Lo que cuesta una junta en tiempos de Covid

por | Dic 23, 2020 | 0 Comentarios

Era el primer jueves de diciembre de este 2020, pasaba del medio día, cuando recibí un mensaje del trabajo: una persona de la junta a la que tuve que asistir 5 días antes acababa de dar positivo a Coronavirus; me informaban para que pudiera tomar las precauciones que considerara pertinentes.

He sido muy afortunado, porque durante casi ya 10 meses de pandemia, sólo he tenido que asistir a 3 juntas presenciales; aquella fue la última.

Una semana antes de recibir el preocupante mensaje, una vecina y amiga de mis papás había muerto por Covid, dejando tras de sí a dos hijos jóvenes y una madre anciana. Poco más de una semana antes de eso, uno de mis tíos murió por complicaciones derivadas de la infección. En junio había sido un sobrino de mi mamá, también por Covid-19. Al principio de la pandemia, dos tías lejanas. Como en el caso de tantas otras familias, conforme el año avanzó, el círculo simplemente se fue cerrando.

De inmediato, como si de una película se tratara, reproduje mentalmente toda aquella junta, vívidamente: una persona tosía y sólo se cubría la boca con el puño cerrado (¡con el puño, a estas alturas!); otro se tallaba la cara con las palmas de las manos, empujando la punta de su nariz con los dedos; el otro saludaba a quienes iban llegando con un choque de puños; una asistente iba rodeando la mesa, inclinándose al lado de cada participante para preguntarles si querían agua o café; todos bebían alguna de esas opciones; en algún punto llegaron unos bocadillos; a final de cuentas, la junta se desarrollaba justo a la hora de la comida, en sábado.

De las nueve personas que entraron en la sala de juntas mientras yo estuve ahí, sólo dos traíamos cubrebocas.

A continuación fui reconstruyendo, paso a paso, todo lo que yo había hecho ese día: cómo me había desinfectado las manos después de recibir el choque de puños de la persona que ahora estaba ya enferma; cómo busqué sentarme en el extremo de la mesa, lo más lejos que pude de todos los demás; cómo había mantenido el portafolios sobre las rodillas para no ponerlo en el piso; cómo al llegar a mi casa desinfecté todo lo que había llevado a esa junta: la laptop, la libreta, la pluma, el portafolios, los zapatos y hasta la ropa, la cual puse “en cuarentena”, en un clóset aparte.

Pero también recordé mi momento de debilidad: después de haber mantenido el cubrebocas todo el tiempo de la junta, cuando finalmente tuve que leer un documento en voz alta, me había bajado el cubrebocas, porque sentía que no me estaban escuchando bien; es cierto que en ese momento los demás no estaba hablando y eso me tranquilizaba relativamente; pero no podía dejar de recriminarme: ¿Por qué no, simplemente, hablaste más fuerte?

Con la duda urgente de si debía cancelar ya mi visita de fin de semana a mis papás (prácticamente mi único contacto presencial con otras personas desde que empezó la pandemia); me puse a investigar: ¿Qué pruebas existen? ¿Cómo funcionan? ¿Qué tan confiables son? ¿Cuáles están disponibles en mi ciudad? ¿Dónde me las podría realizar? ¿En cuánto tiempo tendría los resultados?

Hablé por teléfono con la laboratorista de un hospital cercano; respondió a mis preguntas muy amablemente, y después de esa conversación tomé la decisión. Debía ir ese mismo día a practicarme dos análisis: por un lado, la PCR que busca específicamente material genético del virus y, por lo tanto, es la prueba más precisa, pero se tardarían un par de días en darme los resultados. Y también la prueba de antígeno que, por lo que entendí, rastrea ciertas proteínas asociadas al Coronavirus y cuyos resultados pueden estar el mismo día en que te la practicas; sin embargo, tiene una mayor probabilidad de arrojar un falso negativo. Por cierto, debo decir que el raspado nasofaríngeo que preocupa mucho a algunas personas, a mí no me resultó para nada terrible.

Me dirigí al hospital, armado lo mejor que pude con cubrebocas, guantes de látex, un impermeable largo y una gorra con careta de plástico. Al llegar al laboratorio Covid, que está instalado en el estacionamiento del hospital –supongo que para mantenerlo ventilado y aislado del resto de las instalaciones–, me hicieron llenar unos formatos sobre papel y, luego de llenarlos y pagar, tuve que esperar una hora y media, más o menos.

En ese tiempo, pude ver cómo iban llegando más pacientes. Noté dos casos que a simple vista parecían ya graves, y vi también cómo a uno de ellos –un señor mayor y con sobrepeso– lo envolvieron con sábanas, lo subieron a una camilla especial con cubierta de acrílico y lo internaron. Mientras iban trasladándolo, una alarma comenzó a sonar y una grabación advertía en los altavoces que estaban ingresando a un paciente de Covid.

