y recordando a Comte, su compatriota), él afirma que Dios es la situación que abarca todas nuestras vidas: aprendemos por el amor de Dios, porque permitiéndonos y decidiendo amar, vivimos sobre el camino de Dios. Aquí llegar a pensar positivamente (u óptimamente, para ser más claros) significa esforzarse en pensar teológicamente: con Dios siempre en mente. Ser racional significa decidir amar y abrir todos los senderos para poder hacerlo.
El sentido más profundo del título La mujer en la casa se aclara apenas uno lee las primeras páginas:
La mujer es la que hace la casa más que el albañil. Mi casa es lo que llamo «mi interior», como si fuesen mis adentros, cuando no es sino el caparazón. Pero este caparazón permite mi vida secreta. Este exterior me da un interior.

En discusión con quienes llegan a pensar que el amor conyugal es la finalidad última de la vida, y también con quienes lo consideran un pasatiempo sin mayor importancia que cierto disfrute, Guitton llama al amor conyugal la casa del amor divino: la intimidad que da símbolo al amor de Dios. Para él, el matrimonio y el noviazgo son más que meras formalidades o ilusiones, porque son “trazos de una vida definitiva, apoyadas en la roca de las promesas”. (Cap. VII: La boda de Emaús, p. 42). Afirma que esto sólo podemos comprenderlo quienes tenemos fe: vemos el amor humano como un instrumento de Dios, quizá, más bien, como una vía hacia Dios. Pero creo en este doble rostro del amor humano (como instrumento de Dios y como vía hacia Dios) parece contrastar con las palabras que Jesús responde a sus discípulos, cuando les advierte que en su queja “si ésta es la condición del hombre que tiene mujer es mejor no casarse”, pueden profundizar hacia la vocación del celibato: “¡Entienda el que pueda!” (Mateo 19:10-12).
A pesar de ello, Guitton quiere salvar la experiencia del amor conyugal en nuestro deseo de vivir conforme del amor Dios y sigue luchando (más bien, buscando abrir vías para su amor) contra las duras palabras del evangelio, cuando Jesús afirma: “en la resurrección no se casarán ni ellas ni ellos, sino que serán en el cielo como ángeles” (Mateo 22:30). Aunque señala, en el capítulo sobre El Segundo Sexo de Beuvoir, que no piensa que hay una oposición entre el mandato divino y el matrimonio, pero no por el celibato, sino por la castidad: en la unión matrimonial hay un esfuerzo por llegar a algo incorruptible, pues, como Beuvoir de algún modo vió, en nosotros los seres humanos hay algo más profundo que el sexo, que conforma sólo cierta parte (aunque importante) de la brevedad de nuestras vidas mortales. Para él esto significa el camino para aclarar el sentido más importante del matrimonio. Guitton quiere ver, como en lo personal tiendo a hacer, un trazo de la eternidad, del amor de Dios, en el amor humano que ya sucede en nuestras vidas.
Guitton y yo nos rehusamos a las abstracciones, que hacen de la eternidad una promesa inhumana y disuelven nuestra historia, como si fuera una apariencia o ilusión, para sobreponer lo esencial. Esto lo pude advertir en un bonito capítulo llamado ¿Volveremos a vernos en otra vida?: “concebir la permanencia del yo sin una permanencia del nosotros parece difícil, a menos de imaginar metamorfosis, sustituciones del ser que terminan por despersonalizarnos”. No se trata de una lucha contra la palabra de Dios, sino de un modo de reconciliar la experiencia ordinaria del amor, en el matrimonio, con el deseo de vivir conforme a la palabra de Dios. Así, como Guitton, no creo luchar con las palabras de Dios, sino trabajar con mi naturaleza, pues deseo llevarla al puerto de la salvación.
