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Por Jesús Alcántara
Cada año, por estas fechas, revive una pugna que divide a la sociedad mexicana en dos grupos bien definidos: a quienes les gusta celebrar el Halloween y quienes lo rechazan.
Cada quien es libre de mantener la posición que quiera y de celebrar o no determinadas fechas según sus preferencias; sin embargo, vale la pena preguntarnos acerca de las razones por las que una persona decide rechazar o respaldar cualquier práctica social, incluidas las celebraciones.
Este año, quizá, no se puedan llevar a cabo demasiadas fiestas, o por lo menos no en las formas más usuales; pero eso también representa una oportunidad para plantearnos de nuevo qué significan para cada uno de nosotros las fiestas de las que, por ahora, nos vemos privados.
El Halloween tiene un lejano origen europeo, pero su configuración actual y las costumbres que se asocian con él son más bien modernas y se terminaron de formar en los Estados Unidos. Tal vez por eso, una de las razones por las que es más criticado en nuestro país es por considerarlo ajeno o extranjerizante; hay quienes incluso lo acusan de ser una amenaza para nuestra tradicional celebración del Día de Muertos.
Sin embargo, no es necesariamente cierto que las fiestas de Halloween y de Día de Muertos se excluyan entre sí; por lo menos en mi apreciación, más bien tienden a potenciarse: los niños, por ejemplo, se emocionan de saber que van a poder disfrazarse y pedir dulces a sus vecinos y, al mismo tiempo, también disfrutan los altares de muertos con sus ofrendas, como parte orgánica de una gran celebración de tres días que, de cualquier manera, para nosotros siempre tiene sabor a pan de muerto.
Lo cierto es que la adopción de costumbres y prácticas provenientes de otras culturas, y luego su resignificación y adaptación a la idiosincrasia local, es un fenómeno tan inevitable como enriquecedor.
Nuestra cultura es, en sí misma, la combinación de muchas culturas; así como muchos de nuestros procesos sociales, políticos y económicos más relevantes serían incomprensibles si no fuera por la influencia de personas, ideas, costumbres y proyectos que vinieron de fuera. No puedo ni imaginarme cómo sería este país sin la música, el cine, la televisión o la comida de otros países; todos ellos, productos culturales de los que luego nosotros nos apropiamos; los adoptamos y también los adaptamos (si no me creen, piensen en las pizzas con jalapeños o en el sushi con chile y queso crema).
Ya si al margen de toda consideración, alguien sostiene que la pura infiltración de costumbres extranjeras es por sí misma reprobable o que la mezcla de celebraciones supone una forma de degradación de “lo nuestro”, quizá le vendría bien examinar si no padece de un posible caso de chauvinismo.
Pero hay otra crítica al Halloween que me parece más interesante: la acusación reiterada por parte de algunas comunidades cristianas, incluidos muchos miembros de la Iglesia Católica, que lo consideran pagano y oscuro.
Respecto de la posible perversidad del Halloween y el tono, digamos, tenebroso que puede llegar a tener, se pueden hacer distintas consideraciones.
Por un lado, están quienes proponen que los católicos, especialmente los niños, debieran disfrazarse de ángeles en vez de diablos, o de santos en lugar de monstruos. Es una posibilidad que me parece interesante, y que representa, además, una maravillosa oportunidad para recordar y transmitir las historias de la Biblia o de la vida de los santos; yo mismo me he disfrazado en varias ocasiones de personajes bíblicos o históricos para las fiestas de Halloween y me ha resultado muy divertido, especialmente por la preparación del disfraz.
Pero tampoco hay por qué ponerse fundamentalistas y suponer que esa es la única manera aceptable para que los católicos podamos celebrar el Halloween.
Ciertamente, el mal en general y los agentes del mal en particular –más aún el demonio– no son temas que deban trivializarse, pero ser cristiano es también tener una conciencia muy clara sobre la presencia del mal en el mundo, y sobre la necesidad humana de liberación respecto de ese mal. Los niños son especialmente receptivos a este mensaje; no es casual que los cuentos infantiles sean, precisamente, los relatos que se ocupan más frontalmente del problema de la lucha entre el bien y el mal.
Con el lenguaje apropiado (y tanto los disfraces como las fiestas pueden ser un lenguaje apropiado), los niños son perfectamente capaces de comprender este tema, y muchas veces tienen más claro que nosotros de qué lado hay que estar.
Sobre esto, yo diría que disfrazarse de un personaje temible y dedicar una noche al performance de lo tenebroso también puede ser una manera didáctica de favorecer la reflexión sobre los grandes problemas del mal y de la muerte, que en el fondo empuje a los niños (y a los no tan niños) a plantearse el triunfo del bien y la esperanza de la vida eterna.
