¡Únete aquí a nuestro canal de Telegram!
Búscanos en redes: @Spesetcivitas
Por la señal, de la Santa Cruz de nuestros enemigos líbranos, Señor, Dios nuestro. En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
«Señor, que la meditación de tu Pasión y Muerte nos anime y ayude a tomar la cruz de cada día y seguirte, para un día resucitar contigo en la gloria. Amén».
V: Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.
R: Que por tu santa cruz redimiste al mundo.
Primera estación: Jesús es condenado a muerte
Por Mauricio Fajardo
“Viendo entonces Pilato que nada conseguía sino que el tumulto crecía cada vez más, tomó agua y se lavó las manos delante de la muchedumbre, diciendo: «Yo soy inocente de esta sangre, allá vosotros». Y todo el pueblo contestó diciéndole: «Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos». Entonces se los entregó para que lo crucificasen.”
Mt. 27, 24 – 26.
¿Acaso no podría Dios chasquear los dedos y, de pronto, eliminar la violencia, la injusticia, el hambre y el pecado? Si le hemos ofendido ¿no podría simplemente perdonarnos y saldar nuestras deudas con su palabra? En cambio, se nos dice que Dios se hizo hombre en Jesús y que, casi buscando su propia muerte, fue crucificado por las autoridades políticas y religiosas de su tiempo para así perdonar nuestros pecados. Parece complejo, innecesario y hasta injusto.
La voluntad de una persona no puede ser conocida a plenitud si la misma persona no la revela, y Jesús afirmó: «Esta es mi sangre que será derramada por muchos para el perdón de los pecados». Nos declara que su muerte no será un asesinato, ni un suicidio, sino un sacrificio. Un sacrificio que redime al hombre de su pecado y que nos convierte en hijos de Dios al darnos la vida eterna.
La Redención, aunque tiene una dimensión positiva (encarnada en un tiempo y lugar preciso), es principalmente un acto de naturaleza espiritual, fuera del tiempo-espacio. La vida entera de Cristo es un vaciamiento, una kénosis en la que se despoja de sus vestiduras divinas para purificarnos como bien representa la escena del lavatorio de pies en la última cena. Pero el momento culmen de este abajamiento es la pasión y la crucifixión.
Es claro que Jesús incomodaba a las autoridades religiosas y que era cuestión de tiempo, para que de un modo u otro fuese llevado a la muerte. Jesús deja correr naturalmente los acontecimientos y la libertad de quienes lo persiguen. Él nunca los condiciona u obliga para que le den muerte. El acto de traición de Judas y el acto de odio por parte del Sanedrín son la ocasión propicia para manifestar este amor extremo de proporciones cósmicas.
En la crucifixión, encontramos la cátedra máxima de todas las virtudes: la obediencia a la Voluntad de Dios, que le costó sudor de sangre a Jesús en Getsemaní; la humildad absoluta en la que el Todopoderoso se hace prisionero; la confianza y el abandono en Dios; pero sobre todo el amor. La cruz sin duda era el castigo más humillante, el medio perfecto para el acto redentor. Dios realiza el sacrificio solamente porque ese sacrificio dará vida. La Resurrección nos muestra que Dios es más fuerte que la muerte y que el mal.
¿Dios podría simplemente perdonar y redimir sin la cruz? Sería posible. Pero entonces ¿cuál sería nuestro bien? La cruz es un camino pedagógico para el cristiano, porque nos da la posibilidad de transformarnos y liberarnos, porque como dice San Agustín: “El que te creó sin ti, no te salvará sin ti.”

Segunda estación: Jesús carga la cruz
Por Claudia Alcaraz
“Los soldados le llevaron dentro del atrio y convocaron a toda la cohorte, le vistieron una púrpura, le ciñeron una corona tejida de espinas y comenzaron a saludarle: “Salve, Rey de los judíos”. Y le herían en la cabeza con una caña y le escupían, e hincando la rodilla le hacían reverencias. Después de haberse burlado de Él, le quitaron la púrpura, le pusieron sus propios vestidos y le llevaron a crucificar.”
Mt. 15, 16 – 29.
Jesús, vamos a recorrer contigo las estaciones de tu agonía y tu muerte. Vamos a pasar un poco de tiempo contigo, renovando el sacrificio que nos dio la vida.
Por ese sacrificio tuyo en la Cruz somos cristianos, y hemos recibido todas las gracias de Dios. Por ese sacrificio tuyo hemos sido salvados.
Ayúdanos a comprender un poco mejor, a amar un poco más, para que después de meditar sobre el camino de tu Cruz, de tu Vocación salvadora, nosotros mismos nos decidamos a dar algo de nosotros.
En el momento en el que cargas con la cruz sobre tus hombros, ya sabes con seguridad que no te la quitarán hasta que te encuentres clavado a ella en el monte Calvario. Pero la aceptas igual. La cruz son todos los problemas, y los problemas nadie los quiere. La cruz no es nada dulce, pero es algo que forma parte de nuestra vida humana. No creo que te pueda prometer que buscaré la cruz a lo largo de mi vida, pero lo que sí te prometo es que intentaré llevarla cuando me la envíes Tú.
Los problemas se miran desde diferentes perspectivas, mis problemas les pueden parecer pequeños a muchas personas, pero Jesús sabe que no son pequeños para mí. Estas cruces no son fáciles de llevar, pero cuando esté a punto de quejarme de ellas, Jesús, ayúdame a recordar y aceptar la cruz.
Por Rodrigo Musi
“Así nos gusta, calladito”, exclamó el soldado romano. Entonces, tomó un traje púrpura y se lo puso. “Para que no digas que no te tratamos bien, Rey de los Judíos”, dijo, nuevamente, el soldado romano, mientras se reía y se reía.
La multitud estaba dividida. Había quienes reían, y había quienes miraban con asombro, con sorpresa, con tristeza. Había hombres, mujeres, niños y niñas viendo la escena. Pero nadie decía nada. Sólo miraban a los soldados romanos atormentar a Jesús. Jesús, por su parte, en silencio, aguantaba los golpes y las burlas. Tenía la mirada en el piso, y la cara tranquila.
“¿Cuál será tu primer decreto?”, le preguntó otro soldado romano, mientras se reía a carcajadas. “¿Acaso será liberar tu tierra?”, dijo, apenas pudiendo hablar por la risa. “¿O que te construyan un enorme castillo, digno de tu poder y tu magnanimidad?”, exclamó el soldado romano, llevándose las manos a la barriga para reírse mejor. En eso, se puso muy serio y se le quedó viendo. Su cara se fue transformando, hasta llegar al enojo y a la furia. Luego dijo: “Yo te voy a decir cómo vamos a celebrar tu reino”. Y luego le señaló una cruz. “La vas a cargar, hasta donde nosotros te digamos”, le dijo, con la cara distorsionada de enojo. Luego repitió: “La vas a cargar, porque esa es tu cruz”. Y entonces, otro soldado romano tomó la cruz y se la llevó a Jesús, quien la tomó, se la puso en el hombro y comenzó a caminar.

Juan de Valadés Leal.
Tercera estación: Jesús cae por primera vez
Por Andrea Fajardo
“Por eso acepto con gusto lo que me toca sufrir por Cristo: enfermedades, humillaciones, necesidades, persecuciones y angustias. Pues si me siento débil, entonces es cuando soy fuerte.”
2 Co. 12, 10.
La procesión atraviesa una de las puertas de Jerusalén y salen de la ciudad. Jesús avanza cansado, adolorido y con el peso de la Cruz, que es el peso de un madero, pero también el peso de la humanidad. Avanza lentamente, despojado de sí mismo y arrastrando los pies, se mueve de un lado a otro y, finalmente, cae.
Sus rodillas impactan en la piedra, no puede ni siquiera meter las manos, las piedrecillas sueltas se incrustan en su piel y el madero de la Cruz lo inmoviliza por un momento en el suelo. Jesús está tan débil que no puede alzarse y, seguramente, su madre lo mira angustiada desde lejos, con ganas de correr hacia él para ayudar a levantarlo; pero con tanta gente no puede acercarse. A Jesús le duele todo: los huesos que a veces no se sienten, la piel abierta por las heridas, le duele su madre y le dolemos todos.
Después de tanto ir y venir desde temprano y tanta angustia de muerte, Jesús está débil, es un hombre sin fuerza que avanza en el abandono de las tinieblas, que poco a poco desciende al Seol. (Sal. 88)
Jesús cae para levantarse, porque, en su debilidad, es fuerte. El mundo nos enseña que el triunfo es de los “fuertes”; pero se trata de una fortaleza que coloca coderas y rodilleras para destrozar al otro sin ser tocado. Jesús va a contracorriente y nos muestra que en la vulnerabilidad y la debilidad está la fortaleza.
Jesús, el Hombre-Dios, que cae nos enseña que es normal caer y que justamente cuando hemos caído y pensamos que no podemos levantarnos, es cuando somos fuertes. En el suelo abandonamos nuestras fuerzas humanas para levantarnos con la fuerza sobrenatural. “Pues si me siento débil, entonces es cuando soy fuerte.” (2 Co. 12, 10)
¿Quién de nosotros no ha caído? Jesús cayó tres veces y tres veces se levantó. Jesús cayó en la muerte y después se levantó del sepulcro. Podemos caer; sólo somos hombres. Abracemos nuestra debilidad para que se note que nuestra fortaleza viene de Dios. La paradoja es que somos más fuertes si aceptamos nuestra debilidad y vulnerabilidad; dejemos obrar a Jesús en nuestras vidas y que nos levante.
No hay que temer a nuestra debilidad. No hay que temer caer ¿Quién mejor que Jesús va entender nuestras caídas? Enternecido por nosotros, va a correr a levantarnos, limpiará las heridas y quitará esas piedrecillas de nuestras rodillas. Ratzinger dijo en alguna ocasión “quien está en las manos de Dios, cae siempre en las manos de Dios”. Aunque la caída sea inevitable, estamos en sus manos, y eso lo cambia todo.

Cuarta estación: Jesús encuentra a su Santísima madre
Por Jared Zapata
«En aquel tiempo, el padre y la madre del niño estaban admirados de las palabras que les decía Simeón. Él los bendijo, y a María, la madre de Jesús, le anunció: «Este niño ha sido puesto para ruina y resurgimiento de muchos en Israel, como signo que provocará contradicción, para que queden al descubierto los pensamientos de todos los corazones. Y a ti, una espada te atravesará el alma».
Lucas 2, 33-35.
¿Cómo podríamos describir el amor de una madre hacia sus hijos? Las palabras no bastarían, es un amor de otro mundo. Un amor que nace de Dios mismo. La mayoría hemos podido experimentar ese amor que nos sana, que nos renueva, que nos arregla el corazón: el amor de nuestras madres.
Cuando éramos niños, bastaba una caricia de esa mujer en nuestro rostro para sentir su afecto, su abrazo para sentir su protección, sus palabras o cantos para que nuestro corazón se llenase de alegría, sus suaves manos que secaban nuestras lágrimas y renovaban la confianza de saber que teníamos siempre un lugar seguro a su lado.
Es preciso recordar también aquellos momentos en los que quizás aprendíamos a caminar, y nos dábamos nuestros primeros golpes al tropezar; esas primeras caídas que las hacían desbordar de preocupación y dolor. Ellas quisieran que nunca nada nos lastimara, incluso si pudieran, se ofrecerían para que el dolor lo sintieran ellas antes que nosotros. El amor de una madre, que se olvida de sí para dar y preservar la vida de sus hijos.
