Por Andrea Fajardo
El médico escribió “muerte natural” como causa en el informe; aunque todos sabían que a Ángela Verdugo la mató la tristeza.
La casa naranja al lado de la tortillería es de los Verdugo; lo había sido desde hace años, cuando el ingenio azucarero funcionaba y Eldorado no era un pueblo fantasma. El pueblo ya no es lo que era. Cuando la abuela de los Verdugo vivía, Eldorado prosperaba, se construyó un kiosco en el centro y se pavimentaron un par de calles. Después los hombres se cruzaron al otro lado y poco a poco Eldorado se convirtió en el pueblo polvoso y miserable que es hoy.
Ángela Verdugo no hablaba con nadie. Los hombres se fueron y dejaron a las mujeres y a los niños, pero en cuanto los niños crecían un poco, sólo pensaban en marcharse. Las mujeres la saludaban, ella sólo inclinaba la cabeza. Típica mujer de rancho y además tímida, incapaz de mantener la mirada. Si acaso, le invitaba un plato de machaca a Lencho, el loco del pueblo, uno de los pocos hombres que no se fue y al único al que le hablaba con regularidad. Cada que se escuchaba por la calle vacía el grito “soy el curro”, Ángela Verdugo se asomaba por la ventana y le hacía señas a Lencho para que se acercara. Si no fuera por ella, hacía tiempo que hubiera muerto de hambre.
Felipe Verdugo se encargaba del mandado y de cualquier relación con el mundo exterior, mientras ella permanecía en casa, lavando, tejiendo, cuidando a los animales y cocinando en un fogón como si fuera una mujer del siglo pasado.
Desde que Eldorado se convirtió en un pueblo muerto no pasa el tiempo. Los años no pasan porque nadie los cuenta; un eterno presente, Ángela Verdugo asomada en la ventana y siempre muda.
Felipe Verdugo salió por la mañana y no regresó, tampoco al día siguiente y tampoco en un mes. Ángela Verdugo esperó un mes entero a que volviera Felipe Verdugo, alimentándose con los huevos de las dos gallinas que tenía. Pasado el mes, se atrevió a salir a la tortillería para preguntar por su hermano. “Ángela, a Felipe lo levantaron en una troca cuando venía de regreso de Culiacán, verdad de Dios”.
Ángela Verdugo no volvió a asomarse por la ventana. Lencho se acercaba gritando “soy el curro”, pero nunca más volvieron a abrirle la puerta.
Después de varios meses el aroma se coló por la puerta, las gallinas muertas hedían, la casa apestaba tanto que las mujeres se decidieron a tumbar la puerta y encontraron a Ángela Verdugo sentada en una silla de mimbre en el comedor. La autopsia mostró un estómago empequeñecido y signos de deshidratación. El médico escribió “muerte natural” para que la enterraran cristianamente en el cementerio; a Ángela Verdugo no la mató el hambre y la sed, todos en Eldorado saben que la mató la tristeza.
Cuando la tierra cubrió la fosa se escuchó “soy el curro”, las únicas palabras de despedida del entierro de Ángela Verdugo.
Nadie sabe nunca que hora es en Eldorado, se duermen en cuanto obscurece y despiertan al alba. Nadie cuenta los días y los meses en Eldorado, no importa desde que el campo está seco, porque ya nadie cosecha caña en el ingenio. Nadie sabe cuándo, pero Felipe Verdugo volvió.
Al encontrar la casa vacía, buscó a las vecinas y preguntó por Ángela Verdugo. Todas echaban a correr cuando lo veían, pensaban que era un aparecido que cobraría venganza porque dejaron morir a Ángela Verdugo. Felipe Verdugo, con pinta de buchón, hebilla de plata, botas blancas y lentes obscuros atemorizó a todos.
“Ana María, dónde está Ángela, dímelo al chile”. Las mujeres permanecían mudas con cara de susto. Felipe Verdugo se apareció en la cantina, el único local del pueblo que no estaba sumido en la miseria y preguntó por Ángela Verdugo.
“Murió. No te agüites compa, le mandamos hacer unos rosarios pa que no sea un alma en pena”.
Aquella noche se escuchó “soy el curro” y a la mañana siguiente encontraron colgado en el baño a Felipe Verdugo.
El suicidio de Felipe Verdugo desencadenó la epidemia. A los nueve días de enterrado, encontraron un pequeño cuerpo en el río San Lorenzo. Al principio nadie lo relacionó con el suicidio de Felipe Verdugo; un niño ahogado en un río, puede ser un accidente. Pronto aparecieron dos cuerpos más, uno entrelazado con el otro, ambos se ahorcaron. Las mujeres comenzaron a preocuparse, los pocos niños que quedaban en Eldorado morían de manera extraña; fue entonces que encontraron a un niño colgado en el baño, justo como Felipe Verdugo y a otro más con los ojos desorbitados y estrangulado con una sábana. La superstición se apoderó de las mujeres de Eldorado, y comenzaron a desplumar gallos y a marcar con sangre las puertas y ventanas para que la maldición de Felipe Verdugo no entrara a sus casas. No sabían que la causa no era sobrenatural sino médica. Los niños no morían por una absurda superstición del alma en pena, sino por la epidemia de suicidios que desató Felipe Verdugo. Las mujeres pensaban que Felipe Verdugo se aparecía a los niños y los inducía a suicidarse. Trazaron una cruz con sal y cal sobre la tumba de Felipe Verdugo para que no saliera del sepulcro y ofrecieron rosarios y misas para que descansara en paz.
De nada sirvió cuanto hicieron, porque tres días después encontraron siete niños ahorcados en los establos. Pronto los pocos niños de Eldorado ya habían muerto, no quedaba más espacio en el cementerio. La epidemia también se llevó a los pocos jóvenes que no se habían marchado.
Entonces las mujeres vieron en los ojos bizcos de Lencho al mismísimo diablo. Lencho gritó “soy el curro”. El grito infernal que llamaba a los niños. Las mujeres tomaron piedras y lo siguieron, mientras Lencho avanzaba hacia la casa de Ángela y Felipe Verdugo gritando “soy el curro”. Nadie se atrevía a lanzar la primera piedra, todas esperaban a que alguna lo hiciera, pero nadie se movía. Lencho las miró sin enfocar la mirada, la baba le escurría por la boca y gritó “soy el curro”. Una mujer lanzó la primera piedra. En seguida una lluvia cayó sobre Lencho, quien no sabía si cubrirse la cabeza o desviar las piedras. Lo apedrearon hasta la muerte. Desenterraron del montículo de piedras el cuerpo deforme y lo arrastraron hasta el río San Lorenzo, para que sus aguas se llevaran la maldición a otro pueblo.
Se amontonó el polvo y la tierra sin cultivar en Eldorado; ya no es lo que era cuando la abuela de los Verdugo vivía. En Eldorado la epidemia de suicidios terminó, los niños ya no se suicidan porque ya no hay niños. En Eldorado ya no queda nadie.

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