Después vi a una doctora salir al estacionamiento para hacer una videollamada con su hijo. Pude oír que le explicaba que no podía ir a casa, porque estaba atendiendo pacientes de Covid, pero le pedía que comiera bien y le mandaba besos.

Todo me parecía casi como si de un programa de televisión se tratara; como si se hubieran preparado las escenas para reflejar las distintas realidades de la pandemia. Luego entendí que, simplemente, estas imágenes deben estar repitiéndose todo el tiempo, en todas partes. Ese pensamiento no me tranquilizó para nada; de hecho, cuando volví a oír toser al otro paciente que me parecía más evidentemente enfermo, empecé a sentir una gran ansiedad; no podía dejar de temblar y de chasquear los dedos.

Cuando por fin fue mi turno de pasar a hacerme las pruebas, le pregunté a la encargada si podía tomarme las muestras de pie, porque no quería tener contacto con el asiento. Con una paciencia de santa, me dijo que tenía que sentarme, pero que, aunque ya había desinfectado la silla, no me preocupara, que la volvía a desinfectar frente a mí, y que también me iba a dar unos guantes nuevos para sustituir los que yo traía. En el estado en que me encontraba, semejante muestra de empatía por parte de una trabajadora de la salud, que tiene que exponerse todo el día a una posible infección, me conmovió profundamente.

Al salir del hospital me sentía como si acabara de salir del área restringida de Chernóbil. Antes de subir a mi carro, me quité la gorra y el impermeable y los empapé con desinfectante, para luego aventarlos en el asiento trasero. Al llegar a casa, el mismo protocolo de desinfección: ropa, zapatos, cartera, llaves, incluso el celular que no había sacado en el hospital. Luego me di un baño caliente y esperé los resultados de la primera prueba. Llegaron esa misma noche, eran negativos. Pero debía esperar a la confirmación de la PCR.

Al otro día, muy a mi pesar, tuve que ir a hacer un pago en persona, y pude notar que el primer resultado negativo no había terminado de calmarme; sentía como si hubiera desarrollado una especie de agorafobia. A pesar de todo, mis padres insistieron en que me fuera a su casa; decían que seguramente al otro día se confirmaría que no me había infectado.

Lleno de dudas, decidí hacer caso al corazón más que a la razón. En el camino intentaba distraerme, pero ni la música ni la velocidad de la autopista tuvieron su efecto normalmente calmante.

Ya en la Ciudad de México, mientras bajaba por Avenida Constituyentes, caí en un buen bache que me hizo pensar por un momento que mi llanta se había reventado. Lo que reventó fue otra cosa: empecé a golpear el volante y a gritar desaforadamente; y no podía parar. Para cuando tomé el segundo piso del Periférico, los gritos habían sido sustituidos por sollozos.

Al otro día, ya por la tarde, llegaron los resultados de mi PCR. También eran negativos. La libré esta vez, pensé. Gracias a Dios.

El lunes por la mañana recibí otra llamada referente a aquella junta. Todos los demás participantes –excepto los dos que llevábamos cubrebocas– se contagiaron.

Actualmente están en recuperación, afortunadamente; pero no puedo dejar de pensar que, por pura probabilidad, es muy posible que hayan contagiado a otras personas en el tiempo antes de que desarrollaran síntomas; tampoco puedo evitar pensar que quizá alguna de esas personas se haya puesto grave en un momento en que los hospitales están saturados y sin capacidad de respuesta. ¿Y todo para qué?

A estas alturas, francamente, no tengo idea de si la junta en la que estuvimos tuvo alguna utilidad real, o si de verdad no podíamos tenerla por medios electrónicos. Lo único que puedo pensar es que la mayoría de las personas que estaban ahí sí se enfermaron, que quizá haya otros que, sin que lo sepamos, se contagiaron; no dejo de pensar en que mis papás (ambos pacientes de diabetes tipo 2, en sus sesentas) estuvieron en riesgo de contagio por mí; además de la pequeña afectación que yo experimenté: una crisis de ansiedad y los más de 4 mil pesos que tuve que pagar por los análisis.

Si me lo preguntan, participar en una junta nunca me había salido tan caro. Lo que me hace pensar que este es un buen momento para considerar mucho mejor los costos de oportunidad de todo tipo de reuniones y eventos mientras la pandemia siga.

Pero para no cerrar sin una nota de esperanza, la buena noticia es que –por si alguien todavía dudaba– las precauciones sanitarias sí funcionan; en especial el uso del cubrebocas. Así que nunca dejen que la pena de ser considerados exagerados les frene. Usen cubrebocas. Desinféctense las manos. Mantengan la distancia. Sí hace la diferencia.

Jesús Rogelio Alcántara

Jesús Rogelio Alcántara

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