De acuerdo con él, el sentido del matrimonio se aclara en la continuidad entre la vida mortal y la eterna. El noviazgo y el matrimonio son experiencias genuinas de amor, porque si se vive según la fe se aprende a construir la casa, a ver en el amor humano un puente hacia el amor divino. Se trata de un misterio y para el cristiano esto significa el claroscuro de una verdad que aclara sin ser transparente: sólida como los cimientos, sirve de base, pero no se logra ver a través de ella. Quizá, tal como la eucaristía, el amor conyugal es un símbolo que no rechaza su “apariencia” al poner nuestra fe en el milagro divino y admirar el matrimonio como símbolo de Dios, sino que se complementan, enriqueciendo el sentido de lo ordinario mediante lo revelado: pan y vino son sacrificio del trabajo humano y se transforman en el sacrificio de Dios.

Es así como, años después de haber escrito El Amor Humano (1957) y su reiteración en La Mujer en la Casa (1962), escribe Mi Testamento Filosófico (1997), obra en la que imagina que tras su muerte, en la espera del juicio de Dios, su mujer fallecida antes que él, Marie-Louise, lo visita para tranquilizarlo: su matrimonio, como vía del amor hacia Dios, se volvió un instrumento para su salvación. Fue su esposa quien contribuyó a su salvación. En esa escena de Mi Testamento Filosófico, pone en boca de Marie-Louise una interesante definición del amor humano:
“— ¿Qué es el amor humano?
— Un impulso de vida que se reflexiona, se interioriza y se eleva a lo espiritual. En la superficie, la juventud, la belleza, la pasión, el placer. En el primer nivel de profundidad, la alegría, el honor, la confianza, la estima, el respeto amoroso, la generosidad tierna, el afecto firme y cordial.
— ¿Y en las grandes profundidades?
— El abismo que llama al abismo”.
En el último momento de su vida, encontró la profundidad cristiana que buscaba en el matrimonio. Su esfuerzo me parece fructífero y creo que nosotros podemos recuperar un vocabulario como el suyo (así como seguir su ejemplo de vida), para dirigir nuestro rumbo siempre a Dios, y poder apreciar el doble rostro de nuestra vida, como instrumento de Dios y como nuestra vía hacia Dios, para entrever en el amor humano el camino del amor divino. Aprender a amar sin más. Contemplar que la tensión entre lo divino y lo humano se da en el amor, que es, finalmente, Dios y humano, o Dios hecho hombre… Mi sospecha es que ese es el abismo que llama al abismo: el matrimonio como símbolo de Dios es como el hombre que es la palabra de Dios. Es como el cristiano que busca perseverar continuamente en la finalidad de volverse hijo de Dios. Imitar al ser humano perfecto que fue Cristo. Tarea en la que sólo Dios puede conducirnos, tal como Guitton hacía ante la palabra de Dios, actuando sobre su naturaleza y sobre sus hábitos. Sobre tal profundidad es bueno perseverar para nunca dejar de amar, pero recordemos que un corazón dispuesto a la alegría es también un corazón dispuesto a la tristeza. Así, no puedo evitar sentir que ese dirigirse a Dios es, más bien, siempre, un redirigir constante en torno a la revelación divina y la Iglesia de Cristo.
Con su experiencia, nos enseña a perseverar en Dios y vivir este gran misterio, que, quizá, no sólo es el amor conyugal, sino la vida humana como amor: el camino por convertirnos en hijos de Dios. El amor es un gran prisma que posee más lados que los del amor conyugal, pero posee un sólo vértice principal que es Dios. Vale la pena que se reflexione sobre esto: muchas veces, jóvenes y adultos, no evitamos sentir una grave tristeza al no hallar el amor del noviazgo, o del matrimonio, en nuestras vidas, y vivimos insensibles ante el amor que recibimos e impotentes del amor que podríamos dar. La amistad, la familia, incluso la ciudadanía, son un ejemplo de estas formas del amor humano, pues una casa se construye con varios materiales: ese es mi reclamo hacia Guitton.