Así una vez más, Nuestra Madre Santísima se vuelve ejemplo de amor incondicional, como profetizara el anciano Simeón, aquel momento en que el dolor le atravesará el corazón había llegado.
María, mujer valiente y fiel, a pesar de este dolor inimaginable que le causó mirar a su hijo Jesús tan herido, lastimado y humillado, decide seguirlo durante todo el camino, esperando la oportunidad para acercarse, para mirarle y con esa mirada expresarle todo su amor. Acompañarlo y transmitirle la confianza de que cada paso que Él daba, ella también lo daba con Él, cargando con la misma pena y el mismo dolor, pero aceptando la voluntad del Padre.
María, la mujer que caminó a lado de su hijo hasta llegar al Monte Calvario, que lo sostuvo con su sola presencia, sería minutos más tarde la mujer que Él querría dejarnos para acompañarnos durante nuestro caminar por esta vida. Nuestro amado crucificado no deja de pensar en nosotros, no deja de preocuparse por nosotros y, en su último momento, nos regala la dicha de poder llamarle madre también a ella, porque nada se reserva para sí y un tesoro tan grande también quería compartirlo con toda la humanidad.
Tú, como hijo reconciliado con el Padre y hermano de Jesús ¿Has aceptado la presencia de esa maravillosa mujer en tu vida? En su aparición como Nuestra Señora de Guadalupe en México nos recuerda lo siguiente:
“Porque yo en verdad soy vuestra madre compasiva, tuya y de todos los hombres que en esta tierra estáis en uno, y de las demás variadas estirpes de hombres, mis amadores, los que a mí clamen, los que me busquen, los que confíen en mí, porque allí escucharé su llanto, su tristeza, para remediar, para curar todas sus diferentes penas, sus miserias, sus dolores”.
Fragmento: Nican Mopohua.
Tú, como Jesús, mírala a tu lado. Ella ha aceptado ser tu Madre, te ha amado desde aquel momento con el mismo amor de Dios y quiere ayudarte a llegar a Él. Verdaderamente está contigo ejerciendo su oficio de madre como con su mismo hijo Jesucristo; ella, la llena de gracia, te acompaña en este camino. Acéptala, ámala y recíbela en tu corazón. Pide su intercesión y nunca dudes del amor que tiene por ti. Recuerda siempre que María es el camino más corto para llegar al cielo.
Por Paz Fernández Cueto
Se acercaba el momento de la Cruz, aquella Cruz de la que Jesús había hablado tantas veces a su Madre preparándola para el sacrificio sublime. Ya había muerto José, el esposo queridísimo que Dios había puesto a su lado para protegerlos de Herodes en Belén, de los peligros durante su huida a Egipto, y durante treinta años de vida oculta de Jesús en Nazaret. No estaría José para defender a su Hijo en Jerusalén de la condena de Pilato, azuzado por la envidia de sus acusadores. No estaría José para librarlo de la crueldad de sus verdugos en la Pasión.
Ya no estaba José, pero María no estaba sola. El Espíritu Santo que fecundó en María el fruto bendito de su vientre, infundiría en la llena de gracia, la fuerza necesaria para seguir a su Hijo camino al Calvario. Entonces volvería a recordar el anuncio de Gabriel al darle a conocer su misión: No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios (Lucas 1. 30).
Días después de que el pueblo aclamara a su Hijo durante la entrada triunfal a Jerusalén, crecían los rumores de persecución contra Él por los escribas y fariseos. Su corazón de madre se llenaría de angustia al recordar las profecías de Isaías, describiendo la muerte de su Hijo, y las advertencias que Jesús había hecho a sus discípulos sobre su pasión y muerte de Cruz.
Después de la Cena, prenden a Jesús y se lo llevan prisionero. María pasaría la noche en vela uniendo su corazón al Suyo, sus sentimientos con los Suyos, su voluntad con la del Padre Celestial. Al día siguiente se enteraría del juicio y de la condena.
Siguiendo la gritería del tumulto, se encuentra con su Hijo en la encrucijada del camino por donde pasa. La espada que el anciano Simeón le había anunciado, cuando con José lo presentó al templo llevándolo entre sus brazos, le traspasa el corazón. Al cruzar su mirada con Jesús, asume plenamente su papel de Corredentora y la abraza ella también con infinito amor. Sabe que no puede evitar a su Hijo el sufrimiento de una Cruz que asume libremente para salvarnos del pecado. No la puede evitar pero si puede consolarlo, aminorar su sufrimiento, con un bálsamo de ternura, de unión, de fidelidad; un sí a la voluntad divina. (Viacrucis de San Josemaría).
María de pie junto a la Cruz, besa los pies de Jesús mezclando la sangre con sus lágrimas. Entre lágrimas, ve morir a su Hijo y nacer a la Iglesia. Se puede decir que María tuvo dos partos: el primero sin dolor por el que nace Jesús en Belén, y otro dolorosísimo al pie de la Cruz, en el que ve nacer a la Iglesia del costado abierto de su Hijo. Es al pie de la Cruz, donde María recibe a cada uno convirtiéndose en nuestra Madre. Al ver a la madre y cerca de ella al discípulo a quien él amaba, Jesús le dijo: “Mujer, aquí tienes a tu hijo”. Luego dijo al discípulo¸ “Aquí tienes a tu madre”. Y desde aquel momento, el discípulo la recibió en su casa (Juan 19, 26-27).

Foto: Joaquín Martínez
Quinta estación: Jesús es ayudado por el cirineo a cargar la cruz
Por Yakamí Machado
“Lleven las cargas unos de otros, y así cumplirán la ley de Cristo. Si alguno se cree algo, cuando no es nada, se engaña a sí mismo. En cuanto a mí, no quiero sentirme orgulloso más que de la cruz de Cristo Jesús, nuestro Señor. Por él el mundo ha sido crucificado para mí, y yo para el mundo.”
Ga. 6, 2- 13, 14.
A veces siento que ser ateo me ha convertido en un ignorante de mi moral espiritual. Mi relación con Jesús ha sido más bien intelectual y estética. Intelectual, porque, como amante de la literatura y egresado de letras, se debe ser muy “poco observador” para no darse cuenta de que, por lo menos, debes leerte el nuevo testamento y un par de pasajes para entender veinte siglos de literatura. Estética porque, como una narrativa, la historia de Jesús es muy interesante por todo lo que implica en la construcción de un personaje.
Sin embargo, esto ha sido detrás de mi cárcel de libros y pensamientos, de óperas rock y películas; negándome a salir al mundo a convivir con las personas. Digamos que, como Cirineo, yo voy como ateo cumpliendo lo que tengo que cumplir, yendo a donde tengo que ir… pero nunca he sido obligado a cargar una cruz; esto entendido como una metáfora del suplicio que alguien sufre, no para cumplir sus sueños o madurar, sino por hacer lo correcto.
El héroe no es aquel que cumple sus sueños (por algo la mayoría muere), no puedes ser héroe de tu propia historia, porque eso entra en contradicción con el papel reivindicador del héroe. La única forma de ser héroe es cuando te toca serlo, y eso no se elige, sólo se es, se cumple; aunque siempre queda la posibilidad de convertirte en un villano, quizá eso que llaman un héroe de tu propia historia, por cierto.
Y yo no soy un héroe y nunca lo seré. No obstante ¿Es esto malo? ¿Quiere decir que me voy a sentar a mirar cómo el héroe me salva? No, va a llegar ese momento en el que, a regañadientes, sin desearlo, tendré que ayudar al héroe, tendré que vivir y participar más allá del muro de mi ego, como todos nosotros lo tenemos que hacer cuando llegue el momento (y llegará). Y pesará y se sentirá injusto. Pero, al final, se sentirá eso que llaman gracia del señor y que los no creyentes llamamos (o al menos yo llamo) sentido responsable de nuestra humanidad. El héroe está sólo hasta que los que estamos abajo lo ayudamos cuando nos necesita. El héroe nos redime cuando estamos dispuestos a hacer lo correcto ¿Y eso en qué nos convierte? Quizá… en seres humanos.
Por Guillermo Salas
«Simón de Cirene, el padre de Alejandro y de Rufo, que volvía del campo y pasaba por ahí, fue obligado a cargar con su cruz. Condujeron a Jesús al lugar del Gólgota, que quiere decir Calvario.»
Marcos 15, 21 y 22.
Como a Simón de Cirene, la vida nos presenta de manera inesperada ocasiones para apoyar a nuestro prójimo cuando más necesita de nuestra ayuda.
Ayudar a otros no siempre es fácil, a veces es un esfuerzo “cuesta arriba” y nos sentimos tentados a seguir impávidos nuestro camino. Tengamos presente en nuestro ánimo el ejemplo de Simón de Cirene, quien al ser obligado por los soldados a cargar la cruz de Jesús desde la salida de Jerusalén hasta el Calvario, recibió la enorme gracia de cumplir un valiosísimo papel en la Pasión de Nuestro Señor, como lo narra San Marcos en su Evangelio.
No olvidemos que cada vez que brindamos caritativamente ayuda a nuestro prójimo necesitado, Dios Nuestro Señor nos lo agradecerá como si ese prójimo hubiera sido Él mismo.

Foto: Alfredo Sánchez Garzón
Sexta estación: La Verónica enjuga el rostro de Jesús
Por p. José Antonio Coronel
“Así, pues, hagamos el bien sin desanimarnos, que a su debido tiempo cosecharemos si somos constantes. Por consiguiente, mientras tengamos oportunidad, hagamos el bien a todos y especialmente a los de casa, que son nuestros hermanos en la fe.”
Ga. 6, 9 – 11.
Debo a una alumna (Tabatha), un libro de Stefan Zweig, que no conocía. Para los cristanos, el Vía Crucis bien merece el título de esa obra de Zweig con un añadido que expresa adecuadamente su grandeza: “Los momentos estelares de la humanidad” (el nombre de la obra del genial austriaco no contiene el artículo “Los”).
Desde luego que la estela de la vida del Salvador es la mayor que puede dejarse en la historia, por la sencilla razón de que se trata de la vida del Dios hecho hombre.
Además, la estela de cada estación del Vía Crucis perdura a través de los siglos, no tanto por los estudios y hallazgos historiogáficos que las van ilustrando, sino por la práctica sencilla de la meditación cristiana. San Josemaría Escrivá se une al modo cristiano intenso, cuando nos invita no solo a pensar, a repasar, sino a vivir la pasión de Jesús.
El martes cuarto de Cuaresma me topaba como todos los años, con esa misma invitación contenida en un discurso de San Gregorio de Nacianzo (hoy Nenizi, Turquía). Este gran doctor de la Iglesia nos animaba, hace mil seiscientos años, a copiar a Jesús, haciéndonos ofrenda santa. Como sabemos, ese es el sentido grande de la mortificación cristiana: no consiste en hacernos daño; sino en hacer morir los estorbos de egoísmo para ofrendarnos a Dios. Así, realmente será sacrificio: operación que convierte (sacrum-facere) nuestras obras en algo sagrado, segregado, dirigido hacia el Cielo. Copio a Gregorio:
“Y para decir aún más: seamos nosotros mismos ofrenda, ya que día tras día queremos sacrificarnos y sacrificar todo lo que hacemos”.
Lo inolvidable de su discurso (la parte práctica) viene a continuación:
“Si eres Simón de Cirene, toma la cruz y síguelo. Si eres el ladrón y te crucificaron con él, reconoce a Dios para ser un hombre justo…Compra la salvación a través de la muerte”. Como decía un amigo mío, para nosotros, la llamada “mortificación” es en realidad vivificación.