Habrá quienes me digan que eso no pasa y que todo el asunto queda en una experiencia lúdica y superficial. No puedo generalizar nada al respecto, pero sí diré que –por lo menos en mi experiencia– cada Halloween (así como cada experiencia recurrente en la vida) va dejando sedimentos con los que luego –probablemente al cabo de muchos años– uno va construyendo una reflexión propia.
Si me apuran, incluso diría que es mejor que los niños celebren el Halloween y se vean confrontados en un ambiente seguro y divertido con los temas del mal y de la muerte, y no que pasen por la vida sin planteárselos nunca, como si no existieran; porque después, cuando sean adolescentes o –peor aún– adultos, van a tener menos herramientas para pensar en ellos.
Ahora bien, la crítica sobre el paganismo detrás de esta fiesta tampoco puede ser tan simplista. Es cierto que el Halloween tiene un origen pagano; parece estar emparentado con diversas festividades, tanto de origen celta como greco-romano, vinculadas con las cosechas. Sin embargo, esas festividades no sobrevivieron directamente, sino que fueron tamizadas por las creencias cristianas y se convirtieron en una fiesta diferente, inscrita ya en la lógica de la civilización cristiana.
Hasta en su nombre, el Halloween (All Hallows Eve) denota su herencia cristiana: es la víspera de la fiesta de Todos los Santos, que se celebra el 1º de Noviembre en el calendario litúrgico de la Iglesia, y que prepara también al 2 de noviembre, festividad de los Fieles Difuntos. Dicho sea de paso, no se me ocurre nada más pagano que la manera tradicional en que se celebra el Día de Muertos en México, con los altares, las calaveras, los relatos sobre la visita nocturna de las almas, la sustitución de la celebración de todos los santos por el recuerdo de los “muertos-niños”, etc.
Si los creyentes no nos ocupamos de transmitir, sobre todo en el seno de nuestras familias, el sentido religioso de estas fiestas, claramente el problema es nuestro, no de las fiestas (pasa lo mismo que con Santa Claus y la comercialización de la Navidad, por proponer otro caso).
Además, las raíces paganas del Halloween no son una excepción entre las fiestas cristianas. Ciertamente, el Halloween es una de las cuatro vísperas más celebradas del año litúrgico católico, junto con la Víspera de Navidad, la Vigilia Pascual y la Noche de San Juan; y todas ellas están emparentadas con antiguas fiestas paganas, que en el fondo se regían por el cambio de las estaciones y por los ciclos agrarios.
Así, la Navidad se vincula con el invierno y la esperanza de una vida que eventualmente triunfará; la Pascua representa, precisamente, el triunfo de la vida sobre la muerte, por lo que se relaciona naturalmente con la primavera (de hecho, la Vigilia Pascual se celebra la noche del sábado siguiente al primer plenilunio de primavera, y define todo el calendario litúrgico católico); la Noche de San Juan, que se celebra en la madrugada del 23 al 24 de junio, se relaciona claramente con el verano y la llegada de las lluvias, precisamente por eso el agua es tan importante en las celebraciones ligadas con esa fiesta y, por supuesto, el Halloween corresponde al otoño, que nos recuerda la proximidad de la muerte y la necesidad de prepararnos para recoger los frutos de lo que hayamos sembrado en nuestra vida.
El origen pagano de algunas costumbres y la ubicación de cada fiesta dentro del año no es el problema. Lo realmente crucial es que la tradición cristiana ha sido capaz de encontrarse con esos datos culturales, releerlos y dotarlos de nuevos significados a la luz de su fe.
Por lo tanto, la pregunta no es si los cristianos debemos abstenernos de ésta u otras celebraciones, o de sus tradiciones complementarias, sino más bien, si somos capaces de darles un sentido más profundo y de aprovechar estas oportunidades para divertirnos y al mismo tiempo enriquecernos espiritualmente.
Por todas esas razones, sostengo que la celebración del Halloween no hace a nadie menos mexicano ni tampoco menos cristiano; y que además de ser muy divertida, es una fiesta que sí tiene contenidos culturales y espirituales importantes por descubrir y, por lo tanto, una gran capacidad civilizadora.
En todo caso, ya las decisiones personales en esta materia dependen enteramente del gusto y de las preferencias de cada cual; por lo que nos sitúan en el campo de aquella famosa y sabia máxima atribuida a San Agustín: En lo necesario, unidad. En lo discutible, libertad. En todo, caridad.
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