Lo más valioso de este libro es que haya sido una reescritura de El Amor Humano (1957): nos enseña que siempre es bueno reconsiderar el gran misterio que es vivir el amor como humanos. No sólo al escribir sobre éste, sino también al vivirlo. Guitton me dio esa oportunidad al leer su libro. Él nos señala que el matrimonio, como podríamos pensar que también es el sacerdocio, son promesas de entrega total a Dios. Le da importancia a los sacramentos de la iglesia católica y busca su sentido vital. A diferencia de la amistad, la familia y otras formas de las relaciones humanas que pueden vivirse virtuosamente (como camino hacia Dios), el matrimonio y el sacerdocio podrían pensarse como instituciones difíciles de cada día. Se trata de tareas más arduas, con promesas de por medio que comienzan un día y no acaban sino hasta la muerte. Los esposos se encuentran después de un cansado día, rezan; los sacerdotes llevan a cabo las tareas cotidianas que mantienen la iglesia de Cristo en compañía de otros sacerdotes; los novios dialogan sobre sus metas; todos en medio de las enfermedades, el trabajo y otras dificultades de nuestro mundo y de otras interacciones cotidianas. El matrimonio y el noviazgo (como un camino hacia el matrimonio) implican formas de intimidad entre dos personas, que el sacerdocio evita por una fuerza mayor en la renuncia a este mundo en nombre de Dios.
Sin embargo, no podemos olvidar que esta casa puede hacerse de varios materiales y con varias habitaciones, y eso podría ser deseable: desear vivir la vida como amor nos exige más que el matrimonio y el sacerdocio, y eso nos da una casa mucho más ancha, menos monótona y más sólida. El matrimonio y el sacerdocio suenan más como a un bello vestíbulo que da a todos los cuartos, que a la casa entera. Quizá, hasta es el techo que recubre toda la casa, pero no es la casa misma: su supervivencia requiere de todo lo demás, pues sólo así habría una casa y Dios la habitaría. Pero lo más importante quizá sea que Dios habita en el amor que llegamos a tener hacia todos los seres humanos, pero antes Dios tiene que ser el cimiento de toda la casa: como una semilla de mostaza, se nos prometió, el amor de Dios cubrirá todas nuestras vidas (Mateo 13: 31-32). Por otro lado, el matrimonio y el sacerdocio deben fortificar y abrir caminos a ese amor, y evitar limitarlo. Quizá, como casas deben pensarse en medio de las comunidades: ¡qué difícil es expresar y vivir el que sólo a Dios debemos adorar si queremos ser felices! Vivir esta vida como humanos con la finalidad de agradar a Dios. Quizá se resume en unas pocas palabras: esforzarse en vivir la santidad.
Usando las palabras de un poema de Machado, este libro es como las estelas que dejó tras de sí un genuino filósofo (pienso a Guitton como un hombre que se esforzó en entender y en vivir la sabiduría, es decir, la palabra de Dios). Por ello recomiendo La Mujer en la Casa (1962) como un libro de cabecera. Este es el término que el mismo Jean Guitton usa en El Trabajo Intelectual (1951) para describir a los libros que nos sirven a lo largo de la vida: porque nos recuerdan el rumbo y nos proporcionan vías más o menos claras para seguir adelante en esa dirección. Los ángulos de La Mujer en la Casa son tantos, y creo que cada pasaje se relacionará mejor conforme avanza uno en edad, pero en cierto momento de la vida, las palabras de Guitton nos suenan sólo a medias y nos sonríen como meras promesas, que la vida nos revelará en su momento. El principio con el que concluyo es que vale la pena siempre reconsiderar: reescribir y reconducir siempre con Dios en mente. Al invitar a leer a este filósofo busco sugerir el camino de la genuina sabiduría: que es la de Cristo, si él es el hijo de Dios. A quien debemos seguir para aprender a vivir el amor al que nos sentimos llamados: sepamos ser precoces y vivir día a día, pero también dispongamos nuestra vida al aprendizaje de la sabiduría, que es el método de Dios y el camino de la santidad.

0 comentarios
Trackbacks/Pingbacks