Pero, sigamos copiando al buen ladrón: “Entra en el paraíso con Jesús para que veas lo que has perdido (8) y veas la belleza allí”. Como si dijera ¡copia a Dimas, y róbate el Cielo!
“ Deja que el ladrón quejumbroso muera afuera con su blasfemia. Mejor, si procuras cambiar su queja blasfema en reconocimiento de la verdad. Dile a Gestas, como le dijo Dimas: ‘nosotros en verdad padecemos por nuestras culpas, pero Éste ningún mal ha hecho’.
Consigue que también él vea a Jesús con otros ojos. Con los de la verdad completa, con los ojos de la verdad amorosa. Que se duela, por haber dañado al hermano… que se duela por haberse olvidado de Dios que es su Padre, que se duela por haber mancillado su pobre cuerpo… que se duela por menospreciar a los demás.
Esa verdad duele, pero es verdad salvadora… cuando mira también al Salvador, cuando escucha esa palabra que sigue teniendo eco en todos los rincones de esta tierra, también en esos rincones infernales donde el ruido quisiera apagarla. Hasta allí puede escucharse la frase: Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen.”
Si eres Simón el Cirineo (continuemos por nuestra cuenta la recomendación), presta atención al que ayudas, y no le prestes solo tu cansancio y tu mal humor. Compara tu suerte con la Suya, y date cuenta del privilegio que tienes por llevar unos metros de la cruz que Cristo lleva en todos los caminos de los hombres.
Acompaña al enfermo que no tiene compañía, anima a la enfermera que ve personas fallecer en casi cada turno de su servicio. Sonríe al pobre que ha perdido su salario, su trabajo, su modo de sostener a los suyos; y que ha perdido esa experiencia de la propia valía que nos da un quehacer remunerado.
Y paso al personaje que, después de la Virgen María, más me cimbra por su papel en la pasión.
El relato sencillo de la Verónica, su audacia para irrumpir en la ejecución de una condena, y el premio impreso en su velo, parece apuntar a una leyenda pedagógica: El nombre significa verdadero icono (“verus iconus”, como su equivalente griego Berenice).
La Verónica no aparece en los libros del nuevo testamento. Pero aparece en el ambiente del que nacen esos libros: en la tradición apostólica, en el apócrifo evangelio de Nicodemo alrededor del año 350.
El personaje cobra fuerza gracias a la veneración del rostro de Cristo impreso en unos trozos de tela, explicables en su multiplicidad, por los pliegues o dobleces que se hacen en un velo para darle el uso requerido.
Uno de esos trozos se pone a la veneración de los fieles en una capilla en Roma (Santa Maria in Veronica, que data del siglo VIII; y en el siglo XVI el icono era el tesoro de la basílica de San Pedro — se le aplicaba también el expresivo título de mirabilia Urbis: la maravilla de la Urbe.
Ese tesoro desaparece en el saqueo de Roma efectuado por las tropas de Carlos V. Se cree, con buenas razones, que el trozo fue rescatado y es el que ahora se venera en Manopello.
Catarina Emerich hace suya la noticia antigua de que el nombre original de esa mujer valiente era Serafia. Nombre también muy notable (“ser de fuego”, “ser de luz”) Y fue el desenlace de su gesto lo que le dio re-nombre: Como Simón pasó a llamarse Pedro, así Serafia pasó a llamarse Verónica. En ambos casos por el encuentro con el Mesías.
El poder del relato es genial. Cualquier mujer (en realidad, cualquier persona) está llamada a ser Verónica. A ser portadora del verdadero rostro de Jesús.
San John Henry Card. Newmann muestra la didáctica del Vía Crucis notando cómo el encuentro de Jesús con María (4ª estación) viene seguido de una intervención varonil (5ª, el Cirineo) y de una intervención femenina (6ª).
Me resulta muy fácil contemplar la escena de esta sexta estación. Casi podría emplearme con un cineasta para asesorarlo y llevarla a la pantalla:
Blasfemias, insultos, llantos, gritos, ruido de golpes, maldiciones… y de pronto, sin pronunciar una sola palabra, Verónica va a ejecutar su tarea. Es evidente que su espíritu no es belicoso. No lleva armas, solo un paño doblado dispuesto a ser desplegado. Va a limpiar el rostro de Cristo. Es una mujer decidida.
El valor de la Verónica supera la tarea material que ella se ha propuesto. Por unos instantes, la expresividad diabólica del odio se apaga, y nadie encuentra manifestaciones de burla para ese gesto: nadie se ríe de ella.
Precisamente el día mundial de la mujer pensé mucho en ese lance con el que ancianas, niñitas, mujeres, limpian descaradamente la cara de Cristo, en sus hogares, en las redes sociales, en sus ratos de trabajo, de descanso. Nadie realiza esa tarea mejor que una hija de Dios. Nadie les gana a presentar guapo a Jesús.
Reconozco que muchas veces, al confesar a tantas personas, me animo con el ejemplo de las verónicas, y les copio su trabajo. Ya sé que el mejor modo de asear la faz de mi Señor es confesarme bien, ayudar a los penitentes, y animar a muchos a arrancarle una sonrisa a Dios.
Termino, dando gracias a Dios por regalarnos a Verónica.
Por Ana Fernández
Dentro del suplicio de la Pasión, Jesucristo requiere de mucha ayuda material: un poco de fuerza para cargar la cruz, un poco de vinagre para calmar la sed. A lo largo del camino va pidiendo esas ayudas. Sin embargo y sobre todo, Jesucristo está ávido de ayuda espiritual. Si bien Simón de Cirene ayudó a cargar la Cruz, parece más profunda la ayuda y consuelo que le brinda la Verónica: limpiar su rostro.
Según la Tradición, a la mitad del camino del Calvario, una mujer limpió el rostro sucio de Jesucristo. No podemos imaginarnos el dolor del sudor o la sangre entrando de vuelta en las heridas del rostro. Todo un cuerpo llagado. Podríamos pensar que hasta la brisa dolería. El sol infamante resecaría su rostro, sólo un poco de agua podría calmar el malestar físico. En ese momento, la Verónica limpió el rostro de Jesús, le limpió un elemento importantísimo.
El rostro representa mucho en la persona: es la ventana al otro. Mediante el rostro conocemos profundamente a las otras personas porque encontramos la mayor conexión con nosotros mismos: podemos vernos en su mirada, sonreír con su sonrisa, conectar con el beso. Pareciera que no se puede empatizar con un rostro sucio. La Verónica lo logró: empatizó con Jesús y lo limpió para que otros pudieran hacerlo también. Ella tuvo la delicadeza suficiente para lograrlo, ella tuvo el amor para acercarse al más abandonado y devolverle el rostro que le fue arrancado por el sufrimiento, el sudor y la sangre.
El acto de la Verónica nos invita a reflexionar, ¿cómo entiendo el rostro del otro? ¿De qué manera me interpela? ¿Conecto con otros rostros? La Verónica nos enseña una lección de empatía maravillosa. Nos permite romper las barreras no sólo con Jesús sino con nuestro prójimo (entendido como próximo). La Verónica nos enseña que para ver el rostro del prójimo hemos de limpiarlo: limpiarlo de nuestros prejuicios, críticas u ofensas. Sólo así podremos empatizar, sólo así ayudaremos al otro a cargar su Cruz.

Foto: Mauricio Fajardo
Séptima estación: Jesús cae por segunda vez
“Y Jesús les dijo: “Velad y orad para que no caigáis en tentación; el espíritu está pronto pero la carne es flaca”. Y decía: <<Padre mío. Si esto no puede pasar sin que yo lo beba, hágase tu voluntad>>”.
Mt. 24, 41 – 42.
Es doloroso contemplar la Humanidad Santísima de Nuestro Señor Jesucristo hecha un guiñapo. Realmente Jesús está al límite de sus fuerzas, y una pequeña protuberancia en el terreno hace que de un traspié y caiga al suelo, sin poder meter las manos, por llevar sobre su espalda el madero de la Cruz. Al peso de su cuerpo se añade el del madero que macera su ya demacrado Rostro. Nuevos cardenales, chorreados de sangre y raspaduras ocultan el Rostro del más bello de los hombres.
No es la primera vez que cae, ni será la última. Nuevamente, con un esfuerzo indecible se abraza a la Cruz y se levanta. Previamente pasó unos instantes en el suelo, dolorido y aturdido, confirmó que no tenía hueso alguno roto y ante los gritos apremiantes de la multitud y los latigazos del guardia romano, se levantó. Una vez arriba, con dolor y esfuerzo, retomó su Cruz y reanudó, vacilante, su lento paso hacia la muerte. Hay un cuadro muy hermoso del Greco, que está en el Museo del Prado, donde se ve a Jesús con las manos estilizadas, finas, acariciando la Cruz, y al mismo tiempo una mirada brillosa que refleja a un tiempo dolor e ilusión. Ilusión porque nos estaba salvando, estaba pagando el precio de nuestros pecados a costa del dolor, y de sus caídas.
La segunda caída del Señor evoca nuestras recaídas. Si la de Él fue por amor y dolor, las nuestras son por fragilidad y mezquindad. Pero, así como Él se levantó, anhelante, nosotros podemos y debemos levantarnos de nuestras caídas y recaídas. ¡Cuánto aprendemos de morder el polvo! de besar abruptamente el piso, como lo hizo Jesús al caer por segunda vez. Nos conocemos a nosotros, quiénes somos realmente, y no quiénes imaginamos ser o nos gustaría ser. Conocemos el mundo, como es, no como nos lo imaginamos o nos gustaría que fuera. Pero, ya lo dice el refrán: “está permitido caerse, pero prohibido quedarse caído”. Jesús vuelve a levantarse, y nosotros también.
La segunda caída del Señor inyecta una fuerte dosis de esperanza a las situaciones desesperanzadoras con las que en ocasiones nos enfrentamos. El alcohólico que vuelve a tomar después de dos años de no hacerlo; el adicto a la pornografía o masturbación, que vuelve a las andadas después de seis meses limpio; el que había dejado el cigarro o la droga y cede a una probadita más; el que había cortado con una amistad prohibida –por ir en contra de su matrimonio o su vocación- y la retoma nuevamente. Esas experiencias dolorosas, de fragilidad, tienden a arrancarnos la esperanza: “para qué sirvió tanto esfuerzo”; “ya ves, quieras o no quieras, siempre vuelves a lo mismo”; “acéptalo, no puedes cambiar”. Al ver a Jesús caído podemos reconocernos en nuestras recaídas; al verlo levantarse, no nos queda otra que volverlo a intentar, sabiendo que no es fácil, como no le fue fácil a Él retomar la Cruz, pero que vale la pena el esfuerzo.
Ver su Humanidad caída es como una metáfora de la humanidad caída que nos rodea. Tendemos a perder la esperanza ante este mundo herido, corrompido, pues pareciera que tiene podrida el alma. La humanidad está caída, basta ver el imperio de la mentira, los millones de abortos que se practican legalmente, la investigación con embriones, la trata de personas, el comercio de órganos, el narcotráfico, la corrupción… la humanidad está caída, como estuvo caída la Humanidad de Cristo. Pero, así como Jesús se levantó, confiamos en que no nos faltarán las fuerzas, sacadas de la debilidad, para darle al mundo la vuelta, como a un calcetín. Jesús no permaneció caído, y nos corresponde a los hijos de Dios, a los que seguimos de cerca a Cristo, no permitir que nuestro mundo permanezca caído, sino porfiar, una y otra vez, por levantarlo, por levantarnos.
“Su caída nos levanta, su muerte nos resucita” (San Josemaría), su caída nos da lecciones de vida, nos ofrece una bitácora, un procedimiento, una guía. Nos coloca en el realismo de la lucha cristiana: caeremos, no una vez, varias veces; pero otras tantas nos levantaremos y, al hacerlo, ayudaremos a los demás a no permanecer caídos y nos empeñaremos, con esperanza en levantar a un mundo, a una civilización, a una Iglesia caída.
Por Fam. Zubieta Vera
Te acompañamos Señor en estos terribles momentos de tristeza y zozobra. Nos sentimos huérfanos ante tu dolor y sufrimiento. Sufrimiento por nosotros y por todos los hombres que pasan de largo, que te ven y sonríen, que te miran sin mirarte, que no sienten compasión alguna por tu dolor y abandono.
Es por nosotros — pecadores, que somos tantas veces indiferentes — que cada paso y cada caída de esta larga agonía que sufres tiene sentido. Es por tu amor infinito que estuviste dispuesto a hacerte hombre y a sufrir esta desgarradora amargura. Una alma pura y sin culpa, un hombre “que todo lo ha hecho bien” (Marcos 7:37). Y aun así te hemos condenado a muerte. Tu infinito amor lo hemos pagado con una condena injusta, llena de falsedades y calumnias. “Perdónalos Señor porque no saben lo que hacen” (Marcos 15: 29-30).
Rendido y sin poder más, muchos hubieran decidido quedarse en el suelo, en señal de derrota. Tú te levantas por segunda vez sin fuerza; no por los insultos y los golpes que traspasan tu piel, sino por tu enorme amor de Padre y redentor. Por tu férrea voluntad de ver esto consumado; no por terminar la agonía sino para pagar por nuestros crímenes y culpas.
Según la tradición, tus caídas evocan la caída de Adán, la caída de toda la humanidad a causa de nuestras faltas. Tú has decidido caer con nosotros para encontrarnos en el suelo. Pero sabemos que estar en el suelo implica la certeza de que estarás para levantarnos, una y otra vez, para encontrarnos contigo.

Octava estación: Jesús consuela a las mujeres de Jerusalén
Por Fernando Ontiveros
“Y les decía: “El que os recibe a vosotros, a mí me recibe; y el que me recibe a mí, recibe al que me envió. El que diere de beber a uno de estos pequeños aunque sólo fuera un vaso de agua fresca, en verdad os digo que no perderá su recompensa.”
Mt. 10, 40 – 42.
En la vía dolorosa Jesús encuentra a mujeres llorando por él. Su respuesta sorprende un poco: no lloren por mí, lloren por ustedes y por sus hijos, porque lo que viene será muy difícil.
Tratando de encontrar interpretaciones o exégesis he leído sobre compasión, la futura caída de Jerusalén e inclusive mensajes ambientalistas.
Sin estar aún convencido de entender este pasaje escuché al Obispo Robert Barron reflexionar sobre las palabras de Nuestro Señor: No suaviza el significado, habla del pecado y el mal, de su realidad en el mundo y en nuestros corazones. Habla de un Jesús que es Juez, que nos alerta a la realidad de las consecuencias de nuestros actos.
Si el hombre es capaz de crucificar al Salvador ¿qué retribución puede esperar? Al mismo tiempo, sin embargo, es Él quien nos enseña el camino y la esperanza de resurrección. ¿Estamos listos para tomar la vía dolorosa? ¿Estamos dispuestos a perder esta vida para ganar la eterna? ¿O acabaremos diciéndole a los montes: “Caigan sobre nosotros”?
Por Mariana Vera
“No lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos”.
Lc. 23, 28.
Algunas mujeres que seguían los pasos de Nuestro Salvador, de alguna manera lograron romper la fila de los soldados que jaloneaban y empujaban a Jesús.
Su dolor las llevó frente a Nuestro Señor y Jesús las anima a mirar más allá del doloroso calvario por el que Él está pasando.
Les muestra el camino de nuestra redención que es la transformación diaria de nuestro corazón hacia Él; les pide arrepentimiento de sus culpas, dolor de sus pecados y los de la humanidad entera. Jesús quiere que todos los corazones de los hombres vuelvan a Él, que es el Amor Infinito.
Te pedimos Jesús que nos des tú corazón, que es generoso y misericordioso, siempre dispuesto a perdonar. Te pedimos que nos enseñes a consolar así como tú nos Consuelas.
Cuando nos encontremos con el dolor causado por el pecado, te pedimos Jesús nos ayudes a volver a ti.
Ayúdanos a aconsejar y a consolar a nuestros hermanos que se han perdido en el camino. Danos oídos listos a escuchar, corazón abierto al perdón, y entendimiento capaz de ofrecer opciones y alternativas para que nuestros hermanos te encuentren a ti Señor.
Te adoramos, Cristo y te bendecimos, que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.

Novena estación: Jesús cae por tercera vez
Por Jesús Alcántara
«Cristo, habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados, se ha sentado a la diestra de Dios, de ahí en adelante esperando hasta que sus enemigos sean puestos por estrado de sus pies; porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados.»
Heb. 10, 12 -14.
Como afirma la Carta a los Hebreos, para el cumplimiento pleno de su misión sacerdotal, Nuestro Señor Jesucristo se hizo semejante a nosotros en todo, menos en el pecado.
Y si bien, ese todo implica la experiencia humana integral, con sus esperanzas y alegrías, con su belleza; es evidente que el Señor se hizo solidario con nosotros de manera especial en la experiencia del límite, de la debilidad.
Desde el inicio de su vida terrena, y en cada etapa hasta el momento de entregarla en el Calvario, Jesús experimentó de muy diversas formas la marginación, el rechazo, la persecución, el esfuerzo, la tristeza, el abandono, la pérdida.
Para decepción de muchos, no vino al mundo a ejercer el poder político, ni económico ni militar. Y, lo que es más, experimentó como una tentación del enemigo la posibilidad de conseguir ese tipo de fuerza.
Por el camino de la cruz –como no podía ser de otra forma– la debilidad del Señor se fue profundizando, y cae una vez más.
Pero para Jesús, las caídas no son sino una parte inevitable de la misión que ha asumido por completo, siendo consciente de su propia debilidad.
Cualquiera de nosotros, si hubiera sido víctima de una injusticia tan evidente y de un desgaste físico y psicológico tan extremo, muy probablemente se habría dejado morir ahí mismo, y no habría habido ya poder humano que le obligara a retomar el camino. Quizá, incluso, habría estado dispuesto a que le arrebataran la vida sin levantar siquiera la cabeza del suelo.
Pero a Jesús nadie le quita la vida, es él quien la entrega. Por lo tanto, no es la extrema violencia de sus torturadores lo que le empuja a levantarse; tampoco recibe en ese momento la ayuda de una intervención milagrosa; desde luego, no descienden las legiones de los ángeles a cargar su cuerpo machacado.
Si a pesar de las caídas, el Señor logra continuar, es sólo por su entrega sin reservas a la voluntad del Padre, que lo ha enviado –precisamente– para que llegara este momento; y está dispuesto a beber hasta la última gota del cáliz que ha recibido.
En la tradición bíblica, el número 3 tiene un sentido de totalidad. La tercera caída de Jesús rumbo al Calvario, bien puede ser vista como la manera en que el Señor ha abrazado de manera definitiva la debilidad humana.
Nuestras vidas están marcadas profundamente por la debilidad, por la impotencia. Desde nuestra infancia, los seres humanos no hacemos sino aprender a lidiar con nuestras propias limitaciones y, en la medida de lo posible, a superarlas.
En el proceso, las caídas de todo tipo son una constante, que resulta dolorosa, frustrante y que puede llevarnos incluso a la desesperación. Pero sin ellas, sería imposible aprender a caminar.
El libro de los Proverbios lo dice con una fórmula, al mismo tiempo simple y bella: “siete veces cae el justo, y vuelve a levantarse”. Por lo tanto, no es la caída lo que nos define, sino el reemprender el camino.
La pasión de Cristo es, en ese sentido, una síntesis de todos los dolores y de todas las fragilidades humanas; pero también es una fuente de esperanza, pues nos recuerda, incluso cuando nos encontremos tirados por el suelo, que no hay dolor, desventura o debilidad que no hayan sido ya compartidos y superados por el mismo Cristo, en condiciones iguales o peores que las nuestras; que él mismo camina con nosotros y no nos abandona a nuestra suerte, sino que la asume, nos da aliento y nos renueva, cuando ya no nos quedan más fuerzas.
Por eso, como San Pablo, podemos afirmar que, si de algo podemos gloriarnos es de nuestra debilidad, pues es en medio de nuestra debilidad donde se perfecciona el verdadero poder de la gracia de Dios.

Taller de San Cristobal. León Ortega.
Décima estación: Jesús es despojado de sus vestiduras
Por p. Joseph Burtka L.C.
Libro: 14 Santos para 14 Estaciones
“Llegando al sitio llamado Gólgota –que quiere decir lugar de la calavera-, dierónle a beber vino mezclado con hiel, mas en cuanto lo gustó no quiso beberlo. Después, los soldados se dividieron los vestidos echándolos a suertes, y sentados, hacían allí la guardia.”
Mt. 27, 33 – 36
El cuerpo humano es la obra más maravillosa de la creación de Dios. Cuando el salmista reflexiona en su belleza dice: “te doy gracias por tantas maravillas: prodigio soy, prodigios tus obras” (Sal 139, 14). Al compararlo con los cielos, la luna, las estrellas y todo lo demás que existe en el universo, se maravilla: “¿qué es el hombre para que te acuerdes de él, el hijo de Adán para que de él te cuides? Apenas inferior a un dios lo hiciste, coronándolo de gloria y esplendor” (Sal 8, 4-5). Después de recibir y nombrar a todos los animales que Dios creó, Adán seguía sintiéndose sólo e incompleto. Ninguno de ellos podía corresponder a su necesidad esencial de amar y ser amado.
Así que Dios formó a Eva de su misma carne y todo cambió. Cuando Adán la miró, cayó en éxtasis y exclamó: “Esta vez sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne” (Gn 2, 23). Estaba maravillado y con razón. El hombre en cuerpo y alma, está hecho a imagen y semejanza de Dios. Es el reflejo de la gloria de Dios en el mundo visible. Es, por así decirlo, una estatua viviente, un ícono animado de la Trinidad invisible. Sin embargo, desde que el hombre pecó, nuestra percepción del cuerpo humano ha cambiado.
Sigue siendo maravillosa, gloriosa, pero ahora está marcada por una predominante sensación de vergüenza. No mostramos nuestra desnudez en público. Es causa de afrenta. Nos hace sentir vulnerables e indefensos. Es lo primero que sintieron Adán y Eva después de comer del fruto prohibido, incluso antes de percatarse que habían ofendido a Dios: “entonces se les abrieron a entrambos los ojos y se dieron cuenta de que estaban desnudos” (Gn 3, 7). Observar su desnudez no fue una experiencia agradable. Se sintieron extraños, humillados y rápidamente “cosiendo hojas de higuera, se hicieron unos ceñidores” (Gn 3, 7).
La imagen de Dios había sido dañada. Cuando se miraron uno al otro el cuerpo, ya no percibieron la gloria de Dios. La desnudez se ha convertido en sinónimo de vulnerabilidad e incluso de despersonalización. Una de las maneras más devastadoras de degradar a alguien es desnudarlo frente a una multitud. Es una manera de decir: “Tengo dominio y poder absoluto sobre ti. No eres nadie”.
Cualquiera que haya visto los videos de mujeres siendo rapadas en público después de la Segunda Guerra Mundial por haber apoyado a los nazis, puede darse una idea. Reduce a la persona a un objeto frágil.
Los romanos generalmente crucificaban a sus víctimas desnudas. Causaba mayor impacto y aumentaba el grado de conmoción. Tres hombres clavados en maderos, desnudos, en un monte con vista a la ciudad; era una escena que no se olvidaría fácilmente.
Nosotros, por el contrario, nos hemos acostumbrado a los crucifijos que cuelgan de nuestras paredes. Y por respeto a nuestro Señor, siempre se le muestra cubierto con un taparrabos; aunque parece poco probable que los romanos hubieran obviado ese último elemento de tortura sólo para aplacar la sensibilidad judía. El propósito de la crucifixión era justamente exasperar esas sensibilidades y causar tanto dolor como fuera posible.
Una vez que Jesús quedó expuesto, puedo imaginar a los soldados aprovechando su desnudez para proferir con vulgaridad insinuaciones fuera de lugar o chistes indecentes. Después de todo Jesús no fue crucificado por una compañía de personas atentas o consideradas. La atmósfera se hace densa sólo de pensar en Él siendo abusado de esa manera en presencia de su madre y otras mujeres. Imagino a Juan abrazando a María, sosteniendo su cabeza con fuerza sobre su pecho, cada vez que algún degenerado escupía una obscenidad. No había nada que él pudiera hacer para protegerla de tales faltas de respeto… sólo trataba de acallarlas.
Es curioso que, en el Edén, el hombre pecó y escondió su desnudez de Dios y en el Calvario, Jesús toma ese pecado y expone ante todos su desnudez. Un paso más en su búsqueda de reparar cada una de las consecuencias de nuestras faltas. A pesar de la humillación que implicaba, en ocasiones me pregunto qué tanto se habrá lamentado Jesús de su desnudez ante la intensidad del dolor que soportaba. Así como la mayoría de las mujeres piensan poco o nada en quedar expuestas mientras dan a luz, debido al miedo, dolor, expectación y cansancio de esta abrumadora experiencia; tal vez para Jesús su desnudez era irrelevante, algo que causaba más dolor a sus seres queridos que a Él mismo. O quizás no. Un hospital es un ambiente de profesionalismo y cuidados paliativos. Ahí la gente trata de ayudar y animar. Jesús, por el contrario, estaba siendo torturado. Todo lo que pudiera ser usado en su contra para aumentar su sufrimiento era sin duda alguna utilizado.
La desnudez seguramente intensificaría la agonía. Pienso que la manera en la que lo desvistieron fue incluso peor que el hecho mismo de quedar desnudo, y no me refiero a la violencia de los soldados. Lo que más me incomoda es que a la vista de un moribundo, hayan repartido entre ellos sus ropas.
Me trae a la memoria el tratamiento satánicamente sarcástico de los prisioneros condenados a la cámara de gas en Auschwitz. Antes de ser escoltados a sus “duchas”, les pedían que se desnudaran y colgaran su ropa en los ganchos proporcionados. Los guardias decían: “no se olviden dónde han dejado sus pertenencias. Las necesitarán para después de su placentero y cálido baño. Recuerden amarrar juntos sus zapatos con las agujetas para que no se pierda alguno por accidente”. Con falsa amabilidad y fingida preocupación, llevaban a las pobres víctimas a su muerte para después repartirse sus ropas para su uso personal.
¿Cómo se habrá sentido Jesús viéndolos apostar por su túnica de una pieza? ¿O, cuando escuchó al ganador cacarear de júbilo, mostrándosela y mofándose de Él: “¡Gracias gusano, ya no vas a necesitarla! Claro que tendré que lavarla para eliminar el olor judío que la impregna.”? Despojar de vestido las espaldas de un moribundo es equivalente a decir: “Ya estás muerto. No hay esperanza para ti. Tú ya no importas”. La sensación que imprime en el alma de la víctima es de absoluta desesperanza. No habrá batallón que lo libre. Ninguna misión de rescate. No habrá final feliz. La única forma en la que bajará de la cruz será en una bolsa para cadáver.
No debemos olvidar que, a pesar de todo el sufrimiento y abuso psicológico, Jesús en ningún momento fue una víctima pasiva. Él dijo: “Porque doy mi vida, para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente” (Jn 10,17-18). A cada paso de su pasión mantuvo voluntad firme. Hasta el más mínimo detalle fue pensado desde toda la eternidad para revelar la magnitud de su amor y así cumplir las Escrituras. Nada fue producto de la casualidad.
En esta estación, Jesús enfatiza la totalidad de su propia entrega al desprenderse de todo lo que poseía, hasta la última prenda de su vestimenta. No tenía casa, ni tierras o cualquier tipo de posesión material para dar. Renunció a todo aquello desde el inicio de su ministerio público. Lo único que le quedaba era la ropa que llevaba y la entregó gustosamente, con tal de que tuviéramos vida en Él. Nada más importaba. ¿Qué son los bienes terrenos en comparación con el regalo de la vida eterna?
Esa misma pregunta se propuso responder Giovanni Bernardone cuando decidió dejar a su familia, amigos y herencia para dedicar su vida a la Señora Pobreza.
Giovanni, conocido después como Francisco, nació en 1182 en la pequeña localidad de Asís, al centro de Italia. Hijo único de un rico comerciante de telas, fue muy consentido por su mamá y adorado por su papá. Don Pietro soñaba con que su hijo se convirtiera en famoso cortesano, galante caballero o incluso miembro de la nobleza. Con su éxito en el comercio y la riqueza que estaba acumulando, su hijo tenía un futuro asegurado.
Para desgracia de Pietro, Francisco pronto se desilusionaría de las cosas del mundo. Ya había sido asiduo a las fiestas, tomado parte en la guerra, hecho sus primeras incursiones en el negocio familiar. Pero nada le llenaba. No encontraba la paz. Así que comenzó a rezar.
Un día, cuando el joven de 24 años rezaba en las ruinas de la iglesia de San Damián a las afueras del pueblo, escuchó una voz proveniente del crucifijo que colgaba del ábside: “Francisco, reconstruye mi iglesia”. De inmediato puso manos a la obra, creyendo que la voz venía sin más ni menos que de Jesús quien le invitaba a renovar San Damián.
Recolectó piedras y pasó largas horas parchando los agujeros del edificio. Era un trabajo arduo al que no estaba acostumbrado, pero siguió adelante con un celo que no había demostrado antes en otros asuntos. Llegó un momento en el que su proyecto requirió más que unos cuantos ladrillos y mortero.
A Francisco se le ocurrió vender gran parte de la mercancía de su padre para así juntar fondos para la pobre iglesia. Por esos días Pietro se encontraba ausente en un viaje de negocios y Francisco asumió que estaría feliz de contribuir con sus recursos a tan valiosa causa. Tristemente, había juzgado erróneamente los intereses de su padre, ignorando sus grandes anhelos con respecto a su hijo. Las tensiones entre ellos habían ido creciendo desde hacía tiempo, aunque Francisco no se había dado cuenta. Sus vidas comenzaron a distanciarse.
Pietro tenía una creciente preocupación por la falta de interés de su hijo en la empresa familiar. Vio que se convertía en un soñador… vivía fuera de la realidad. Comenzó a temer que estaba perdiendo la cordura. Mientras tanto, Francisco pasaba más y más tiempo orando en la iglesia derruida al otro extremo del pueblo y cada vez menos en la tienda de su familia.
Cuando regresó Pietro enfureció al descubrir la ausencia de las telas. Su hijo estaba fuera de control y si él no tomaba cartas en el asunto, arruinaría su vida y la de toda la familia. Sin haber siquiera desempacado, corrió a la iglesia para castigar a su hijo y reclamarle sus bienes. Al no encontrarlo ahí, fue con las autoridades locales a pedir justicia. Las cosas ya no podían seguir así. Estaba deshonrando el nombre de la familia y pronto se convertirían en el hazmerreír del pueblo.
Preocupado, el obispo de Asís, decidió encargarse personalmente de la situación llamando al padre y al hijo a su residencia para analizarla y encontrar la solución más apropiada. En lugar de tratarse como un asunto de familia, el evento se convirtió en un juicio público de toda índole.
El pueblo entero había escuchado sobre la riña de los Bernardone y se reunió en la plaza para averiguar qué se decidía. Con Pietro de un lado y Francisco del otro, el obispo los interrogó sobre los detalles de la disputa. Aprovechando la oportunidad, Pietro relató con pasión y detalle las injusticias de que había sido objeto, terminando su recuento al exigir que Francisco le devolviera todo lo que había robado.
Hubo una pausa de silencio y todos los ojos se volvieron a Francisco. A diferencia de su iracundo padre, el joven hablaba mansa y suavemente. Admitió que había tomado muchas cosas de su padre, pero que había sido un acto de buena fe y con la intención de reconstruir una iglesia. Le apenaba haber ocasionado tal disgusto y confusión y decidió devolverle a su padre no sólo el dinero que había recibido por la venta de las telas, sino todo aquello que hubiera recibido de él en su vida.
Inmediatamente y para asombro de todos, se despojó de sus ropas y las dejó a los pies de su padre diciendo: “renuncio a mi herencia y a todo lo que me ha sido dado por mi padre Pietro. Es suyo. Pertenece a él. Desde ahora no llamaré a Pietro mi padre… sólo a Dios”.
Permaneció ahí de pie, desnudo, con la cabeza gacha y los ojos clavados al suelo. El obispo, movido por la compasión cubrió rápidamente con su manto al modesto joven y lo llevó al interior de su domicilio privado, lejos de la multitud enmudecida de asombro. No es necesario decir que el espectáculo sacudió a todo el pueblo o que se habló de ello por mucho tiempo.
Francisco dio un paso monumental hacia la santidad, desprendiéndose de las ataduras terrenas, materiales y sentimentales – al parecer nunca se reconcilió con su padre – y consagrándose para siempre al Señor. Para él, la vida era Cristo y nada más importaba. Se abandonó en las manos del Padre, confiado a su incesante cuidado paternal: “No andéis, pues preocupados diciendo: ¿qué vamos a comer? ¿Qué vamos a beber? ¿Con qué vamos a vestirnos? Que por todas esas cosas se afanan los gentiles; pues ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso. Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura” (Mt 6, 31-33)
Debido a la maldad y el enojo de los soldados, Jesús fue despojado de sus vestiduras a la fuerza y con violencia. Pero podría haberse desvestido solo, con cuidado, colocando su ropa en el suelo para después subir a la cruz. Ya no las necesitaba pues se dirigía al Padre. Estaba agradecido porque le habían sido de utilidad. Quizá dijo alguna oración como la que Francisco escribió hacia el final de su vida – el Cántico del Hermano Sol y la Hermana Luna – añadiendo un verso de su propiedad. “Alabado seas mi Señor con todas tus creaturas, especialmente la hermana túnica, que me mantuvo caliente durante la noche y me protegió del sol en el día. Que ella pueda continuar su agraciado servicio con alguno de estos soldados”.
Lo que es cierto, es que nada le fue arrebatado. Todo lo dio libremente.
Por p. Luis Guillermo Robles Prada S. de J.
“Los soldados, una vez que hubieron crucificado a Jesús, tomaron sus vestidos, haciendo cuatro partes, una para cada soldado, y la túnica. La túnica era sin costura, tejida toda desde arriba. Dijéronse, pues, unos a otros: ‘No la rasguemos, sino echemos suertes sobre ella para ver a quién le toca’, a fin de que se cumpliese la Escritura: ‘Dividiéronse mis vestidos y sobre mi túnica echaron suertes.’ Es lo que hicieron los soldados.”
Jn 19, 23 – 24.
Adán y Eva antes del pecado estaban desnudos, y “no sentían vergüenza” (Gn 2, 25) ni mutuamente, ni ante Dios. Estaban desnudos ante Dios, en la perfecta obediencia a él, en una desnudez casta (no se avergonzaban) y pobre (no poseían nada). Su pecado fue un pecado de desobediencia, pues consistió en negar el señorío de Dios. Este pecado provoca múltiples consecuencias. Adán y Eva siguen desnudos, pero ahora sienten vergüenza mutua (se cubren) y vergüenza ante Dios (se esconden de él). La desobediencia hace que la desnudez sea problemática, no casta. Además, como hay que cubrirla, se hace necesaria la propiedad, en primer lugar, la de los vestidos (cf. Gn 3, 7-10).
¡Oh piadosa sabiduría de nuestro Dios!
J.H. Newman, Loor al Santísimo en las alturas
Cuando todo era pecado y vergüenza,
Un segundo Adán a luchar
Y para el rescate vino.
Jesús es el nuevo Adán (cf. 1Cor 14,45). El Hijo de Dios, por amor a su Padre y por amor a los hombres, ha querido cargar, desde su Encarnación, con las consecuencias del pecado: por eso ahora, al ser despojado de sus vestiduras, siente vergüenza. Su cuerpo martirizado, ensangrentado, queda expuesto ante las agresivas miradas de la muchedumbre.
“Ser despojado de las vestiduras en público significa que Jesús [ante la sociedad] ya no es nadie, no es sino un marginado, despreciado por todos… Jesús, de este modo, asume la situación del hombre caído”.
Vía Crucis en el Coliseo, Viernes Santo de 2005, textos del Card. Joseph Ratzinger
Pero al mismo tiempo Jesús se muestra desnudo –como el primer Adán antes del pecado– ante Dios Padre.
“El nuevo, definitivo Adán, muestra al Padre la forma de su creación originaria, cargando libremente con todos los pecados y vergüenzas del viejo Adán. El Padre tiene que ver todo sin velos: lo que él creo, lo que de él se alejó, lo que – de aquello que se había perdido – a él es vuelto a traer [por su Hijo]. Todo eso es visible en este cuerpo”.
Vía Crucis presidido por el Santo Padre Juan Pablo II, Viernes Santo de 1988, textos de Hans Urs von Balthasar
Jesús, en su Pasión, muestra al Padre las consecuencias del pecado, y el pecado mismo “cargando con nuestros pecados subió al madero” (1Pe 2,24). Toma nuestro pecado sobre sí, para confesarlo al Padre, y llevarlo consigo cuando, tras su muerte de cruz, “descendió a los infiernos” (Credo Apostólico) para traernos, en la mañana de Pascua, con su Resurrección, la gran absolución de Dios Padre. Por eso Juan Bautista dijo de Jesús: “Este es el cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29).
Ahora Dios Padre ya sólo puede ver al viejo Adán –que somos también todos nosotros, pecadores– a través del amor “hasta el extremo” (Jn 13,1) del nuevo y definitivo Adán, su Hijo, Jesucristo nuestro señor. En su obediencia de amor al Padre, Jesús “haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Flp 2,8) dejándose despojar, se entrega completamente; así realiza la castidad perfecta “por el Reino de los Cielos” y, desnudo, se muestra perfectamente pobre, pues ya no tiene nada en este mundo.
La entrega perfecta de Jesús va de la mano con la entrega que Dios Padre hace a los hombres: en el cuerpo de Jesús despojado de sus vestiduras “es visible todo lo que el Padre da a los hombres. Dios no tiene nada más precioso que dar: a lo largo de los siglos dará a la humanidad este cuerpo desnudo en cada celebración de la Eucaristía. Corpus Christi, qui tollit peccata mundi. El Cuerpo de Cristo, que quita el pecado del mundo.” (Via Crucis presidida por el Santo Padre Juan Pablo II, Viernes Santo de 1988; textos de Hans Urs von Balthasar).
María, la nueva Eva, Madre de Dolores, ve a su hijo despojado de sus vestiduras, desnudo, como cuando ella lo dio a la luz. “También ella junto con el Padre celeste, en la libertad más dolorosa, entrega a la humanidad entera el cuerpo santo de su Hijo, que libremente se sacrifica”. (Ibidem). Ella nos invita a participar en su sí; a ser conscientes que cada vez que recibimos el Cuerpo de Cristo, decimos –movidos por el Espíritu Santo– sí, amén, a su sacrificio; decimos sí, amén, a el don que Dios Padre nos hace en su Hijo, que se entrega para nuestra salvación.

Decimoprimera estación: Jesús es clavado en la cruz
Por Araceli Cruz
“Tomaron, pues, a Jesús y le crucificaron, y con Él a otros dos, uno a cada lado y a Jesús en medio. Escribió Pilato un título y lo puso sobre la cruz. Estaba escrito: “Jesús Nazareno, Rey de los judíos”. Muchos de los judíos leyeron este título porque estaba cerca de la ciudad el sitio donde fue crucificado Jesús, y estaba escrito en hebreo, en latín y en griego.”
Jn. 19, 18 – 20.
Queridísimo Jesús, Dios hecho hombre, queremos recordar los sufrimientos que tuviste por nosotros, para redimirnos y darnos Vida eterna.
Llegaste a la hora terrible de tu crucifixión, totalmente agotado. Habías sido hecho prisionero el día anterior en la noche. No habías dormido, ni comido desde tu captura. Tenías hambre, sed y frío. Un poco antes de ser aprehendido en el Huerto de los Olivos, tu sufrimiento emocional fue tan intenso que, en medio de la angustia, tu sudor fue como gotas de sangre que corrían hasta el suelo (Lc 22, 44).
La Sábana Santa, el lienzo en que nos dejaste el recuerdo de tu Pasión, con muchos detalles que solo los hombres de ciencia actuales son capaces de comprender, nos permite vislumbrar todo tu dolor.
Te habían flagelado cruelmente. En la imagen de la Sábana Santa se pueden identificar las marcas de más de 120 azotes en todo tu cuerpo. Son heridas iguales, pequeñas, de poco más de 1 cm., producidas por los flagelos romanos, que tenían como unas pequeñas mancuernas de metal.
La reconstrucción tridimensional que recientemente se hizo a partir de la Sábana, permite ver con mayor claridad la barbarie que cometieron contigo.
Pero no solo te azotaron, también te coronaron de espinas. Era una especie de casco formado por púas puntiagudas que se clavaban profundamente en tu cabeza. En la frente se ven muchas heridas que coinciden exactamente con la ubicación de las venas y las arterias de tu santo rostro.
Y tu nuca aparece horriblemente herida; se ven los coágulos perfectamente. Si no hubiera estado la corona presente, las caídas y el rozamiento del patíbulo (el travesaño de la cruz que cargaste) habrían dejado una huella de sangre informe y oscura; la corona actuó, así, como un dolorosísimo aislante.
Tu cara estaba deformada por las bofetadas y los golpes con cañas que, junto a groseras burlas e insultos, te dieron los soldados mientras estuviste preso. Además, como cargaste el patíbulo atado a tu pie izquierdo, varias veces te caíste sin poder meter las manos, por lo que tu cara golpeó de lleno en un piso de piedras irregulares y tierra.
En la reconstrucción tridimensional, podemos ver tu hermoso rostro desfigurado hasta convertirlo en algo “sin forma ni hermosura que atrajera nuestras miradas, sin un aspecto que pudiera agradarnos”. Eras, como dijo el profeta Isaías 700 años antes de que nacieras, “despreciado, desechado por los hombres, abrumado de dolores y habituado al sufrimiento, como alguien ante quien se aparta el rostro, tan despreciado, que lo tuvimos por nada”. (Is 53 2-3)
Y, al llegar al Calvario, después de despojarte de tus vestiduras, te crucificaron. Ésta es posiblemente la muerte más dolorosa inventada nunca por el hombre, que inflige un sufrimiento lento y doloroso.
Te clavaron al palo horizontal. No por las palmas de las manos, pues se hubieran desgarrado por el peso de tu cuerpo, sino por las muñecas. Cuando el clavo penetró, estando la palma hacia arriba, tu pulgar se flexionó bruscamente colocándose atravesado a la dirección de los demás dedos. Te destrozaron el nervio mediano, que tiene una doble función: motora y sensitiva. Tu dolor debe haber sido insoportable.
El clavo (de entre 11 y 18 cm), al penetrar tu piel, provocó graves lesiones. Por ser de punta roma no hizo cortes limpios, sino que se introdujo como una sierra y al pasar te desgarró arterias, tendones, nervios y músculos, provocándote fuertes dolores y hemorragia.
El segundo clavo fue peor que el primero, pues al estar fija ya una mano, la tracción ejercida por la otra fue sumamente dolorosa.
Después te izaron hasta sujetarte al palo vertical. Todo tu organismo debe haber sufrido intensamente.
Y al final clavaron tus pies al palo vertical, quedando estos a una altura de dos metros del suelo.
Los diferentes regueros de sangre de tus antebrazos y muñecas en el lienzo que cubrió tu cuerpo ya muerto, revelan que en la cruz estuviste constantemente cambiando entre dos posiciones: Una, colgado, en la que permanentemente sentías la asfixia inminente, ya que la presión sobre el tórax te impedía respirar. Y la segunda, apoyándote con los pies sobre el clavo, para poder inspirar el aire.
Y, para beber hasta el final este amargo cáliz que voluntariamente quisiste vivir, estuviste clavado en esa Cruz cerca de 3 horas.
Además de todos los dolores físicos, tuviste grandes dolores emocionales: veías el enorme sufrimiento –-también aceptado–- de tu madre, a la que dejaste con el único de tus discípulos que te acompañó en estas horas angustiosas. Los demás te habían abandonado; Pedro te había negado y Judas te traicionó.
Veías también los pecados que todos los humanos íbamos a cometer en el futuro. Viste mis fallas y mis debilidades, y dijiste: ¡Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen! Solamente un amor como el tuyo puede hacer de algo tan sangriento y profundamente desagradable un medio de salvación. Con tu Pasión y tu Muerte en la Cruz diste sentido al dolor y redimiste a todo el género humano.
Permite, Señor, que tu enorme sacrificio dé frutos en mi vida. Haz que sepamos vivir el sufrimiento como Tú. Haznos dignos de haber recibido esta enorme prueba de amor. Un amor infinito, tan infinito como Tú mismo, Dios todopoderoso. Deja que tu amor nos cambie y, aunque no lo merezcamos por nuestra pequeñez, conviértenos en verdaderos hijos tuyos. Así sea.
Por Edmund Kuryla
Me alisté en el ejército estadounidense tras terminar mi posgrado. Mientras estaba en el ejército, basado en Alemania, un buen amigo mío vino a visitarme. Era una de esas personas que podían hacer cualquier cosa: Un estudiante brillante en nuestro programa de posgrado y un verdadero estudioso. Actualmente es profesor de Historia del Arte en una escuela de la Ivy League en el noreste de Estados Unidos. Su visita a Alemania fue inspiradora para mí porque nunca esperé que quisiera compartir conmigo una prolongada excursión por Europa conduciendo mi destartalado Opel Kadett. ¿De qué íbamos a hablar durante tantas horas?
La humildad de mi amigo brilló realmente durante nuestra estancia de una semana. Viajamos por el sur de Alemania, partes de Francia, luego Bélgica y Múnich fue la última parada. Condujimos mucho y platicamos todo el tiempo.
Recuerdo haber buscado el apartamento de Hegel en Heidelberg; ir a Aix La Chapelle para ver los aposentos de Carlomagno y el increíble tesoro histórico que hay allí. Durante horas mi amigo me explicó hasta las piezas históricas más pequeñas. Fue una gran experiencia.
Pero lo que más recuerdo fue una conversación hacia el final de nuestro viaje mientras conducíamos de Bélgica a Múnich. Mi amigo no era especialmente religioso. En la universidad tuvimos muchas conversaciones sobre religión, especialmente sobre la iglesia católica. Él sabía que yo me declaraba cristiano católico, que iba a misa todos los días y que creía plenamente en todas las enseñanzas de la Iglesia. Hablamos mucho de las virtudes, de la diferencia entre Oriente y Occidente, de los consejos divinos e incluso del orden sagrado.
Se sinceró conmigo en este viaje y me dijo «Ed, creo en todo lo que enseña la Iglesia católica, es la única que tiene sentido. Es coherente, creo firmemente que es Verdad». Estoy parafraseando hasta cierto punto, pero este pronunciamiento me dejó estupefacto.
Entonces me preguntó qué pensaba de la película de Mel Gibson «La Pasión de Cristo». Me pareció un añadido extraño a una discusión tan profunda. La mayoría de los cristianos, especialmente los católicos, conocen esta película. La he visto varias veces desde que se estrenó hace muchos años. Mi amigo me dijo que no le había gustado; que era demasiado brutal, demasiado sangrienta.
Le escuché con atención. Nunca había oído a nadie decir, por un lado, a modo de experiencia de conversión, que la Iglesia católica es correcta y verdadera; y, por otro lado, admitir que no le gustaba una película como «La Pasión de Cristo», pues se trata de una película que intenta retratar la Pasión de Cristo.
Sabía que mi amigo conocía la historia de la pasión, y sabía que ser cristiano no es todo rosas y narcisos. Le respondí diciendo que es cierto que no hay demasiada doctrina de la Iglesia en esta película. Jesús no da el sermón de la montaña, ni discute con sus discípulos, ni con los fariseos, ni con los saduceos. No hay nada revelador de naturaleza racional que nos ayude a entender la lenta ejecución que vendrá. Gibson parece querer mostrar un lado más visceral de la Pasión, menos racional. El personaje de Jesús no dice mucho en la película. En cambio, nosotros, los espectadores, vemos su dolor y su sufrimiento y nos vemos arrastrados a él, nos guste o no.
No quiero hacer una crítica a la película de Mel Gibson. La pregunta que me inquieta es más bien cómo dar «sentido» a la brutalidad. Porque sin la parte racional, es decir, las propias enseñanzas de Cristo, todo este dolor y sufrimiento por parte de Cristo significarían muy poco. Mi amigo estaba siendo extremadamente sincero y verdaderamente perspicaz. Hasta el día de hoy sigo pensando en una respuesta a su incomodidad. Al recordar la Pasión de Cristo no nos limitamos a responder o reaccionar ante algo espantoso; sino que la contemplamos de verdad, y empezamos a entrar en este Misterio.
¿Qué nos dice la experiencia más visceral -la de una crucifixión real- y, en particular, la de Jesús siendo literalmente clavado en una cruz? Los soldados que hacían este tipo de cosas estaban curtidos en la batalla en grado extremo. Eran un tipo de soldado que no se ve en nuestra era moderna. Quizá muchos de estos soldados disfrutaban con este derramamiento de sangre. ¿Atisbaron al menos por instantes estos guerreros curtidos en la batalla lo que estaba sucediendo? Fueron testigos de algo más fuerte que la muerte, algo que nunca habían experimentado antes. Esos soldados estaban presenciando la muerte de Dios en sus propias manos. Esto es algo difícil incluso de concebir. Pero Dios lo quiso y quiere que recordemos y meditemos sobre esta perversa ejecución y a la vez salvífico derramamiento.
¿Qué nos dice esta estación? La sangre es reveladora. La sangre en sí misma es la vida, es lo que nos mantiene vivos. Como soldado que ha administrado primeros auxilios, sé que si se impacta a una arteria, el herido tiene unos 40 segundos antes de morir. Así de rápido se pierde la sangre. Esto no es lo que le ocurrió a Cristo. Su proceso fue más doloroso. La idea clavos en las manos y los pies es insoportable. Pero la pérdida de sangre de estas heridas habría permitido una lenta agonía. Quizá la pérdida de sangre después de la flagelación había sido mayor.
Es la noción de entrega completa la que salta a la vista al meditar sobre esta vivisección visceral de tipo animal.
Lo contrario del asesinato sería, por ejemplo, la unión de dos personas en matrimonio. El amor, el cuidado, el apoyo… El amor en este contexto implica una disposición a experimentar el dolor a instancias del amado. Aquí no entran necesariamente en juego los sentimientos. Pero, de alguna manera, esto nos hace verdaderamente felices. Es necesario que Dios nos hable de nosotros mismos, que se nos revele de esta manera, para que podamos aceptar esta noción de felicidad. Ciertamente esto no es algo que nuestra cultura moderna, —enamorada del progreso, la riqueza y el perfeccionismo— mire con agrado.
Pero es más que esto — es más que el deseo de Jesús de que simplemente recordemos esta experiencia. Jesús quería “dejarnos claro” que debíamos seguir su ejemplo; que nosotros también debemos estar dispuestos a experimentar el sufrimiento por otras personas, incluidas aquellas a las que nos resulta fácil amar. Tal vez esta es la clave del Evangelio: Jesús se está entregando a sí mismo, o mejor, entregándose a NOSOTROS como el amado.
El tiempo cesa, los siglos se derrumban. El término griego que me viene a la mente para esta «realidad» es anamnesis, un tipo de recuerdo más profundo. Es un recuerdo parecido al de Dios sobre quiénes somos realmente, sobre que Dios nos hizo, y que quiere que estemos con Él eternamente. Los judíos en la fiesta de la Pascua veían el tiempo de esta manera, litúrgicamente, sacramentalmente. No es simplemente el pasado. Sin embargo, esto es lo más visceral posible, ¿dónde está la parte racional?
Cuando pienso en los clavos, pienso en esta última entrega y en el Cuerpo y la Sangre de Cristo que nos da a través de su Iglesia. Cristo quiso darnos nada menos que a sí mismo, a su «mismísimo» ser. El problema es que hay un cierto componente racional en todo esto que se me escapa. Sencillamente, no le encuentro sentido, porque este tipo de amor es una especie de locura, como declara Platón en su Fedro, su diálogo seminal sobre el Amor. En el diálogo, Sócrates, para hablar de amor, tiene que salir de la ciudad, tiene que ir a un lugar desierto.
Hay algo completamente único en el amor: el amor dirigido a mí y sólo a mí; pero que es más que un simple sentimiento: está en el núcleo de mi ser, está en el núcleo de mi existencia, de lo que realmente soy… es el Dios Trino tratando de comunicarse y amarme; es una Persona que me creó, me amó hasta la existencia, continúa amándome en la existencia. La única persona que realmente y verdaderamente desea mi verdadera felicidad, eternamente. Y la única manera de «saber» esto es por esa efusión, ese derramamiento de sangre. Así que los clavos, por muy viscerales que parezcan como parte de la Crucifixión, me dicen mucho más sobre mí mismo que cualquier palabra. Me gustaría haberle dicho esto a mi amigo mientras íbamos en coche a Múnich. Pero le agradezco haberme hecho pensar y ayudarme a adentrarme más profundamente en este Misterio.

Decimosegunda estación: Jesús muere en la cruz
Por Irene González
“Uno de los malhechores crucificados le insultaba diciendo: “¿No eres el Mesías? Sálvate, pues, a ti mismo y a nosotros”. Pero el otro le increpaba: “¿Ni tú, que estás sufriendo el mismo suplicio temes a Dios? En nosotros se cumple la justicia pues somos dignos de castigo, pero éste nada malo ha hecho”. Y decía: “Acuérdate de mí, Señor, cuando llegues a tu Reino”. Él le dijo: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. Después, dando una gran voz, gritó: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Y habiendo dicho esto, inclinó la cabeza y expiró”.
Lc. 23, 39 – 43, 46.
En la cruz, la Verdad encarnada sufre la agonía más atroz exprimiendo hasta la última gota de su sangre para que conozcamos el Amor. Pero, ¿qué no el amor es algo bello y hermoso?
Es precisamente ahí donde radica la profundidad de la cruz: un hombre desfigurado por el dolor y el sufrimiento es la Verdad, la Bondad y la Belleza hecha carne. La crudeza de esa realidad nos invita a no ser indiferentes y a mirar, con los ojos del corazón, a Cristo crucificado y, en Él, a la humanidad sufriente de ayer, de hoy y de siempre.
Y miro la cruz y me pregunto, ¿a qué estoy llamado? ¿Cuál es el sentido último de mi vida?
Y entiendo que Cristo crucificado es el símbolo de una nueva imagen del hombre, un hombre que existe para los demás. “Cristo … manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación.” (Gaudium et Spes 22,1)
“Justamente porque él existe para los demás totalmente, él es totalmente él mismo — imagen final de la verdadera humanidad—. Hacerse cristiano significa hacerse hombre, llegar a la humanidad verdadera, al ser para los demás y al ser-a-partir-de-Dios” (La muerte de Cristo, Joseph Ratzinger).
Al morir al mundo encontramos la verdadera vida, y al dar la vida por los demás obtenemos el premio de la gloria. Precisamente, la cruz nos enseña que no podemos resucitar sin morir y que sólo la radicalidad del amor, que llega a la auto donación, produce fecundidad (Jn 12:24).
Al inicio de su pasión, Jesús oraba diciendo “Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz” (Lc 22:39), pero en la hora decisiva, Jesús ratifica en la cruz su sometimiento libre a la voluntad del Padre y dice “Tengo sed.” Sed de ese mismo cáliz que se le ofrece en la muerte para el perdón de los pecados y la salvación de todos. Sed de almas que obtengan la verdadera vida que da el amor.
No dejemos de mirar la cruz, de mirar a ese hombre-Dios que en su fragilidad es Santo Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal y carga todos los pecados de la humanidad.
Ese Cristo de brazos abiertos, cuyo cuerpo y alma se parten en la cruz, nos abraza en el más perfecto amor que se entrega eternamente. El sacrificio de Cristo en la cruz es sacrificio eterno porque Dios es más grande que la eternidad. Y a su vez es sacrificio eucarístico que se actualiza en cada Eucaristía donde Cristo es ese pan partido, Él mismo que se partió en la crucifixión.
El buen ladrón, en la cruz, entiende la verdadera realeza: este hombre sin poder alguno es verdadero Rey y la cruz es su trono y gobierna a su modo. Es “rey no de los cuerpos por medio del poder, sino de los corazones por medio del amor” (Vida de Cristo, Fulton J. Sheen).
Cuando Cristo muere en la cruz, la Palabra de Dios es aniquilada en el más escandaloso silencio de amor.
Que al contemplar la cruz, la más cruenta oscuridad vuelva a iluminar la conciencia de los hombres, pero sobre todo, de los que se profesan seguidores de Cristo. Pidamos a Dios que fortalezca nuestro amor para dar la vida por los demás, para no bajarnos de la cruz y, así, compartir con Él la gloria. Pues sólo el amor es más fuerte que la muerte.
Por Tomás Galindo Álvarez Malo
En está duodécima estación Jesús muere en la cruz. Lo crucificaron junto a dos ladrones “Uno de los malhechores crucificados le insultaba diciendo: “¿No eres el Mesías? Sálvate, pues, a ti mismo y a nosotros”. Pero el otro le increpaba: “¿Ni tú, que estás sufriendo el mismo suplicio temes a Dios? En nosotros se cumple la justicia pues somos dignos de castigo, pero éste nada malo ha hecho”. Y decía: “Acuérdate de mí, Señor, cuando llegues a tu Reino”. Él le dijo: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. Después, dando una gran voz, gritó: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Y habiendo dicho esto, inclinó la cabeza y expiró”. (Lc. 23, 39 – 43, 46)
Y como dice en la última cena “Padre si puedes aparta de mi este cáliz más no se haga mi voluntad sino la tuya”. Aquí nos damos cuenta de que Jesús se refiere a que pase lo que pase se haga lo que Dios Padre quiera. Y Dios nos quiere tanto que envió a su hijo único para salvarnos. En está estación Jesús ya murió a las 3:00pm; pero ya nos salvó y ya perdonó nuestros pecados. En la XV estación Jesús resucita. Él se sacrificó por todos nosotros para salvarnos.
Decimotercera estación: Jesús es bajado de la cruz
Por Octavio López
“Y uno de los soldados atravesó con su lanza el costado, y al instante salió sangre y agua. El que lo vio da testimonio y su testimonio es verdadero; él sabe que dice la verdad para que vosotros creáis, porque esto sucedió para que se cumpliese la escritura: “No romperéis ninguno de sus huesos”. Y otra que dice: “Mirarán al que traspasaron”. Después José de Arimatea rogó a Pilato que le permitiese tomar el cuerpo de Jesús, y Pilato lo permitió. Vino, pues, y tomó su cuerpo.”
Jn. 19, 34 – 38.
La muerte de Jesús después de un largo sufrimiento para conseguir el perdón para la humanidad es un gran acto de piedad. “Jesús murió para que los humanos recibieran el perdón de sus pecados y la vida eterna (Romanos 6:23; Efesios 1:7)”. María ve morir a su hijo en la cruz, hijo de Dios, alguien que, siendo inocente, ha sido sacrificado. El dolor de la muerte de un hijo por injusticias es una escena que nos manda un mensaje poderoso sobre el sacrificio. Este acto bondadoso y desinteresado de haber dado la vida por la humanidad debe de dejarnos un profundo mensaje de meditación y oración en esta Semana Santa.
El sacrificarse por los otros es una lección que podemos tomar de la escena en donde Jesús es bajado de la cruz. Durante nuestra vida nos habremos de enfrentar a momentos difíciles de dolor, injusticia y pérdidas que nos hacen dudar de la humanidad de nuestros semejantes. Esto no nos debe alejar del mensaje que en este acto Jesús dejó para nosotros, perdonar y actuar con sacrificio es parte de la vida.
En estos tiempos aciagos, el sacrificio de Jesús para ayudar a los demás debe inspirarnos para nosotros dar tan sólo un poco de nuestro tiempo, de nuestro interés, de nuestras habilidades a alguien que así lo necesite. Ahora que la muerte ha estado tan presente podemos meditar en cómo acompañar al enfermo y a los que han perdido a seres queridos.
Por ello, no podemos permitirnos ser indiferentes al sufrimiento de los demás. Debemos tener un tiempo de oración en el cual pensemos en ayudar al necesitado, al que sufre por alguna injusticia o enfermedad. Y pasar de la oración a la acción.

(Cristobal de Villalpando). Foto: Irene González
Decimocuarta estación: Jesús es colocado en el sepulcro
Por Valdemar Gómez
“Le envolvieron en una sábana y lo depositaron en un monumento, cavado en la roca, donde ninguno había sido aún sepultado. Movieron la piedra sobre la entrada del monumento. Era el día de la Pascua y estaba para comenzar el sábado. María Magdalena y María de José, miraban dónde se le ponía.”
Lc. 23, 53 – 54; Mc. 15, 46 – 47.
El Espíritu Santo, como Padre de los pobres, nos revela el misterio de la sepultura del Cuerpo del Señor, como un misterio necesario para nuestra salvación. Y la Iglesia así lo cree, pues proclama su fe en el misterio diciendo: fue crucificado, muerto, y sepultado ¿Cómo nos acerca este misterio a la salvación? ¿Cómo se aplica a nuestras vidas?
La sepultura del Cuerpo del Señor opera ya en el misterio de nuestro Bautismo: Hemos sido sepultados con Cristo (Ro. 6:4). Para entender este misterio, miremos qué sucede en el sepulcro. Allí, el Cuerpo del Señor ya no es orgánico, ya no obra, ya no siente, ya no experimenta; está muerto, yace yerto, amortajado, y reposa en la oscuridad a la espera de la Resurrección. El Cuerpo del Señor se reduce a la extrema pobreza de no vivir más.
Y sin embargo, en el sepulcro, el Señor Jesús sigue cumpliendo la voluntad del Padre: Por eso el Padre me ama, porque yo doy mi vida para retomarla … Este mandamiento lo recibí de mi Padre (Jn. 10:18). Nuestra vocación cristiana es ser hijos, en el Hijo Unigénito de Dios, y como tal, nuestra misión es glorificar a Dios cumpliendo sus mandamientos. En esto conocemos que estamos en él. Quien dice que permanece en él, debe vivir como vivió él (1 Jn. 1:5-6).
El bautismo nos configura con Cristo, a la manera de la semilla de mostaza; pues estamos salvados sólo en esperanza (Ro. 8:24). Ansiamos que se cumpla en nosotros la plenitud del Cielo donde está Cristo Resucitado, pero, de ese cielo, sólo poseemos la garantía, que es la caridad que ha sido derramada en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado (Ro. 5:5). Nuestra existencia en la Tierra se compara a llevar un tesoro en vasijas de barro (2 Co. 4:7).
Cristo vive en nosotros, y nosotros en él; pero, aunque unidos, estamos sepultados con él en nuestros cuerpos mortales y corruptibles, sujetos a los cambios de nuestra sensibilidad corporal y psicología. Bajo estas condiciones, nunca en esta tierra podemos asegurar con certeza, si llevamos una vida según su voluntad, o si nuestras obras son de su agrado, o conocer la calidad de nuestra unión con Dios. Como pobres, dependemos únicamente del beneplácito del Padre de quien esperamos la gracia.
Si bien el Verbo de Dios está en nuestras almas por su gracia, sosteniéndonos para cumplir la voluntad del Padre, de ninguna manera su acción es susceptible de ser sentida. El misterio de la sepultura del Cuerpo de Cristo es el misterio de la ausencia de Cristo. Su ausencia sensible purifica nuestra memoria, nuestra imaginación y nuestra psique. Días vendrán en que les será arrebatado el novio; entonces ayunarán (Mt. 9:15).
El problema con la cultura actual es que nos hace creer que si no sentimos, entonces, no existimos para Dios. Si no sentimos que Dios está con nosotros, sosteniéndonos, entonces, surge la ansiedad, la angustia, la duda.
Por ello, quizá algunos practican devociones que excitan la imaginación y las emociones, para así llegar a “sentir” a Dios en todo momento. Sin saber que Cristo en el sepulcro no siente, está en reposo, sin actividad productiva, a la espera de la resurrección.
Cristo reprocha la actitud de quienes miden a Dios por medio de la psicología de lo grato y las sensaciones agradables: “Y al orar, no charléis mucho como los gentiles, que se figuran que por sus palabrerías van a ser escuchados (Mt. 5:7)”. Quien se figura amar a Cristo basado en el sentimiento y espera alcanzar un estado psicológico permanente de sentida unión con Dios, no le ama, no vive en la realidad de nuestros cuerpos.
El misterio de la sepultura de Jesús nos enseña que, en el cumplimiento de los mandamientos de Dios, el no sentir nada psicológica o sensiblemente, es una buena señal. La única manera de agradar al Padre, nos dice el Señor, es guardando los mandamientos de su ley. La gracia bautismal opera cuando desistimos guiarnos por nuestra psicología y sensibilidad, para entonces ser sostenidos por el Verbo de Dios que nos habita por su gracia. No se niega la sensibilidad corporal ni la psicología, ellas pueden algunas veces, bajo la fe y el amor ayudarnos a iniciar o retomar el camino perdido.
Pero el misterio del sepulcro nos enseña de manera concreta, que el Señor ya no está en este mundo, ya no es alcanzable de manera sensible como una vez María pudo acogerlo en su seno. Ahora, sólo es alcanzable por la fe y tocado por el amor. Jesucristo, que está a la derecha del Padre, no puede ser tocado por nuestros cuerpos, ni por nuestra sensibilidad corporal, ni puede ser medido por nuestra psicología, tan solo por la fe callada y el amor casto libre de aspavientos.
La vida cristiana nos arroja a una vida de pobres sin ningún derecho a poseer el Cuerpo del Señor. Es la corrección que el Señor dio a María Magdalena cuando le ordenó: No me toques (Jn. 20:17) El misterio del Santo Sepulcro es el misterio de la esperanza que de manera precisa y explicita, nos enseña a conducirnos en este mundo, como lo haremos en el cielo.
Por Fernando Galindo
“Después de esto, José de Arimatea, que era discípulo de Jesús, pero ocultamente, por miedo a los judíos, pidió a Pilato llevarse el cuerpo de Jesús, y Pilato se lo permitió. Vino pues y se llevó el cuerpo. Vino también Nicodemo, el que antes había ido a encontrarlo de noche; éste trajo una mixtura de mirra y áloe, como cien libras.”
Jn. 19, 38-38
María acompañada por José dio a luz en Belén acogida por extraños, a causa de un edicto del poder temporal en turno. Ahora, para recibir y dar sepultura a su hijo, de nuevo hace falta lidiar con los poderes de este mundo. Como antes el Cireneo y la Verónica, es ahora José de Arimatea quien asume la arriesgada y delicada tarea de ayudar al redentor en su obra redentora.
“Las zorras tienen madrigueras, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar la cabeza” (Mt. 8,29) En el extremo del abandono, Jesús depende de sus amigos para recibir una sepultura digna. Y junto con José de Arimatea, también Nicodemo acude a su llamado silencioso, ahora sin preocuparse por ser descubierto. Nuestro Salvador nació y murió “de prestado.”
Quien ha perdido un padre, una madre, un hermano o un hijo sabe que, en esos momentos de inmensa tristeza, siempre hacen falta los amigos. Amigos que se ocupen de los trámites y de la burocracia, y a veces incluso de las necesidades económicas, como en el caso de Nuestro Señor.
¡A cuántas familias les ha faltado el consuelo en estos tiempos de poder tocar o siquiera ver una última vez el cuerpo del ser querido! ¡Cuántos han padecido la inclemencia de funcionarios poco solidarios o el abuso de prestadores privados de servicios funerarios! ¡A cuántos les ha faltado dinero para enterrar a sus muertos!
Señor, haznos compasivos y solidarios con quienes han perdido a alguien. Y danos amigos y consuelo cuando nos toque soportar la dureza de un mundo indiferente frente al dolor y la pérdida ajena, y de la gente que no se conmueve ante la muerte.

Foto: Alfredo Sánchez Garzón.
Excelente meditación, ¡muchas gracias!